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IV

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El era viejo y ellas eran jóvenes.

El estaba flaco y ellas estaban gordas.

El estaba triste y ellas estaban alegres.

Era, pues, un extraño, un ser aparte, que no podía inspirarles sentimiento alguno de compasión.

Los caballos no se compadecen, sino de sí mismos.

Son egoístas.

¿Era culpa del caballo pío no parecerse a ellos y ser viejo, flaco y feo?

Parece que no debiera ser culpa suya, pero la lógica caballuna es muy distinta a la lógica humana.

Todas las culpas eran suyas y toda la razón estaba de parte de aquellos qué eran jóvenes, fuertes y dichosos; de aquellos ante los cuales se abría el porvenir; de aquellos que podían levantar la cola en forma de penacho y cuyos músculos se estremecían al contacto de la menor cosa.

En sus momentos de calma, quizás creyese el caballo pío que era objeto de una injusticia, que su vida llegaba a su término, y que debía pagar el precio de sus pasados goces; pero no era más que un caballo y no podía dejar de revolverse, en ciertos momentos, contra aquella juventud que le infligía castigos por lo que a ella misma le habría de suceder andando el tiempo.

Otra causa de la crueldad de aquella juventud, era sus humos aristocráticos que tenía.

Todos descendían, en línea más o menos recta, del célebre Smetanka.

El caballo pío era un extraño, de origen desconocido, comprado hacía tres años en una feria, por ochenta rublos.

La yegua alazana, fingiendo ir paseando, se acercó al pobre viejo y tropezó con él como por casualidad o distracción.

Comprendió éste de dónde venía el golpe; pero se limitó a dar un paso atrás sin abrir los ojos.

La yegua le volvió la grupa e inició un movimiento como si fuera a darle un par de coces.

El pío abrió los ojos y se alejó calmosamente.

Había perdido el sueño y se puso a pacer.

La yegua alocada no había quedado aún satisfecha.

Se acercó de nuevo al malaventurado caballo, seguida de sus compañeras.

Una yegüecita de dos años, muy torpe, que era una especie de mono de imitación, y que seguía paso a paso a la alazana, se acercó al caballo y, como todos los imitadores, rebasó los límites de la broma.

La yegua alazana, al acercarse, hacía siempre como que no veía al caballo, y pasaba y repasaba ante él con aire asustado, de forma que el viejo pío no sabía si incomodarse o no, viéndola tan graciosa y divertida pero su imitadora se echó sobre él de lleno y le asestó un golpe en el costado.

El pío abrió la boca, y con una prontitud que no se podía esperar de él, se arrojó sobre la imprudente y la mordió en un anca.

La agresora se revolvió y le golpeó con todas sus fuerzas dándole manotadas; rugió el viejo queriendo lanzarse otra vez sobre ella, pero luego, dando un profundo suspiro, se fue alejando de aquel sitio.

La juventud debió creer ofensiva para ella la conducta del viejo caballo pío y no le dejó en reposo el resto del día, a pesar de que el guardián intervino varias veces para hacer que todos entraran en razón.

Tan desgraciado se consideró el pobre caballo que, cuando llegó la hora de regresar a la yeguada, se acerco espontáneamente al viejo Néstor para que le pusiera la montura, y se consideró feliz llevándole en sus lomos.

Sólo Dios podía conocer los pensamientos que agitaban el cerebro de aquel pobre viejo cuando lo montó Néstor.

¿Pensaba con amargura en la crueldad de la juventud, o perdonaba sus ofensas con la indulgencia despreciativa que caracteriza a los viejos?

Imposible adivinarlo: tan impenetrables eran sus pensamientos.

Aquella noche fueron a ver a Néstor unos compadres suyos.

Al pasar por el pueblo vio su carro parado en la puerta de una choza.

Tenía prisa para reunirse con ellos, así es que, apenas hubo entrado en el corral, se apeó y se alejó sin desensillar el caballo, encargando a Vaska que lo hiciese en cuanto concluyese su faena.

¿Sería a causa de la ofensa inferida a la descendiente de Smetanka o a causa de su sentimiento aristocrático herido? Difícil sería determinarlo, pero lo cierto es que aquella noche todos los caballos, jóvenes y viejos, se pusieron a perseguir al caballo pío que, con la montura puesta, huía para evitar los golpes que le asestaban por todas partes.

Pero llegó un momento en que se agotaron sus fuerzas y, no pudiendo huir ya de sus perseguidores, se detuvo en medio del corral.

La impaciencia de la rabia se dibujó en su cara. Agachó las orejas y entonces ocurrió algo inesperado, un extraño fenómeno que calmó instantáneamente la excitación de toda la yeguada.

La yegua más vieja, Viasopurika, se acercó a él, le echó el resuello con fuerza y suspiró.

El viejo pío le contestó con otro suspiro igualmente profundo.

Aquel caballo viejo, cuadrado en medio del corral, con la montura puesta e iluminado por el resplandor de la luna, tenía algo de fantástico.

Los caballos le rodeaban en silencio y le miraban con interés, como si fueran a conocer algo muy importante para ellos.

Y he aquí, poco más o menos, lo que llegaron a conocer…

Narrativa Breve de León Tolstoi

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