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@marialavasectomia #alapsicologadeGHselevalaolla La voz de esa mujer es como Simon Dice. Todos la obedecen. Voy a pedirle que le diga a mi suegra que se vaya de una puta vez de mi casa.

#satansereencarnoensuegra

Después de que saliéramos de casa de mi madre con cuatro vasos de sangría de tequila por cabeza y un principio de cogorza como un piano, no se nos ocurre otra cosa que ir a cenar a Barcelona. En taxi.

Al bajar del taxi se me ha salido un zapato, pero lo he recogido con clase, un amago de croqueta y un cabezazo contra la puerta. Bien, Becca, bien.

Vamos divinas. Eli me ha obligado a quitarme la falda escocesa y las botas militares y me ha vestido de arriba abajo. Ahora llevo unos pantalones de pitillo negros, unos zapatos Guess con taconazo que imita la piel de serpiente, una blusa con transparencias y una americana no muy larga, que me da un toque informal y seductor a la vez. Me han obligado a llevar el pelo suelto y me he pintado como una Bratz.

Pero si yo voy de esta guisa, las otras dos llaman mucho más la atención. Mi hermana lleva un vestido corto rojo, con un escotazo de infarto en el pechamen, zapatos negros de plataforma y una cazadora, también negra, no muy gruesa por encima. Va de mala malota.

Eli va parecido. Ambas tienen gustos similares en cuestión de ropa. Solo les varía el color y el corte del vestido, que el de Eli es de tono verde Rondel.

Tres mujeres que superan la tasa de alcoholemia permitida y que reservan en el Mamarosa Beach vaticinan una noche épica. Cocina italiana, vistas a la playa, ubicado bajo el hotel W, decorado con flores cálidas y colores pastel, iluminados con tonos fucsias e íntimos… O eso creo, porque el mareo que llevo es de escándalo.

Y ahí estamos, las tres Marías con el don de convertir el agua en vino, hablando de nuestras cosas. Cada una apechugando sus problemas con el alcohol.

A mí me dan ataques de risa, compaginados con lloreras de vértigo.

A mi hermana Carla el beber le da flojera; tanto, que se le abren las piernas solas.

Y a mi amiga Elisabet le da por la verborrea desenfrenada. Por cierto, no os lo he dicho, pero Eli es psicóloga. Somos inseparables desde que hicimos la carrera juntas en la universidad. Eli se especializó en Psicología de Pareja.

Pues bien, cuando va borracha, le da por interrogar a todos los hombres y mujeres que se le acercan para que le cuenten sus problemas conyugales. Sus preguntas son: «¿Folláis bien? ¿Os tocáis a menudo? ¿Os decís las cosas a la cara? ¿Folláis bien?». Eli tiene una teoría, dice que el amor se muere en la cama. Cuando el deseo y el sexo se convierten en algo insustancial y dejamos de preocuparnos por satisfacer al otro, ahí empieza la decadencia.

Por eso solo hace preguntas sobre el fornicio.

—¿Follabais bien tú y David? —pregunta sin soltar la copa ni jarta de vino.

Ahí está. Es que no falla.

Carla se muere de la risa ante la pregunta y echa el cuello hacia atrás, en un gesto seductor, mirando de reojo. Yo lo advierto y me giro con la torpeza de la embriaguez, sin disimulo. Dos mesas más a la izquierda, un tipo muy atractivo la mira y sonríe.

¡Oh! ¡Será guaaarraaa! Ya está ligando, la tía. Pero ¡si no le ha dado tiempo ni a sentarse! Como la vara zahorí que busca agua, los ojos de Carla cazan hombres.

Por mi parte, hace rato que intento leer la carta, pero las letras no quieren estarse quietas. Mamonas.

—Mi sexo con David, bien, gracias —contesto. El movimiento de mirar de un lado al otro provoca que me maree más.

—¿Eso quiere decir que, si te ponías sexy, David iba hacia ti como el gorrino a la bellota? —Eli clava los codos en la mesa. El izquierdo se le resbala, pero se recupera rápido. Es toda una profesional.

—No hagas eso, Vane. No me psicoanalices. Nos prometimos que no lo haríamos.

—Está claro que mentisteis como bellacas —apunta Carla guiñándole un ojo al desconocido.

—¿Le hacían chiribitas los ojos cuando te miraba? —continúa Eli—. ¿Había pasión?

—Pasión. ¡Ja! —exclama Carla.

—Tú no tienes derecho a opinar —le suelto a mi hermana—. No todas tenemos al monstruo de las galletas entre las piernas.

—Eso quiere decir que el sexo…

—¡Nos iba bien, vale! Me encantaba cómo me hacía el amor. Teníamos una vida sexual sana. Como cualquier pareja…

—¿Y mi copa de vino? Se la quito a Carla. Tiene la manía de robarme mis copas porque le da pereza llenarse la suya de nuevo.

—¡Meeec! ¡Error! —interrumpe Eli, que levanta la mano para llamar al camarero—. Si dices «como cualquier pareja» es que estabais acabados. Te sorprendería lo poco que follan las parejas durante el noviazgo, y después de casados es ya como una película de terror. Hay mucha gente infeliz por ese motivo.

—No nos podíamos ver demasiado… —Me doy cuenta de que estoy excusando mi falta de cama. Pero creo que es la verdad. Mi motivo para ello era tener una relación a distancia.

—Y cuando os veíais, ¿no os pasabais más tiempo en la cama que fuera de ella? —vuelve a preguntarme—. ¿No recuperabais el tiempo perdido en plan: «Náufrago: he vuelto de la isla»?

—Sí recuperaban el tiempo —contesta Carla por mí—.

Viendo series, yendo a comer o leyendo, ¿no, hermanita?

—¡No todo se limita al sexo! ¡Vosotras dos estáis más salidas que el pico de una plancha!

Nos miramos las tres a la vez, como si brindáramos, pero sin las copas. La tensión se palpa en el ambiente. La réplica no tardará en llegar.

—Que el palo de un churrero —dice Eli sonriendo de oreja a oreja, orgullosa de sí misma.

—Que una lesbiana ciega en una pescadería —añade Carla. Eli y yo nos echamos a reír con una exclamación de asco.

—Vale, ¡la pole para Carla! —Eli acepta la derrota—. ¡Asquerosa, pero pole!

Entre las tres siempre hemos jugado a «a ver quién la dice más gorda». Mi hermana Carla siempre gana. Siempre gana en casi todo: en los juzgados, en las apuestas, en el póquer… Y en las borracheras. Bebe más que el fregadero de Villarriba.

—¡Una pareja no es solo folleteo, no es solo pasión! —insisto—. ¡Son más cosas! ¿Y la complicidad? ¿Y el poder hablar de todo? ¿Y el contar con el otro pase lo que pase? ¿Y el saber lo que el otro está pensando sin necesidad de hablar? Al principio hay amor y deseo, pero después queda siempre el cariño y se convierte en tu mejor amigo.

Eli agranda los ojos negros de bruja que tiene, y mi hermana Carla sonríe maliciosa.

—¿Ves? —le dice Carla a Eli—. Te lo dije. Estaba con el Padre David. Ese chico tenía libido cero. Hablar, hablar, hablar… Una relación no es el confesionario de Gran Hermano.

Eli me agarra la mano al tiempo que niega con la cabeza de un modo melodramático y que a mí me pone en el dilema de partirme de la risa o llorar como una Magdalena. ¿De verdad estoy tan mal? ¿De verdad lo mío no era normal?

—Becca, cari… —Su pelo rubio largo es liso y perfecto, se ha hecho reflejos más claros y se ha cortado el flequillo recto. Qué guapa es mi amiga—. La complicidad y todo lo que mencionas, también la tienes con tus amigas. Con nosotras. La pareja…, la pareja como tal —repite para dar más fuerza a su consejo— se mueve por otra inercia. La del instinto animal, la del deseo, la de machohembra… ¿Comprendes? Hay una jerarquía, unos pasos a seguir. Soy tu hombre, yo tu mujer…

—¿Eres mi hombre? —pregunto mientras se me escapa la risa.

—Ya sabes lo que te quiero decir. En tu fuero interno —me señala y me da un golpecito en la nariz— lo sabes. Ahora es muy doloroso. El recuerdo pesa demasiado y arde. Todo se vuelve cuesta arriba y parece que sin él no puedes vivir. Te quieres cortar las venas, hundir la cabeza en una bañera de hielo, bañarte con medusas mortales como haría Will Smith; o, en su defecto, zamparte todos los trankimazines del botiquín de tu madre, que aún conserva de su divorcio con Jorgito.

—Gracias por ser tan gráfica.

—De nada.

—¿Me vas a dar hora en tu consulta?

—No. Nunca.

—Menos mal.

—Pero, al menos, acepta la verdad: un hombre que no se deja llevar por sus instintos no es un hombre. Es Buda. Y Buda no folla. Buda y las abuelas están en la misma categoría. ¿Comprendes? David podía hacerte sentir bien y segura, en territorio conocido para ti. No tenías que tomar riesgos ni apostar tu corazón.

—No. Porque yo ya lo quería y me sentía bien queriéndolo.

—Me defiendo a mí misma, y también a él. No me gusta que hablen mal de David.

—Sí, de una manera muy racional, Becca —objeta.

—El amor no tiene por qué ser descocado y una maldita montaña rusa. También puede ser un paseo plácido y contemplativo.

—El amor es una jodida locura —interviene Carla—. Enamorarse es como volar. No me vengas con paseos. Si no te has enamorado así, al menos una vez, entonces no has vivido.

—Tú te enamoras de cualquiera que te dice guapa y te invita a una copa —replico a mi hermana.

—Tu hermana y tú sois dos casos opuestos. Pero tiene razón, una pareja y el amor que resida en ella tampoco tiene que ser como hacer ganchillo —contesta Eli a mi réplica—. No comprendo cómo una mujer que lleva tan al límite a sus pacientes y que es tan desinhibida y tan genial con ellos, en su vida personal es tan… correcta y cómoda.

—Territorio Becca —añade Carla, que se acomoda en la silla tapizada de rosa con motivos blancos—. Sin riesgos. Un misterio por resolver.

—La cuestión —dice Eli jugueteando con el pie de su copa— es que tienes que superar lo de David, y tomarte tu nuevo proyecto como una manera de afrontar tu corazón roto. Además, estoy convencida de que, en cuanto él te vea por televisión, con tus ojazos, tu melenón y tus ocurrencias, se va a dar de cabezazos contra la pared por ser tan gilipollas y haberte dejado.

—¿Crees que volverá? —pregunto, paposa perdida. Mis babas y yo damos pena.

—Vive tu vida, Becca, sin pensar en si volverá o no —me suelta mi hermana con impaciencia—. El mundo está lleno de hombres. Llenito. ¿Cómo vas a dejarte hundir solo por uno? Tú lo que necesitas es un tío que te ponga a cuatro patas, te tire del pelo y al día siguiente te regale flores, te lleve a un restaurante y te haga masajes en los pies. Que te folle como a una guarra y te trate y te adore como a una reina.

—¿Christian Grey?

—Christian Grey… —Eli pone los ojos en blanco—. ¿Sabéis cuántos divorcios ha habido por culpa de ese hombre de ficción? Tengo en mi consulta a un montón de hombres venidos a menos porque sus mujeres solo les pidieron no sé qué de Charlie Tango…

—¿En serio? —digo, asombrada.

—La gente está loca, lo cual me va bien y sigo teniendo trabajo. —Mira su iPhone para comprobar si tiene algún correo de algún cliente. Después lo vuelve a dejar encima de la mesa.

—Joder, no. —Carla mira a su alrededor—. No tiene por qué ser millonario. No hablo de tíos imposibles. El mundo es una selva. —Abre los brazos como si pudiera abarcar con ellos toda Barcelona—. El hombre se divide, mayoritariamente, entre metrosexuales, yoguis, dandis, caballeros, canallas y folladores natos. De los metrosexuales quédate solo con el diez por ciento, porque el noventa restante son gais. Los yoguis no se acuestan con mujeres, solo lo hacen con Dios y con el aire, así que esos no te interesan, hermanita. Los dandis y los caballeros están muy bien para que te traten educadamente y siempre con consideración; por eso en la cama te preguntarán: «¿Podemos practicar el coito al estilo misionero?». A mí, personalmente —se lleva una mano al escote—, si me dicen eso, no me sale responder: «Prefiero que te deleites con el tacto de mi vulva», cuando lo que quiero de verdad es decirle una obscenidad propia de un camionero, en plan: «Cómeme la concha, mijito». Por eso, dandis y caballeros no me interesan tampoco. Y a ti, Becca, tampoco deberían interesarte. Después están los canallas y folladores. Esos, mijitas —debo aclararos que entre nosotras utilizamos muchos apodos: lisensiadas, mijitas, letradas, la niña Eli, la niña Becca, la niña Carla… Esas grandes telenovelas, ¡cuánto daño nos han hecho!—, son los que te cabrearán, te harán rabiar y te harán llorar, para después sacudirte en la cama y darte el mejor polvo, el más pervertido que hayas tenido de todos los tiempos. A la mañana siguiente, tendrás el corazón roto, de acuerdo, y una nota, un tanto cani, que te diga: «¡Hasta siempre, nena!». Eso es una gran putada. Y más tarde te darás cuenta de que el truhán se habrá llevado parte de tu dinero de la cartera. Menudo cabrón, ¿verdad? Pero ¿qué más da? Tú solo estarás preocupada para buscar loción calmante para el buyuyu, y una crema para los pezones, que parecerán ubres. Y eso, mijitas, es maravilloso.

No nos estábamos dando cuenta de lo alto que nos reíamos ante las ocurrencias de Carla, cuando alguien carraspea detrás de mí. Es el camarero que viene a tomar nota. Yo he sido incapaz de leer lo que ponía en la carta, pero gracias a Eli sé salir del paso. Ella pide por todas.

—Nos pondrá burrata…

—Burraca me pone un rato dice Carla como la golfa letrada que es.

—Burrata y chitarrucci all’astice —continúa Eli.

—De acuerdo —asiente el camarero al tiempo que apunta en su lector—. Ensalada de tomate fresco y rúcula, y los espaguetis con bogavante y salsa de marisco y tomate. ¿Quieren más vino?

—¿Qué decís, lisensiadas? Eli nos pregunta abiertamente—. ¿Cómo va nuestra cirrosis?

Sinceramente, creo que si sigo bebiendo, la noche acabará realmente mal y oleré como el edificio de Anís del Mono. Pero me da igual. Me lo estoy pasando bien.

—Sí, por favor. Más vino —añado.

Eli cierra la carta y me sonríe cómplice. Después recoge las nuestras y se las ofrece al camarero, mulato, vestido de blanco… Muy atractivo.

—¿Y usted? —le pregunta Eli.

—¿Yo, señorita?

—¿Folla bien?

Y, claro, después de la cena, nos hemos dado una vuelta por la Villa Olímpica a ver si se nos baja un poco el mareo. La noche es espléndida, no hay mucha marea, la brisa no es demasiado fría y la luna brilla como… Ah, no. Es una farola.

La cuestión es que el cielo está despejado, y se ven algunas estrellas enormes. Aunque bien podría ser mi estigmatismo agravado por el alcohol. Tengo el necesario como para ver los carteles de la autopista justo cuando los tengo encima (doy unos volantazos que ya quisiera Fernando Alonso), pero no el suficiente como para llevar gafas. Que no necesito.

Y sin saber cómo ni por qué, las tres hemos acabado en la Villa Olímpica.

Bueno, lo cierto es que hemos venido siguiendo a un grupo de tíos buenorros. Mi hermana Carla los ha estado acosando cual paleta salido. Si fuera al revés, estaríamos hablando de cerdos inmundos y machistas. Pues mi hermana y Eli, que no puede parar de reírse, son unas cerdas inmundas. Yo lo sería si pudiera hablar, pero me cuesta un poquito… Esto es una vergüenza.

Los seguimos hasta una discoteca que hay debajo del hotel Arts. Lo distingo por lo alto que es y por los cristales azules. No sé cómo se llama esa discoteca, solo sé que hay mucha gente haciendo cola, hombres y mujeres. Pero Eli parece conocer al de seguridad y, cuando se ven, se saludan efusivamente. El gorila nos deja entrar y los de la cola nos odian como lo haría la mismísima Angela Channing, con inquina.

Dicen que los hombres borrachos entran en una especie de espejismo en el que ven a todas las mujeres bellas. O sea, a todas. No importa que tengas bigote, que seas una gorda calva, que midas dos metros, que llegues a relinchar con tu cara de caballo o que estornudes con una nariz que ni Rossy de Palma. Eso explicaría algunos casos extremos de ligues veraniegos…

Estos armarios deben de estar peor que nosotras, porque solo les tiran los tejos a las que son así.

Me dejo llevar por la música y la gente se vuelve loca. Y entonces nos ponen una canción que nos convierte en cheerleaders. «Amar sin ser amada», de Thalia.

Carla y Eli me cogen de las manos y tiran de mí hasta que me suben al podio, donde hay gente que no está bailando, solo otean el horizonte. No lo entiendo: un podio no es una torre vigía, es una plataforma para bailar y desmelenarse.

Empujamos a tres tipos que estaban luciendo palmito.

Uno grita:

—¡Hijas de perra! Pero no importa.

Thalia y yo nos hacemos íntimas amigas. Nos comprendemos.

Las tres nos movemos y nos desgarramos la garganta con la letra de la canción.

—¡Amar sin ser amada, es una puñalada! ¡No vuelvo a equivocarme más! ¡Nunca más! —Movemos brazos, piernas, caderas, desinhibidas por completo. Lo curioso es que nos vitorean—.

¡Amar sin ser amada, y quedar abandonada! ¡No pienso someterme más a otro amor! ¡Que no pueda devolver todo lo que yo le doy, todo lo que le confié! ¡Nunca más! ¡Volveré!

Amar sin ser amada… Pienso al ritmo en que me contoneo.

Dejó mi alma quebrada, pero al fin podré aprender.

Entregué mi corazón sin condiciones y recibí una enorme desilusión.

Un tío se me pone detrás. Lleva una camiseta de rayas azules y blancas al estilo marinero, y está moreno de solárium. Me habla en griego, creo. Tiene una cara muy atractiva. Yo de griego solo sé jroña que jroña… Por eso prefiero sonreír y no abrir la boca. Me sigue el ritmo y se mueve muy bien. Cuando me coge de las caderas y pega su pelvis a mi trasero, sonrío. A este le gusto, ¿no?

Sin embargo, en un momento, nos echan del podio con unos culetazos. El griego me ha dado la espalda y me ha empujado con su trasero. ¡Oh! Le lanzo una mirada viperina. ¡Qué traidor! Él me sonríe y me lanza un beso.

Yo hago que lo cojo y lo suelto, como quien deja en libertad a una mosca.

—¡Bebamos! —grita Carla, y nos lleva a remolque hasta la barra.

Después de Thalia, una gran entendedora de corazones rotos, ponen más canciones que no recuerdo. Hasta que llega el turno de Chayanne y Yandel. Chayanne me encanta.

Te quiero como no quise antes.

Te quiero porque eres natural.

Porque no hay que tocarte con guantes…

Y es entonces cuando, por primera vez, abro bien los ojos dentro del globo que llevo y me doy cuenta de que ahí la gente baila raro. Se contonean demasiado, tanto hombres como mujeres.

Me mareo.

Alzo los brazos por encima de mi cabeza y me muevo como buenamente puedo. Creo que voy descoordinada, pero no importa.

A David le gustaba bailar salsa. De ahí no lo podías sacar, no se atrevía a bailar otra cosa, por miedo a hacer el ridículo. Yo aprendí con él y juntos éramos las estrellas de las bodas de sus amigos y de los bautizos de los hijos de estos.

Me está dando el bajón.

—… humanos a Marte… mira… pasar —tarareo. Necesito hacer algo para tragarme la congoja.

Eli y Carla bailan delante de mí e intentan que reaccione; me cogen de las manos y forman un corrillo ridículo como si sonara «el corro de la patata». Lo hacen para que no sucumba a la pena. Y de pronto las dos me abrazan y yo quedo hundida en sus cuerpos.

—¿Quién nesesita a los houmbres, cariño? —me pregunta Eli.

Yo. Yo, joder. Yo necesito a David.

—Sí, eso —dice Carla cerrando los ojos y apoyando su mejilla en mi cabeza. Entiendo que haga eso. Es como una jodida almohada—. Mi hermanita guapa… Cuánto te quiero.

—Y yo a vosotras, tías.

Eli está a punto de resbalar por el suelo, las rodillas ya no la aguantan.

Somos unas dementes.

—¿Nos podemos unir al abrazo? —nos preguntan dos chicas que salen de repente entre la multitud.

—¡Clauro que sí! —grita Carla, y abre su ala izquierda para acoger a esas dos chicas como si fueran poyuelos—. ¡Hermanación!

Cuando los hombres se emborrachan, ven a las mujeres feas muy hermosas. Eso está claro. Pero cuando las mujeres nos emborrachamos, a mí me pasa que veo a todo el mundo bueno, y creo que son mis mejores amigos.

Y así estamos las cinco. Abrazadas como un equipo de rugby, en medio de una sala a reventar de gente que se mueve como si fueran serpientes.

¿Es mi impresión o me están tocando un pecho? Frunzo el ceño. Me da gustillo, no lo voy a negar. Pero somos cinco mujeres, ¿quién cojones me está tocando las tetas? Tal vez solo ha sido mi imaginación… ¡Uy, no! ¡Me acaban de magrear el culo! Pero ¡¿qué está pasando?!

—No me toquéis, que estoy necesitada y me ponéis tonta —digo todavía con el moco colgando.

—Yo no soy —contesta mi hermana.

—Yo tampoco —dice Eli. Blanco y en botella.

—¡Eh! —Me giro y miro a mis dos nuevas mejores amigas.

Las chicas se sonríen y una de ellas, que se parece a Justin Bieber pero en mujer, alza la comisura del labio y me da un repaso que deja los magreos y las miraditas de Sancho Gracia a Yvonne Reyes en un mero juego de niños.

—¿Me acompañas al baño? —me pregunta Justina la libidinosa—. Bailas muy bien.

—Gracias —respondo.

—No, no puede. No se mueve de aquí —contestan mi hermana y mi verdadera mejor amiga, saliendo al paso, muertas de la risa.

Justina se encoge de hombros y se va con su amiga a otra parte.

—¿Qué coño ha shido eso? —pregunto, estupefacta.

—Me pariece que estamos en una fiesta de gais y lesbianas.

—Carla arquea las cejas con inocencia. Es un gesto que hace para que la disculpen.

—¿Qué diecish?

Miro a mi alrededor y entonces el mundo se abre ante mí como en otra dimensión. Y tengo una revelación. Sí, está claro. Hemos seguido a los tíos buenorros, que entran en la categoría de metrosexuales, y como bien decía mi sis, el noventa por ciento son gais. Estos lo son. Las calvas enanas y gordas son hombres hipermusculados, afeitados al cero. Las tachencas con cara de caballo son transformistas, y las que tienen el mentón más grande que Gastón de La Bella y la Bestia son recién operadas y se están hormonando.

Nosotras no les interesábamos. Pero sí a las L World, que se han reunido todas para hacer un brunch en esa discoteca.

—¿Me has traídou a una fieshta gay para animaurme? pregunto en borracho.

—Me han perdido los músculos de Popeye de esos… —asegura Carla alzando las manos—. No lo saubía. Aquí todas soumos inocenties hasta que se demuiestre lo controurio… —Mi hermana debe de hablar un borracho rumano o algo así.

—Vale —asumo sin darle demasiada importancia—. Teingo que ir al baño.

—¡¿Con eisa?! —grita Eli al borde del shock.

No, peirra. Tengo pis.

—Te acompañamos.

Carla me coge del brazo, pero yo necesito estar sola. Sentarme en la taza del váter y meditar todo lo que me permita mi cerebro embotado. La verdad es que quiero irme de aquí. Este no es mi sitio. Me encuentro mal y estoy fuera de lugar.

—No. —Clavo los talones e insto a mi hermana a que me obedezca—. Pide algo paura bebé. Pide agua —le ordeno con una mirada letal—. Mucha agua… Teingo que rebajar el nivel de vino y tequila en mi saingre.

Consigo zafarme de ellas y las dejo bailando como locas. Mi hermana se ha puesto una servilleta blanca de la barra entre los pechotes y le está haciendo el «¿culo o codo?» a Eli.

Olé mi Carla. Ahí, dándolo todo.

Mientras tanto, yo me abro paso entre la comunidad gay a codazos y maldigo a los hombres por ser tan increíblemente guapos y bien parecidos, y que ni uno se fije en mí.

El mundo está muy mal repartido. Un tío vestido solo con una pajarita negra y un bóxer del mismo color, parecido a Cristiano Ronaldo, pasa por mi lado con una caja apoyada en el hombro llena de vasos vacíos. Incluso el recogevasos está buenísimo.

Quiero llorar. Llorar por todo.

Llego al baño de señoras y hay una cola interminable con una gran variedad de estilo de chicas, desde las guapas tipo modelo hasta las versiones más masculinas y camioneras. Algunas me están mirando.

Salgo de ahí porque en realidad no tengo pis, solo quería desconectar y estar sola. Pero no se puede estar sola en una discoteca abarrotada de gente.

Decido vagar sin rumbo. Ya no escucho la música.

He intentado hacerme la fuerte con las chicas, pero estoy a punto de derrumbarme.

Sé que para ellas David no era suficiente para mí, y apenas comprendían nuestra historia. No entendían que pudiera mantener una relación a distancia, sin vernos, sin tocarnos… Pero podía. Porque, para mí, David era el hombre que quería en mi vida. Era el que yo había elegido. Y ni en mis peores pesadillas creí que la distancia haría que lo nuestro se enfriara de ese modo y se cortara tan repentinamente.

Aún no me he hecho a la idea. No sé cuánto tiempo tardaré en sanar mi decepción, pero espero no tardar mucho, porque necesito afrontar El diván de Becca con toda mi energía y buen hacer. Con el alma magullada, no soy capaz.

Saco el móvil y mando al mundo a paseo. Voy a llamar a mi ex.

—Venga, pelirroja. —Un tío con el pelo como un gallo quirico, todo de punta y oxigenado, me coge de la muñeca y me pone una pulsera fosforescente—. Te toca entrar en la Caja del Amor.

—¿En dónde? —digo, perdida, limpiándome las lágrimas. Suena una sirena discordante que provoca el éxtasis del público. El chico me arrastra y yo no tengo fuerzas para detenerlo.

Me lleva hasta una especie de escenario en el que hay una caja rectangular de cristal opaco.

—A la Caja del Amor Libre —me dice.

—¿La Caja del Amor Libre? —Se me pasa un poco la caraja y reacciono como puedo—. A la única caja a la que voy a ir es a mi cama. Suértame.

—No puedes, mona. —Me guiña un ojo pintado con kohl y sonríe diabólicamente—. La Caja del Amor Libre es Dios, y Él te ha elegido.

—¿Que me ha elegido? ¿Tú eires shu mensajero?

—Uy, cómo vas… Sí.

—Y un huevo.

—Prefiero dos.

Subimos al escenario y junto a mí hay nueve personas más. Cinco hombres a los que no veo demasiado bien y cuatro mujeres que parecen hombres. Adivino que la única hetero soy yo. Entre los hombres hay uno que me mira como si detectara que a mí no me va ese rollo. Y sonríe, el muy canalla. A los demás ni los veo porque nos han puesto de espaldas estratégicamente para que nadie se identifique.

—¿Dónde van los gallos y las gallinas? —Mi raptor tiene un micro en la mano y está interactuando con el público.

—¡Al granero! —contestan todos.

—Quien se quite la venda de los ojos es expulsado del local, ¿entendido?

Y así, sin más, me cubren los ojos con una cinta negra y nos meten a mí y al resto de los rehenes en esa caja extraña y tan oscura que parece la nada, al ritmo de «Viva el amor» de Paola y Chiara.

Fantástico. Estoy en un maldito cuarto oscuro. ¿Algo más?

Intento encontrar una salida dentro de ese cajón negro. Palpo los cristales buscando el picaporte. Esto no me puede estar pasando. ¿Acaso Eli y Carla no han visto que me metían aquí con un montón de gente? ¡Tienen que sacarme!

—¡Dejad que shalga! —grito.

Las chicas me quieren tocar, yo no paro de dar bofetadas a manos y dedos demasiado largos. Los hombres también, pero en cuanto ven que soy una mujer, me dejan libre. Tengo que agenciarme una esquina, hacerme un ovillo o golpear tres veces los talones de mis zapatos, como haría Dorothy con sus escarpines rojos para que la llevaran de vuelta a casa. Pero mis tacones no son mágicos ni tampoco bermellones.

—¡Un poco de orden, por favor! —grita uno de los «chico busca chico»—. Somos cinco hombres y cinco mujeres y ya he tocado ocho tetas. ¿Dónde estáis, guapos?

Yo me río de su mala suerte, y en ese momento alguien me coge del pelo y lo acaricia con pericia, como si sus dedos fueran las púas de un peine.

El gesto me pone en alerta y el vello se me eriza.

El desconocido se pega a mi espalda y hace que retroceda con lentitud hasta una de las esquinas de aquel cuadrilátero de sexo. Sus manos se afianzan en mis caderas y siento cómo presiona sus dedos en mi carne. Parece tener fuerza. Los hombres que han entrado ahí están musculados y la mayoría son altísimos.

—Uh… Soy una mujé. No te gushto.

—Y yo un hombre.

—No quieuro estar aquí. Suéltame. No me van los gaysh, ni tampoco soy lesbiana —aclaro intentando liberarme.

—Ya somos dos. No te muevas.

Su voz es tan ronca y grave que tengo la sensación de estar hablando con un guerrero como los de las películas. Me quedo sin palabras.

—¿No eires gay?

—No.

—¿Y qué haces aquí?

—¿Y qué haces tú aquí? —replica él.

—Mis amigash y yo nos hemos equivocado de discoteca. No sabíamos que había una fieshta de ambiente. ¿Tú también te has peirdido?

—Yo no. Mi mejor amigo está de despedida de soltero. Y no he podido negarme a celebrarlo con él y sus amigos. Estaría mal.

¿Es alto? Por curiosidad, apoyo la cabeza hacia atrás, a ver si encuentro nariz, mentón o pecho. Y encuentro un pecho ancho. Sus manos me acercan más a él de tal modo que estamos totalmente acoplados. Desprende calor y huele a hierbabuena. Me encantan los perfumes de hombre mentolados y limpios.

—No te separes. Estos tienen un radar para los rabos y cuelan la mano por donde sea.

Sonrío.

—Yo estoy expueishta. —Me cubro los pechos con los brazos, abrazándome como si tuviera frío.

—Qué discotecas más liberales tenéis en Barcelona —murmura casi en mi oído. Me da la vuelta y hace que mis senos se aplasten contra su abdomen, y que me clave lo que sea que tiene entre las piernas en mi ombligo—. Si te doy la vuelta es para que solo puedan alcanzarte el culo —aclara.

—Qué caballeeero —digo, sarcástica—. Todo un detalle.

—Gracias.

—¿No ereish de aquí?

—No. ¿Tú eres catalana?

—Sí. Nací en Barcelona. Pero no vivo aquí. Ahora eshtoy trabajando en Maidrid y he venido a pasar un par de semanas con mi madre.

—Ajá.

Espero que él me explique de dónde es y en qué trabaja, pero no está mucho por la labor. Es preguntón, pero no habla de sí mismo.

—¿Cuánto dura eishto? —pregunto para cambiar de tema.

—Cuando acabe la canción nos podremos ir. Nos sacarán por la puerta de atrás y no sabremos con quién hemos estado. La Caja del Amor no permite que nos veamos las caras. Me lo ha explicado mi amigo.

Él habla sobre mi sien, dirigiendo su voz a mi oído. El desgarro de su voz hace que vibre mi sangre y despierta mis sentidos adormecidos. Nunca sabré con quién he estado. Nunca le veré el rostro a mi salvador en la Caja del Amor.

Eso hace que provoque más mi curiosidad.

—¿Cómo te llamas?

Rebiecca. Pero me llaman Becca. ¿Y tú?

—Yo me llamo Gael.

Gael. Su nombre me gusta. Es bonito y a la vez masculino.

—Un placer, misteriosa Becca.

—Igualmente.

Nos quedamos en silencio el tiempo suficiente para que sea plenamente consciente de que, por primera vez, después de cinco años, estoy en brazos de otro hombre. Un perfecto desconocido. La realidad se abre ante mí de nuevo, como el telón que da paso a una obra de teatro. La letra de la música traspasa mi piel y me doy cuenta de que me gustaría bailar agarrada a ese misterioso galán. «Ven, acércate aquí conmigo. Jugaremos juntos el destino… Tócame y quiéreme. Y defiende nuestra realidad. ¡Viva el amor! Per sempre la nostra speranza. ¡Viva el amor! Non voglio piu questa tristezza.»

—¿Tu novio no se enfadará si sabe que has estado en un cuarto oscuro?

Pongo los ojos en blanco y me apoyo más en su pecho, cómoda y extrañamente relajada. Debe de ser la bebida.

—Si le impoirta o no, da igual. Me ha abandonado. Vive en Estados Unidos y me ha dejado por FaceTime. ¿No te parece in… increíble?

—Menuda rata. ¿Hace mucho?

—No hace ni una semana.

Un hombre con voz rasgada. Ancho y duro como el granito. Alto y que usa perfume con toques de hierbabuena. Recuérdalo, Becca.

—Vaya. Lo siento.

—Sí. Y yo. Su eteirnidad y sus promesas duraron sholo cinco años.

—Quéjate a Cupido, lo hace mucha gente.

—¿Cómo?

—A Cupido. Tal vez confundiera tu media naranja con medio limón.

—No sé…

Cierro y abro los dedos de las manos, apoyadas en su pecho. Quisiera poder tocarlo. Quisiera al menos poder recordar, con los lectores de mis yemas, cómo es ese salvador que me ha protegido del acoso del cuarto oscuro, y que ni siquiera da un paso para aprovecharse de mí. Eso lo hace más mágico y especial, porque aunque no se va a propasar, siento su erección contra mi estómago. Está muy empalmado y no se me echa encima. Tiene mucho autocontrol.

—¿Eires metrosexual?

—¿Cómo?

Permítieme un momeinto.

Sin pedirle permiso y en uno de mis arranques inexplicables y demasiado impulsivos, alzo mis manos y tomo su rostro. Tiene las facciones varoniles y una estructura ósea firme. Tiene el pelo largo y liso, y parece que lo lleva recogido en una coleta. Paso los pulgares por sus cejas, bien alineadas y espesas. La izquierda tiene un surco profundo que la cruza horizontalmente. Es una cicatriz.

—¿Qué estás haciendo?

No puedo evitar fijarme en que su voz muestra pequeños dejes de inseguridad, como si le pusiera nervioso que le toque.

—¿Qué te pasó?

—¿Cuándo?

—En la ceja. La tienes partida.

Parecía tener los puntos todavía. No hacía mucho de su accidente, fuera cual fuese.

—Nada. Un resbalón. No. No fue un resbalón.

Cuando una persona se siente nerviosa o amenazada, su voz experimenta una serie de cambios, las cuerdas vocales se tensan y alteran el tono de voz debido a la rigidez. Así me doy cuenta de que estoy invadiendo su intimidad y de que él no quiere hablar de eso, por eso me miente.

Lo dejo pasar y sigo con mi pequeña inspección. Paso los dedos por sus ojos, cubiertos por la venda. Parecen grandes, con pestañas largas y tupidas como las de una mujer.

—¿Shegüiro que eres un hombre?

—¿Tú qué crees, catalana?

—Ya no sé qué creer. Aquí hay de todo.

—Sí. Soy un hombre.

—Bien. —Sus pómulos son altos, su nariz recta y no demasiado grande. Las mejillas pinchan, señal de la barba de varios días que lleva y que no se ha afeitado. Efectivamente, es un hombre—. Y no ereish metrosexual.

—No sé qué es eso. Lo que sí sé es que te tomas demasiadas libertades.

—Solo quieuro ver cómo ereish.

—Ya es suficiente.

Me agarra de las muñecas, no demasiado fuerte, pero con decisión.

—Perdón. No te gusta que te tioquen, ¿veeerrrdad?

Él calla, y yo me quiero dar de cabezazos por ser tan entrometida y no poder dejar mi psicología a un lado. Está claro que no le gusta que le toquen. Es esquivo y serio. Me empieza a doler la cabeza y el estómago se me remueve.

—Oh, Diosh. —Apoyo la cabeza en su pecho y cierro los ojos—. Ay, Señor… Señor… No te muevas.

—No lo hago. Te encuentras mal. —Me pone la mano en la nuca. Ese tipo tiene tacto, aunque sea cortante y parco en palabras—. Hoy te has pasado de la raya bebiendo, ¿eh, rizos?

—No me lo recuerdes… —Se ha dado cuenta de cómo es mi melena.

—¿Vas a vomitar? No lo hagas.

—¿Pour qué? ¿Me vas a besar?

—No. Pero es la única camiseta que me he traído para esta noche. No quiero volver como un apestado.

—Uf, no te prometo nada. —Hago soberanos esfuerzos por tragarme el infierno que sube por mi esófago—. Oye, la canción ya va a acabar…

—Sí, y cuando acabe, nos iremos cada uno por nuestro lado. Nos sacarán por separado para que no veamos quiénes han compartido el cuarto con nosotros.

Y este momento se perderá en el tiempo, como si nunca hubiese existido. Una pena. Porque no me ha dado pie a nada. Le iba a pedir que se esperara a que diera con Eli y Carla, pero va a ser que no. Que el tipo solo me utiliza de escudo antitocamientos y que no quiere saber nada más de mí. Admito que no me hace ni puta gracia, y no entiendo de dónde sale este carácter, porque lo cierto es que estoy en fase de superación de mi corazón roto, enamorada de mi ex, y no sé qué quiero de alguien como Gael. Pero es así. Que él me quiera despachar así de deprisa, me toca un poco las bowlings.

¿Alguna vez habéis querido besar a un desconocido borde y alto, con los ojos cubiertos por una venda? Yo sí. Ahora mismo.

¿Y por qué? ¡¿A quién le importa?! ¡Estoy borracha!

¿Y si me lanzo? ¡Que yo me lanzo, eh! ¿Y si le cojo la cara y le planto un beso en todos los morros y le digo cosas guarras? Sí, no voy a engañar a nadie. Soy incapaz de hacerlo. No soy nada echada para adelante, Carla se llevó todo el código genético golfil, y yo, en cambio, me quedé con el código genético inseguro respecto a los hombres. Porque, a ver, si yo me lanzo y no encuentro su boca, y no porque esté a oscuras sino porque él me hace la cobra, ¿qué? Tú te ríes y yo me muero de la vergüenza. Tierra trágame. Aunque en mi estado de supina embriaguez, ¿acaso me importará?

A la mierda. Lo voy a intentar.

Sin embargo, debo de ser la mujer más inoportuna del planeta, porque cuando voy a hacerlo, él me vuelve a coger de las muñecas para detenerme.

—He dicho que no hagas eso —me recuerda con un tono de voz duro.

Y entonces suena la sirena. La canción ha acabado, y el tiempo en el cuarto oscuro también.

Nos van sacando como si aullara una alarma de incendio, a toda leche. Arrancan a Gael de mis brazos y yo me sostengo en el cristal opaco, caliente aún por el contacto de su espalda. Me siento como si estuviera en un campo de concentración, esperando a recibir un manguerazo de agua, o mi momento para ser ejecutada. Extrañamente sola. Sin él.

Llega mi turno.

—¿Qué tal ha ido, pelirroja? —me pregunta mi secuestrador.

—Mal. Muy mal.

—Venga, guapa. Ya estás fuera. Libre como una polluela.

Me quita la venda de los ojos y a mí todo me parece igual de oscuro. El gallo quirico me dice no sé qué de buscar en la web las imágenes del cuarto oscuro no sé cuándo… Yo le ignoro. Hasta que entre la multitud localizo a Carla y Eli, que están buscándome como desesperadas. Corremos las tres al encuentro. Yo creo que corro, pero no es así, es que todo se mueve a mi alrededor muy deprisa. Ellas vienen hacia mí preocupadas, pero me importa un carajo cómo estén, porque me encuentro verdaderamente mal.

—¿Becca? ¡¿Te han hecho algo?! ¡¿Lo has hecho tú?! —Eli me sostiene para que no me caiga.

—No… Apartaos.

Y entonces lo echo todo, hasta lo que comí en mi comunión. Y no me detuve.

No me detuve ni siquiera cuando llegué a casa y mi hermana me dejó en la cama, con un cubo azul de plástico al lado.

No hizo falta que me dijera nada más. Lo íbamos a compartir como un par de gorrinas.

El diván de Becca

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