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Recibí sus llamadas telefónicas siete viernes seguidos. No siempre estuve presente para atenderlas. No importaba, porque él y yo no teníamos nada que decirnos. Si estaba fuera cuando llamaba, al volver al hotel me encontraba una nota con el recado en mi casillero. Le echaba un vistazo, la tiraba y me olvidaba del asunto.

Y luego, el segundo viernes de abril, no llamó. Me pasé la noche en Armstrong’s, tomando bourbon y café y mirando a un par de médicos internos fracasar en su intento de impresionar a un par de enfermeras. El local se fue vaciando temprano para ser viernes, y a eso de las dos de la madrugada Trina se marchó a casa y Billie cerró la puerta para que la Novena Avenida se quedase fuera. Nos tomamos un par de copas y charlamos de los Knicks y de cómo todo dependía de Willis Reed. A las tres menos cuarto cogí mi abrigo del perchero y me fui a casa.

No tenía mensajes.

No tenía por qué significar nada. Nuestro acuerdo era que me llamaría todos los viernes para hacerme saber que seguía vivo. Si yo estaba ahí para atender su llamada, nos saludaríamos. En caso contrario, me dejaría un recado: Su ropa ya está lavada. Pero podía habérsele olvidado, o estar borracho, o casi cualquier cosa.

Me desnudé y me metí en la cama, y me quedé de lado, mirando por la ventana. Hay un edificio de oficinas en el centro, a diez o doce manzanas, en el que dejan las luces encendidas toda la noche. Se puede medir con bastante precisión el grado de contaminación del aire por cómo parecen parpadear las luces. Esa noche no solo parpadeaban una barbaridad, sino que incluso tenían una pátina amarillenta.

Me di la vuelta, cerré los ojos y pensé en la llamada que no había recibido. Decidí que ni se le había olvidado ni estaba borracho.

El Volteador estaba muerto.


Lo llamaban Volteador por una costumbre que tenía. Llevaba un antiguo dólar de plata a guisa de amuleto de la suerte y solía sacarlo sin parar del bolsillo de los pantalones, lo ponía de canto sobre la mesa sujetándolo con la punta del índice izquierdo, y luego le daba un papirotazo con el dedo medio derecho. Si estaba hablando contigo, sus ojos no se apartaban de la moneda que daba vueltas y parecía que sus palabras se dirigían al dólar tanto como a uno.

La última vez que asistí a esa demostración fue una tarde entre semana de primeros de febrero. Me encontró en mi mesa acostumbrada, en una esquina de Armstrong’s. Iba vestido con elegancia de Broadway: traje gris perla con mucho brillo, camisa gris oscuro con iniciales bordadas, corbata de seda a juego con la camisa, alfiler de corbata con una perla. Llevaba zapatos de esos de suela de plataforma que te hacen un par de centímetros más alto. En su caso, elevaban su estatura hasta el metro sesenta y cinco o metro setenta tal vez. El abrigo que llevaba al brazo era azul marino y parecía de cachemir.

—Matthew Scudder —dijo—, estás igual que siempre. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Un par de años.

—Demasiado, ¡joder! —Dejó su abrigo en una silla libre, puso un delgado maletín de ejecutivo encima y colocó un sombrero gris de ala estrecha sobre el maletín. Se sentó frente a mí al otro lado de la mesa y extrajo su amuleto de la suerte del bolsillo. Miré cómo lo ponía a dar vueltas—. Verdaderamente demasiado, Matt —le dijo a la moneda.

—Tienes buen aspecto, Volteador.

—Llevo una buena racha.

—Eso siempre viene bien.

—Mientras dura.

Trina se acercó y le pedí otra taza de café y un bourbon. Volteador se volvió hacia ella y retorció su carita estrecha poniendo un ceño inquisitivo:

—Caray, no sé —dijo—. ¿Sería posible que me trajeras un vaso de leche?

Trina respondió afirmativamente y se fue a buscarlo.

—Ya no puedo beber —me dijo—, es por esta jodida úlcera.

—Es lo que trae el éxito, o eso dicen.

—A mí lo que me trae es exasperación, eso es lo que me trae. El médico me dio una lista de lo que no puedo comer: todo lo que me gusta está ahí. Lo tengo de muerte: puedo ir a los mejores restaurantes y pedir un plato de puto queso blanco.

Puso de canto el dólar y lo hizo girar.

Lo conocí hace años, cuando estaba en la policía. Había sido detenido quizás una docena de veces, siempre por delitos menores, pero nunca había ido a la cárcel. Se las había arreglado siempre para comprar su libertad, con dinero o con información. Una vez me sirvió en bandeja un buen arresto, el de un perista, y en otra ocasión nos dio una pista en un caso de homicidio. Cada tanto, nos pasaba información, cosas que había oído por ahí, a cambio de un billete de diez o de veinte dólares. Era pequeño y nada impresionante, y sabía desenvolverse; mucha gente era lo bastante estúpida para no prestarle atención y hablar delante de él.

—Matt —me dijo—, no he entrado aquí de la calle por casualidad.

—Ya me parecía.

«Sí». El dólar empezó a temblar, y lo atrapó. Tenía manos muy rápidas. Siempre pensamos que era un antiguo carterista, pero creo que nadie lo consiguió detener nunca por eso.

—Lo que ocurre es que tengo problemas.

—También suelen venir con las úlceras.

—Puedes apostarte la vida en ello. —Hizo girar la moneda—. Lo que pasa es que tengo algo que quiero que me guardes.

—¿Sí?

Bebió un sorbo de leche. Dejó el vaso en la mesa y alargó la mano para tamborilear con los dedos sobre el maletín.

—Tengo un sobre aquí dentro. Quiero que me lo guardes. Que lo pongas en un lugar seguro, donde nadie pueda encontrarlo, ¿sabes?

—¿Qué hay en el sobre?

Movió ligeramente la cabeza con impaciencia

—Parte del asunto es que no tienes que saber qué hay en el sobre.

—¿Cuánto tiempo tengo que guardártelo?

—Bueno, esa es la historia completa. —Hizo girar la moneda—. Mira, a una persona pueden pasarle muchas cosas. Yo podría salir a la calle, bajar de la acera y que me atropellara el autobús de la Novena Avenida. Hay cantidad de cosas que pueden pasarle a uno. Nunca se sabe.

—¿Alguien anda detrás de ti, Volteador?

Alzó los ojos hasta los míos y luego los bajó rápidamente.

—Pudiera ser —dijo.

—¿Sabes quién es?

—Ni siquiera sé si andan detrás de mí, así que no te preocupes por quién. —La moneda empezó a temblar, la atrapó; volvió a ponerla a girar.

—El sobre es tu póliza de vida.

—Algo así.

Bebí café. Le dije:

—No sé si soy la persona adecuada para esto, Volteador. Lo habitual sería coger el sobre y llevárselo a un abogado junto a unas instrucciones. Él lo guardaría en una caja fuerte y ya está.

—Ya había pensado en eso.

—¿Y?

—No vale la pena. La clase de abogados que yo conozco abrirían el puto sobre en cuanto saliese de su despacho. Y un abogado honesto se lavaría las manos en cuanto me echara la vista encima.

—No necesariamente.

—Hay algo más. Supongamos que me atropella un autobús. En ese caso, el abogado tendría que hacerte llegar el sobre a ti. De este modo nos ahorramos el intermediario, ¿de acuerdo?

—¿Por qué tiene que acabar ese sobre en mis manos?

—Lo descubrirás cuando lo abras. Si lo abres.

—Es todo un tanto tortuoso, ¿no te parece?

—Las cosas están muy complicadas últimamente, Matt. Úlceras y exasperación.

—Y la mejor ropa que te he visto en tu vida.

—Sí, pueden enterrarme con ella, no te jode. —Giró la moneda—. Mira, todo lo que tienes que hacer es llevarte el sobre, meterlo en una caja de seguridad o algo así, en algún sitio, eso ya es cosa tuya.

—¿Y si me atropella un autobús a mí?

Se lo pensó y llegamos a un acuerdo. El sobre estaría debajo de la alfombra de mi habitación de hotel. Si yo muriera repentinamente, el Volteador podría pasarse por allí y recuperar su propiedad. No necesitaría llave. Nunca había necesitado una.

Establecimos los detalles, lo de la llamada telefónica semanal, el mensaje neutro si yo no estaba. Pedí otra copa. Al Volteador aún le quedaba mucha leche.

Le pregunté por qué me había escogido a mí.

—Bueno, siempre jugaste limpio conmigo, Matt. ¿Cuánto tiempo hace que dejaste el cuerpo? ¿Un par de años?

—Algo así.

—Sí, dimitiste. No me enteré muy bien de los detalles. ¿Mataste a un crío, o algo así?

—Sí. En acto de servicio, una bala rebotó donde no debía.

—¿Te causó muchos problemas con las autoridades?

Miré mi café y recordé. Una noche de verano. Hacía un calor terrible; el aire acondicionado estaba haciendo horas extra en el Spectacle, un bar de Washington Heights donde los policías podíamos tomar copas a cuenta de la casa. Yo estaba fuera de servicio, aunque en realidad nunca lo puedes estar, y dos chavales eligieron esa noche para atracar el local. Mataron al barman de un tiro al marcharse. Los perseguí por la calle, maté a uno y le astillé el hueso de la cadera al otro.

Pero uno de mis disparos falló y, al rebotar, la bala fue derecha al ojo de una niña de siete años llamada Estrellita Rivera. Le entró por el ojo y, atravesando tejido blando, llegó hasta el cerebro.

—Eso estaba fuera de lugar —dijo el Volteador—. No debería haberlo mencionado.

—No, no pasa nada. No tuve ningún problema. De hecho, recibí una felicitación. Hubo una investigación y me exoneraron por completo.

—Y entonces abandonaste el cuerpo.

—De alguna forma, perdí el gusto por el trabajo. Y por más cosas: una casa en Long Island. Mi mujer. Mis hijos.

—Supongo que a veces pasa.

—Supongo que sí.

—¿Y qué haces entonces? ¿Eres una especie de detective privado, no?

Me encogí de hombros.

—No tengo licencia. A veces le hago favores a la gente y me pagan por ello.

—Bueno, volviendo a nuestro asuntillo —volteó la moneda—, sería un favor, eso es lo que harías.

—Si tú lo dices...

Atrapó el dólar en pleno giro, lo miró y lo dejó encima del mantel a cuadros azules y blancos.

—No querrás que te maten, Volteador —dije.

—No, joder.

—¿No puedes escurrir el bulto?

—Tal vez. O tal vez no. No hablemos de esa parte, ¿vale?

—Lo que tú digas.

—Porque cuando alguien quiere matarte, ¿qué cojones puedes hacer al respecto? Nada.

—Probablemente tengas razón.

—¿Te ocuparás de esto por mí, Matt?

—Me quedaré con tu sobre. Aunque no puedo decirte qué haré si tengo que abrirlo, porque no sé qué hay en él.

—Si llega ese momento, lo sabrás.

—No te garantizo que lo vaya a hacer, sea lo que sea.

Se quedó mirándome un rato largo, viendo en mi cara algo que yo ignoraba que estuviese allí.

—Lo harás —dijo.

—Tal vez.

—Lo harás. Y si no, yo no me enteraré, qué carajo. Escucha, ¿cuánto quieres por adelantado?

—No sé qué se supone que tengo que hacer.

—Quiero decir, por guardar el sobre. ¿Cuánto quieres?

Nunca he sabido fijar honorarios. Lo pensé un momento.

—Está muy bien ese traje que llevas —dije por fin.

—¿Cómo? Gracias.

—¿Dónde lo has comprado?

—En Phil Kronfeld’s. Arriba en Broadway, ¿lo conoces?

—Sé dónde está.

—¿De verdad te gusta?

—Te sienta bien. ¿Cuánto te costó?

—Trescientos veinte.

—Pues entonces ese será mi precio.

—¿Quieres el puto traje?

—Quiero trescientos veinte dólares.

—Oh —meneó la cabeza, divertido—. Me lo he creído por un momento. No podía entender para qué carajo querrías el traje.

—No creo que me valga.

—Supongo que no. ¿Trescientos veinte? Sí, es un número tan bueno como otro cualquiera. —Sacó una gruesa billetera de cocodrilo y de su interior extrajo seis billetes de cincuenta y uno de veinte—. Tres dos cero —dijo, tendiéndomelos—. Si esto se alarga y quieres más, házmelo saber. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. ¿Y si necesitara ponerme en contacto contigo, Volteador?

—No.

—Vale.

—Mira, no tendrás que hacerlo, y aunque quisiera darte una dirección, no podría, de todas maneras.

—Vale.

Abrió el maletín y me pasó un sobre de papel Manila de unos veinte por treinta centímetros, sellado por ambos extremos con cinta aislante. Lo cogí y lo puse a mi lado en la banqueta. Le dio una vuelta al dólar de plata, lo recogió y se lo metió en el bolsillo, y le pidió la cuenta a Trina. Dejé que la pagara, y añadió dos dólares de propina.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Matt?

—Solo que nunca te había visto pagar la cuenta hasta ahora. Y te he visto llevarte las propinas que dejaban otras personas.

—Bueno, las cosas cambian.

—Supongo que sí.

—Eso de llevarme las propinas ajenas no lo hice tan a menudo. Se hacen muchas cosas cuando se tiene hambre.

—Seguro.

Se puso en pie, dudó y finalmente me tendió la mano. Se la estreché. Se dio la vuelta para irse y lo llamé:

—¿Volteador?

—¿Qué?

—Has dicho que la clase de abogados que conoces abrirían el sobre en cuanto salieras de su despacho.

—Puedes apostar tu vida.

—¿Qué te hace pensar que yo no lo haré?

Se quedó mirándome como si mi pregunta fuese estúpida.

—Tú eres honrado —dijo.

—Ay, Dios. Sabes que solía aceptar sobornos. Te dejé comprar tu libertad en uno o dos arrestos, por amor de Dios.

—Sí, pero siempre fuiste legal conmigo. Hay honradez y honradez. Tú no abrirás el sobre hasta que tengas que hacerlo.

Sabía que él estaba en lo cierto. Lo que no sabía era cómo lo sabía él.

—Cuídate —le dije.

—Claro, tú también.

—Ten cuidado al cruzar la calle.

—¿Cómo?

—Estate pendiente de los autobuses.

Se rió un poco, pero no creo que le pareciese gracioso.

Ese mismo día, más tarde, me paré en una iglesia y metí treinta y dos dólares en el cepillo de los pobres. Me senté en un banco hacia atrás y pensé en el Volteador. Me había dado dinero fácil. Lo único que tenía que hacer para ganarlo era no hacer nada.

De vuelta a mi habitación, enrollé la alfombra y puse el sobre del Volteador debajo, centrándolo bajo la cama.

La criada pasa la aspiradora de vez en cuando, pero nunca mueve los muebles. Volví a dejar la alfombra en su sitio y me olvidé del sobre rápidamente. Desde aquel día, todos los viernes, una llamada o un recado me aseguraban que el Volteador seguía vivo y que el sobre podía quedarse ahí donde estaba.

Tiempo para crear, tiempo para matar

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