Читать книгу El diván de Becca - Lena Valenti - Страница 7
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Оглавление@mariavidilla #alapsicologadeGHselevalaolla Decirle a mi novio que se meta el dedo en la oreja y me diga cinco marcas de tabaco para que olvide su fobia a las montañas rusas, y que me diga que me lo meta yo en el culo ;))))
Como os podéis imaginar, al día siguiente de mi ruptura, y bajo los efectos todavía de la valeriana, del Ben & Jerry’s y de un par de enantyums para el dolor de cabeza, me dirijo con toda la caraja por la madrileña avenida de Manoteras para encontrarme con Federico. Ahí es donde está el edificio de la productora Zeppelin.
Cuando entro en su oficina, después de dejar atrás numerosas plantas y largos pasillos, abro la puerta, le hago un Casper a su secretaria (esto es, hacer como si no existiera) y le digo a Fede:
—Acepto el desafío. Quiero El diván de Becca para mí.
Fede, impecable como siempre, bajo miles de euros de tela y miles de kilos de poder, en vez de alegrarse, se levanta de su sillón de jefazo, cierra la puerta de su despacho y me agarra por los hombros para estudiarme con patente preocupación.
—Becca, tienes un aspecto de pena. ¿Estás drogada?
—¡No! Pero creo que el enantyum no me ha sentado bien del todo… He tenido una mala noche.
—¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces así vestida? Es como si te hubieras inventado un look entre Lady Gaga y Courtney Love. O peor, entre Paz Padilla y Alaska. —Me mira de arriba abajo—. Eres como una cantante de grunge pasando por una etapa pop.
Lo sé. Tengo el pelo completamente encrespado y me sostengo los rizos delanteros con mis gafas de montura negra y de pasta, como si fuera una diadema. Voy vestida con tejanos negros y una levita larga y oscura que me llega por debajo de las nalgas. Debajo solo llevo una blusa blanca, y en los pies, unas botas con plataforma de color beige Celine, que combino con un bolso de la misma firma, de color rojo. Sí, hoy solo he visto medio look de Paula Echevarría, ¿vale? El otro medio lo he improvisado. Ya os he dicho que no sé combinar demasiado bien.
—Nada, Súper. Asuntos personales que, por otra parte, te vendrán de maravilla para que acepte el proyecto. Así que no hurgues en la herida.
—Pues, sea lo que sea, entonces me alegro.
—Insensible —le digo, hastiada. Me llevo la mano a la frente. La cabeza me va a estallar y noto la lengua pastosa y medio dormida. ¿Cuántos enantyums me tomé? He dicho dos como el que dice que cuando llueve te mojas, pero bien podrían haber sido cuatro.
—¿Has revisado el dossier que te facilité? —Fede sigue sin quitarme los ojos de encima. Receloso, toma asiento de nuevo, tras su escritorio y su inmenso ordenador Mac con el que se oculta de miradas ajenas y un tanto nubladas como la mía—.
¿Te parece bien el proyecto?
—Sí. Asegúrame que tendré todo el control sobre mis pacientes y que seré yo quien decida en todo momento qué hacer y cómo hacerlo.
—Así será. —Entrelaza los dedos y la comisura de sus labios se levanta soberbia—. Tú tienes mucha más creatividad que cualquiera de nosotros. Tus decisiones seguro que serán las correctas.
—Bien. Quiero agua. Fede frunce el ceño.
—¿Agua? No comprendo. Tendrás lo que quieras y como quieras…
—No. No. Quiero agua ahora. —Parece que me haya comido un estropajo—. Por favor —añado.
Mientras Fede me sirve agua de su dispensador personal en un vaso de plástico, me pregunta:
—¿Qué tipo de crack dices que te has tomado?
—¡No me he tomado nada de eso! —Cojo el vaso como una mujer sedienta y desesperada—. Yo no tomo drogas, por el amor de Dios. Es solo que se me fue la mano con los ibuprofenos… No he dormido nada. Estoy agotada.
—¿Nervios por tu decisión?
—Digamos que ha sido un poco de todo. Mi novio me ha dejado por FaceTime. —¡Ale! ¡Ya está! ¡Ya lo he dicho! Apuro el vaso de agua de golpe—. Malditas tecnologías. ¿Hay algo más humillante que eso?
—Mi tercera esposa me pidió el divorcio por Whatsapp —reconoce sin ninguna vergüenza.
Parpadeo atónita. Vale, sí hay algo peor.
—Tú ganas. Olvida la pregunta.
—¿Te encuentras bien?
—¿Bien…? —Hago un mohín y muevo la cabeza de un lado al otro—. ¿En una escala del menos diez al menos cinco?
Federico carraspea.
—Bien, vas a tomarte dos semanas de vacaciones —dice, tajante—. Ibas a hacerlo de todas formas, porque es lo que exige una de las cláusulas. Te quiero fresca y a tope. Si me das el sí y firmas el contrato ahora mismo, en tres semanas empezaremos a grabar el programa. Mientras tanto, nosotros lo prepararemos todo. Las acciones de publicidad, el tipo de lanzamiento que queremos hacer y el llamamiento a todos tus futuros pacientes que quieran que tú los trates. Haremos un casting exprés y nos pondremos cuanto antes. Tu éxito hay que aprovecharlo ya. Cuando tengamos hecha la última criba, te encargarás de elegir a quién decides tratar. No será fácil.
—Lo sé. Pero estoy preparada. De hecho, necesito volcarme en las desgracias de los demás lo antes posible. Mi vida no es demasiado buena ahora mismo.
—Perfecto. Cuando hayas elegido a tus pacientes, tendrás que decidir quiénes serán los primeros en recibir tus atenciones. Iremos caso a caso, paso a paso. Solucionarás primero uno y después otro. El diván de Becca se emitirá los martes por la noche en prime time. Con tu paso en GH se ha creado un hashtag que es trending topic en España, el de #alapsicologadeGHselevalaolla. Con tu programa crearemos dos hashtags: #eldivandeBecca y #Beccarias.
—¿Beccarias? —Sonrío. Me gusta el juego de letras que han hecho con mi nombre.
—Sí. Ambos hashtags se utilizarán para hablar del programa. El de Beccarias será más selectivo. Solo lo utilizarán aquellas que se sientan identificadas contigo. Crearás tendencia. Pero esta vez no serás la psicóloga de Gran Hermano —explica, emocionado—. Serás Becca, a secas.
—¿No puedo seguir mientras tanto en Gran Hermano?
—No. Estás fuera de la plantilla en el momento en que aceptas el diván.
—Vaya. ¿Y mis concursantes? ¿Cómo me despediré de ellos? Notarán que no soy yo la que está al otro lado del cristal.
—Nosotros nos encargaremos de todo, no te preocupes. Estás dejando un proyecto para meterte en otro mucho más importante. Desconecta de GH y busca la esencia para el diván.
¿Estás nerviosa?
—Aún no. El enantyum es muy bueno —contesto sin pensármelo mucho.
—Genial. ¿Tienes alguna pastillita para mí?
Me echo a reír y eso hace que recuerde cómo me reía con David. Estoy hundida. Necesito trabajar ya.
—Disfruta tus días de descanso. Le comunicaremos la buena nueva a Rafael, el jefe de psicólogos, y ellos ya se organizarán. Siempre lo hacen. Aunque me da que no va a gustarle un pelo. —Sonríe divertido—. Tómate unas vacaciones, Becca; las tienes completamente pagadas.
Me iría a Estados Unidos y pasaría dos semanas con David, si no fuera porque hace unas horas que me ha dejado. ¡Zopenco! ¡Seré desgraciada!
—Creo que volveré a casa.
—Perfecto. Ve a tu tierra, a Barcelona. Relájate. Haz que te mimen y te cuiden, y cuando sea el momento, regresa con las pilas cargadas porque el ritmo de El diván de Becca va a ser endiablado.
Me hace gracia cómo los de Madrid llaman a Barcelona «mi tierra». Menos mal que los nacionalismos y demás zarandajas me interesan menos que un moco.
—Genial.
—Lo será. —Fede entrecierra los párpados—. Eh… ¿Y qué hay del sobre? ¿Tienes el cheque en blanco?
—Sí.
—¿Y bien?
—Ya no está en blanco.
—Me alegro.
—Esa cantidad es la que quiero mensualmente. Después habrá que negociar los porcentajes en derecho de imagen y publicidad…
Federico toma el sobre y lo abre con cautela.
—Has estado estudiando. Muy bien.
—O eso, o me cortaba las venas regodeándome en mi depresión.
—¿Cuánto me pides a cambio de cambiarte la vida? —dice en voz alta.
Entre nosotros, le he pedido mucho. Más que nada porque un nuevo proyecto es todo un riesgo, y en este en particular expongo no solo mi imagen, sino también mis tablas como profesional. Podría quedarme sin consulta y sin cartera de clientes. La popularidad es un arma de doble filo. Si me arriesgo, al menos me cubro las espaldas.
Lo mejor es que Fede arquea las cejas y asiente como si no le doliera la cantidad que he escrito en el talón.
Y me asusta la increíble confianza que parece tener en mí y en mi diván.
Espero devolvérsela con un pelotazo mediático.
—¡Cariño! ¡A mis brazos!
Al otro lado de la puerta está mi madre, Valentina, con la misma pose que el Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Me mira compasiva, y al mismo tiempo sé que sus mimos y sus atenciones me harán bien. Es justo lo que necesito. Que me digan lo guapa que soy, lo buena que soy y lo imbécil, descerebrado y mitja merda que ha sido David al dejarme así.
Voy a pasar esas semanas en su casa, y espero recargar las pilas por completo.
Mi madre tiene el pelo como yo, pero menos rizado. Luce algún que otro mechón blanco, a lo Cruella De Vil (sin matar dálmatas para hacerse abrigos a topos), pero se ha hecho muy amiga de los tintes. Sus ojos verdes son enormes y siempre lleva las gafas de ver colgando del cuello. Si se las pone, se le resbalan por el puente de la nariz, y es de las que mira de soslayo, por encima de la montura, en plan: «Are you talking to me?». Es muy graciosa.
A sus sesenta y dos años, todavía se siente joven, por eso sigue conservando su melena y no se la corta como si hubiera pasado por Auschwitz, como hacen todas las mujeres del mundo (menos las de Hollywood) a partir de los cincuenta.
¿Por qué hacen eso? Es como si dijeran: «Se acabó la feminidad. Bienvenida, vejez. Ya no hay sexo (porque, seamos sinceros, cuando ya se es abuela sexagenaria, una no folla. Las abuelas no follan, ¿vale?). El pelo de las piernas me lo dejo largo y el de la cabeza, corto, porque, total, mi marido no va a curiosear por abajo, y si cambio lo de arriba, ni se va a dar cuenta». Mi hermana y yo le hemos prohibido a mi madre que se corte el pelo. Ella dice que es un rollo arreglárselo, porque aunque se peine la melena, las arrugas en la cara y el pellejo del cuello van a seguir ahí.
Pero mi madre es tonta. No hay mujer más bonita que ella. Sus arrugas se explican por la cantidad de veces que ha reído, excepto la del entrecejo. La del entrecejo es por mi padre. Él ha sido su fuente de disgustos, y nosotras, su fuente de alegrías.
Ellos están divorciados. Mi padre, Jorgito, es un canalla simpático, de esos que envejecen a lo Don Johnson y que son incapaces de mantener el pajarito en la jaula. Se pierde por una mujer, sea como sea: con pelo corto, pelos en las piernas, más gordita o menos gordita. Si tienes tetas y vagina y eres mayor de edad, huye de Jorgito, porque donde pone el ojo pone el pito. Mi madre se divorció de él por sus continuas infidelidades: tenía una doble vida, el hombre. Se fue a vivir con una carnicera, con todas las connotaciones semánticas que acarrea esa palabra. Porque la carni lo dejó en los huesos. Nosotras creíamos que lo estaba envenenando para quedarse con todo su dinero, y por eso le animamos a que la dejara, y al cabo de los años eso hizo.
Después decidió no casarse con nadie más, porque el papeleo era un engorro.
Y a continuación de la carnicera, se juntó con una lunática que vivía en un pueblo de Girona, perdido en la montaña. El colegio del pueblo solo tenía cinco niños, con eso lo digo todo, y su hijo pequeño de siete años era Hitler hasta las cejas de crack; es decir, un soberano dictador al que conocí e intenté ahogar un día con una servilleta mientras mi padre y su novia, solo ocho años mayor que yo, se besuqueaban en la mesa y yo fingía no ver que la guarra le estaba tocando la tranca. El padre de esa mujer era sudamericano, doctor de no sé qué. Y mi padre le tenía que llamar «Lisensiado».
Sí. Como lo leéis. Lisensiado. Hemos hecho muchas bromas al respecto.
Pero lo de la lunática tampoco acabó bien.
Como mi padre era cada vez más mayor, tuvo un largo recorrido de novias bolivianas, venezolanas y colombianas. Al parecer, les gustan mucho los hombres mayores. Pero todo es de respetar, ¿no?
Y ahora… Ahora está con una peruana llamada María Sonsoles. Y hasta aquí puedo leer.
Yo solo sé que quiero que mi madre me dé un abrazo de oso, me acaricie el nido de pájaros que tengo por pelo y me diga lo de siempre: «Mi niña, ese tipo no te merece. Le partiremos las piernas. Todo saldrá bien».
Parezco un perro apaleado. Tengo los hombros gachos y la mirada cabizbaja. Soy como Casper en el castillo, pululando sin ninguna gracia.
El piso de mi madre es grande y luminoso. Tiene cuatro habitaciones y una terraza que parece un jardín. Me gusta estar allí, tumbada en la hamaca, con una manta por encima y una taza de té verde con menta en las manos. Oigo el sonido que origina la vida en la calle y me encanta sentarme allí por la tarde y oler el aroma de los gofres recién hechos de la churrería de abajo.
Tenemos una cacatúa amarilla y preciosa. Se llama Edurne y a veces entra en un bucle, como ahora, y repite hasta la saciedad:
«Jorgito maricón». Está claro que se lo enseñó mi madre. En ocasiones lo combina con: «Sonsoles y Jorgito, que se vayan a la mierda un poquito». Eso también se lo enseñó ella. Mi madre tiene una gran habilidad para las rimas a lo Gloria Fuertes, que en paz descanse.
Van pasando los días (ya van tres desde que llegué a Barcelona) y poco a poco, muy poco a poco, empiezo a sentirme mejor. Aun así, no dejo de llorar por las noches. Ni tampoco durante el día. ¿A quién quiero engañar?
Maldita sea. Es tan duro que te dejen… Y lo peor de todo es que no soy de esas que se dan cuenta de que quieren a su pareja cuando la dejan. Yo ya sabía que estaba enamorada de David. Lo quería mucho. Pero el que me haya hecho esto me hace pensar en si algún día voy a dejar de sentir este vacío. Sí, soy ridícula. El cretino me ha dejado por FaceTime, y yo sigo aquí con mi segunda caja de kleenex, comiendo como un pajarito desde hace dos días.
Creo que voy a comprar una caja de diazepam.
Hogar, dulce hogar.
Mi habitación sigue como siempre, excepto por la tabla de planchar y la bicicleta estática. Mi madre ha decidido colocarlas aquí para ahorrar espacio. O, calla… Tal vez se trata de una indirecta; tal vez cree que debo adelgazar y tiene demasiada ropa por planchar y necesita que le echen una mano.
Los cojines y la colcha de Desigual huelen a jabón de Marsella. Sonrío; sigue usando el mismo suavizante de siempre.
Mi madre es fiel. Cuando elige algo, lo hace para siempre y ya no lo cambia. Puede que sea por este motivo por el que no se ha vuelto a casar, ni tampoco a tener novio.
Creo que yo soy igual. Elegí a David, y lo hice por muchas razones. Puede que porque me gustaba cómo me sonreía, por el modo que tenía de mirarme cuando hablaba. Era como si creara una burbuja atemporal en la que solo estábamos él y yo.
Joder, David ponía todos sus sentidos. Ponía todos sus sentidos en todo.
Aun así, el modo en que me ha dejado…, sin alma, sin cariño, me parece mentira. Hemos creado un mundo juntos. ¿Cómo puede darle carpetazo a eso? Vale. De acuerdo. Últimamente no nos veíamos demasiado. Pero hablábamos todas las semanas, y lo hacíamos más de lo que algunas parejas que sí están juntas lo hacen en un mes.
¿Habéis pensado en eso? Por alguna razón, llega un momento en que las parejas ya no tienen nada que decirse. Comen en silencio, cada uno ve sus series favoritas por separado, no hacen nada juntos y deciden, como si se les acabara la magia, que todo aquello que antes les unía, ahora ya no les une. Unos lo llaman monotonía. En mi opinión, lo que fuera que les unió, no era amor. Pero solo es mi opinión. Si ha llegado un punto en que aborreces a la persona que tienes al lado y nada de ella te llama la atención, es que se te ha caído la venda de los ojos y ahora te das cuenta de que elegiste muy mal. Unos toman la decisión de dejarlo. Otros siguen juntos toda la vida. Infelices, sí. Pero juntos.
Yo nunca me cansé de David.
Parece que él sí. Pero yo no. Para que veáis: soy coach y psicóloga. Sin embargo, eso no garantiza que comprenda las actitudes y los comportamientos de todo el mundo. Aunque sí creía que David era transparente para mí. Y sí confiaba en que él me querría toda la vida. Porque yo sí lo haré.
Supongo que hay muchos modos de querer. Muchas intensidades.
Y David no está en la mía.
—¿Eso me convierte en una perdedora, mamá? —le pregunto cuando entra con más ropa para planchar y la deja en el armario. ¿De dónde sacará tanta?
Mi madre me encuentra hecha un ovillo en la cama, abrazando a mi Popple. ¿Habéis tenido un Popple alguna vez? ¿Esos peluches que no sabías si era un Gremlin o un oso, y podías hacerlo bicho bola? Yo sí. Y es mi peluche favorito de todos los tiempos. Es lila, tiene la panza y las orejas rosas, el pelo blanco y los ojos muy azules.
—¿El qué, vida? —responde mirándome un poco triste por verme en ese estado.
—Que yo siga queriendo tanto a un hombre que me ha abandonado.
Mi madre se encoge de hombros y deja ir el aire lentamente por la nariz.
—Deja que el tiempo pase, Becca. Nunca vas a olvidar. Pero el tiempo pone arena de por medio y hace que todo sea más llevadero. Que no duela tanto.
—No me has contestado.
—Eso no te convierte en perdedora —dice, segura de sus palabras—. No nos convierte en perdedoras a ninguna que hayamos querido de verdad —añade, y con ello deja claro lo mucho que sigue queriendo al bandido de mi padre, a pesar de que le rompiera el corazón—. Eso nos convierte en humanas.
Lo dicho: la humanidad es una mierda.
Mi madre Valentina es especialista en sopa de pollo para el alma.
Mi hermana Carla hace una sangría de tequila que ya quisiera Nati Abascal.
Y mi sobrino Iván tiene el mejor don de todos: hacerme reír como una cosaca.
Pero la Vane, mi amiga «la Vane», es mi mejor antidepresivo. Suena ordinario y choni, lo sé. Y no tengo nada de eso, que conste. Es más, nada me gusta menos que la ordinariez tipo Gandía Shore. Pero entre las mujeres importantes de mi vida tenemos apodos moranquistas, gracias a su serie Omaíta.
En este caso, la Vane no se llama Vanesa. Su nombre es Elisabet. Pero ella me llama Debo, como la Debo, y mi hermana Carla es la Jessi. Somos la Debo, la Vane y la Jessi. Y mi madre Valentina, tan fina ella, es Omaíta. Nuestras conversaciones antiestrés vienen a ser así:
—Omaíta, ¿qué hay pa’ comé? —le pregunto siempre con un tono chonil perfecto.
—Loj calloj del Joshua —contesta mi madre en su papel—.
Dile a la Vane que llame al Joshua pa’rriba.
«El Joshua» no existe, pero forma parte de una escenificación que seguimos al pie de la letra. No os diré en qué derivan nuestras conversaciones cuando estamos borrachas, en parte porque ni yo misma las recuerdo.
¿Por qué os hablo de la Vane? Porque mi Elisabet viene a verme esta misma noche. Es viernes, y vamos a salir. A la fiesta se ha añadido también mi hermana.
Carla es completamente distinta a mí. Es guapa a rabiar, tiene el pelo negro y liso como las plumas de un cuervo, un brillante en la nariz y los ojos superverdes como mi madre. Es dos años mayor que yo y está divorciada de Fran, su ex marido.
No nos sorprendió su divorcio. Es más, creo que mi madre y yo lo deseábamos con todas nuestras fuerzas. Porque ese Fran era un facineroso redomado, un gandul que soñaba con que las grandes webs de juegos de rol le pagaran una mensualidad de esas estratosféricas. Os juro que no os podéis imaginar cuánto llegan a pagar a los buenos jugadores, de cabeza cuadrada, obesos y con gafas de culo de vaso, la mayoría. Fran no era así. Era un guapetón lleno de tatuajes que prefería pasar el tiempo con el mando de la Play que compartir minutos con su hijo y su mujer. Nunca fue un número uno en los videojuegos, ni tampoco con su hijo.
Carla es la mami del niño más maravilloso de la Tierra: Iván, cinco años, especialista en Pokémon y filósofo a tiempo completo.
Hablar con mi sobrino es reducir las complicaciones de la vida a cero. Por eso me aterra y me fascina al mismo tiempo, porque hace que me sienta una friki gris sin chispa vital. Y eso lo digo yo, y no Optimus Prime.
—¿Tita, echas de menos al tito David?
Cuando él nació, yo empezaba a salir con David; por eso lo considera su tío. A Iván no le puedo mentir. De hecho, no lo suelo hacer. Lo tengo sentado sobre mis piernas. Estoy arreglada para cenar e irme de fiesta. Mientras tanto, él abre una baraja de Pokémon y va sacando una a una las cartas.
—Mucho —contesto en voz baja para que no me oigan mi hermana y mi madre desde la cocina. Están hartas de mi autocompasión.
—¿Por qué no se lo dices?
Para él, todo es así de fácil; de hecho, para un niño, todo lo es. Si te duele algo, lo dices; si quieres algo, lo dices; si echas de menos a alguien hasta la extenuación, se lo dices. Pero los adultos tenemos más reservas y prejuicios. No nos gusta ser rechazados.
—¿Le volveré a ver?
Iván no vio mucho a David. Pero cuando coincidían, parecía que eran amigos de toda la vida. Mi ex conectaba muy bien con él.
—No lo sé.
—Pues entonces, ¿puedo quedármelo?
—¿Cómo dices?
—¿Puedo quedarme a David? ¿Puedo dárselo a mamá y que él haga de mi padre?
—¿De verdad tienes cinco años? —le pregunto, estupefacta.
—Los tiene —dice mi hermana, recostada en el sofá. Ha aparecido por encima de mi hombro y tiene una copa de sangría de tequila en la mano, con varios trozos de melocotón y naranja; además, le ha añadido una rodajita de limón—. Lo siento, chavalote. David no es mi tipo. Mamá es más de Jason Momoa, no de Ken.
—¡Eh! ¡David no es un Ken!
—Oh, por favor, Becca. —Pone los ojos en blanco. Lo hace muy bien, de tal modo que parece hasta coqueto. Yo intento hacer eso y se me enganchan siempre los párpados, como si me estuviera dando una embolia—. David te preguntaba qué te ibas a poner para ir los dos conjuntados con los mismos colores —responde arqueando sus perfectas cejas negras—. Y se hacía la manicura, joder.
Mi hermana es una auténtica beldad. Un poco zorra, sí. Pero una auténtica beldad. Pero eso ya lo he dicho, ¿verdad? Se pinta los ojos de un modo que los hace aún más grandes de lo que en realidad los tiene. Y viste como una gótica pija: taconazos rojos, ropa negra, labios rosados, maquillaje perfecto y perfume muy, muy caro… Es abogada familiar.
Después de estar con el miserable de Fran, se endureció, y ahora es una auténtica devorahombres. No pierde el tiempo echando de menos a nadie. Aunque sí tiene un amor en su vida, su hijo, y no lo cambia por nada. De hecho, ella misma se representó a sí misma en su divorcio por la custodia de Iván. Y debo reconocer que, porque debíamos mantener las formas en el juzgado, que si no mi madre y yo le habríamos hecho la ola allí mismo.
—¿Quién es Ken? —pregunta Iván, entretenido con sus cartas.
—La novia de Barbie —contesta Carla.
—Ah, muy bien —dice Iván. Doy gracias por su ignorancia.
—Y ¿adónde decís que me sacáis? —Quiero desviar el tema de mi relación fallida con David, y de todos sus supuestos defectos. Para mí era perfecto.
—No sé. Donde sea que hagan una buena farra guarra. Necesito alimentar a este. —¡Y va la tía y se señala el conejo delante de Iván! Claro que el niño ni se ha dado cuenta.
—¿Este? ¿Es un tío? —pregunto, horrorizada.
—No. —Niega con la cabeza y sonríe—. Es un predador. Dios. Lo que hay que oír…
En ese momento llaman a la puerta. Yo me levanto del sofá y dejo a Iván entretenido con su madre y su vagina trituradora. Sé todo lo que va a pasarme cuando vea el rostro que hay al otro lado. Un rostro níveo y terso, con unos ojos negros espectaculares y tan rubia que parece nórdica. Yo siempre creí que las rubias naturales de ojos negros no existían, hasta que conocí a Elisabet.
Cuando ella aparece tras la puerta, sonríe y me mira de arriba abajo. Luego empieza a dar saltos de canguro con sobrepeso, es decir: rápidos y no muy altos. Yo hago lo mismo, porque Eli siempre me contagia su alegría.
Después abre los brazos al grito de:
—¡Debo, tía!
—¡Vane!
En cuanto me ve la cara, inclina la cabeza a un lado y se muerde el labio inferior.
—Oh, Debo… No llores.
—No son lágrimas, es desintoxicación interna —le explico.
Me abrazo a ella con todas las ganas. Nuestros reencuentros siempre son escandalosos, como una fiesta de chicas entripadas. Pero esta vez dejo de dar saltos y el peso de mi alma apaleada hace que clave los talones en el rellano de mi casa.
Eli deja de decir chorradas, que en otro momento me provocarían un ataque de risa, y solo me sostiene.
Me sostiene y me calma. Y permite que siga llorando.
Ella me entiende. Es mi mejor amiga. Sabe cómo me siento. Me abrazo a ella esperando que su energía me bañe, y deseando que esta sea la última vez que derrame lágrimas por David.