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@garfielderanaranja #eldivandeBecca #Beccarias

¿Creéis que la irascibilidad es un trastorno? Mi ex marido me dice que estoy llena de odio.

Ay… Esas ganas de acariciarle la cara con las ruedas de un tractor…

Mi madre y Carla observan a Fayna a caballo entre la sorpresa y la curiosidad.

Fayna está en la entrada de la casa, con una mochila colgada a la espalda. Lleva su collar eléctrico de perro al cuello. Se ha peinado con una cola alta que marca más sus facciones redonditas y guapas. Muestra una sonrisa enorme y radiante, y se ha vestido con lo poco que tiene de manga larga.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto, feliz.

—Venir a verte, prenda. Chacha, ¡qué frío hace aquí! Ahora mismo me acompañas a comprarme bufandas y guantes de esos que usáis la gente normal. —Es lo primero que me dice antes de abrir los brazos y cobijarme entre ellos, tratándome con todo el cuidado que puede—. Becca, amiga, no me puedo creer que te pasara eso. En cuanto Axel me lo dijo, saqué dinero de donde no tenía para coger mi primer avión y venirme a tu tierra. Ha sido culpa mía. Todo. Me siento muy mal —asegura, afectada.

—Pero ¿qué dices? —replico yo apartándome—. No tuviste nada que ver.

—Yo te pedí que fueras a ver a mi amiga y…

—Fue un accidente. —Miro de reojo a mi madre y a mi hermana para que no metan la pata y no expliquen lo que saben.

Nadie más puede saber lo sucedido—. La carretera era muy estrecha y yo perdí el control.

—¿De qué mierda hablas? —replica Fayna mirándome fijamente a los ojos—. No tuviste un accidente. ¿El golpe te afectó a la cabeza?

—¿Qué?

—Te sacaron de la carretera, loquera. Un lunático obsesionado contigo lo hizo. No me engañes.

Tengo una aplicación en mi móvil. Se llama MomentCam.

Dispone de cientos de emoticonos y caras en movimiento para enviar por mensaje. En este momento, mi cara es como la del emoticono con los ojos colgando y la mandíbula desencajada.

—Pero… ¿qué? ¿Cómo sabes tú eso?

—Me lo dijo Axel después de llamarle treinta veces en menos de media hora, preocupada por ti. Lo cansé —me guiña un ojo—, y él me lo contó todo. Fue escueto, pero contundente. —Fayna mira alrededor y sonríe a mi madre—. ¿Es tu madre?

—Sí, perdón. —No tengo tiempo de sentirme avergonzada por no presentar a mi familia. Pero estoy en estado de shock. Axel habla más con Fayna que conmigo. Lo voy a freír a whatsapps desde mi iPad hasta que me conteste—. Mamá, Carla. Esta es Fayna. La traté de su narcolepsia. Fayna, estas son mi madre y mi hermana.

—Oh —Carla arquea las cejas negras y sonríe divertida—, ¿te… dormías de pie?

Fayna deja ir una carcajada y bizquea.

—De pie, sentada, de rodillas, a cuatro patas, jugando a los bolos… Me dormía de todas las maneras, maricón.

Carla parpadea, se echa a reír y dice nerviosa:

—Ah… ¿Me has llamado «maricón»?

—No, no… Es una expresión de las islas. Al parecer, somos más africanos de lo que creemos. Nadie nos comprende.

Mi madre le da dos besos, sin poder ocultar su consternación.

—Pero ¿ahora estás bien? —pregunta mi hermana—. Es decir, ¿Becca te ayudó? ¿Mi hermana puede tratar también esas patologías?

—Becca me electrocutó y me puso un collar de perro al cuello. Solucionó el problema en un abrir y cerrar de ojos.

—Dios mío. Cariño… —susurra mi madre mirándome como si me viera por primera vez.

—No fue así… La idea no fue mía en realidad. —Intento explicarles que fue Axel quien pensó en el dispositivo, pero no me dejan.

—Ah, pero no se preocupe —intenta calmarla Fayna—. No me duele. Solo impide que me duerma, hace que me vuelen los zapatos y me muerda la lengua como si mis dientes fueran una grapadora. Ya está.

—Igual lo llevas a demasiada potencia… —murmuro entre dientes mientras la invito a entrar en mi casa.

—No. Está bien así. Me gusta. Hace que abra los ojos de golpe. Ahora duermo solo por las noches. Cuando toca. —Fayna deja su mochila y se estira, haciendo crujir los huesos de su espalda—. Me gusta tu casa. Pero me tienes que ayudar a encontrar un hotel por aquí, Becca.

—¿Hotel? —pregunta mi madre—. No vas a buscarte ningún hotel. Puedes quedarte aquí.

—No, muchas gracias. No quiero molestar. Solo me quedaré esta noche —asegura con humildad—. Quería asegurarme de que esta mujer llena de rizos —me señala con el pulgar— estaba bien. Puedo quedarme en algún hostal o…

—No, ni hablar. Tú conoces a Axel, ¿verdad? —pregunta mi hermana, muy interesada.

—¿Que si conozco al hombre follable? Bah… ¿Por qué?

¿Acaso ustedes no?

—No en persona.

—Ese hombre es pura dinamita, morena.

Mi madre y Carla se miran y sonríen con malicia.

—Definitivamente, tú te vas a quedar aquí.

Mi familia es como la Cosa Nostra. Consiguen todo lo que quieren. Las dos están ávidas de información, y resulta que Fayna es un caudal incontinente de revelaciones.

Aun así, no voy a darles tiempo para que comiencen a interrogarla, porque me voy a llevar a Fay de compras por Barcelona, y, de paso, ella me acompañará a mi loft.

Tengo un encuentro que consumar y alguien tiene que venir conmigo.

La Maquinista. El paraíso de cualquier persona caprichosa. Tengo la suerte de que ese centro comercial está en el mismo Sant Andreu y es una máquina de hacer dinero, con un montón de ocio, restaurantes y tiendas de todo tipo.

A mí me encanta ir de compras, que conste. Y eso es justamente lo que he hecho. Me he comprado un iPhone 5C verde, que necesito con urgencia después de que el otro se hundiera en el río. Lo conectaré a mi ordenador y pasaré la última copia de la sincronización del iPad al equipo. Así tendré mi nuevo teléfono exactamente igual a como tenía el otro. Jobs fue un visionario que sabía que el mundo estaba lleno de torpes como yo que perderían su teléfono tantas veces como la acosaran. Fayna por poco se hace el haraquiri al ver lo que vale un aparatito de esos. Ella sigue con su Blackberry rosa, y de ahí no la sacan.

Después de recoger una nueva tarjeta micro, he comprado calzado y ropa. Supongo que necesito gastar dinero para sentirme mejor en estos momentos. Todas las mujeres lo hacemos. O casi todas.

Me he dado el gustazo de hacerle un par de regalos a Fayna y le he comprado un abrigo con capucha de esquimal, que necesitará con este frío que empieza a asolar Barcelona, aunque solo sea para un día.

Ella, en cambio, se ha comprado guantes de lana negros, y un gorro marrón con unas orejas de oso. No entiendo cómo se ha comprado eso, de verdad que no comprendo esos gustos. Pero ella estaba superfeliz con su nueva adquisición, y parecía una niña contemplando su reflejo en el espejo, así que no he querido decirle nada.

Después se ha vuelto loca, y ha hecho que nos paremos en un Burger King para llenar su combustible de hidratos y grasas saturadas. Adoro esa comida basura, así que la he acompañado con un Big King XXL y un brownie con nata, que no quemaré ni en un mes. Pero me da igual, porque estoy nerviosa por mi encuentro con David, y muy triste y decepcionada por no saber nada de Axel. Comer me irá bien. No tengo intención de convertirme en una ballena, pero a veces el cerebro necesita azúcar, y yo estoy bajo mínimos.

Después de varios menús, cogemos un taxi para dirigirnos a mi loft. Fayna apura su segundo Long Chicken y bebe de su Coca-Cola normal sin dejar de interrogarme, porque está claro que puede hacerlo todo a la vez.

—¿Y dices que vamos a tu loft para…?

—Nada. Solo quiero recoger ropa interior que tengo ahí.

Ella me mira de soslayo y rebaña con la punta de su lengua una gota de mayonesa que reposaba en la comisura de sus labios.

—Prueba otra vez. Mientes muy mal, pelirroja.

Fayna parece salida del mundo Harry Potter. Es de esas personas que te hacen creer que viven en su propia realidad, que conviven con la sociedad ajena a casi todo, al margen del sistema. Pero me equivoco mucho si pienso eso, porque es una fachada. Una fachada que hace que pase inadvertida y que nadie la tenga en cuenta, para así, con esa discreción, enterarse de todo. Joder, debería haberse dedicado al espionaje o algo de eso…

—No miento.

—No, claro que no. —Su rostro es una careta de incredulidad—. Algo te incomoda mucho. No dejas de pensar en ello. Estás como ida. Una parte de tus hemisferios está conmigo, feliz de que te acompañe y de verme aquí. La otra… La otra está en Narnia. ¿De qué se trata? No le has dicho a tu madre ni a tu hermana que te ibas a pasar por el loft. Las has convencido de que nos íbamos de compras y después regresaríamos a vuestra morada, pequeña Padawan. ¿Por qué? Es mejor que me lo digas, porque no pienso dejarte sola ni a sol ni a sombra.

Increíble. Esta mujer con aspecto de soñadora incorregible psicoanaliza a las personas mejor que algunos psicoterapeutas que conozco.

—David está allí.

—¿David? ¿Quién es David? —pregunta con interés, prestándome toda su enérgica atención.

Aprovecho el trayecto en taxi para contarle toda la historia entre David y yo. Nuestra vida juntos, su traslado a Estados Unidos, nuestra relación a distancia y la ruptura de nuestra historia de amor.

Fayna frunce el ceño y no da crédito a lo que oye. Pero cuando acabo de narrarle todo, lo único que me suelta es:

—¿Y Axel?

—¿Qué pasa con él?

—Tú te mueres por los huesos de ese hombre… ¿Para qué vas a hablar ahora con tu ex? ¿Por qué quieres verle? ¿No irás a volver con él?

Me irrita que todos crean eso, que me vean capaz de olvidar lo que me hizo en el momento más importante de mi carrera. No puedo ignorar el hecho de que tiró los años más bonitos de mi vida por la borda.

—Ha hecho un largo viaje para verme. No hemos acabado mal —aclaro—, y tampoco es mi enemigo. Puedo hablar con él de forma civilizada, para que vea que me estoy recuperando y que no tiene que preocuparse de nada y… Y acabaremos como amigos.

—¿Y qué narices hace en tu casa? ¿Le permites que entre así como así? ¿Aún tiene llaves?

—No me riñas.

—No te riño. Pero —chasquea los dedos frente a mi cara— ¡despierta! David es tu ex. Es un hombre. Los hombres son primitivos.

—David no es primitivo —respondo en su defensa—, es educado y él no entiende de esos instintos cavernícolas.

—Mira, te voy a decir lo que le pasa: se dio cuenta de que la cagó al dejarte, te llamó y se enteró de que estabas en una discoteca pasándotelo bien… Se puso celoso, su radar antimoscones se encendió y barajó la posibilidad de que tú estuvieras con otro hombre. Como así fue… —Arquea las cejas—. Y ahora ha venido a marcar territorio en tus horas más bajas. Quiere que veas que se preocupa por ti y que tú vuelvas a contar con él.

—¡No! Él no es así… Tuvimos una bonita relación. No nos separamos porque nos llevásemos mal o porque no nos quisiéramos. Me dejó porque estaba cansado de no verme. —Sigo defendiéndole, a pesar de todo—. Él no es de marcar territorio ni nada de eso…

—Poca sangre tendrá en las venas, entonces.

—No, te equivocas. No es su estilo.

—Su estilo es tener los pocos pantalones de dejarte tirada por FaceTime, ¿verdad?

—No seas injusta. No es mala persona.

—Y tú no seas tonta, Becca. —Me mira con condescendencia—. La distancia que dices que fue la culpable de lo vuestro puede romper solo aquellas relaciones que no son vinculantes ni verdaderas. Para él, lo vuestro no lo fue. Además, teniendo al moreno de ojos verdes tan preocupado por ti…

—¡Ja! ¿Preocupado? —Siento inquina hacia él, a pesar de que me salvó la vida. Y lo noto. Lo noto por el veneno en la punta de mi lengua—. Tú sí estabas preocupada. Por eso, en cuanto has podido, has venido a verme. Para Axel no soy nada. Solo un par de buenos polvos. Eso son las mujeres para él. No me vino a ver al hospital ni una sola vez, ni siquiera me ha llamado, ni me ha escrito… —Incluso diciéndolo en voz alta, me duele pensar eso. Me lastima saber que no quiere saber nada de mí. Si estuviera tan preocupado, habría leído los mensajes y me habría contestado, ¿no? Pero ni eso. Maldito esquivo.

—Vale, tranquila, Hermione. No me pareció eso. Te miraba como si fueras comestible… —Su voz se vuelve más ronca—. Era… tan, tan intenso —parece que sus ojos se cierran; vuelve a beber de su Coca-Cola hasta que se la acaba—. Mira, es pensar en él y… —Se señala las piernas, que se le abren ligeramente—.

¡Zas!

Yo me echo a reír. Es una guarrilla.

—Uish… Ahí viene, amiga… Que viene… —me avisa; antes de que sus cuerdas vocales se relajen y empiece el primer ronquido, coloca su mano sobre mi rodilla, para agarrarse.

—¿El qué? ¿Qué viene? —pregunto, preocupada.

Fayna aguanta la respiración, echa la cabeza hacia atrás y cierra un ojo. El otro se le voltea. Aprieta los dientes y da tres espasmos como la niña del Exorcista.

El ruido sordo del motor del collar se detiene.

Acaba de recibir una descarga eléctrica dentro del taxi. Y no se ha desmayado. Increíble.

—¡Chaaasss! ¡Hija de puta, la tacones! —exclama cogiendo aire otra vez y echándose a reír—. ¡Esto es tan bueno!

Yo la miro horrorizada. No será como un orgasmo, ¿o sí? Para ella parece que sí. Y lo más asombroso es que ha aprendido a controlarlo.

—En serio, yo creo que tienes ese trasto muy fuerte… ¿Y si te da una embolia? Quizá deberías bajarlo.

—Antes me arranco la lengua a cachos —asegura totalmente despierta, con las mejillas rojas por el subidón de adrenalina—. Además, no está al máximo de su potencia. Estoy bien. No te preocupes.

—Ya hemos llegado —nos interrumpe el taxista.

Miro a través de la ventana y me fijo en la fachada de mi loft. No voy a mentiros. Tengo miedo y tristeza. Sé que cuando vea a David, las sensaciones no serán las mismas que cuando estábamos juntos.

Mi pasado está ahí. El hombre que más he querido en mi vida está ahí. Voy a verle con la convicción de dejarle las cosas claras. Y después le pediré que me devuelva las llaves de mi casa.

Ese es mi hogar ahora. Ya no es el suyo.

Le pido al taxista que me espere lo que vaya a tardar en entrar y salir. Y a Fayna le digo que se quede dentro del coche.

—No. Voy a ir contigo —me dice haciendo el ademán de bajarse del taxi.

—No. Por favor.

—Soy tu guardaespaldas.

—No va a pasar nada. Es solo mi ex. Vamos a hablar y ya está. Quédate aquí, por favor.

Fayna refunfuña y se cruza de brazos, contrariada por mi decisión.

—No tardes.

—No —respondo, y cierro la puerta del coche.

Camino con decisión hasta la entrada de mi casa, y juego nerviosa con las llaves.

Es el momento de acabar con esto, con la tensión, con la inseguridad y con la esperanza de que alguna vez pudiéramos volver a estar juntos.

Porque es imposible. Porque él me dejó. Me decepcionó y rompió la única realidad que yo conocía: la de que íbamos a estar juntos para siempre y que uno era el alma gemela del otro.

Las promesas se las lleva el viento. Hace mucho que no piso mi casa.

Y ahora que entro en el rellano y huelo el olor a bosque, producto de los ambientadores sistemáticos que tengo en todas las salas, ahora que veo el color lila de las paredes del amplio hall y que piso la alfombra de IKEA de «Ola k ase, ¿entra o ke ase?», los recuerdos, la melancolía y la verdad de mi situación me golpean como una bofetada realista. No regresé al loft después de que David me dejara porque no me veía capaz de vivir allí sabiendo que él ya no iba a volver.

El techo se me habría caído encima.

Porque ese hogar se ha convertido en una caja de grajeas amargas. Porque cada pastillita que saco de ella guarda un momento con David, esconde mi vida en pareja con él; una vida en la que yo era feliz.

Y duele mucho cortar con eso. Pero es lo justo para los dos. Abro la puerta que conecta el recibidor con el salón, y le huelo antes de verlo. David sigue usando un perfume de Miyake que siempre me ha gustado mucho.

Cierro los ojos y me puede la congoja. Creo que puedo con esto, pero la verdad es que no lo hago muy bien. Porque nadie manda en la mente y en el corazón. Y hay apegos demasiado fuertes y dependientes.

Ni siquiera le odio cuando lo veo, de pie, frente al sofá.

Su rostro angelical está ahora lleno de inseguridad y tormento. Tiene el cabello rubio un poco alborotado. Él nunca lo lleva así, excepto cuando se levanta. David tiene una buena mata de pelo, pero siempre lo lleva engominado.

Yo sé que no llevo mis mejores galas; solo unos leggings ajustados, unas Air Max azules, mi jersey blanco de punto y una chaqueta Biker de piel color azul claro, con hombros estructurados y detalles guateados.

Me retiro el pelo de la cara y lo dejo hecho una maraña loca sobre mi cabeza. Tengo la boca seca y una bola de pena en mi garganta que no me deja tragar ni respirar.

David abre los brazos y los deja caer. Sus ojos almendrados me miran con intensidad y sonríen, algo acharados y retraídos, como si le diera vergüenza estar ante mí.

Y me duele verle y contemplar el rostro que tanto quise, y que tanto daño me hizo. Me dejó de lado. Me abandonó. Cortó con todo. Se fue.

¿Cómo espera que reaccione ahora?

—Ha sido un atrevimiento venir aquí, ¿verdad? —me dice con voz pesada.

Yo me relamo los labios y miro alrededor. David está ahí, como un mueble más, pero no ha tocado nada, no ha dejado huella en mis cosas.

Sí en mi vida.

—Sí, un poco sí —contesto, afligida. Si supiera cómo me entristece no poder sonreírle y abrazarle ni preguntarle cómo está.

—¿Cómo estás, cabecita loca?

Hago un puchero e intento ser fuerte. Él siempre me cuidó, a su manera, pero me cuidó. Y yo siento que ahora no cuento con ese apoyo. Es tan contradictorio. Una parte de mí quisiera ser dura como Carla o Eli. La otra parte es muy como mi madre. Tiene compasión y valora más lo bueno que lo malo. Esas son las desventajas de haber querido tanto a una persona.

Me encojo de hombros.

—Voy tirando. —Carraspeo y esta vez sí, clavo mis ojos claros en los suyos acaramelados.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Tengo cámaras. —Las señalo con mi índice. Tengo cámaras en las estanterías, ocultas, y en todas partes. Están activadas. Y cuando algo se mueve dentro de mi casa, me manda una alerta con un vídeo, para que vea lo que pasa. Pero sin mi teléfono no he podido recibir ninguna alerta. Menos mal que tenía el iPad.

David sonríe y asiente con la cabeza.

—Me hiciste caso. Al final las pusiste.

—Sí.

Debo admitir que él me dijo que las pusiera, que iba a vivir sola y que una mujer como yo no podía estar sin vigilancia. Estaba obsesionado. Al principio de irse a Estados Unidos tenía fobia a que yo me quedara sola. Se pensaba que alguien me iba a violar o a hacerme cualquier cosa. Según él, yo era demasiado guapa, debía tomar precauciones por mi propio bien. Según yo, él sabía que era un caos y un despiste con piernas, y se imaginaba que un día de estos podía dejarme la casa abierta con las llaves dentro.

David no deja de mirarme la cara. Sé que estudia mis rasguños y mis moratones, el cabestrillo y mis dedos casi azules por el hematoma. Tengo la apariencia de alguien a quien han apalizado.

Y entonces David dice algo en voz baja, exhala con rabia, acorta la distancia conmigo y me aplasta contra él, abrazándome con una fuerza y una necesidad que jamás sentí antes en su compañía.

Me quedo muy quieta.

Intento asociar esa demanda con lo que él era antes, y no lo consigo. Huelo en su ropa la colonia y su aroma personal, siempre a limpio.

No me doy cuenta de que exhalo por la boca y de que acabo abrazándolo también, como si acabara de hacer un home run.

—Becca… Por poco me muero del susto cuando tu madre me dijo lo que te había pasado —murmura sobre mi cabeza, abrazándome como si no quisiera soltarme nunca.

Yo no sé por qué, pero arranco a llorar. Bueno, sí sé por qué. David era para mí una especie de refugio, y supongo que el hecho de verle de nuevo, y de que esté ahí, ha liberado todas mis reservas y mis defensas se han ido a pique.

Hundo la cara en su pecho y mancho toda su camisa blanca con el rímel. A él no parece importarle, y a mí menos. Necesito desahogarme.

Necesito…

David me acuna el rostro entre sus manos. Conozco esas manos; siempre fueron suaves conmigo. Entonces me besa en la boca. Y mi cabeza reconoce ese beso. Lo recuerda. Y todo se engrana para que vuelva a sentir lo mismo que hace un tiempo. Para que acepte ese beso y para que vuelva a unos meses atrás, cuando sabía lo que quería y estaba conforme con mi vida, con mi pareja, con mi tranquilidad.

Sin embargo, en la transición de esos recuerdos, algo choca con mi yo actual. No es eso lo que quiero sentir, porque ya no va conmigo, no encaja con quien soy ahora. Ese beso no hace que casi deje de respirar y que mi cabeza dé vueltas. No es así como quiero sentirme cuando me besan. Me bastaba antes, antes de mi impasse, antes de El diván y de mi viaje a Tenerife… Me bastaba antes de Axel.

Ahora no. Ahora, esa adoración que me profesa David, esa pasión calmada y amable, no despierta nada en mí. Solo viejos recuerdos que no hace falta reavivar. Porque esos recuerdos, esa Becca, esa relación, a él no le parecieron suficientes una vez, y por eso me dejó.

Cuando me doy cuenta de lo que pienso, advierto que estoy apoyada en la barra americana de la cocina office y que él no deja de besarme, que tengo su lengua en mi boca y que me extraño al sentirla contra la mía.

Decido cortar el beso colocando mi mano sana en su camisa y apartándolo. Retiro la cara y lo miro consternada, pero manteniendo la calma.

—¿A qué ha venido eso? —le pregunto, incómoda.

—A que te echo de menos, y a que estoy arrepentido por lo que te hice —responde pegando su frente a la mía—. No quiero volver a perderte. Quiero que vuelvas conmigo. Eres lo más importante para mí… Quiero recuperarte.

—Vale, para. —Levanto un dedo y lo hago callar, alejándome de él y saliendo del improvisado ring, donde me había arrinconado contra las cuerdas—. No necesito escuchar esto ahora…

—Pero yo necesitaba decírtelo —me asegura, angustiado.

Nunca le había visto así. En los cinco años que estuvimos juntos, nunca lo vi tan perdido y desesperado por demostrar su verdad.

Doy media vuelta, cojo un vaso de cristal del armario y lo lleno de agua, a falta de whisky…, que es lo que de verdad me apetecería tomar. Un ardiente lingotazo que arrasara con mis remordimientos y mi estupefacción.

¿Qué se han creído los hombres? ¿Que pueden apartar y recogerla a una como si se tratara de basura? No. Serdo.

Una vez, cuando mi sobrino Iván era pequeño y aún no controlaba el castellano y dominaba mejor el catalán, Carla se propuso enseñarle inglés. Un día le preguntó: «Cariñi, ¿cómo se dice “cerdo” en inglés?». Iván, con todo el popurrí de idiomas que tenía en el coco, le soltó: «Ssserdo». No dejamos de reír en toda la noche.

Los hombres, muchos, son unos serdos.

David no puede hacer esto conmigo. Conmigo no. Lo peor es que me da pena verlo así. Me gustaría que estuviera bien y que no pasara tragos amargos como los que yo he pasado. Porque se pasa realmente mal. Y no quiero lo mismo para él.

Sin embargo, se han girado las tornas. Es él quien viene a buscarme hoy. Y yo la que decide que no quiere estar con él.

—David. —Consigo beberme todo el vaso y lo dejo en la pica—. Ha pasado tiempo desde que me dejaste…

—¿Tiempo? Un mes y medio es una mierda, Becca.

—¿Un mes y medio sin saber de ti? Créeme, da para mucho —le aseguro con amargura—. Para lo que no da es para que me beses y creas que podemos estar juntos otra vez.

—Me sigues queriendo. No puedes haber olvidado todo lo nuestro en tan poco tiempo.

—Tú lo olvidaste en una sesión de FaceTime, ¿verdad? —Punto para mí—. No puedes pretender venir a mi casa, sin mi permiso, y recuperarme así como así.

—No… Lo sé. —Se pasa la mano por la nuca, atribulado—. Créeme si te digo que el primero que se sorprende por actuar así soy yo. No suelo hacer estas cosas. Pero, Becca… —Vuelve a acercarse a mí—. No estoy bien. Quiero volver contigo. Quiero que me perdones por lo que te dije. Sé que ahora es pronto… Que necesitas tiempo.

—No. No necesito tiempo.

—No lo decidas ahora tan rápido —protesta con la confianza de alguien que me conoce a la perfección—. Sé que te hice daño y que estás ofendida. Pero romper contigo fue una decisión desastrosa. La he cagado. Y quiero enmendarlo.

Cierro los ojos y suspiro. No es así de fácil. Los palos lastiman, y agreden la confianza. La traición de alguien a quien se quiere tanto es lo peor que puede experimentar una persona. Y yo lo he experimentado.

—David, ¿por qué lo hiciste? —susurro—. ¿Por qué así?

¿Por qué me diste tan poca importancia como para echarme de tu vida a través de una pantalla de ordenador? ¿Tan poco me merecía? Tú no solo eras mi compañero, eras mi mejor amigo. Me dejaste tan rota…

Él hace un mohín, a punto de perder el control, pero se recompone rápidamente.

—No quería esa vida ni para ti ni para mí. Quería que estuviéramos juntos. Vivir separados el uno del otro es como morir, Becca. Y pasaba el tiempo y nuestra situación no cambiaba… Yo… supongo que olvidé las razones por las que te quería tanto.

El olvido. Maldito asesino.

—Pues ha cambiado ahora más que nunca —le aseguro—. Para mí, la distancia no era un problema porque, por encima de todo, creía en el amor que te tenía. Pero me diste un buen mazazo. Está claro que yo te quería más que tú a mí.

—No hagas comparaciones. Tú no puedes medir cómo son mis sentimientos.

—Pero sí puedo medir tus acciones. Y una acción vale más que mil palabras. Dime y sé sincero.

—¿Qué? —Se sostiene en la barra americana.

—¿Ha habido otra mujer? ¿Es por eso? Dímelo, David, porque prefiero esa verdad a seguir perdida preguntándome qué mierda te pasó.

Él levanta la cabeza de golpe y niega con vehemencia.

—¡No! ¡¿Cómo puedes pensar eso?!

—Bueno, no me mires así. Me parecía imposible que me dejaras, y lo hiciste. Mi pregunta es muy normal.

—No ha habido nadie. Solo yo, y mi soledad. Eso es lo que ha acabado conmigo —reconoce intentando acercarse a mí de nuevo.

—No —lo detengo extendiendo la mano—, quédate donde estás.

Él me hace caso.

Es hermoso. David es un tipo atractivo aunque esa cara de preocupación no le favorece.

—Becca… Quiero estar contigo —me dice con voz dulce y suplicante—. Deja que te cuide. Vente conmigo a Estados Unidos y recupérate allí de tus lesiones. Retomemos lo nuestro. Yo… te necesito. No quiero volver a dejarte ir. He pensado mucho todo este tiempo. He tardado demasiado en reaccionar, pero pensé muchísimo sobre lo nuestro.

Ir a Estados Unidos con él. La cuestión se resume en olvidarme de todo, pasar un tiempo allí y después volver y continuar con la misma relación, hasta que uno de los dos se movilice de nuevo, o hasta que alguno de los dos se canse.

—Volveríamos a lo mismo.

—Estaríamos juntos. Separados por un océano —sonríe melancólico—, pero juntos. Hablaríamos todos los días. Hasta que cree mi propia sucursal aquí en Barcelona y por fin podamos vivir juntos como queremos.

—Es el mismo proyecto de antaño. Esperar a que te den las riendas y puedas montar una empresa donde te dé la gana, siendo tú tu propio jefe… Pero, mientras tanto, todo seguirá igual —asumo, sometida por la situación—. Y eso sin considerar que en algún momento te gires de nuevo y decidas dejarme otra vez hecha polvo, sin alma. —Niego con la cabeza, más segura que nunca de mi decisión—. No, David. No quiero esto. Por tu bien y por el mío, esto se ha acabado.

Me saco una espina que me deja herida y me duele. Pero sanará.

—No se ha acabado —dice, apasionado. Sus ojos se oscurecen y me atraviesan con su furor—. Acepto que me des calabazas ahora, Becca. Entiendo tus reticencias y que sientas antipatía por mí ahora mismo…

—No, David. Te quiero, de verdad. No siento antipatía. Jamás podría sentir antipatía por ti. Pero precisamente porque te quiero, no me gustaría que nos hiciéramos más daño luchando por algo que no es posible. Me decepcionaste. De un día para otro me sacaste de tu vida, así como así. Y no puedo borrar esa sensación ni de mi cabeza ni de mi corazón. No puedo luchar contra eso. Y quiero que te vayas.

—Está bien. —No, no lo está. Su pose indica que seguirá peleando—. No me importa. Me voy ahora. Pero esperaré. Te juro que esperaré. Eres la mujer de mi vida, y no quiero estar con nadie más. —Se da la vuelta y recoge la chaqueta que había dejado colgada en el perchero de la entrada—. Te amo, Becca. Solo quiero que lo sepas.

—David, por favor. —Dejo caer la cabeza, agotada.

—Puede que me vuelva a Estados Unidos con las manos vacías, pero no voy a retirarme. Voy a estar ahí para ti. Y cuando decidas volver, te abriré las puertas. No quiero a otra. Solo a ti. Te estaré esperando.

David se abrocha la cremallera de la cazadora mientras camina hacia mí. Se detiene justo delante y me levanta la barbilla con suavidad.

—No tienes por qué irte —le digo con mi mejor tono—. Puedes pasar la noche aquí, y mañana mirar el vuelo de vuelta con calma.

—¿Pasaríamos la noche juntos?

Yo me quedo un rato callada, mirándolo incrédula. ¿Es que no ha escuchado nada de lo que le he dicho?

—No, David. Yo duermo en casa de mi madre.

Él me dirige una sonrisa que encubre mi mismo pesar. A veces nos equivocamos y hacemos las cosas mal, pero toda acción conlleva una reacción, y el perdón absoluto y el olvido nunca están garantizados.

Yo le perdono, pero no olvido lo que me hizo, y eso me preserva para que no me haga daño una segunda vez.

—Yo tampoco puedo pasar la noche aquí sin ti.

—No seas tonto.

—Tú no vives aquí por lo mismo, Becca. Los recuerdos hacen daño, ¿verdad?

No digo ni que sí ni que no, pero le devuelvo la mirada.

—Dame un beso de despedida, cabecita loca.

Me duele el corazón, me aflige que esto acabe, pero no puedo agarrarme a él solo porque es lo bueno conocido. Porque sería fácil volver a quererle como antes. Eso lo tengo muy claro. Pero he cambiado. Estos días me han cambiado. Me he dado cuenta de que no quiero esto. No sé lo que quiero, pero esto no. Levanto la cabeza y accedo a ese beso. Un beso de agradecimiento y cariño sincero por todo lo vivido, por todo lo que le quise.

David se recrea más que yo, pero yo ya no le sigo el juego.

—Anda, vete —le digo volviendo el rostro.

—Esperaré lo que haga falta. No me olvides, Becca.

Me besa la frente por última vez, mira a su alrededor y sale de mi casa con paso firme, aunque no es eso lo que de verdad querría. Lo que de verdad querría es quedarse, pasar la noche conmigo y, al despertarnos juntos, que todo siguiera como antes.

Pero eso ya es imposible.

Porque mi corazón ya no es el mismo.

El hombre tornado ha pasado por él y lo ha dejado colgando de un hilo.

Y necesito aclarar con Axel si soy yo la única que está así.

El desafío de Becca

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