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Sol de Mayo, una pulpería con alma nacional

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A un costado de la ruta provincial 63, en el kilómetro 9, por los pagos de Dolores, detrás de los costillares que se asan con grandes troncos, escondida y atrapada en una burbuja de tiempo, está la vieja pulpería Sol de Mayo. Patriótico es su nombre; nacional, su alma, y toda la Argentina está concentrada en sus rejas, que protegen los quesos, las pecheras de chorizos secos y las sempiternas botellas de aperitivos con su justa capa de polvo, que esperan al paisanaje pasar por estos caminos que ya tienen la esperanza del mar.

¿Qué aroma y qué figura tiene la tradición? En Sol de Mayo está la respuesta. Es sencillo. No bien uno entra, se apersona por detrás del añejo mostrador que acusa más de un siglo, don Santos Aníbal Quinteros, propietario de este templo. De riguroso pañuelo en el cuello, bombacha y boina, este gaucho de pura cepa es un personaje que podría estar en una obra de Güiraldes. Con mirada profunda y palabras justas, da los buenos días. Su sonrisa es una de las mejores bienvenidas. Si un habitante de otro país quisiera conocer la madera con la que está hecha nuestra patria, debería conocer la mirada de Santos.

En paz, sin sobresaltos, se sienta en una silla que tiene más años que él, que ya anda por los 80. Mira las paredes del boliche, decoradas con elementos rurales, cuadros evocativos, carteles de viejas marcas. El óxido aquí es la actualidad. “Por nada en el mundo cambiaría esta vida”, dice por lo bajo. Se lamenta por el estado de una estantería. “El peso de los sifones de soda…”, y eso es lo único malo que puede decir de su amada pulpería. Hace alrededor de cuarenta años que atiende, pero frecuentaba el lugar con su padre cuando era niño. “Me traía acá, conozco todo esto desde cuando había más de veinte hombres trabajando en el lugar. Con decirte que hasta había matadero. Sol de Mayo era otra cosa”. Sus ojos se pierden en aquel tiempo en el que este paraje era centro de múltiples actividades; hoy sobreviven un club, una escuela, algunas chacras y un puesto caminero policial. “Venían muchos a cazar ciervos y chanchos costeros”. Santos nació a pocos kilómetros de aquí, campo adentro. Dolores en este rincón es una gran pampa que muchas veces se ha anegado con el desborde de los arroyos. El mar y sus playas se presienten. El cielo ya tiene otro color.

Sol de Mayo fue una posta frecuentada por reseros y carretas, que se detenían para aprovisionarse y, de paso, bajar a estirar las piernas mientras se apuraba algún vaso o se comía algún guiso carrero. “Acá abajo hay un sótano, lo usaban para enfriar las bebidas”, señala Santos debajo del mostrador. “Enfría mejor que una heladera”, reconoce al sentir el recuerdo de las bebidas enfriadas con este método natural.

Por una puerta con cortina de tiras de plástico, bajo las estanterías con centenarias botellas pobladas de telarañas, se presenta su esposa y encargada junto a él de continuar con el legado de mantener con vida esta pulpería solitaria. Su nombre es Olinda Haydée Moreni, tiene setenta y seis años. “Me estaba cambiando”. Para ella atender es algo serio y, como tal, debe tener un uniforme que consta de una impecable camisa blanca y un académico delantal oscuro. Se sienta al lado de su eterno compañero. Santos quiere contar una historia. “Nos casamos y a ella siempre le gustó el campo, pero venir acá ya era otra cosa. Allá en el campo estaba tranquila, haciendo sus tareas. No quería venir a trabajar en una pulpería donde ha­bía que atender a tanta gente. Y la convencí, y ahora ella es la que no quiere irse de acá por nada del mundo”. Las estanterías y la nostalgia que da el olvido que sobrevuela a este lugar convencieron a esta mujer nacida para caminar entre retamos y gladiolos.

Olinda mira con admiración su obra: el almacén está perfectamente mantenido y tiene solo la costra de polvo que debe conservar. “Una vez vino un fotógrafo de Buenos Aires a sacar una foto y no tuve mejor idea que pedirle a un muchacho que venía a ayudarme que limpiara un poco; cuando vuelvo, ¡les había sacado todo el polvo a las botellas! Vino el fotógrafo, quedó paralizado y dijo: ‘¡Falta la mugre acá!’”, recuerda.

La pulpería fue la sede familiar y la cuna donde crecieron sus hijos, quienes los acompañan en la comprometida tarea de atender el salón comedor que tienen a un costado. Un quincho, muy grande, con enormes ventanales, se corona con un fogón donde se asan sagrados costillares, sublimes vacíos y sabrosos lechones. Es un lugar amplio, generoso en espacio. Uno puede comer mirando el infinito horizonte, viendo en lontananza los autos pasar. La ruta 63 conecta la autovía 2 con la clásica ruta nacional 11, la interbalnearia. El tráfico en verano es constante, pero esto ayuda a valorar aún más la experiencia de frenar y disfrutar de la pulpería, tomar un aperitivo allí y pasar al quincho para sentir el sabor de la verdadera carne asada campera. Se paralizan las miradas cuando llega el costillar en el plato.

Mientras Santos cuenta la historia del boliche, Olinda invita una picada como solo en un lugar único y privilegiado como este se puede probar. “Todo lo hago yo”, se enorgullece; el matambre arrollado tiene la misma textura que una manteca tibia, así de tierna es la carne. A un costado de las mesas existe un pequeño museo. “Son cosas que hemos encontrado acá y muchas las van trayendo los clientes”. Botellas, herramientas rurales, radios e incluso un calefón a alcohol que funcionaba hasta hace unos años, entre otras cosas. Lo normal es disfrutar del silencio. El secreto de Sol de Mayo se concentra en detenerse en los detalles, en las piezas de bondiola que cuelgan de la reja en el mostrador, los frascos con dulces caseros, las viejas botellas de vinos inclasificables, pero soberanos allí.

La pulpería está en este mismo lugar desde 1888, cuando en el paraje la actividad campera era abundante y los gauchos desensillaban para tomar unas copas y comentar las novedades de este rincón criollo del mapa bonaerense. Abierta desde aquel año, se conserva en excelente estado y es un lugar en donde se siente aún esa sensación de estar en los años de las carretas y los facones. Bajo su techo –original– de pino brasileño, podemos comprobar que ciertamente el tiempo es relativo. Sentarse allí y cerrar los ojos es dejarse llevar por las emociones; el aire de ruralidad se adueña de nosotros, y es posible recrear un poco la frondosa historia de este almacén que ha acompañado los procesos históricos y sociales del primer partido patrio, Dolores.

El almacén fue construido por Máximo Tony en 1888, siendo su propietario don Francisco Gallastegui, un gallego que vino escapándose de alguna guerra que Santos no recuerda: “De esas que siempre hay en Europa”, redunda. Sol de Mayo era un paraje con mucha vida, el tren pasaba y aquí mismo trabajaba mucha gente; el campo argentino tenía una vitalidad que se fue desvaneciendo con el cierre de los ramales ferroviarios y el progreso en las tecnologías agropecuarias, los motivos que se repiten en el mapa. “Acá paraba el crotaje –nos cuenta Santos–. El antiguo dueño los dejaba estar acá, les daba comida y techo, y muchas veces no les cobraba nada. Siempre se la trató muy bien a la gente”.

Dos cosas que no hay que perderse: hacer unos kilómetros más, con sentido a la ruta nacional 11, y visitar la Esquina de Crotto, que fuera una de las más legendarias pulperías de la provincia y que, desde hace varios años, está cerrada y abandonada. Es fiel testigo de lo que fue una pulpería original y la importancia que tuvo; la rotonda y todo el paraje llevan su nombre. La otra que es imposible perderse es el postre que sirven en el quincho, clásico de Dolores y marca registrada de Sol de Mayo: la “torta argentina”, que se compone de una torre de 25 panqueques untados con dulce de leche casero y salpicados de merengue. Simple y contundente.

En Sol de Mayo, a un costado de la ruta 63, todavía –gracias a los dioses pampeanos– es posible disfrutar del sosiego, sintiendo cómo la prisa y el apuro se quedan detrás de la puerta, en la carretera. Acá todo es gozo y bienestar criollos. La actualidad es el pasado.

En Dolores vive el capitán Alfredo Barragán, conocido por conducir la balsa que cruzó el océano Atlántico. “Que el hombre sepa que el hombre puede”, declaró el 12 de julio de 1984 al arribar al puerto de la Guaira (Venezuela), luego de haber estado 52 días en alta mar. Acababa de cruzar, junto a un equipo de cuatro expertos marinos, el océano Atlántico en una balsa de madera de trece metros de largo por seis de ancho, sin timón ni gobierno (sin ancla), ayudado por una vela y una corriente marina que nace en África y que se desplaza hasta la costa americana. Barragán, con 72 años, tiene un récord difícil de igualar: durante cincuenta años hizo treinta expediciones en cinco continentes. En la rotonda de entrada a Dolores, un monumento recuerda la hazaña. Él suele verse en el bar La Ley. Siguiendo por la ruta 63 con sentido a la costa, puede verse La Esquina de Crotto. Fue una parada obligada de todos los que entraban a la región atlántica. Hoy, rodeada de olvido y vegetación, está en ruinas. Urge recuperarla. Mientras tanto, suma acercarse y verla para poder conocer cómo era una auténtica pulpería. + info: Rotonda ruta 63 y ruta 11.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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