Читать книгу En el jardín del ogro - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 10

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En esa penumbra, con la ventana abierta que da a unas nubes de color violeta, observa al hombre desnudo. Tiene el rostro hundido en la almohada y duerme con el sueño de alguien saciado. Podría también estar muerto, como esos insectos que el coito mata.

Ella se levanta de la cama, cruza las manos sobre sus senos desnudos. Alza la sábana que tapa el cuerpo dormido, que se arrebuja para calentarse. No le preguntó su edad. La piel lisa y grasienta, y la humilde buhardilla adonde la ha llevado, dejan suponer que es más joven de lo que parece. Tiene piernas cortas y nalgas de mujer.

La madrugada arroja su luz fría sobre la habitación en desorden. Adèle se viste. No debería haberlo seguido. En el mismo momento en que la besó, pegando sus labios flácidos a los suyos, supo que se había equivocado. El chico no la llenaría. Debería haber salido huyendo. Encontrar una excusa para no subir a esta buhardilla. Decirle: «Ya nos hemos divertido bastante, ¿verdad?». Salir del bar sin pronunciar palabra, resistirse a esas manos que la abrazaban, a esa mirada apagada, ese aliento pesado.

Fue una cobarde.

Subieron, tambaleándose, por las escaleras. En cada peldaño, la magia se iba desvaneciendo, la ebriedad alegre daba paso a la náusea. Él empezó a desnudarse. Ella sentía opresión en el pecho, en su soledad ante la banalidad de una cremallera, lo prosaico de un par de calcetines, los gestos torpes de un jovencito borracho. Le habría gustado decirle: «Basta, cállate, ya no tengo ganas de nada». Pero no podía dar marcha atrás.

Tendida bajo su torso liso, solo se le ocurrió ir deprisa, fingir, exagerar los gritos para satisfacerlo, que se callase, y acabar de una vez. ¿Se habría dado cuenta de que ella cerraba los ojos? Con rabia, como si verlo le asqueara, como si estuviera pensando en los próximos hombres, los verdaderos, los buenos, los otros, los que sepan apoderarse de su cuerpo.

Abre con suavidad la puerta de la buhardilla. En el patio del edificio, enciende un cigarrillo. Le dará tres caladas y llamará a su marido. «¿No te habré despertado?»

Le cuenta que ha pasado la noche en casa de su amiga Lauren, que vive muy cerca de la redacción del periódico. Se interesa por su hijo. «Sí, la fiesta estuvo bien», dice antes de colgar. En el portal del edificio, frente al espejo con manchas de humedad, recompone su expresión y ve reflejada la mentira.

En la calle desierta, oye retumbar sus propios pasos. Lanza un grito cuando un tipo le da un empujón mientras corre para alcanzar el autobús. Regresa a casa andando, para que pase el tiempo, para asegurarse de que la acogerá un hogar sin nadie, nadie que le haga preguntas. Escucha música a través de los auriculares y se funde en un París helado.

Richard ha recogido la mesa del desayuno. Las tazas sucias están en la pila, ha quedado una tostada pegada a un plato. Adèle se sienta en el sofá de cuero del salón. No se ha quitado el abrigo, y sigue apretando el bolso contra la cintura. No se mueve. El día empezará cuando se haya tomado una ducha, haya lavado la blusa que huele a tabaco pasado, oculte las ojeras con maquillaje. Por el momento, está descansando en su mugre, suspendida entre dos mundos, dueña del presente. Se ha disipado el peligro. No hay nada que temer.

En el jardín del ogro

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