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III

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Volví a sentarme en mi sitio. El abogado y la señora cuchicheaban. Yo estaba sentado junto a Pozdnychev, y guardaba silencio. Habría querido hablarle, pero no sabía por dónde empezar, y así pasó una hora hasta la próxima estación, en la cual se apearon el abogado, la señora y el viajante. Pozdnychev y yo nos quedamos solos.

—¡Lo dicen, pero mienten o se engañan! —exclamó Pozdnychev.

—¿De qué habla usted?

—Pues… siempre de lo mismo.

Apoyó los codos en las rodillas, y se apretó las sienes con las manos.

—¡El amor, el matrimonio, la familia!… ¡Mentira mentira y mentira!

Luego, se levantó y, corriendo la cortinilla, volvió a echarse sobre el asiento. En esta postura permaneció en silencio durante más de un minuto.

—¿No le resulta a usted desagradable estar conmigo, sabiendo quién soy?

—¡Oh! ¡De ninguna manera!

—¿Tiene usted sueño?

—En absoluto.

—Entonces, ¿quiere usted que le cuente mi vida?

En este preciso momento entró el revisor de billetes. Mi interlocutor le dirigió una mirada llena de enfado, y no comenzó hasta que estuvo fuera. Después siguió su relato sin detenerse.

Mientras hablaba, su rostro se alteró varias veces de una manera tan completa que, en cada una de sus transformaciones, no ofrecía nada de semejante con su expresión anterior.

Los ojos, la boca, el bigote, hasta la barba, todo era nuevo, y siempre una fisonomía bella y conmovedora. Estos cambios tenían lugar en la penumbra que nos rodeaba de golpe: durante cinco minutos se veía una cara pero en seguida, sin saber cómo, volvía a cambiar y aparecía enteramente desconocida.

Narrativa Breve de León Tolstoi

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