Читать книгу En el jardín del ogro - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 15

Оглавление

Las amigas de Adèle son guapas. Tiene la sensatez de no rodearse de mujeres menos atractivas que ella. No quiere estar pendiente de llamar la atención. Conoció a Lauren en un viaje de prensa a África. Acababa de incorporarse al periódico y era la primera vez que acompañaba a un ministro en viaje oficial. Estaba nerviosa. En la pista de la base aérea de Villacoublay, donde les esperaba un avión de la República Francesa, enseguida se fijó en Lauren, en su metro noventa de estatura, su melena canosa y ondulada, su rostro de gato sagrado egipcio. Lauren era ya entonces una aguerrida fotógrafa, experta en África, que se había recorrido todas las ciudades del continente y vivía sola, en un estudio en París.

Eran siete en el avión. El ministro, un tipo sin mucho poder pero cuyos vaivenes políticos, asuntos de corrupción y de faldas habían bastado para convertirlo en un personaje importante. Un consejero técnico risueño, sin duda alcohólico, siempre dispuesto a contar alguna anécdota subida de tono. Un guardaespaldas discreto, una jefa de prensa demasiado rubia y demasiado charlatana. Un periodista flaco y feo, fumador empedernido, riguroso, ganador de varios premios por sus artículos en el diario para el que trabajaba.

La primera noche en Bamako, Adèle se acostó con el guardaespaldas, quien, ebrio y exaltado por el deseo de ella, se había puesto a bailar con el torso desnudo en la discoteca del hotel, con la pistola Beretta bien encajada en el cinturón de su pantalón. La segunda noche en Dakar le hizo una mamada al consejero de la embajada de Francia, en los lavabos donde se ocultaron huyendo de un cóctel aburridísimo, en el que los expatriados franceses, pasmados de admiración ante el ministro, intentaban acercarse a él mientras engullían canapés.

La tercera noche, en la terraza del hotel a orillas del mar en Praia, se pidió una caipiriña y se puso a bromear con el ministro. Cuando estaba a punto de sugerir un baño de medianoche, Lauren fue a sentarse a su lado. «Mañana tengo que salir a hacer fotos de unos espléndidos paisajes, ¿te vienes? Te inspirarían para tu artículo. ¿Ya lo has empezado? ¿Has elegido cómo enfocarlo?» Lauren le propuso que la acompañara a su habitación para mostrarle algunas fotos, y Adèle se imaginó que se acostarían juntas. Se dijo a sí misma que no quería hacer el papel de hombre, que no le lamería el sexo, que se limitaría a abandonarse a los deseos de la fotógrafa.

Los senos. Podría acariciarle los senos, parecían suaves y sedosos; sí, y delicados. No rechazaría probarlos. Pero Lauren no se desnudó. Tampoco le enseñó sus fotos. Se tendió en la cama y se puso a hablar. Adèle se tendió a su lado y Lauren le acarició el pelo. Con la cabeza recostada en el hombro de la que se estaba convirtiendo en su amiga, se sintió agotada, totalmente vacía. Antes de quedarse dormida, tuvo la intuición de que Lauren acababa de salvarla de una enorme desgracia, lo que la colmaría de gratitud hacia ella.

Esta noche, Adèle espera en el Boulevard Beaumarchais delante de la galería que expone las fotos de su amiga. La había avisado: «Hasta que tú no llegues, yo no entro».

Se ha obligado a salir. Le hubiera gustado quedarse en casa pero sabe que Lauren se lo reprocharía. Hace varias semanas que no se ven. Adèle anuló cenas con ella en el último momento, encontró excusas para no salir a tomar una copa. Se siente culpable, sobre todo porque le pidió varias veces a su amiga que cubriese sus aventuras. Le envió SMS en plena noche para avisarla: «Si Richard te llama, no se te ocurra contestar. Se cree que estoy contigo». Lauren no contestaba, pero Adèle sabe que está harta del papel que le hace cumplir.

En realidad, Adèle la está evitando. La última vez que se vieron, en el cumpleaños de Lauren, se había propuesto comportarse bien, ser la amiga perfecta y generosa. La ayudó a organizar la fiesta. Se encargó de la música e incluso compró unas botellas de la marca de champán que le encanta a Lauren. A medianoche, Richard se fue, excusándose. «Uno de nosotros tendrá que sacrificarse para que la canguro pueda marcharse.»

Adèle se estaba aburriendo. Iba de un cuarto a otro, dejando a la gente con la palabra en la boca, incapaz de estar atenta. Se puso a bromear con un hombre elegantemente vestido y le pidió, con los ojos chispeantes, que le sirviera una copa. Él empezó a titubear, mirando, nervioso, a su alrededor. Adèle no entendía su turbación hasta que vio a la esposa acercarse, furiosa, y, en un tono vulgar, dirigirse a ella: «Vale ya, ¿no? Te estás pasando. Este hombre está casado». Soltó una carcajada burlona y le contestó: «¿Y qué? Yo también estoy casada. No tienes por qué preocuparte». Se alejó, temblando, helada, intentando disimular con una sonrisa el mal rato que le había hecho pasar esa mujer encabritada.

Fue a refugiarse en el balcón donde Matthieu se estaba fumando un cigarrillo. Matthieu, el gran amor de Lauren, su amante que lleva diez años engatusándola con ilusiones y con el que sigue pensando que algún día se casará y tendrá hijos. Adèle le contó el incidente con la mujer celosa y él le contestó que entendía que se pudiera desconfiar de ella. A partir de ese momento no dejaron de mirarse durante la fiesta. A las dos de la madrugada, Matthieu la ayudó a ponerse el abrigo. Le había propuesto acompañarla en coche, y Lauren dijo, en un tono de decepción: «Es verdad, sois vecinos».

Recorridos unos pocos metros, Matthieu estacionó en una calle adyacente al Boulevard Montparnasse y la desnudó. «Siempre tuve ganas de hacer esto». La sujetó por las caderas y posó su boca en su sexo.

Al día siguiente, Lauren la llamó por teléfono. Le preguntó si Matthieu había comentado algo de ella, si le había dicho por qué no se había quedado a dormir en su casa. Adèle le contestó: «No habló más que de ti. Sabes muy bien que está obsesionado contigo».

Un diluvio de anoraks surge de la estación de metro Saint-Sébastien-Froissart. Gorros oscuros, cabezas agachadas, bolsas que se balancean en las manos de mujeres con edad de ser abuelas. Unas bolas de Navidad de tamaños y colores modestos cuelgan de los árboles y parecen morirse de frío. Lauren agita el brazo. Lleva un abrigo largo, blanco, de cachemir, de aspecto suave y caliente. «Ven, tengo que presentarte a mucha gente», dice arrastrando a Adèle de la mano.

La galería tiene dos salas contiguas, bastante pequeñas, y en el medio han improvisado un buffet, con vasos de plástico, patatas chip y cacahuetes en dos platos de cartón. La exposición está dedicada a África. Adèle apenas se detiene ante las fotos de unos trenes llenos hasta los topes, unas ciudades asfixiadas por el polvo, niños sonrientes y ancianos llenos de dignidad. Le gustan las fotos de Lauren tomadas en los restaurantes populares de Abiyán y de Libreville: parejas que se abrazan, sudorosas, ebrias de danza y de cerveza de plátano. Hombres con camisas de manga corta, de color verde militar o amarillo pálido, agarrados de la mano de unas chicas voluptuosas, con pelo largo y trenzado.

Lauren está muy ocupada. Adèle se ha bebido dos copas de champán. Está inquieta, con la impresión de que todos ven que está sola. Saca el móvil del bolsillo, finge que envía un SMS. Cuando Lauren la llama, mueve la cabeza y enseña el cigarrillo que lleva en los dedos enfundados en guantes. No le apetece contestar a la gente que le pregunta por su profesión. Se aburre anticipadamente al pensar en esos artistas que están sin un céntimo, esos periodistas disfrazados de pobres, esos blogueros que opinan sobre cualquier cosa. Charlar con la gente le resulta insoportable. Incluso el mero hecho de estar allí, rozar apenas la noche, perderse en trivialidades. Tener que volver a casa.

En la calle, un viento glacial, mojado, le quema la cara. Quizá por eso solo han salido dos personas a fumar a la acera. El hombre es bajito pero con unos hombros anchos, reconfortantes. Sus ojos grises y achinados se posan en Adèle. Ella le sostiene la mirada con aplomo, sin bajarla, apura lo que queda de la copa de champán que le seca la lengua. Beben y hablan. Banalidades, sonrisas cómplices, insinuaciones fáciles. La más bella de las conversaciones. Él le dice piropos, ella ríe suavemente. Él le pregunta por su nombre, ella se niega a dárselo, y ese coqueteo amoroso, dulce y anodino, le infunde ganas de vivir.

Todo lo que se dicen solo sirve para una cosa: llegar adonde están ahora. A esta callejuela, con Adèle empujada contra un contenedor verde. Él le ha desgarrado sus pantis. Ella emite gemidos leves, echa la cabeza hacia atrás. Él introduce sus dedos en ella, con el pulgar encima de su clítoris. Ella cierra los ojos para no cruzar su mirada con la de la gente que pasa. Agarra el puño del hombre, fino y suave, y lo hinca en ella. Él se pone a gemir también, abandonándose al deseo inesperado de una desconocida, una noche de un jueves de diciembre. Exaltado, quiere más. Le muerde en el cuello, la atrae hacia él, pone la mano en el cinturón de su pantalón y empieza a desabrocharse la bragueta. Está despeinado, los ojos se le han agrandado, tiene una mirada de hambriento, como las de las fotos de la galería.

Se aparta de él y se alisa la falda. Él se pasa la mano por el pelo y recupera la compostura. Le dice que vive cerca, de verdad, «a unos pasos de la Rue de Rivoli». Ella no puede. «Así ha estado bien.»

Regresa a la galería. Teme que Lauren se haya marchado y se vea obligada a regresar sola a casa. Ve el abrigo blanco.

—Ah, estás aquí.

—Lauren, acompáñame a casa. Sabes que soy una miedosa. Tú te atreves a andar sola por la calle. No le temes a nada.

—Venga, vamos. Dame tu cigarrillo.

Caminan por el Boulevard Beaumarchais, pegadas una a la otra.

—¿Por qué no te has ido con él? —le pregunta Lauren.

—Debo irme a casa, Richard me espera, le dije que no llegaría tarde. No, no quiero ir por ahí —dice bruscamente al llegar a la Place de la République—. Hay ratas en los matorrales. Ratas como cachorros de perro, enormes, te lo juro.

Suben por Les Grands Boulevards. La noche está más oscura y Adèle pierde seguridad. El alcohol la vuelve paranoica. Los hombres las miran. Ante unos vendedores de kebabs, tres tipos les lanzan un «¿Qué tal, chicas?» que sobresalta a Adèle. Grupos de jóvenes salen de las discotecas y de un pub irlandés, dando tumbos, riéndose y con una pinta un tanto agresiva. Siente miedo. Le gustaría estar en su cama con Richard. Con las puertas y las ventanas de su casa cerradas. Él no toleraría esto. No dejaría que nadie le hiciera daño, sabría defenderla. Acelera el paso, tira del brazo de Lauren. Lo más rápido posible, estar en casa, al lado de él, ante su mirada tranquila. Mañana, ella cocinará la cena. Ordenará la casa, comprará flores. Beberán vino, le contará cómo ha sido su día de trabajo. Harán planes para el fin de semana. Se mostrará conciliadora, dulce, servil. Dirá a todo que sí.

—¿Por qué te casaste con Richard? —le pregunta Lauren, como si adivinara sus pensamientos—. ¿Estabas enamorada de él? ¿Convencida? No logro entender cómo una mujer como tú ha llegado a esta situación. Podrías haber conservado tu libertad, vivir la vida como hubieras querido, sin todas esas mentiras. Me parece… aberrante.

Se queda mirando a Lauren sorprendida. Es incapaz de entender lo que su amiga le dice.

—Me casé con él porque me lo pidió. Es el primero y el único que me lo ha pedido. Tenía cosas que ofrecerme. ¡Y además mi madre estaba tan contenta! ¡Con un médico, nada menos!

—¿Hablas en serio?

—No veo por qué tengo que vivir sola.

—Vivir independiente no significa estar sola.

—O sea, ¿como tú?

—Adèle, llevamos semanas sin vernos y apenas has pasado cinco minutos conmigo esta noche. Solo soy tu coartada. Solo haces lo que te da la gana.

—No necesito coartadas… Si no me quieres hacer un favor, ya me las arreglaré de otro modo.

—No puedes seguir así. Te pillará algún día. Y estoy harta de tener que mirar al pobre de Richard a los ojos y soltarle una mentira tras otra.

—¡Un taxi! —Adèle se precipita hacia la calzada y detiene el coche—. Gracias por haberme acompañado. Te llamaré.

Entra en el portal de su edificio. Se sienta en las escaleras, saca del bolso un par de pantis nuevos y se los pone, y unas toallitas de bebé con las que se limpia el rostro, el cuello, las manos. Se arregla la melena. Sube a su casa.

El salón está a oscuras. Agradece que Richard no la haya esperado. Se quita el abrigo y abre la puerta del dormitorio.

—Adèle, ¿ya estás aquí?

—Sí, vuelve a dormirte. —Richard se gira. Tiende la mano en el vacío, intenta tocarla—. Ahora vengo.

Él no ha cerrado las persianas y, mientras se mete en la cama, observa los rasgos sosegados de su marido. Confía en ella. Es así de sencillo y de violento. Si se despertara, ¿vería las huellas que la noche ha dejado en su cuerpo? Si abriera los ojos, si se acercara a ella, ¿olería un aroma sospechoso, hallaría indicios de culpabilidad? No le perdona su ingenuidad, que la persigue, que agrava su delito y la convierte en un ser aún más despreciable. Le gustaría arañarle esa cara tersa y dulce, destripar esta cama que tranquiliza.

Sin embargo, lo quiere. Solo lo tiene a él.

Se convence de que es su última oportunidad. Una y no más. Que a partir de ahora dormirá en esta cama con la conciencia tranquila. Por mucho que él la mire, no notará nada.

En el jardín del ogro

Подняться наверх