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Detrás del cristal del confesionario de Gran Hermano, el rostro histriónico de la mujer de Frankenstein me devuelve la mirada. Debo aclarar que esa mujer en realidad es un hombre musculoso y parecido a Hugh Jackman y se llama Lolo. Pero se siente muy mujer, reconoce abiertamente su condición de gay y, aunque no lo reconociera, también se sabría: mi queridísimo Lolo tiene pluma suficiente como para rellenar mil almohadas. Como Lolo es un hombre muy dramático, sabía que iba a elegir ese personaje. Pero ha habido un error en el envío de la peluca: pedimos la cabellera de Elisabeth Lavenza (nombre que se le dio a la novia de Frankenstein de 1935), pero en vez de eso, nos adjuntaron la de Marge Simpson.

Es decir, competencia de la agencia de atrezzo: nivel cigoto. Mi sobrino de cinco años sería más competente al respecto, y seguramente me debatiría el nivel valorándolo como un pokémon. Me diría con su vocecilla: «Tita, este es nivel Magikarp claramente». En su opinión, ser un Magikarp, al parecer, es para cortarse las venas. Y lo suele argumentar diciéndome que es inútil en combate y que solo sirve para salpicar.

Me llamo Becca Ferrer. Soy psicóloga, nacida en Barcelona. Y, como ya habréis adivinado, trabajo en la plantilla de terapeutas de este famoso reality, que ya va por su decimocuarta edición.

Estamos en Halloween, en pleno directo, y como tal, la prueba semanal se centra en este día. Pero algo ha salido realmente mal, hasta el punto de que me encuentro en la tesitura de calmar a uno de los concursantes de Guadalix de la Sierra, porque sé que, si no lo consigo, Lolo puede hacer algo por lo que sería expulsado. Y aunque no tengo la culpa de esta situación, me siento muy responsable de mis chicos.

Estas cosas siempre me despiertan la ansiedad.

En principio, la prueba iba a ser muy divertida. Queríamos invitar de nuevo al payaso enano para que les lanzara tartas a la cara, y, por otra parte, los Cazafantasmas iban a entrar a la casa para capturar uno a uno a todos los concursantes y avivar el nerviosismo de los Hermanos.

Todo iba sobre ruedas, la música del Exorcista no dejaba de reverberar en las paredes de la casa más famosa de la televisión. El equipo de psicólogos y cámaras del programa no dejábamos de reírnos ante las ocurrencias de los participantes. Habíamos visto de todo: gritos, carreras por los pasillos, resbalones, histeria colectiva, chistes malos producto del miedo…

Pero se la hemos jugado a Lolo. No hay otra explicación. Y eso lo ha decidido el Súper. Aunque estoy convencida de que ni siquiera él se imaginaba que el desenlace iba a ser este.

Para poneros en antecedentes, os voy a explicar un poco cómo es mi trabajo.

Formo parte de un gabinete de psicólogos que Zeppelin ha contratado para hacer la criba de los concursantes de GH (además de otros programas, aunque yo solo trabajo en este).

Después de hacer varias selecciones, empezamos a trabajar con las novecientas personas seleccionadas, aunque anteriormente eran diez mil. Diez mil espartanos en cola, algunos normales, otros muy frikis, y otros Legionarias y Yoyas en potencia. Entre ellos se encuentran siempre los perfiles que tanto nos gustan: la oveja negra, el pacificador, el alborotador, el pasota, el conflictivo, el espiritual, el estratega… A estos novecientos les realizamos una serie de cuestionarios. Descartamos a los que tienen determinadas patologías, y después les pasamos filtros de personalidad e inteligencia, hasta que nos quedamos con solo sesenta personas a las que les hacemos una entrevista clínica sobre inteligencia emocional muy completa. Eso reduce la selección a veinticuatro personas.

Con la criba considerablemente reducida, decidimos pasar un día, tanto el psicólogo como el redactor, con cada uno de estos veinticuatro aspirantes para observarlos de primera mano y ver otros rasgos de su personalidad así como posibles estrategias que puedan poner en práctica para afrontar otras situaciones como las que se encontrarán en la casa.

Veinticuatro informes después, nos quedamos solo con doce. Los definitivos afortunados para concursar en Gran Hermano.

Detrás de los cristales de la casa hay tres psicólogos clínicos que se hacen cargo cada uno de cuatro concursantes. Lolo es uno de los que yo tengo a mi cargo. Y me duele en el alma verlo ahí de esta manera, tan aterrorizado, con las pupilas dilatadas y la peluca lila torcida como la torre de Pisa.

Me la han jugado, y lo sé. Lo sé tanto como diría Julio Iglesias en su famosísimo meme.

Y ¿sabéis por qué? No, claro que no lo sabéis.

Porque, aunque yo no entrevisté a Lolo ni lo analicé, todos vimos las pruebas de cámara de los concursantes. Era un tipo divertido, graciosísimo y muy extrovertido, además de increíblemente inteligente. Pero Lolo tenía una pequeña tara, una fobia llamada «Ex». En la prueba de cámara, Lolo dijo claramente que lo único que no encajaba bien y lo desequilibraba era ver a su ex; por esta razón, después de su fallida relación, Lolo se había ido a vivir a otra comunidad, para no encontrarse furtivamente con él.

Pero el Súper había decidido invitar al ex al programa, disfrazado de Cazafantasmas. Maldito Súper. Federico es un morboso; ese es su nombre, por cierto. Suele hacer estas cosas, y nosotros siempre le decimos que es bajo su responsabilidad.

Para él, sin embargo, su responsabilidad es la audiencia, y el índice de share, y adora las situaciones límites que hacen que los indicadores se disparen.

Federico sabe que yo también las adoro. Una de las reglas de la selección de la criba es dar con personas estables mentalmente, extrovertidas y dinámicas pero que además sean muy emotivas para que, suceda lo que suceda en la casa, les afecte mucho, pero no hasta el punto de traumatizarlas.

Lolo está a un paso de rebasar esa línea. Y yo debo impedirlo. Federico acaba de lanzarme el guante, porque le gusta desafiarme. Debo demostrarle que puedo controlar a Lolo antes de que haga una locura, como abandonar el programa por propia voluntad. Lolo no puede afrontar la multa por abandonar. Ni él ni nadie medianamente normal. ¿Quién tiene doce mil euros en el banco para desprenderse de ellos así como así?

Me concentro y observo a mi concursante favorito.

La novia de Frankenstein me devuelve la mirada. Tiene el pelo lila manchado de nata y una cereza deslizándose por el lado izquierdo. También tiene nata en la mejilla y en la barbilla. El payaso enano le había dado de lleno. Pero cuando Lolo vio que entraban los Cazafantasmas y divisó a su ex entre ellos, se fue corriendo del salón en dirección al confesionario, al grito de «¡Me cago en mis muertos!», con tan mala suerte que se había resbalado y se había dado un leñazo en el pasillo. Leñazo que habían visto más de cinco millones de personas.

—Hola, Elisabeth Simpson —lo saludo queriendo sacarle una sonrisa, pero no lo consigo.

—No me toquéis los cojones —dice, tajante, mirando a todas partes, buscando un rostro en el que poder volcar toda su ira. Se le ha corrido parte del maquillaje. En otras circunstancias eso sería divertido y cómico. Ahora no—. ¿Qué mierda hace Rodrigo vestido de bombero? ¿Qué hace aquí?

—No va de bombero —le corrijo—. Va de Cazafantasmas.

—¿Cazafantasmas? ¡Ese hombre solo caza rabos y mariposones! ¡Es un perro infiel! —exclama moviendo enérgicamente las manos—. Yo… Yo no puedo estar aquí. —De repente, toda la seguridad que Lolo tiene se desdibuja en el puchero que asoma a sus labios y a su barbilla—. Sácame de aquí, te lo ruego… Esto es demasiado para mí. —Se cubre el rostro con las manos y adquiere una pose derrotada sobre el sillón rojo de las verdades. Yo percibo su pena, y su pena me aflige. Una de las razones por las que entiendo muy bien a mis pacientes es porque tengo muy desarrollada la destreza básica de la comunicación interpersonal. Mi ser rebosa empatía. Por si no lo sabéis, «empatía» viene del griego empatheia y significa ‘sentir adentro’.

Y es un arma de doble filo. Con el tiempo he aprendido a observar esas emociones como ajenas a mi persona, como si yo fuera una observadora, aunque las sienta muy adentro, tanto como la palabra indica. Y eso me ayuda a comprender a los que vienen a mí. Entiendo por lo que están pasando y siento lo que ellos sienten.

Igual que ahora siento claramente el dolor y el miedo de Lolo. Teme hacer el ridículo delante de Rodrigo, teme volver a mirarle, y amarle de nuevo aunque no lo merezca. Le da pavor darse cuenta de que no lo ha superado, aunque yo creo que sí. Y le aterroriza seguir viendo vacío en los ojos de su ex, como si lo que tuvieron no hubiera sido importante, y en lugar de todo el amor que él le profesó, solo encontrara nada.

—Lolo, ¿estás ahí? —le pregunto.

Lolo sigue con el rostro cubierto por sus manos, en silencio, negando con la cabeza.

—No.

—Sí estás ahí. —Hago una pausa—. Lolo, si no sales, tus compañeros y tú perderéis la prueba semanal. Los Cazafantasmas tienen diez minutos para coger a cada uno de tus compañeros y encerrarlos en el granero. Si lo consiguen en esos diez minutos, perderéis la prueba. No puedes huir.

—No voy a salir —continuó en modo de negación—. Me quiero ir. Me siento traicionado por el programa… Traerme a Rodrigo es lo peor que habéis podido hacer.

Y era verdad. Era una puñalada por la espalda que solo Federico podía atreverse a asestar. Mis compañeros me miran esperando que yo obre la magia y lo retenga. Todos creen en mí y saben que puedo hacerlo. Yo no estoy tan segura, pero me encanta la sensación de tener el poder para ayudar a Lolo y hacerle un clic en la cabeza.

—¿Por qué no me cuentas qué pasó?

—¿Cómo?

—Dime por qué odias a Rodrigo… y qué es lo que te da miedo de él. Si lo dices en voz alta, el miedo se achica.

—¿Qué quieres que te diga? —Se descubrió el rostro. Sus ojos negros lanzaban rayos y centellas—. ¿Que esa perra de ahí afuera se acostó con mi mejor amigo? ¿Que a día de hoy aún siguen juntos? ¿Que ambos se rieron de mí y me hicieron sentir como una mierda? En un zarpazo de gata me quedé sin amigo y sin novio. —Chasquea sus dedos—. Así, ¡plas! Verlo me supera. Me supera mucho…

—¿Por qué le das poder para estar todavía en tu vida y en tu cabeza? Él te dejó ir, te cambió por otro. Eres tú el que te aferras a él.

—No está en mi cabeza. Está aún en mi corazón —se excusa queriendo transmitirme su aflicción. Si el corazón está de por medio, todo es mucho más serio y sensible, ¿verdad? Pero a Lolo no le hacen falta las sensiblerías. Lolo necesita un bofetón.

—No, Lolo. Son los residuos de sus recuerdos los que están en tu cabeza. De tu corazón lo expulsaste cuando lo rompió.

—Remarco esto último con contundencia porque lo creo a pie juntillas—. A ver, ¿qué te gustaría hacerle?

—Quiero retorcerle el pescuezo.

—Prueba otra vez —dije imprimiendo una risa en mi voz, como el famoso gag de la bofetada y las rimas sórdidas. Necesitaba que él viera que esa conversación no era agresiva. Que solo quería ayudarle.

—Lo que de verdad me gustaría es mirarle a la cara y no sentir nada. Ser capaz de sonreírle y verlo como el mierda que es, no como el hombre que me rompió el corazón. Me encantaría… —Su rostro adquiere un rictus ensoñador y decidido, como si él mismo se viera haciendo realidad lo que pensaba—. Joder, me encantaría sacarlo de mi vida como una manguera saca la mugre de los coches, o las hojas muertas del jardín.

—Bien. Y ¿qué te detiene?

—¿Qué?

—Que por qué no lo haces.

Veo la sorpresa de Lolo ante mi pregunta; más bien, la sorpresa de todos los demás que me miran como si estuviese loca.

—¿Cómo dices?

—Joder, Lolo, lo que oyes. —Sé que no debo hablar así en esta franja televisiva. La prueba semanal se emite en directo. Pero creo que Lolo me atiende mejor si le hablo sin tapujos. Hay personas que necesitan tacto, otras que no quieren que te involucres demasiado para no violar su intimidad. Pero Lolo y sus ojos negros me ruegan que lo ayude desesperadamente—. Este programa, mi bella Elisabeth, te da unas herramientas para poder solucionar y meditar sobre tus cuentas pendientes en el exterior, no es solo una cápsula en la que el tiempo y el espacio desaparecen sin más. Puedes aprovecharlo en tu beneficio. Si lo que quieres es eso, si lo que necesitas hacer para expiar los demonios que Rodrigo te ha dejado es sacarlo de tu vida a base de manguerazos, te digo que en el jardín dispones de una manguera kilométrica. ¿Por qué no la utilizas como terapia de choque?

—¿Quieres que… lo moje?

—No. Yo no quiero nada de eso. Pero es lo que quieres tú. Creo que puede ser un catalizador para ti. Puedes limpiarte tú mismo. Nuestra mierda es solo nuestra. O tomas la decisión ahora, Lolo, o en dos minutos se acaba el tiempo. Y tu ex y sus amigos están metiendo a todos los Grandes Hermanos en el granero. No te queda tiempo.

Lolo mira a todas partes, en todas las direcciones. Puedo escuchar la batalla que libra en su interior. Los soldados de «voy a hacerlo» luchan a muerte contra los soldados de «no puedo hacerlo».

—¡Lola! —le grito en femenino. Él se siente muy mujer, ¿no? Tal vez si espoleo esa parte, el resultado sea más inmediato. Ya sabéis…, por eso de que las mujeres somos mucho más vengativas que los hombres. Bien. Él fija la mirada en el cristal y por fin veo que lo tengo en mis manos—. No puedes permitir que ningún hombre te deje por otro. Nunca. Le diste toda tu vida a Rodrigo, y acabaste muy mal. Hoy ha llegado el momento de enterrar el sufrimiento, los miedos y la depresión. ¡Mueve tu culo, coge ahora mismo la manguera y rocíale con tanta fuerza que salga despedido de la casa! ¡Sácalo de tu vida!

—¿De verdad?

—Hazlo.

—Pero…

—Hazlo.

—¿Eso es legal? —Empieza a levantarse del sillón. Las ganas y la emoción le pueden.

Su mirada ha adquirido un brillo de decisión, y también apocalíptico. Empiezo a dudar de si es buena idea o no.

—Hazlo y demuéstrale quién tiene la manguera más larga y más potente. —Lo acabo de soltar y ya me estoy arrepintiendo. Mis compañeros se ríen. Lolo frunce el ceño, pero una curva ascendente se dibuja en sus labios, como la de un pitbull. Está sonriendo. Y lo mejor: lo va a hacer.

Lo que graban las cámaras a continuación, cuando Elisabeth Lavenza con una sobredosis de hormonas y batidos, y unos brazos como piernas, sale corriendo al jardín en busca de la manguera, sé que va a hacer historia.

Hay personas que tienen un halo de celebridad a su alrededor. Lolo es una de esas personas. Sé que cuando salga de este programa, le lloverán las ofertas para trabajar en televisión. Y sé que lo que está haciendo va a ser trending topic en todas partes. Paso a narraros lo que sucede a continuación. Lolo y su peluca lila de Marge aparecen detrás del payaso enano, que está preparado para lanzar una nueva tarta y acojonar a otra concursante, Patricia la pija, oculta detrás del sofá.

Lolo agarra al payaso por la cinturilla de los pantalones, al grito de «¡Ven aquí, Willow!», lo levanta y lo mete dentro del baúl del comedor, que hace las funciones de puf. ¡Lo ha encerrado ahí! No me lo puedo creer. El enano se llama Alfredo, y es claustrofóbico.

—Pero… ¡¿qué coño hace?! —me pregunta Rafael, el jefe de psicólogos clínicos.

Yo encojo los hombros con una sonrisa de oreja a oreja.

—Se está vengando —contesto, nerviosa.

En ese momento, mientras Lolo sale corriendo hasta el jardín a por la manguera, con su vestido blanco y algo siniestro ondeando al viento, los cuatro Cazafantasmas lo divisan y deciden ir a por él.

La cámara enfoca a Rodrigo. El tipo se lo está pasando de maravilla, y disfruta con la idea de saber que su presencia allí todavía afecta a su ex.

Es un vanidoso. ¿Por qué lo sé? Porque no hay que analizar a las personas para ver que a algunas el egocentrismo les sale por las orejas. Como a Rodrigo.

En ese momento me siento como una cheerleader. Mi hooligan interior está deletreando las iniciales de Lolo, dando saltitos y vitoreándolo. Pero mi fachada de psicóloga clínica no transmite nada de eso. Tengo que permanecer seria, como si analizase fríamente la situación. Me subo las gafas de ver Gucci de pasta negra (que, por cierto, no necesito, pero me gusta cómo me quedan) y carraspeo como si lo tuviera todo controlado.

No sé qué va a pasar. Rafael permanece de brazos cruzados, mirándome de reojo. Aunque en realidad nadie se atreve a apartar los ojos de la imagen hipnótica que nos devuelve el monitor. Lolo ha puesto en marcha la manguera a la máxima potencia.

—¿Alguien me puede decir por qué tenemos una manguera de potencia antiincendios en el jardín? —susurra Rafael, estupefacto al ver cómo el chorro de agua impacta en los Cazafantasmas y los lanza, literalmente, por los suelos.

—Ni idea —contesto. Rafael tiene razón: esa manguera no es normal. Me entra la risa.

Lolo se ríe como un loco, sujetando con sus increíbles brazos musculados la manguera. Se ceba con Rodrigo. Lo hace a conciencia.

—¡Toma, guarra! ¡Fantasma! —le grita a Rodrigo—. ¡Gusanaaa!

«¿Gusana?», me vuelvo a reír.

—¡Yo tengo la manguera más larga! —exclama Lolo. Corrección: Lolo no es Elisabeth Lavenza. Es Carrie, joder.

Su ex tiene el pelo rubio empapado y pegado a la cara. El chorro impacta con tanta fuerza en los cuerpos de los Cazafantasmas que los impulsa resbalando por el suelo hasta la puerta de salida, donde permanecen atontados por la potencia del agua. Y el jardín de Gran Hermano, por unos segundos interminables y de estrellato televisivo, se convierte en un campo de concentración.

Los demás concursantes que aún no han sido cazados, se colocan a espaldas de Lolo, partiéndose de la risa y señalando a los Cazafantasmas.

—¡Vete! ¡Olvida mis ojos, mi cara, mis labios! —Se equivoca con la letra—. ¡Y pega la vuelta! —Lolo canta eufórico. El chorro mueve a Rodrigo como un rodillo—. ¡Llevamos cuatro días a base de yogures! ¡Por mis ovarios que ganamos la prueba semanal! —añade.

La cámara enfoca el rostro triunfador de Lolo. Y sé, por la increíble sonrisa que lucen sus labios y por la seguridad de sus ojos negros, que el manguerazo le ha servido como terapia. Y que, al menos, le he ayudado para que dejara de sufrir y de huir de Rodrigo.

Y eso me emociona y me hace sentir bien. No hay nada más gratificante que ayudar a los demás.

También sé que ese vídeo, lo que ha sucedido esa noche, con el payaso enano, al que llamarán Willow el resto de las ediciones GH, y los manguerazos vengativos de Elisabeth Simpson, pasará a la historia de la cadena, y de los índices de audiencia.

Y es maravilloso.

Lo de Lolo ha desencadenado algo.

No sé el qué. Solo sé que mi jefe, Federico, el Súper, ha pedido verse conmigo en la calle Guadiana, en Guadalix; allí resido en una casa de alquiler con mi compañera psicóloga de GH, Nerea. Cuando nuestro turno acaba, solo nos quedan fuerzas para desplazarnos hasta allí e hibernar, hasta el día siguiente. Observar a cuatro personas de perfiles distintos durante medio día, y estudiar sus conductas, puede ser agotador.

Esta no ha sido la única vez que he tratado con un concursante de este modo. Es decir, lo de Lolo no es un caso aislado. Sé que mis métodos son extraños, sé que no soy una psicóloga al uso. Pero la mayoría de los psicólogos no tienen empatía, se rigen por unos datos y unos test y con eso ayudan con mayor o menor éxito a sus pacientes. Pero yo no puedo ser así, porque siento y padezco como ellos, percibo lo que ellos y comprendo a la perfección cuáles son los mecanismos que sus mentes ajustan para sobrellevar determinadas situaciones. Esa es mi herramienta más fiable. Si sé cómo se sienten, si recibo sus ondas y me afectan por igual, sabré cómo puedo echarles una mano desde el exterior. Pero para ello tengo que romper con sus esquemas y chocar de frente contra sus miedos y preocupaciones.

La terapia con Lolo ha generado el hashtag #Loloylagusana, convertido ya en trending topic. Estoy conduciendo mi Mini amarillo, con techo negro, cristales tintados y dos franjas negras en el capó. Antes tenía el Mini antiguo, pero lo vendí a un coleccionista. No sabía que iban tan buscados y que la gente los compraba por tanto dinero. Me saqué una gran suma de dinero y a continuación compré el nuevo modelo, además de algunas virguerías propias de una mujer de mi edad. Y no. No son liposucciones ni tetas nuevas. Tengo veintiocho años, por Dios.

Por ahora, mi cuerpo me lo curro yo; esto quiere decir, cualquier menú que empiece por Mac o acabe por King al mediodía, y piña y pollo a la plancha por la noche, por eso de equilibrar, ya me entendéis. Mi amiga Nerea se ríe de mí y de mis dietas. Y yo digo que cada uno engorda y adelgaza como quiere. Mi cuerpo no es un yoyó, mido uno sesenta y cinco, y peso sesenta kilos desde hace unos cuantos años. Creo que me lo puedo permitir. Y si no pudiera, lo haría igual. Comer es un placer.

No soy un palo, estoy bien y me siento a gusto. Mis pechos siguen apuntando al norte en vez de al sur, y si me pongo un vestido no parezco un chorizo embutido. Eso ya es bueno.

Me miro en el retrovisor y, cuando lo hago, veo el Mercedes de Federico aparcar detrás de mí. Es demasiado puntual.

Me repaso las pestañas con kohl, y mis ojos azules me devuelven la mirada. Intento arreglarme el amasijo de rizos caoba como puedo. Mi cabeza es como una broma de mal gusto, ¿sabéis? Tengo el pelo como si fuera Medusa. Los rizos largos se me disparan por todas partes, son intratables. Cuando veo un anuncio de L’Oréal en la tele, con esas modelos riéndose orgullosas de sus melenas lacias (a fuerza de unas cuantas horas de peluquería, ¿a quién quieren engañar?) y dicen lo de «Porque yo lo valgo», me apetece arrancarles la cabellera en plan indio. Bueno, no tan drástico, pero sí que cogería una maquinilla de afeitar y…

El claxon del Mercedes me saca de mis divagaciones. Os lo advierto. Divago. Y mucho.

Es increíble cómo algo se puede convertir en viral. Han hecho un hashtag incluso de #loquelesaledelaollaalapsicologadeGH. Un hashtag sobre mí. Increíble.

No sé cómo sentirme al respecto, la verdad. Sé que mi manera de interactuar con los concursantes es diferente. Muchos de mis colegas me dirían: «No puedes hacer eso», «No puedes involucrarte tanto»…

Lo que pasa es que soy una persona que no hace caso de lo que dicen los demás y, seguramente, ese último hashtag es muy acertado, porque siempre hago lo que me sale de la olla; siempre con conciencia, claro.

Bueno. Veamos qué quiere Fede.

Salgo del coche y me humedezco los labios con cacao. Son rosados, ni gruesos ni finos, pero tienen una forma muy bonita. Reviso mi indumentaria. A los jefes hay que darles buena impresión. Siempre intento ir bien vestida al trabajo. Aunque los psicólogos no salgamos por pantalla, me gusta sentirme bien conmigo misma. Si la imagen que me devuelve el espejo me agrada, me siento más segura, capaz de poder mirar a los ojos a mi jefe y decirle: «Lolo tenía derecho a su venganza melodramática. No me juzgues».

Mi look es como el de Paula Echevarría, ni tan mona ni tan estupenda, aclaro, pero, al menos, sí bien vestida, con ese toque trend, chic, fashion, o lo que sea, que es lo mismo que decir: no sé vestirme, mi capacidad para combinar es igual que la de Agatha Ruiz de la Prada en un mal día, y como soy capaz de ir como un payaso, miro el blog de mi amiga Pau y siempre acierto. Y es que es verdad. Parafraseando al personaje de una serie histórica de televisión: «Qué mona va siempre esta chica». Por eso no me complico.

Hoy llevo unos tejanos Guess ajustados, una blusa roja medio metida por la cinturilla del pantalón y unas botas marrones con tacón. De acuerdo, mi pelo es de un rojo oscuro, y la blusa igual no queda demasiado bien. Pero a mí me gusta. Y chitón.

No me quito las gafas de ver, porque me hacen interesante y Paula también se las pone a veces. Aunque Federico sabe perfectamente que no las necesito.

Este hombre es un alto ejecutivo de Zeppelin y podría ser mi padre. Se parece un poco a Flavio Briatore. Toma todas las decisiones que un alto ejecutivo puede tomar, sean las que sean. Su pelo canoso es rizado, pero lo lleva tan engominado que parece que un camello le haya dado un lametón en la cabeza. Su americana es cara, lo mismo que el maletín negro que sujeta con la mano derecha; pero ninguno de esos dos complementos son más caros que el sello de mafioso que luce en el dedo corazón y que asegura que es el anillo de boda. Porque conozco a su despampanante mujer, sino diría que se casó con M. A. Barracus.

—Buenas noches, Becca.

Deben de ser las once y media. Para que Federico quisiera verme, algo he tenido que hacer muy mal. Pero como ya os he dicho, lo de Lolo no ha sido un caso aislado. La he liado otras veces.

—Buenas noches, señor Federico.

Él me mira de arriba abajo y sonríe de un modo que me pone nerviosa. Pero no nerviosa mojabragas, no os confundáis, sino nerviosa me hago caquita.

—Te he dicho que me llames Fede, Becca.

—Por ahora no, gracias. Esperaré a ver qué me tiene que decir y después tal vez le tutee.

Él asiente con una risa sardónica y busca la entrada de la casa. Las farolas de la calle alumbran los pórticos de los adosados, y alguna mariposa nocturna revolotea alrededor de sus halos. Nerea y yo vivimos en uno de esos.

Nerea vino del País Vasco, y yo de Barcelona. Ambas coincidimos para vivir juntas la aventura de Gran Hermano. No sé si mi compañera estará durmiendo o no. Lo más probable es que esté enganchada al canal GH, controlando a sus chicos.

—Me hubiera gustado hablar contigo de esto en un lugar más apropiado —dice Fede, que me precede hasta la puerta blanca de la entrada.

Meto la mano en el bolso Marc Jacobs, una de las chucherías que me compré con la venta del Mini antiguo, y busco las llaves de la casa. ¿Me lo parece o me tiemblan los dedos? Si me despidiera sería una mierda, la verdad. A ver, no es que no tenga donde caerme muerta. En Barcelona tengo una consulta y un loft precioso —y pagado hasta el último céntimo— en el barrio de Sant Andreu. Pero Gran Hermano es una buena oportunidad para conseguir contactos. No quisiera desaprovecharla por mis atrevidos consejos a los concursantes, y la cara de Fede tiene toda la pinta de ejecutivo gruñón con la hoja de despido en el maletín.

Entro en la casa, enciendo la luz y está todo en silencio. Nerea me ha dejado una nota sobre la mesa de la entrada. «Me he ido a cenar con Pedro. Llegaré tarde. Un beso.»

Dejo la nota sobre la mesa y siento un aguijonazo de envidia. Nerea y Pedro se gustan mucho, y se han conocido tras los cristales del reality. Yo tengo a mi novio en Estados Unidos, y no puedo disfrutar de él.

Si, además, Fede me echa, seré una desgraciada total. Espero tener helado de nueces con macadamia en el congelador. Mientras dejo el bolso en el perchero y me recojo el pelo en un moño alto y mal hecho, le pregunto:

—¿Quiere tomar algo?

—Un café bien cargado.

Nos vamos hasta el isla de la cocina blanca y granate. Allí Fede se sienta en el taburete de diseño de color rojo y apoya los codos en la encimera impoluta que hay en el centro de la estancia.

No os voy a engañar: este chalet, en Barcelona, costaría un pastizal. Estamos hablando de una casa de unos doscientos metros cuadrados, con jardín, piscina y todos los lujos que la gente rica se puede permitir. Pero una casa de estas características perdida en el monte, pierde valor. Aun así, los contactos de Zeppelin (Fede) han conseguido que Nerea y yo vivamos aquí de gorra.

Mientras busco dos vasos estilizados para servir el café, y la Nespresso se pone en funcionamiento, escucho cómo Fede abre el maletín y saca un portátil Mac Air plateado. Lo abre, toquetea un poco su interface, hasta que da con lo que busca.

—Siéntate a mi lado, Becca —dice sin dobles intenciones—.

Quiero mostrarte algo.

Yo me acerco hasta mi taburete con los dos vasos de café recién servidos. Son de vainilla. Espero que al Súper no le moleste.

Tengo la garganta seca.

Fede abre el QuickTime y me enseña un vídeo perfectamente montado de mis intervenciones en lo que llevamos de programa. Y al lado, unos índices de audiencia con unos puntales hiperaltos.

—¿De qué va todo esto? —pregunto, confusa.

El diván de Becca

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