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VI Segunda noche

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Tan pronto como los caballos entraron de nuevo en el corral, agrupáronse en derredor del viejo, quien reanudó de esta manera su relato:

«En agosto me separaron de mi madre. Pero no lo sentí: llevaba en su vientre a mi hermano menor, al célebre Ussan, y observé que yo estaba relegado ya a segundo término.

«No tuve celos de él. Lo único que noté fue que no amaba ya del mismo modo a mi madre.

«Sabía, además, que una vez separado de ella me quedaría con mis jóvenes camaradas, y que todos los días iría a pasearme por los campos y las praderas con ellos.

«Tenía a Milii por compañero de cuadra.

«Milii era un caballo de silla, y cuando fue mayor tuvo el honor de ser montado por el emperador y de ser reproducido en fotografía.

En aquella época sólo era un potrillo de piel fina, de cuello graciosamente encorvado y de remos finos y aplomados. Estaba siempre de buen humor. Siempre dispuesto a jugar, a lamer a sus amigos, y a burlarse de los caballos y de los hombres.

«Nos unió una tierna amistad, y siempre estábamos juntos: pero aquella amistad duró poco.

«Como os acabo de decir, Milii era de carácter alegre y ligero.

«Desde pequeño empezó a hacer la corte a las yegüecitas; siempre se estaba burlando de mi simpleza.

«Por desgracia mía, imité su ejemplo, herido en mi amor propio por sus burlas y me enamoré en seguida. Aquel encadenamiento precoz fue la causa del cambio que se operó en mi suerte.

«Ved aquí la historia de mi amor, en pocas palabras:

«Viasopurika tenia un año más que yo. Fuimos siempre grandes amigos; pero al terminar el otoño, noté de pronto que me esquivaba cuanto podía.

«No me siento con valor suficiente para narraros esta historia, llena de recuerdos dolorosos para mí.

«Aún recuerda ella la fatal pasión que me inspiró.

«En el momento en que yo le declaraba mis sentimientos, los palafreneros se echaron sobre nosotros, la espantaron a ella y me molieron a mí a latigazos.

«Por la noche fui encerrado en una cuadra solitaria, en la que pasé las horas relinchando con desesperación, como si hubiese tenido presentimientos de lo que me esperaba.

«A la mañana siguiente, el general, el jefe de los caballerizos y el palafrenero, vinieron a verme. Todos hablaban y gesticulaban al mismo tiempo. El general se enojó con el caballerizo, quien se excuso diciendo que no había ocurrido nada y que la culpa había sido de los palafreneros. El general amenazó con mandar a azotar a todo el mundo, porque, según dijo, aquella no era manera de guardar los pequeños garañones. El caballerizo prometió satisfacer los deseos del general, y los tres se fueron.

«Nada comprendí de aquello, pero tuve el presentimiento de que se tramaba algo contra mí.

«Al día siguiente me hicieron ser… lo que soy actualmente, y dejé de relinchar para toda la vida.

«Desde entonces fui indiferente a todo cuanto me rodeaba y me sumí en pensamientos amargos. Al principio caí en un profundo desánimo, hasta el punto que dejé de comer y beber, y en cuanto a juegos, ya no volvieron a existir para mí. A veces me pasaba por la imaginación la idea de disparar una coz, de relinchar con fuerzas, de galopar en torno a mis camaradas, pero ¿Con qué objeto? ¿Para qué? Y bajaba la cabeza.

«Una tarde que el caballerizo me paseaba frente al corral con una cuerda atada al cuello, distinguí a lo lejos una nube de polvo y las siluetas bien conocidas de nuestras yeguas y pronto oí el ruido de sus pasos y sus alegres relinchos. Me detuve, a pesar de la cuerda que me lastimaba el cuello y me hacía sufrir un martirio, y miré la yeguada como el que mira su dicha perdida para toda una eternidad.

«A medida que aquella se aproximaba, fui distinguiendo una por una las caras de mis antiguas amigas.

«Algunas me miraron y me desconocieron. El caballerizo tiró de mí con forma, pero yo no le hice caso. Perdí la cabeza y me puse a relinchar y a dar brincos, pero mi voz parecía ridícula y extraña. No se ríe en la yeguada, pero yo vi que todas volvieron la cabeza a otro lado, por educación. Fue claro que les inspiré lástima. Les parecí ridículo con mi cuello delgado, mi cabeza voluminosa (yo había enflaquecido horriblemente), mis remos largos, y, sobre todo, mi actitud ridícula (me puse a trotar en torno del caballerizo). Nadie contestó a mi llamada y todas se apartaron de mí, de común acuerdo. La luz se hizo de repente en mi espíritu y comprendí el hondo abismo que me separaba de ellos… Seguí al caballerizo presa de la mayor desesperación, y no me di cuenta de cómo llegué a mi cuadra.

«Propenso a la melancolía y a la reflexión desde mi más tierna edad, mis desgracias no hicieron sino desarrollar en mí aquella predisposición. Mi pelo, que tanto desprecio inspiraba a los hombres, y lo excepcional de mi posición en la yeguada, que no podía comprender aún debidamente, me hicieron reflexionar profundamente sobre la injusticia de los hombres. Pensé con amargura en la inconstancia del amor maternal y del amor femenino en general, y traté de formarme una idea precisa de esa extraña raza de animales que se llama hombres, y para ello procuré comprender su carácter analizando sus acciones.

«Era en invierno y en la época de las fiestas.

«Aquel día no me dieron de comer ni de beber; después supe que si no lo hicieron fue porque todos los palafreneros se habían emborrachado como uvas.

«Precisamente aquel día, al hacer su visita a las cuadras, el jefe de los caballerizos se acercó a la mía, y, al observar que no me habían dado el pienso, se encolerizó contra el palafrenero y se marchó renegando. Al día siguiente vino el palafrenero a darnos el pienso y, por lo extremo de su palidez, noté cierta expresión de dolor en su persona.

«Arrojó coléricamente el heno a través de los hierros, y cuando traté de colocar el morro sobre su espalda me dio un puñetazo con tal fuerza, que retrocedí espantado: pero no se contentó con aquello, sino que me dio, además, un puntapié en el vientre, murmurando:

«–Si no hubiera sido por este feo sarnoso, no me hubiera hecho nada.

«–¿Qué te ha pasado? –le preguntó su camarada.

«–Que casi nunca viene a ver los caballos del conde. Pero, en cambio, le hace al suyo dos visitas todos los días.

«–¿Le han dado, acaso, el caballo pío?

«–Yo no sé si se lo han vendido o se lo han regalado; no sé nada. Lo que sé es que podré dejar morir de hambre a todos los caballos del conde y no me dirá nada; pero como le falte cualquier cosa a su potro, ya puedo echarme en remojo. Túmbate, me dijo, y me vapuleó de lo lindo. Te digo que eso no es cristiano. ¡Compadecerse de una bestia más que de un hombre!

¡Cualquiera diría que no está bautizado! Y contaba por si mismo los golpes. Nunca ha pegado tanto el general. Tengo la espalda hecha una pura llaga. Decididamente, ese hombre no tiene alma de cristiano.

«Comprendí bien lo que dijeron de latigazos y de piedad cristiana. En cuanto a lo demás, no supe darme cuenta exacta de lo que significaban las palabras ‘su potro’, y deduje que establecían una relación cualquiera entre el caballerizo y yo, pero no pude comprender en aquel momento qué clase de relación era aquélla. Mucho más tarde, cuando me separaron de todos los demás caballos, fue cuando lo comprendí.

«Las palabras ‘mi caballo’ me parecían tan ilógicas como ‘mi tierra, mi aire, mi agua’, pero causaron en mí una impresión profunda. Mucho he reflexionado después acerca de esto, y únicamente mucho más tarde, cuando aprendí a conocer mejor y más cerca a los hombres, fue cuando me pude explicar todo eso.

«Los hombres se dejan llevar por palabras y no por hechos. A la posibilidad de hacer tal o cual cosa, prefieren la posibilidad de hablar de tal o cual objeto en los términos convencionales establecidos por ellos.

«Y esos términos, que para ellos tienen grandísima importancia, son los siguientes: ‘El mío, la mía, los míos, mi, mis’. Los emplean al hablar de los seres animados, de la tierra, de los hombres y hasta de los caballos. También es común que una persona, al hablar de un objeto, lo califique de ‘mío’. La persona que tiene la posibilidad de aplicar la palabra ‘mío’ a un gran número de objetos, es considerada por las otras como la más dichosa.

«No podré deciros cuál es la causa de todo este razonamiento. Muchas veces me he preguntado si será el interés el motivo de todo, pero siempre he rechazado la idea, y he aquí por qué: Muchas personas me consideran propiedad suya, y, sin embargo, no se sirven de mí;

no son ellas las que me alimentan y me cuidan; las que lo hacen son extraños a quienes no pertenezco: palafreneros, cocheros, etc, «Transcurrió mucho tiempo antes de que me diera cuenta cabal y clara de la palabra ‘mío’, a la que tanta importancia dan los hombres, pero hoy puedo aseguraros que no tiene otra significación que un instinto bestial al que ellos dan el nombre de ‘derecho de propiedad’, «Un hombre dice: ‘mi tienda’, y jamás pone en ella los pies;

o bien: ‘mi almacén de ropa’, y no toma nunca un metro de paño para sus necesidades.

Hay hombres que dicen mis tierras’, sin haberlas visto nunca. Los hay también que emplean la palabra ‘mío’, aplicándola a sus semejantes, a seres humanos a quienes jamás han visto, y a los cuales causan todos los daños imaginables: dicen ‘mi mujer’ al hablar de una mujer que consideran como propiedad suya.

«El principal objeto que se propone ese animal extraño llamado hombre, no es el de hacer lo que considera bueno y justo, sino el de aplicar la palabra ‘mío’ al mayor número posible de objetos. Esa es la diferencia fundamental entre los hombres y nosotros; y, francamente, aun prescindiendo de otras ventajas nuestras, bastaría esa sola para colocarnos en un grado superior al suyo en la escala de los seres animados.

«Pues bien, ese derecho de poder decir de mí, ‘mí caballo’, fue el que obtuvo nuestro caballerizo mayor.

«Me admiró mucho aquel descubrimiento. Ya tenía tres causas de disgusto: mi pelo, mi sexo y aquella manera de tratarme como una propiedad, a mí, que no pertenezco sino a mí mismo y a Dios, como todos los seres vivientes.

«Los resultados de considerarme de aquella manera, fueron numerosos: me alimentaron mejor: me cuidaron más; me separaron de los otro caballos y me engancharon antes que a los demás compañeros.

«Apenas cumplí la edad de tres años, me dedicaron al trabajo. La primera vez que me engancharon, el caballerizo que me consideraba como propiedad suya asistió a aquella ceremonia. Temiendo que yo ofreciese resistencia, me sujetaron con cuerdas; después me pusieron una gran cruz de cuero en el lomo y la sujetaron con dos correas a las dos varas del carruaje para que yo no pudiese destruirlo a coces. Aquellas precauciones fueron inútiles yo no quería otra cosa que ocasiones para demostrar mi amor al trabajo.

«Su admiración fue grande cuando me vieron marchar como un caballo viejo. Me siguieron enganchando todos los días para enseñarme a ir al trote. Hice tan rápidos progresos, que una hermosa mañana el mismo general se maravilló de ellos. Pero ¡cosa extraña!, desde el momento en que era el caballerizo y no el general quien me aplicaba la palabra ‘mío’, ya no tenia igual valor mi talento.

«Cuando enganchaban a mis hermanos y a los caballos padres, se medía la longitud de sus pasos, se les enganchaba en magníficas carrozas y se les cubría de hermosos adornos; a mí se me enganchaba en carruajes humildes y conducía al caballerizo cuando tenía que hacer algo.

«Y todo ello por ser pío y, más que por eso, por pertenecer al caballerizo y no al conde.

«Mañana, si aún vivimos, os contaré el resultado que tuvo para mi aquel cambio de propiedad».

Los caballos se mostraron respetuosos todo el día con el viejo Kolstomier.

El único que siguió tratándolo como antes fue el viejo Néstor.

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