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A las cuatro y media de esa tarde, me encontraba en una sala de espera en la vigésimo segunda planta de un edificio de oficinas de cristal y acero en Park Avenue con las calles cuarenta y muchos. La recepcionista y yo nos encontrábamos solos. Ella estaba sentada detrás de una mesa negra en forma de U. Era un poco más clara que la mesa, y llevaba el pelo al estilo afro muy corto. Yo estaba sentado en un sofá de vinilo del mismo color que su mesa. Sobre la mesita blanca que había junto a mí descansaban unas pocas revistas: Architectural Forum, Scientific American, un par de revistas de golf y el Sports Illustrated de la semana pasada. No me pareció que ninguna fuera a revelarme nada que quisiera saber, así que las dejé donde estaban y me dediqué a mirar un pequeño lienzo al óleo colgado en la pared de enfrente. Era un paisaje marino obra de un aficionado, con un buen montón de barquitas haciendo cabriolas sobre un turbulento océano. Unos hombres se inclinaban sobre las bordas de la barca en primer término. Parecía como si estuvieran vomitando, pero resultaba difícil creer que esa hubiese sido la intención del artista.

—La señora Prager lo pintó —dijo la chica—. Su esposa.

—Es interesante.

—Todos los que hay en su despacho también los ha pintado ella. Debe de ser maravilloso tener un talento así.

—Debe de serlo, sí.

—Y nunca ha recibido una sola lección de pintura.

A la recepcionista se le antojaba más notable este hecho que a mí. Me pregunté cuándo habría empezado a pintar la señora Prager. Supuse que sería una vez criados sus hijos. Había tres jóvenes Prager: un muchacho en la facultad de medicina de la Universidad de Buffalo, una hija casada en California, y la más joven, Stacy. Todos ya habían abandonado el nido, y la señora Prager vivía en una casa en Rye, tierra adentro, y pintaba marinas tormentosas.

—Ha colgado el teléfono —dijo la muchacha—. Me temo que no he entendido su nombre.

—Matthew Scudder —le dije.

Lo llamó por el interfono para anunciarle mi presencia. No había esperado que mi nombre le dijera nada, y evidentemente así fue, porque ella me preguntó cuál era el motivo de mi visita.

—Represento al proyecto Michael Litvak.

Si eso le dijo algo, Prager no permitió que se notase. Su secretaria me transmitió su persistente desconcierto.

—De la cooperativa del atropello y fuga —dije—, el proyecto Michael Litvak. Es un asunto confidencial, estoy seguro de que querrá verme.

En realidad, estaba seguro de que no querría verme pero la secretaria le repitió mis palabras y él no pudo negarse.

—Lo verá ahora —dijo, indicando con la cabecita crespa una puerta con un cartel que ponía: PRIVADO.

Su oficina era grande. La pared del fondo era toda de cristal y ofrecía una vista bastante impresionante de una ciudad que tiene mejor aspecto a cuanta mayor altura se ve. La decoración era tradicional, en franco contraste con el mobiliario radicalmente moderno de la sala de espera. Las paredes estaban forradas de madera oscura: tableros macizos, no contrachapado. La alfombra era del color del oporto rojizo. Había muchos cuadros en las paredes, todos ellos marinas, todos inconfundiblemente obra de la señora de Henry Prager.

Había visto su foto en los periódicos que había recorrido en la sala de microfilmes de la biblioteca. Solo eran retratos de medio cuerpo, pero me habían hecho esperar un hombre más corpulento que el que tenía ahora enfrente, de pie tras la ancha mesa revestida de cuero. El rostro de la foto del estudio Bachrach[1] irradiaba tranquilidad y seguridad en sí mismo; ahora, se veía ajado por la aprensión, reforzada por la cautela. Me acerqué a la mesa y nos quedamos mirándonos. Parecía estar considerando si ofrecerme la mano o no. Decidió no hacerlo.

—¿Así que su nombre es Scudder? —dijo.

—Eso es.

—No estoy muy seguro de saber qué quiere.

Yo tampoco lo estaba. Había una silla de cuero rojo con brazos de madera cerca de la mesa. La acerqué y me senté en ella mientras él seguía de pie. Dudó un instante y luego se sentó. Esperé unos segundos por si acaso tuviera algo que decir. Pero era muy bueno esperando.

—Antes mencioné el nombre de Michael Litvak —dije por fin.

—No lo conozco.

—Entonces mencionaré otro: Jacob Jablon.

—Tampoco conozco ese nombre.

—¿No? El señor Jablon era un socio mío. Hicimos algunos negocios juntos.

—¿Y de qué clase de negocios se trata?

—Oh, un poco de esto, un poco de aquello. Nada con tanto éxito como su especialidad, me temo. ¿Es usted arquitecto consultor?

—Correcto.

—Proyectos de gran envergadura. Urbanizaciones, edificios de oficinas, esa clase de cosas.

—No puede decirse que esa información sea confidencial, señor Scudder.

—Debe de resultar muy rentable.

Me miró.

—De hecho, esa expresión que ha usado usted, «información confidencial», de eso es de lo que en realidad quería hablarle.

—¿Ah, sí?

—Mi socio, el señor Jablon, ha tenido que marcharse de la ciudad un tanto repentinamente.

—No veo en qué...

—Se ha retirado —lo corté—. Era un hombre que había trabajado duro toda la vida, señor Prager, y heredó algún dinero, ¿sabe usted? Y se retiró.

—¿Le importaría ir al grano de una vez?

Saqué un dólar de plata del bolsillo y lo hice girar, pero a diferencia del Volteador, mantuve la vista fija en el rostro de Prager en lugar de en la moneda. Podría haber ido con esa cara a cualquier partida de póquer de la ciudad y le habría ido de miedo. Suponiendo que jugara bien su mano.

—No se ven demasiadas monedas de estas —dije—; fui a un banco hace un par de horas para intentar comprar una. Se quedaron mirándome y acabaron diciéndome que fuera a una tienda de coleccionismo. Siempre pensé que un dólar era un dólar, ¿comprende? Así solía ser. Pero al parecer solo el contenido en plata de estas cosas ya vale dos o tres pavos, y el valor de colección es aún mayor. He tenido que pagar siete dólares por esta moneda, aunque no se lo crea.

—¿Para qué la quería?

—Para que me dé suerte. El señor Jablon tiene una moneda como esta. O por lo menos, así me lo parecía a mí. No soy numismático. O sea, experto en monedas.

—Sé lo que es un numismático.

—Bueno, yo me he enterado hoy mismo, al tiempo que descubría que un dólar ya no es un dólar. El señor Jablon podría haberme ahorrado siete pavos si me hubiese dejado su dólar antes de marcharse de la ciudad. Pero me dejó otra cosa que probablemente valga un poco más de siete dólares. Fíjese, me dejó un sobre lleno de papeles y cosas. Algunos mencionan su nombre. Y el nombre de su hija y algunos más que ya le he dicho. El de Michael Litvak, por ejemplo, pero ese nombre no lo conoce usted, ¿no es así?

El dólar había dejado de dar vueltas. El Volteador siempre lo agarraba en cuanto empezaba a tambalearse, pero yo lo dejé caer. Salió cara.

—Se me ha ocurrido que ya que esos papeles incluyen su nombre, junto con los demás, quizás querría usted comprarlos.

No rechistó, y a mí ya no se me ocurría nada más que decir. Recogí el dólar de plata y lo puse a girar de nuevo. Esta vez nos quedamos los dos mirándolo. Estuvo un buen rato dando vueltas sobre el cuero de la mesa. Entonces rozó el marco de plata de una foto, empezó a vacilar inseguro y volvió a caer de cara.

Prager cogió el teléfono y apretó un botón. Dijo: «Eso será todo por hoy, Shari. Ponga el contestador y váyase a casa». Y después de una pausa: «No, eso puede esperar. Los firmaré mañana. Puede irse a casa ya. Estupendo».

Ninguno de los dos pronunciamos una palabra hasta que se oyó abrirse y cerrarse la puerta exterior de la oficina. Luego Prager se recostó en su butaca y cruzó las manos sobre la pechera de la camisa. Era un hombre más bien rechoncho, pero no le sobraba la carne en las manos: eran delgadas, con dedos largos.

—Si he entendido bien —dijo—, lo que usted pretende es retomar las cosas donde... ¿Cómo se llamaba el otro tipo?

—Jablon.

—Donde estaban cuando Jablon se largó.

—Algo así.

—No soy un hombre rico, señor Scudder.

—Tampoco es un muerto de hambre.

—No —me dio la razón—, tampoco soy un muerto de hambre. —Alzó la vista hacia algo detrás de mí, probablemente una marina, y siguió hablando—. Mi hija Stacy atravesó una etapa difícil en su vida, y en el transcurso de ella, sufrió un accidente muy desafortunado.

—En el que murió un niño pequeño.

—Sí, murió un niño pequeño. Aun a riesgo de parecerle insensible, le diré que esas cosas pasan todo el tiempo. Los seres humanos —niños, adultos, qué más da—, la gente muere a diario de forma accidental.

Pensé en Estrellita Rivera con una bala en el ojo. No sé si se me notó algo en la cara.

—La situación en que se vio involucrada Stacy —su culpabilidad, si quiere llamarla así— no se debió al accidente, sino a su reacción después de los hechos. No se detuvo.

—Aunque se hubiese parado, no le habría servido de nada al niño. Murió en el acto.

—¿Lo sabía ella?

Cerró los ojos brevemente.

—No lo sé —dijo—. ¿Es eso pertinente?

—Probablemente no.

—El accidente... Si se hubiese detenido, como debió haber hecho, estoy seguro de que no la habrían culpado. El chico se tiró con el triciclo de la acera justo delante de ella.

—Tengo entendido que ella consumía drogas por entonces.

—Si llama droga a la marihuana...

—No importa cómo la llamemos, ¿no le parece? Si no hubiese estado emporrada, a lo mejor habría podido evitar el accidente. O a lo mejor habría tenido el sentido común de parar tras atropellar al crío. No es que importe a estas alturas. Estaba colocada y atropelló al niño, y no paró el coche, y usted se las arregló para comprar su impunidad.

—¿Hice mal, Scudder?

—¿Cómo voy a saberlo yo?

—¿Tiene hijos? —Vacilé, y luego asentí—. ¿Qué hubiera hecho usted?

Pensé en mis hijos. Aún no eran lo bastante mayores para conducir. ¿Serían lo bastante mayores para fumar marihuana? Tal vez. ¿Y qué haría yo de estar en el lugar de Henry Prager?

—Cualquier cosa que tuviera que hacer para protegerlos —dije.

—Por supuesto. Es lo que haría cualquier padre.

—Debió de costarle un montón de dinero.

—Más de lo que podía permitirme. Pero tampoco podía permitirme no hacerlo, ¿comprende?

Recogí mi dólar de plata y lo miré. Era de 1878. Era bastante más viejo que yo, y se había conservado bastante mejor.

—Pensé que aquello se había terminado —dijo—. Fue una pesadilla, pero conseguí enderezarlo todo. Las personas con las que traté comprendieron que Stacy no era una criminal, sino una buena chica de una buena familia que atravesaba una etapa difícil. No es infrecuente, ¿sabe? Se dieron cuenta de que no tenía sentido arruinar otra vida más, solo porque un horrible accidente hubiese costado una. Y la experiencia —suena atroz dicho así— ayudó a Stacy. Maduró. Dejó de tomar drogas, por supuesto. Y su vida cobró más sentido.

—¿Qué hace ahora?

—Está estudiando Psicología en Columbia. Tiene la intención de trabajar con niños retrasados mentales.

—¿Cuántos años tiene, veintiuno?

—Cumplió veintidós el mes pasado. Tenía diecinueve años cuando ocurrió el accidente.

—Supongo que tiene un apartamento aquí en la ciudad.

—Así es. ¿Por qué?

—Por nada. Entonces salió bien, al final.

—Todos mis hijos han salido bien, Scudder. Stacy pasó un par de años difíciles, eso es todo. —Su mirada se fijó en mí con repentina intensidad—. ¿Y cuánto tiempo voy a tener que seguir pagando aquel error? Eso es lo que me gustaría saber.

—Estoy seguro.

—¿Y bien?

—¿Hasta dónde lo tenía enganchado Jablon?

—No le entiendo.

—¿Cuánto le estaba pagando?

—Pensé que eran socios.

—La nuestra era una asociación libre. ¿Cuánto?

Dudó, y luego se encogió de hombros.

—La primera vez que vino, le di cinco mil dólares. Dio la impresión de que con ese único pago se acabaría la cosa.

—Nunca pasa.

—Eso tengo entendido. Volvió al cabo de un tiempo y me dijo que necesitaba más dinero. Acabamos por establecer un acuerdo de negocios. Tanto al mes.

—¿Cuánto?

—Dos mil dólares mensuales.

—Podía permitírselo.

—No era tan sencillo. —Consiguió sonreír ligeramente—. Confiaba en encontrar una forma de desgravarlo, ¿sabe? Cargarlo a cuenta de la empresa de algún modo.

—¿Encontró la forma de hacerlo?

—No. ¿Por qué me pregunta todo esto? ¿Está intentando averiguar cuánto puede sacarme?

—No.

—En toda esta conversación —dijo de repente—, hay algo que no encaja. No parece usted un chantajista.

—¿A qué se refiere?

—No lo sé. Aquel tipo era una comadreja, calculador, viscoso. Usted también es calculador, pero de otra manera.

—Tiene que haber de todo.

Se puso en pie.

—No voy a seguir pagando indefinidamente —dijo—, no puedo vivir con una espada colgando de un hilo sobre mi cabeza. ¡Maldita sea, no debería ser así!

—Ya se nos ocurrirá algo.

—No quiero arruinar la vida de mi hija, pero tampoco puedo permitir que me sigan sangrando.

Cogí el dólar de plata y me lo eché al bolsillo. No conseguía creer que aquel hombre hubiese matado al Volteador, pero al mismo tiempo tampoco podía descartarlo definitivamente, y estaba empezando a asquearme el papel que tenía que representar. Empujé la silla hacia atrás y me puse en pie.

—¿Y bien? —dijo él.

—Estaremos en contacto —le dije.

—¿Cuánto va a costarme esto?

—No lo sé.

—Le pagaré lo mismo que le pagaba a él. No pagaré más que eso.

—¿Y cuánto tiempo va a estar pagándome? ¿Toda la vida?

—No le comprendo.

—A lo mejor se me ocurre algo que nos haga felices a los dos —le dije—. Lo llamaré en cuanto lo sepa.

—Si se refiere a un solo pago importante, ¿cómo iba a poder fiarme de usted?

—Esa es una de las cosas que habrá que arreglar —dije—. Ya tendrá noticias mías.

Tiempo para crear, tiempo para matar

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