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Me había citado con Beverly Ethridge en el bar del Hotel Pierre a las siete en punto. Desde la oficina de Prager fui andando hasta otro bar, uno que estaba en la avenida Madison. Resultó ser un local frecuentado por publicitarios y el ruido era tremendo y la tensión desestabilizadora. Me tomé un bourbon y me marché.

Al subir la Quinta Avenida, entré en Santo Tomás y me senté en un banco. Descubrí las iglesias al poco de dejar la policía y de separarme de Anita y de los niños. No sé exactamente qué tienen. Son casi el único sitio de Nueva York donde una persona puede pensar, pero no estoy seguro de que eso sea lo único que me atrae de ellas. Parece lógico asumir que tiene que ver con algún tipo de búsqueda personal, aunque no tengo ni idea de cuál pueda ser. No rezo. Y tampoco creo en nada, me parece.

Pero son sitios perfectos para sentarse y darle vueltas a las cosas. Estuve un rato sentado en Santo Tomás pensando en Henry Prager. Mis reflexiones no me llevaron a ninguna conclusión en particular. Si Prager hubiese tenido un rostro más expresivo y menos cauto, tal vez hubiera podido descubrir algo en un sentido o en otro. No había hecho nada que lo traicionase, pero si había sido lo bastante listo como para cargarse al Volteador cuando este ya estaba sobre aviso, sería lo bastante listo para no desvelarme nada a mí.

Me costaba imaginarlo de asesino. Al mismo tiempo, también me costaba imaginarlo víctima de un chantaje. Él no lo sabía, y no era el momento de que yo se lo dijera, pero tendría que haberle dicho al Volteador que se metiera su mugre donde le cupiese. Se reparte tanto dinero para ocultar tantos crímenes bajo diversas alfombras, que en realidad nadie tenía nada sólido contra él. Su hija había cometido un delito hacía un par de años. Un fiscal particularmente estricto podría haber intentado procesarla entonces por homicidio al volante, pero lo más probable es que la acusación hubiera acabado siendo de homicidio involuntario y la condena habría sido condicional. Teniendo esto en cuenta, realmente no podría pasarles gran cosa ni a ella ni a él, tanto tiempo después de los hechos. Podría haber un ligero escándalo, pero no lo bastante serio como para poner en peligro su negocio ni el futuro de su hija.

Así que, a juzgar por las apariencias, Prager tenía pocos motivos para haber estado pagando al Volteador, y aún menos para matarlo. Salvo que hubiera cosas que yo desconocía.

Eran tres, Prager, Ethridge y Huysendahl, y los tres habían estado comprándole su silencio al Volteador, hasta que uno de ellos había decidido asegurarse de que ese silencio fuese permanente. Lo único que tenía que hacer era descubrir cuál de los tres.

Pero en realidad, no quería hacerlo.

Por un par de razones. La de más peso era que no había forma humana de que yo pudiera dar con el asesino con más eficacia que la propia policía. Lo único que tenía que hacer era hacer llegar el sobre del Volteador a la mesa de un buen poli de Homicidios, y dejarlo jugar la partida. La determinación de la hora de la muerte del Volteador por los técnicos del departamento sería mucho más precisa que la vaga estimación que me había facilitado Koehler. La policía podría comprobar coartadas. Podrían someter a los tres posibles culpables a interrogatorios intensivos, y eso solo bastaría casi seguro para resolver el caso.

Solo había un problema: el asesino acabaría en la cárcel, pero los otros dos quedarían con el culo al aire. Estuve a punto de pasarle el caso a la policía de todas maneras, pensando que ninguno de esos tres era intachable, para empezar: una atropelladora que se había dado a la fuga, una puta y estafadora y un pervertido particularmente vicioso. Pero el Volteador, según su código ético personal, había decidido que le debía a los que fuesen inocentes de su muerte el silencio que habían comprado. Pero no me habían comprado nada a mí, y, por tanto, yo no les debía nada.

La policía siempre sería una opción abierta. Sería mi último recurso si no lograra manejar las cosas. Mientras tanto, iba a intentarlo, y por eso había quedado con Beverly Ethridge, había ido a ver a Henry Prager y vería a Theodore Huysendahl en algún momento del día siguiente. De una forma o de otra, todos iban a descubrir que era el heredero del Volteador y que tenían el anzuelo tan clavado como siempre.

Un grupo de turistas atravesó la nave, señalándose los unos a los otros los intricados relieves de piedra sobre el altar mayor. Esperé a que pasaran de largo, seguí sentado un par de minutos y luego me puse en pie. Al salir, examiné los cepillos que había junto a las puertas. Podía uno elegir entre apoyar la labor pastoral de la Iglesia, las misiones de ultramar, o a los niños sin hogar. Metí tres de los treinta billetes de cien dólares del Volteador en el cepillo de los niños sin hogar.

Hay cosas que hago sin saber por qué. Pagar el diezmo es una de ellas. La décima parte de lo que gano va a parar a cualquier iglesia que visite después de recibir el dinero. Los católicos se llevan la mayor parte de mi aportación, no porque sea partidario de ellos, sino porque sus iglesias suelen ser las que están abiertas a horas extrañas.

Santo Tomás es una iglesia episcopal. Una placa en la entrada indica que está abierta toda la semana para que los transeúntes encuentren refugio del tumulto del centro de Manhattan. Supongo que los donativos de los turistas cubren sus gastos generales. Bueno, ahora disponían de trescientos dólares inesperados para pagar la luz, por gentileza de un difunto chantajista.

Salí a la calle y me dirigí hacia el norte. Era hora de hacerle saber a cierta dama quién ocupaba el puesto del Volteador Jablon. En cuanto todos lo supieran, podría tomármelo con calma. Podría recostarme y relajarme, y esperar a que el asesino del Volteador intentara matarme a mí.

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