Читать книгу Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco - Страница 20
Almacén Vulcano,
la esquina que fundó a un pueblo
ОглавлениеCuando Gardey, que hoy es un pueblo con 600 habitantes, no existía, la esquina del almacén Vulcano ya estaba abierta. Entonces había hombres que veían lo que pocos: Juan Gardey era un hábil comerciante que había puesto un almacén de ramos generales en una de las esquinas del Fuerte de Tandil y cuando llegó a esta zona, donde hoy se asienta este tranquilo pueblo, visualizó el almacén antes de que fuera. Supo que toda esa gente que vendría a vivir alrededor de esta fortaleza de avanzada, que estaba haciendo el mapa provincial a diario, necesitaría un lugar donde aprovisionarse, y fue así como en 1890 construyó la esquina que hoy continúa abierta. Así nació el pueblo, en torno a las estanterías de un almacén que lo tuvo todo. Buenos Aires se hizo gracias a comercios como estos, que, al igual que las pulperías, fueron el abono sobre el cual se asentarían luego los sueños de los inmigrantes.
La historia del almacén Vulcano es la historia del pueblo. Juan Gardey llegó de Francia en las últimas décadas del siglo XIX; la zona era un vergel. La fertilidad de la tierra atrajo a los inmigrantes. Las fincas y estancias se reproducían por todo el valle tandilense. Había mucha gente trabajando en el campo, pero eran esfuerzos individuales. Lo comunitario aún no tenía sentido. No existía ningún pueblo. Hombre de visión, había fundado el almacén de ramos generales más importante del entonces Fuerte de Tandil y quería ampliar sus horizontes; sabía que el tren acompañaría su proyecto. Todas las familias que estaban en las sierras y el valle se irían uniendo. “Vio que esta tierra tenía potencial y mandó a construir el almacén en 1890. Arrancó como posta. Daba hospedaje y comida, le hizo una reforma y lo convirtió en almacén de ramos generales”, cuenta Germán Christensen, responsable de mantener vivo el almacén y toda su historia.
La idea de Gardey resultó. La esquina, solitaria pero señorial, atrajo a los habitantes y en 1913 se creó el pueblo; veintitrés años antes, este inmigrante vasco francés había tenido la visión. Así se hizo el país, sin estudios de mercadeo; con solo observar el horizonte, el hombre capaz se daba cuenta. A partir de entonces, el almacén fue y es la esquina más importante del pueblo. “Ya en el 1893 funcionaba a pleno, solo estaban la estación ferroviaria y esta esquina, y nada más. Era una zona de mucho movimiento agrícola. En el libro contable figuran el estanciero y el peón, los dos tenían cuentas en el almacén. Era el lugar de reunión, se juntaban el dueño del campo, el peón y el indio. Esto nunca se volvió a producir; acá no hubo rejas, no había enfrentamientos”, remarca Germán, y acaso nos traza mejor que nadie la trascendencia que tuvieron estas esquinas para nuestra historia: bajo un mismo techo se encontraban todos los actores sociales que estaban construyendo la nación. “Gardey logró incluso una punta de riel que llegaba hasta el almacén mismo, para descargar las bordelesas de vino, las vasijas de frutas secas de Cuyo, el chocolate inglés, la ginebra holandesa. Acá se vendió de todo; alpargatas y bombachas de campo, nunca faltaron”, afirma Germán.
El almacén sorprende por su buen estado de conservación y por su gran superficie. Es inmenso. Las estanterías llegan hasta el techo, muy alto. Todo fue hecho a medida, cada cajón fue pensado para albergar un producto de los miles que se vendían acá. “Hay cajones para cada medida de clavos, por ejemplo; después todo se vendía a granel, el azúcar, la yerba, los fideos y las lentejas”, sostiene Germán, descendiente de daneses que custodia la historia del pueblo. También fue un visionario, desarrolló un hospedaje rural dentro de un bosque, al fondo del pueblo, donde se permite al viajero recuperar fuerzas y descansar en cabañas muy cómodas.
Jorge Miglione, historiador de Gardey, hace una reseña sobre el movimiento del almacén en los años en los que abastecía al pueblo en formación. “Tenía una gran variedad de rubros: tienda, mercería, calzado, talabartería, perfumería, artículos de limpieza, de bazar, losa, cigarrería. Todo se vendía suelto y al menudeo, cuando los cajones de los fideos eran limpiados se solía destinar un recipiente para recoger los sobrantes, que luego se regalaban a los mendigos todos los sábados”. “Las Horquetas” fue el primer nombre que tuvo, pero siempre fue “el almacén de Gardey” y desde 1922 la familia Vulcano se hizo cargo de él hasta 1973 y de ahí derivó la denominación que la posteridad ha elegido para recordarlo. Adentro, el peso de los años se siente. El aroma de la madera y del tiempo flota como pequeñas volutas, apenas imperceptibles, pero visibles cuando la luz solar entra por los grandes ventanales. Los pasos perdidos, el sonido de los cucharones buscando un kilo de fideos, las voces de los vecinos pidiendo una galleta, un apero o un litro de vino tinto de mesa, todo esto forma parte del inventario inmaterial de este almacén. Sentarse hoy implica, además, hacer el ejercicio mental de pensarlo colmado de gente. Las horas del día no alcanzaban para atender a tantos gallegos, italianos, españoles y turcos que se venían en busca de su América.
Germán Christensen quiere recuperar algo de aquello y tiene abierto el almacén. Hoy las cosas no se venden a granel, pero los peregrinos de los caminos rurales vienen en busca de la generosa picada, del sándwich de jamón crudo y queso, y de la tapa de asado, aquello por lo que Tandil es tan conocido. El almacén Vulcano se ha volcado a la gastronomía criolla, esa atracción que genera el movimiento de las familias que buscan un plato abundante y sabroso, amparado por las estanterías y su silencio nutritivo.
La propuesta aquí es disfrutar de un almuerzo en calma, probando productos locales, mientras los niños recorren el parque que está frente a la fundacional esquina, donde hace más de un siglo un francés pionero soñó con el pueblo que provoca el regreso de las familias que quieren vivir en paz y tranquilidad. Con las bicicletas en la vereda y las puertas abiertas.
Pablo Acosta (Azul) es un paraje muy pequeño de un puñado de casas. Una esquina en lo alto de una loma, lo domina, es el almacén y comedor de campo Viejo Almacén. El pueblo tiene un secreto: está asentado sobre un río subterráneo de agua mineral. “El agua de la canilla, o para bañarte, es mineral, y de las mejores”, afirma Fabián, es un buen indicador. Histórico y señorial, el almacén es amplio, bello y categórico. Así era hace cien años, el paso del tiempo le ha sentado bien. El menú es apreciado por los conocedores de los aromas de campo que peregrinan los fines de semana: empanadas de vizcacha, de mulita, guisos, locros, corderos y asado. Para salir del paso: sándwich de crudo y queso, con pan francés tostado y una caricia de manteca. Emocionante. + info: Desde Gardey se puede ir por camino rural o por la ruta 226 hasta el cruce con la 80.