Читать книгу Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco - Страница 10
Doña Irma
y sus ravioles perfectos
ОглавлениеEn los hoteles de pueblo siempre hay aroma a café con leche, pero hay uno que solo es posible sentir dentro de estas paredes acostumbradas a recibir viajantes que hojean cuentas que nunca cierran en libretas de espiral o novios que visitan a sus prometidas con las horas contadas, antes de regresar al cruce a esperar el colectivo. Doña Irma Angrigiani hace sesenta años que atiende este hotel que lleva su nombre, y que está en Las Marianas, Navarro. También, hace la misma cantidad de años que todos los domingos amasa ravioles que prepara en una cocina a leña. Nadie conoce su receta. Ni siquiera su hijo. “Cocino con alegría”, afirma.
“Le quise cambiar de cocina muchas veces, pero no quiere saber nada, ella cocina con leña”, asegura Andrés Camacci. Reciben peregrinos de todas partes para probar los ravioles de Irma. “Lo que más le importa es dar de comer”, cuenta Andrés sobre el compromiso de su madre con su receta perfecta. León Gieco fue uno de sus ilustres comensales. Una vieja radio emite unas canciones acorazadas en la melancolía. El tiempo, tal como se conoce, no entra en la posada.
Irma tiene 84 años, pero solo en su documento, el hotel y ella son lo mismo. El tiempo no entra en estos lugares. Sus pasos van de la cocina –su lugar en el mundo– al mostrador, donde cae una luz cenicienta; un libro de pasajeros, y botellas de marcas olvidadas, sostienen el espíritu del hospedaje. A un costado de la ventana hay un aparato telefónico que semeja el dispositivo de un submarino; “Anda cuando quiere”, advierte. Hay docenas de cuadros en el salón de entrada de este hotel que abrió sus puertas en 1950. Aquí se come y se sirve el desayuno, también se usa para ver pasar la tarde, apurando alguna caña. “En el pueblo había más de mil y pico de habitantes, y pasaba el tren”, confirma. La estación está enfrente, una calle de tierra y una arboleda le dan un marco nostálgico a este viejo hospedaje que ha resistido el paso de los almanaques y acompañado el crecimiento de un pueblo típico de la campiña bonaerense, de calles arboladas y niños en bicicleta paseando por ellas.
La actividad en un hotel de pueblo es silenciosa, pero continua. Siempre hay alguien que necesita pasar una noche. “Tengo gente fija, por lo general viajantes que se quedan. O gente que no puede salir por la lluvia”, explica Irma mientras otea el humo que sale de una olla. La cocina está en el medio del edificio, entre el comedor y el salón del fondo, que es un espacio donde se distribuyen las cinco piezas que tiene el hotel; en un rincón hay un mueble de cocina con una colección de la revista Selecciones que termina en la década de los setenta. A un costado, con pulcritud, sobre una mesa, están ordenados tazas y vasos, que brillan. Una fuente, servilletas y el atrayente murmullo de un cuchillo picando –acaso perejil, morrón– en una tabla, que se oye como un mantra criollo. Un almanaque de mayo de 1984 todavía está vigente en la pared.
El hotel posee el ritmo del pueblo. Las Marianas tiene 600 habitantes, y el movimiento se acelera al mediodía y a la tardecita, cuando la gente sale a comprar provisiones; luego, las palomas bajan a las veredas a pellizcar algo que nunca se ve y el estridente ruido de los ciclomotores se oye cruzando por la plaza. “Somos muy unidos, nos conocemos todos”, afirma Irma, quien recuerda que al hotel lo compró su suegro, lo atendieron junto con su marido, pero, con la ausencia de él, solo están ella y su hijo. Toda su vida estuvo consagrada a la cocina. Los pasajeros reciben pensión completa, desayuno: café con leche, pan con manteca y dulce de leche. Mucho pan. Almuerzo y cena, lo que Irma decida. Ella es el menú. Su cocina está bien consagrada en recetas familiares. “Las milanesas de Irma son únicas”, agrega Andrés.
Los viajantes y devotos de los ravioles, son principales clientes del hotel, los primeros son una raza de hombres de la que se nutren los pueblos. Estos vendedores son el puente entre la comunidad y el mundo exterior, ellos traen los rumores que luego serán temas obligados en el almacén La Media Luna, a pocas cuadras de aquí, y en la panadería. El viajante es un comunicador social que transmite una certeza aunque no sea verdad. Muchas veces y durante décadas hacen las mismas rutas, entregando los mismos productos que cambian de etiqueta con los años. Irma tiene varios que se quedan para probar los ravioles. A pesar de que nadie conoce mucho de sus vidas, ellos conocen todas las de sus clientes. Su oficio los obliga a tener una libreta, una birome azul de trazo grueso y un sobre de cuero con alguna calcomanía publicitaria.
Cuando el sol baja, las luces del hotel se encienden; suaves, con poca intensidad, muestran lo necesario; a veces la soledad es ciega, no necesita iluminarse. En estos hospedajes el pasajero disfruta del techo y la cama, comodidades que en un pueblo saben a mucho. “Si el camino está bueno y no ha llovido, por ahí viene gente, comen algo y se van a caminar por la plaza. Pero a veces no anda nadie”. Irma tiene que dejarnos: el estofado es un lenguaje riguroso que solo ella entiende; la llama, el relleno de los ravioles es un misterio. Nadie sabe bien cómo lo hace. La olla tiene una prioridad aquí, la conversación puede esperar. Oímos que vendrán dos viajantes, afuera la noche es cerrada y estrellada.
Acaso ese almanaque que mostraba el mes de mayo de 1984 tenga razón. En estos viejos hoteles el tiempo es un pasajero perezoso, que gusta de servirse de la tranquilidad que florece en las esquinas del pueblo. Irma habla sola en la cocina, sus propios fantasmas le contestan. Una y otros, se ríen. Una buena señal.
Las Marianas tiene muchos atractivos, este almacén es uno de ellos. Esquina tradicional, típica bonaerense. Conocido también como “Lo de Masmud”, familia llegada del Líbano a principios del siglo XX que levantó este boliche. Fadila (conocida en el pueblo como Mimí) lo atiende. Es un gran personaje, que conoce todos los secretos de la bohemia rural. Punto de encuentro indudable de los vecinos que al mediodía y al caer la tarde lo frecuentan para tomar un aperitivo. Aquí está el alma del pueblo, diversión e historias aseguradas. + info: Las redes sociales no llegaron aún a la vida de Fadila. Todos en Las Marianas te pueden decir dónde queda.
León Gieco ha visitado el pueblo. Hizo un concierto solidario para construir una sala sanitaria. La foto de tapa y algunas imágenes de su álbum y canción Bandidos rurales usan a Las Marianas como escenario.
En la entrada al pueblo está el legendario Almacén El Recreo, acaso uno de los más conocidos de la provincia. Allí, hasta hace algunos años, se lo podía ver a “Coco Corbeta”, un hombre venerable que pasó toda su vida detrás del mostrador. Querido y recordado por todos. El almacén está cerrado, pero a veces abre. Conocerlo es un viaje al pasado. Hermoso y emocionante.