Читать книгу En el jardín del ogro - Leila Slimani, Leila Slimani - Страница 9

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Adopta una actitud indiferente. Lo principal es no dar la impresión de sentirse culpable. Cruza la sala de la redacción como si regresara de haberse fumado un cigarrillo fuera, sonríe a sus compañeros y se sienta en su mesa. Cyril se asoma por el panel de cristal de su despacho. Su voz llega amortiguada por el ruido de los teclados, las conversaciones telefónicas, las impresoras escupiendo artículos, las charlas alrededor de la máquina de café. Le grita.

—¡Adèle, son casi las diez!

—Tenía una cita de trabajo.

—¡A otros con ese cuento! Llevas retraso en dos artículos. Me la suda tus citas de trabajo. Los quiero en mi mesa dentro de dos horas.

—Los tendrás. Están casi terminados. Después de comer, ¿vale?

—¡Estoy harto! Harto de que nos pasemos el día esperándote. ¡Tenemos que cerrar, joder!

Cyril se deja caer en su silla, agitando los brazos.

Ella enciende el ordenador y apoya la cara entre las manos. No tiene ni idea de lo que va a escribir. Se arrepiente de haberse comprometido con ese artículo sobre las tensiones sociales en Túnez. En qué mala hora se le ocurrió levantar la mano en la reunión de la redacción.

Tendrá que empezar a hacer llamadas a los contactos de allí. Preguntar, cotejar datos, que sus fuentes le suelten algo. Debería sentir ilusión, creer en el trabajo bien hecho, en el rigor periodístico del que Cyril les habla sin parar; él, que estaría dispuesto a vender su alma por una buena tirada. Comerá cualquier cosa en su puesto, con los auriculares en los oídos y las migas de pan desparramándose por el teclado. Un sándwich rapidito a la espera de que alguna jefa de prensa con más vanidad que un pavo real le devuelva la llamada y exija leer el artículo antes de que se publique.

No le gusta su profesión. Odia la idea de trabajar para vivir. Su única ambición ha sido que la miren. Intentó ser actriz. Recién llegada a París, se matriculó en unos cursos donde resultó ser una alumna mediocre. Los profesores le decían que tenía unos ojos bonitos y una mirada misteriosa. «Pero el teatro exige soltar amarras, señorita». Llevaba esperando mucho tiempo en casa a que el destino soñado por fin llegase. Nada ha sucedido como estaba previsto.

Le hubiera encantado ser la esposa de un hombre rico y ausente, para disgusto de los batallones enfervorecidos de féminas activas que la rodean. No dar ni golpe, vivir en una casa enorme y tener como única tarea ponerse guapa para recibir a su marido al final del día. Cobrar dinero por su habilidad en distraer a los hombres.

El marido de Adèle se gana bien la vida. Desde que el hospital Georges-Pompidou lo ha contratado como médico en el servicio de gastroenterología, cada vez hace más guardias y suplencias. Salen a menudo de vacaciones y han alquilado un piso en «la parte elegante del distrito 18». Es una mujer mimada, y a su marido le enorgullece que sea tan independiente. Para ella, sin embargo, eso no basta. Su vida le parece insignificante, lastimosa, de poca monta. El dinero que gana él huele a trabajo, a sudor y a noches interminables pasadas en el hospital. Sabe a reproches y mal humor. Es un dinero que no da para el dolce far niente o la decadencia.

Entró a trabajar al periódico por enchufe. Richard es amigo del hijo del redactor jefe, y le habló de ella. A Adèle no le incomodó en absoluto. Así es cómo funciona todo. Al principio, se esmeraba, motivada por el deseo de complacer a su jefe, impresionarlo con su eficacia, su habilidad para resolver situaciones. Mostró entusiasmo, descaro, destreza en conseguir entrevistas con las que nadie en la redacción hubiera soñado. Luego se fue dando cuenta de que Cyril no había leído un libro en su vida, de que era un tipo torpe e incapaz de valorar su talento. Adèle empezó entonces a despreciar a sus compañeros, dedicados a ahogar en alcohol sus ambiciones perdidas. Acabó odiando su profesión, su mesa de trabajo, esta pantalla, todas esas fantochadas. No soporta tener que llamar catorce veces a unos ministros para aguantar sus desaires y que acaben soltándole unas frases más huecas que el silencio. Se avergüenza de fingir una vocecita dulce para lograr los favores de la jefa de prensa de turno. Lo único que valora es la libertad que el oficio de periodista le procura. Gana poco pero viaja mucho. Puede desaparecer cuando quiere, inventarse citas secretas, no estar obligada a justificarse.

No llamará a nadie para su artículo. Crea un documento nuevo, se dispone a escribir. Se inventa citas de fuentes anónimas. «Una fuente próxima al gobierno», «alguien cercano a los centros de poder». Ha dado con un buen reclamo, sazonado con una pizca de humor para distraer a los lectores que siguen creyendo que se les informa bien. Lee noticias sobre el mismo tema, las resume, copia y pega. Ha tardado apenas una hora.

—¡Tu artículo, Cyril! —le grita mientras se pone el abrigo—. Me voy a comer, hablamos cuando vuelva.

La calle está gris, como paralizada por el frío. Los rasgos de los transeúntes se ven tensos; los rostros, cetrinos. Dan ganas de irse a casa y meterse en la cama. El sin techo que suele estar delante de Monoprix ha bebido más de lo habitual. Duerme, tumbado en el suelo sobre una de las rejillas de ventilación. El pantalón se le ha bajado, le asoman la espalda y las nalgas cubiertas de mugre. Adèle y sus compañeros entran en una brasserie, con un suelo bastante mugriento también, y, como, de costumbre, Bertrand suelta, alborotando: «¡Pero no habíamos prometido que no volveríamos a este sitio, con ese dueño, militante del Frente Nacional!».

Siguen comiendo ahí, a pesar de todo, por la chimenea y por la buena relación calidad-precio. Para no aburrirse, Adèle saca temas de conversación. Se harta de contar cosas, de resucitar cotilleos ya olvidados, de hacer preguntas a los compañeros sobre los planes para Navidad. Llega el camarero a tomar nota. Al preguntarles qué quieren beber, ella propone vino. Sus compañeros niegan ligeramente con la cabeza, hacen gestos pícaros, alegan que no hay presupuesto para eso, y que no sería razonable. «Lo pago yo», anuncia Adèle, que tiene la cuenta corriente en rojo y a quien ellos jamás han invitado a una copa. Le da igual. En estos momentos, ella lleva la batuta. Se siente generosa y, después de una copa de burdeos Saint-Estèphe, y al amparo del olor a leña quemada, se convence de que los compañeros la quieren, de que le están muy agradecidos.

Son las tres y media de la tarde cuando salen del restaurante. Están un poco amodorrados por el vino, la comida algo pesada y el fuego de la chimenea que les ha impregnado los abrigos y el pelo de olor a leña. Adèle se coge del brazo de Laurent, cuyo puesto está al lado del suyo. Es alto, flaco y sus implantes dentales baratos le confieren una sonrisa caballuna.

En la sala de la redacción nadie está trabajando. Los periodistas dormitan detrás de las pantallas de sus ordenadores. En la parte del fondo se han formado corrillos y están charlando. Bertrand se mete con una joven becaria, que comete la imprudencia de vestirse como una actriz de los años cincuenta. En los alfeizares de las ventanas, unas botellas de champán se están refrescando. Todos esperan la hora adecuada para empezar a emborracharse, lejos de sus familias y de sus amigos de verdad. La copa de Navidad es una institución en el periódico. Un momento de desenfreno programado donde se trata de ir lo más lejos posible, poner al descubierto lo que cada cual es realmente ante unos compañeros con quienes al día siguiente volverá a tener una relación de lo más profesional.

Nadie en la redacción lo sabe, pero para Adèle la copa de Navidad llegó el año anterior a su cima más alta. En una noche, pudo satisfacer su fantasía, y perdió cualquier ambición laboral. En la sala de reuniones de los jefes de redacción, folló con Cyril sobre la larga mesa de madera lacada en negro. Habían bebido mucho. Estuvo toda la velada cerca de él, riéndose de sus chistes, aprovechando los momentos en los que estaban solos para lanzarle miradas tímidas y de una ternura infinita. Fingió estar muy impresionada y atraída por él. Cyril le contó lo que había pensado de ella la primera vez que la vio.

—Me pareciste tan frágil, tan tímida y bien educada…

—Un pelín cortada, querrás decir, ¿no?

—Sí, quizá.

Ella le pasó la lengua por sus labios, rápidamente, como una lagartija. Él se quedó perturbado por esa caricia. La sala de la redacción se había quedado vacía, y, mientras los demás recogían los vasos y las colillas, ellos se dirigieron a la sala de reuniones del piso superior, donde desaparecieron. Se lanzaron el uno sobre el otro. Adèle desabrochó la camisa de Cyril, a quien consideraba tan atractivo mientras fue solo su jefe y le estaba en cierto modo vedado. Pero ahí, sobre la mesa lacada en negro, se le reveló como barrigudo y torpe. «Me he pasado con la bebida», dijo para disculparse de su modesta erección. Se apoyó en la mesa, deslizó la mano por el pelo de ella y le empujó la cabeza contra sus muslos. Con su miembro en el fondo de la garganta, Adèle reprimió las ganas de vomitar y de mordérselo.

Sin embargo, había deseado a Cyril. Por las mañanas, se despertaba más temprano para tener tiempo de arreglarse, elegir un nuevo vestido, con la esperanza de que se fijase en ella y, en los días en que estuviera de buen humor, le dirigiese un discreto piropo. Terminaba sus artículos antes de plazo, proponía reportajes en la otra punta del mundo, llegaba al trabajo con soluciones, jamás con problemas, y todo ello con el único afán de gustarle.

¿De qué serviría trabajar bien si ya se lo había cepillado?

Esta noche, se mantiene a distancia de Cyril. Sabe con certeza que él también piensa en aquello, pero las relaciones se han enfriado. Ella no aguantó los SMS tan bobos que empezó a enviarle los días siguientes. Se encogió de hombros cuando le propuso tímidamente salir a cenar alguna noche. «¿Qué sentido tendría? Yo estoy casada y tú también. No serviría más que para hacernos daño, ¿no crees?»

Hoy no va a equivocarse de objetivo. Está bromeando con Bertrand, que intenta emborracharla, describiéndole por enésima vez su colección de cómics manga japoneses. Él tiene los ojos enrojecidos, se ha debido de fumar un canuto y su aliento es más ácido y seco que de costumbre. Adèle intenta estar a la altura. Finge soportar a la gorda documentalista que habitualmente solo se expresa con gritos y suspiros, y que esta noche se permite una sonrisa. Adèle se acalora. El champán corre en abundancia gracias a un político sobre el que Cyril ha publicado un retrato elogioso en la primera página del periódico. Ya no aguanta más. Se siente atractiva y odia la idea de que su belleza sea inútil, que su alegría no sirva para nada.

—¿No pensáis marcharos todavía? ¡Venga, salgamos! —suplica a Laurent, con una mirada tan brillante y convencida que sería una crueldad negarle nada.

—Chicos, ¿os venís también? —pregunta Laurent a los tres periodistas con los que está charlando.

En el jardín del ogro

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