Читать книгу El desafío de Becca - Lena Valenti - Страница 9

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@controbrujalola #eldivandeBecca #Beccarias #sabesquetienesunproblemacontroladorcuando Abro el Whatsapp. Veo mi último mensaje: 22.45 h. Veo su última conexión 23.59 h. Afilar la catana.

Me cuesta despedirme de mi simpática amiga tinerfeña. En poco tiempo he creado un vínculo muy fuerte con ella, y prueba de ello es que, sin tener apenas dinero, se ha esforzado y ha hecho un viaje exprés solo para interesarse por mí y asegurarse de que estoy bien. Y eso dice mucho de ella, sobre todo que le importo.

Es lo que estoy comentando ahora con mi madre en el coche, de vuelta a nuestra casa. A veces no necesitas pasar años con alguien para que esa persona haga un clic contigo, una conexión especial. En ocasiones, solo basta una mirada o una sonrisa que toque algo en tu interior, que presione un botón que te coligue para siempre. Y eso me ha pasado en poco tiempo con dos personas.

Me pasó con Axel nada más verlo. Me quedé clavada en sus ojos y dije: «Aléjate, porque aquí hay problemas». Y no he errado. Y con Fayna me pasó igual, aunque la impresión que me dio fue muy distinta, pensé: «Atenta, porque aquí viene alguien especial». Y así ha sido también.

—Recuerda que insonorice la habitación para cuando venga otra vez Fay.

Mi madre está sentada a mi lado. Con ese gesto sereno, de sonrisa imperecedera, limpia sus gafas con una toallita morada, como si ya estuviera de vuelta de todo, y espera a que yo le pregunte por qué, aunque sé a qué responde el comentario.

A mí me encanta satisfacerla y darle bola.

—¿Por qué?

—Porque ronca como un oso con sinusitis. Menos mal que no vive nadie encima de nosotras.

Me muero de la risa. Es cierto, los ronquidos de Fayna esta noche han sido espectaculares. De haber tenido vecinos, posiblemente habrían llamado a la estación de sismología para comprobar si en Sant Andreu había un terremoto. Claro está que para dormir no utiliza el collar. Es el único momento del día en el que se lo quita. Haga ruido o no por las noches, me alegra saber que la hemos ayudado tanto y que le hemos echado un capote para que su vida regrese a la normalidad.

—Es una chica muy buena —añade mi madre.

Yo asiento orgullosa y me detengo en un semáforo.

—Lo es.

—Eli y Carla piensan lo mismo.

—Lo sé. Sabía que les iba a gustar.

—Hablando de ellas… —dice como quien no quiere la cosa. Mi madre es perra vieja y no engaña a nadie—. ¿Tú sabes si les ha pasado algo?

Ese comentario me pilla desprevenida.

—¿Si les ha pasado algo? ¿Algo como qué?

—No sé… Están raras. Como si se hubieran peleado.

—¿Pelearse Eli y Carla? —Finjo sorpresa—. Menuda novedad.

La Vane y la Jessi se quieren mucho, pero por alguna razón decidieron hacerse la competencia en todo la una a la otra. Es una competitividad sana, no como la que dicen que siente CR7 hacia D10S.

—Se habrán peleado por haberse comprado los mismos zapatos, o ligado al mismo chico —murmuro pensando en ello—. Son como el perro y el gato: territoriales, aunque no pueden vivir la una sin la otra.

—No sé… Yo las veo raras. Si se han peleado, esta vez lo han hecho de verdad —sentencia.

En este momento es cuando me doy cuenta de que estoy más centrada en mi recuperación y en mis paranoias que en lo que me rodea, porque si no me he dado cuenta de lo que les pasa a mis dos chicas favoritas es porque he tenido que estar muy ensimismada con mis historias.

—¿Tú cómo estás, cariño? ¿Fue duro lo de David?

En fin, esa es mi madre. Hace que pases de un tema a otro con la misma rapidez con que le pasan los pantallazos a Mercedes Milá en las galas. Así está la pobre, que a veces tiene que hacer malabarismos para leerlo todo.

—Sí. —Creo que un «sí» contundente es mucho más locuaz que una charla íntima sobre cómo me siento.

—Una nunca se acaba de reponer de una gran decepción. Después, se intenta recuperar la normalidad, se lucha por que todo sea igual que antes…, pero nunca lo es. Una vez te rompen, es muy difícil recomponer todos los pedazos. Siempre hay algún cacho que se pierde en la refriega. Y por ahí, por esos vacíos que dejan esos pedazos —confirma pasándose el cacao por los labios—, se fugan todos los rencores y las discusiones. Todo se puede volver a agrietar. Todo se echa en cara.

—Tú nunca perdonaste a papá.

—No. No pude. Aunque lo tuyo y lo mío son casos muy diferentes. Yo sabía que si el polla loca de tu padre me engañó con una mujer tantas veces, sin mala conciencia ni remordimientos, podía hacerlo muchas veces más, como quisiera. Y aunque me doliera, y a pesar de cuánto lo quería, no podía permitirme el lujo de vivir como una cornuda, porque no daría para marcos de puertas. ¿Y sabes qué es lo peor?

—¿Qué?

—Que tu padre mantiene que yo soy la única mujer que ha amado. El problema es que aunque me ame, para él todo conejo es follable, ¿entiendes? Me quiere a mí, pero desea a muchas.

—Es triste.

—Lo es. Jorgito tiene una enfermedad fatal. —Me mira por debajo de sus gafas—. Es una fobia. Y tú sabes mucho de eso.

¿Adivinas cuál es?

—Claro. Tiene miedo a hacerse mayor y morir de un infarto por la viagra… —Mi madre se ríe pero no me quita la razón—. No quiere envejecer. Por eso siente esa necesidad de estar con tantas, y la mayoría, más jóvenes que él. Les pasa a muchos.

—En realidad, muchos hombres son infieles. Aunque sea de mente. —Mira por el retrovisor y niega con la cabeza—. He perdido la fe en ellos.

—Pues líate con una mujer, mamá. Nunca se sabe.

—No, creo que no me interesa —dice ella, muy sincera—. No me hace falta compañía. Estoy bien como estoy. Tengo a mis hijas, a mi nieto, mi casa, una familia que adoro… No me siento sola ni necesitada de alguien a mi lado para que me complemente, porque mi gente me hace sentir completa. Además, una mujer puede ser mucho más complicada que un hombre. Demasiada progesterona. Demasiada emotividad.

—Cierto.

—Pero tú… Tú eres muy joven aún para encerrarte en ti misma, Becca. —Posa una mano sobre la mía, la que agarra el cambio de marchas.

—¿Quieres que me líe con una mujer? —pregunto, asombrada, tomándole el pelo.

—No. Que si lo haces, es tu decisión, tú verás… Pero tienes tiempo para decidir lo que quieres y para dar mil oportunidades. Aunque esa idea romántica del amor y de la pareja eterna se haya esfumado de tu cabeza por culpa del desengaño, no es definitivo. Puede que esa alma gemela no fuera tu primera pareja. Solo eso. Tal vez pusiste un listón muy alto. Tenías la idea de que acertarías a la primera y que no errarías.

Yo me remuevo en el asiento, algo incómoda por la observación.

—Sea como sea, era mi listón.

—Lo era. Pasado. El listón cambia cada día en función de los acontecimientos que sorteamos. Pero tienes que estar dispuesta y accesible para que te vean y te encuentren, Becca. Tienes que darte tiempo y darles cancha a los demás para que te conozcan. Porque tú, hija mía, brillas mucho. —Se inclina un poco hacia mí y me sonríe con compasión—. Pero también tienes una fobia.

—¿En serio?

—Ya lo creo que sí. Eres especialista en ayudar a los demás a reconocerlas y a aceptarlas, y en cambio no ves tus propios miedos.

—Eso no es verdad. Sí los veo —respondo, un poco presionada.

—No los ves. Eres fuerte y ocultas tu debilidad con una capa de fortaleza y seguridad en ti misma.

—¿Eres psicóloga ahora? —replico pisando el acelerador más de la cuenta. Esta conversación me pone nerviosa.

—No. Peor. Soy tu madre. Y ya estás desacelerando, jovencita.

Vale. Levanto levemente el pie del pedal.

—¿Y qué fobia tengo, según tú?

—Ah, una muy normal. El matrimonio de tu padre y mío ha provocado daños colaterales en Carla y en ti. Y lo lamento mucho. A Carla le generó unas ansias increíbles de ser querida y de encontrar una pareja, una figura masculina que le hiciera creer en los cuentos de hadas, pero puso manos a la obra a lo loco, sin medir las consecuencias, sin pensar. Y acabó con un manta sin un gramo de amor en su cuerpo. Se dejó llevar demasiado. Es muy impulsiva, y aunque ahora está madurando, se ha estrellado muchas veces. Por eso ahora utiliza a los hombres como bastoncillos de las orejas y huye de las relaciones largas y serias.

—Vale, me parece una buena observación. ¿Y qué me provocó a mí vivir vuestra separación y tener un padre que se cree el dueño de Playboy?

—¿A ti? Fácil. Te convirtió en una mujer que iría siempre a lo seguro. Que nunca se dejaría llevar tanto como lo hice yo, que vería el amor con pragmatismo y como una necesidad, no como un sentimiento real. Así te protegerías siempre de acabar como tu madre.

—Te equivocas —niego muy seria—. Yo quería a David.

Muchísimo. E igualmente he acabado muy mal.

—No digo que no, pero a veces nos convencemos de algo porque es lo que creemos que necesitamos, porque decidimos que eso es lo mejor para nosotros. Pero ¿sabes qué, cielo?

—¿Qué?

—Que el amor no se decide. No se planea. No se contiene. El amor de verdad arrasa —sentencia sin margen de error—, te abofetea y, cuando te das cuenta, te hace descender unos rápidos sin chaleco salvavidas. Tragas agua, te ahogas, sufres, gritas, te diviertes… Es totalmente incontrolable. Te expone a la mayor de las decepciones y a la más cruel de las agonías. Y es a eso a lo que tú más temes.

—¿A agonizar?

—No. Temes perder el control. Lamento mucho ver que sufres por David, porque sé que sentías que lo amabas, porque te convenciste de ello y ya te iba bien así. Pero hasta que alguien no te empuje lo suficiente como para soltar todas las riendas que sujetan al caballo que hay en ti, nunca, y me apena mucho decir esto, nunca conocerás el regalo más grande de esta vida: el agridulce del amor.

Que conste que he leído muchos ensayos sobre el Amor y sus dependencias. Que soy fan de El diario de Noah, Un paseo por las nubes y Ghost. ¿Y quién no? ¿Quién no ha llorado con esas películas? ¿Quién no ha fantaseado con esas historias? Cualquier mujer quiere soñar con vivir algo así. Bueno, menos en Ghost, claro está. Nadie quiere que el amor de su vida la palme, aunque luego se te presente como un fantasma.

Pero mi madre es mucho más convincente hablando de amor que cualquiera de los libros que he leído o de los largometrajes que he visto. ¿Por qué? Pues porque es sabia.

Ahora bien, ¿tiene razón cuando señala sin tapujos que tengo una tara emocional? Carla y Eli siempre me lo han echado en cara, con un tono mucho más brusco y menos «maternalista» que ella. Pero, en el fondo, decían lo mismo.

Si supieran cómo me siento respecto a Axel, lo mucho que llegué a descontrolarme con él en las islas, y las huellas, emocionales y físicas, que dejó en mí, ¿pensarían que sigo siendo tan controladora? Y lo peor es que tampoco me gusta que los demás crean que estoy totalmente abducida por alguien. ¿Por qué?

¿Por qué no me he abierto a mi madre y le he contado toda la verdad? ¿Por qué no lo he hecho con Eli y Carla sabiendo que me harían la ola al descubrir que me he rebozado en noches de sudor y sexo con Axel? Me habrían aplaudido y, tal vez, animado a seguir adelante.

Si tengo que ser honesta, sé la respuesta. Es porque me da miedo hablarles de Axel en estos términos cuando él sigue tan lejos de mí, tan despegado, tan indiferente… Porque si yo me ilusiono y me vuelvo majara, como creo que me estoy volviendo, y él me rechaza, serían dos desplantes muy serios en poco tiempo. Y una tiene un orgullo y una dignidad y cosas de esas, y no me gusta verme en una posición débil. Cada una tiene sus taras, oye.

Sea como sea, lo cierto es que, aunque aborrezco sentirme como me siento, perdida y muy desorientada respecto a mi vida, Axel me ha hecho algo. Me ha obsesionado. Duermo pensando en él. Esto es muy grave. Nunca me había dormido imaginando situaciones con un hombre como las que me he imaginado con él. Reencuentros tórridos, lacrimógenos, agresivos y llenos de desdén. Secuencias fantasiosas, cabalgando los dos a lomos de un caballo, trotando por las orillas de una playa paradisíaca, a cámara lenta, acompañados de la música de «Si no estás», de Belén Arjona; copiando la escena de El diario de Noah en la que salen de su paseo en barca, cae el diluvio universal y se enzarzan a hacer el amor.

Parezco una quinceañera. Esto es tan absurdo… Y tan nuevo.

Soy como una perra posesiva que cree que tiene derechos sobre él, cuando yo odio la posesividad. Nadie posee a nadie.

¿Qué chorrada es esa? ¿Por qué endemoniada razón no pongo en práctica mis credos con Axel?

Pues porque no surten ningún efecto. Algo hierve en el centro de mi pecho cuando me digo que esto solo ha sido sexo, un rollo, unos intercambios fogosos sin ningún otro vínculo que no sea el de satisfacerse el uno al otro. Me revelo contra esa idea, porque no me reconozco en ella, porque quiero conocer al Axel del que me habló Fede, un tío multimillonario, que lo tiene todo y que renuncia a toda esa comodidad. Quiero conocer al niño que se crió con su madre belga, al defensor de los más débiles, al protector.

Y el desgraciado no es capaz ni de mandarme un mensaje. Así que, con toda mi frustración acumulada, he hecho algo que no debería haber hecho… Sí. Me estoy convirtiendo en la mujer de los «no debería haber…». Esa es mi nueva identidad, y estoy adoptando el papel de la lerda de las pelis que siempre muere primero. Soy una suicida.

El caso es que he dejado a mi madre en casa, hablando por teléfono con una amiga suya con la que va mucho al «teatro del bueno» que hay en Cataluña, y me he ido a dar una vuelta, a ver si desconecto un poco.

He cargado con mi pala de pádel y mi bolsa y me he fugado cual tránsfuga hasta mi club de Badalona. Necesito coger ritmo, comprobar que aunque mi zurda esté magullada, mi diestra sigue en forma, y puedo hacer vida normal. Y quiero corroborar que voy bien de reflejos y de rapidez. Que mi cabeza está en orden.

Y aquí estoy, en el Badalona Pádel Club, aparcando mi Mini precioso y discretamente amarillo en el parking que hay fuera de las instalaciones. Justo debajo de las pistas de pádel hay un supermercado Spar, y me va perfecto porque quiero llenar el congelador de helados de vanilla y cookies y nueces de macadamia, a pesar del frío invierno.

Salgo del coche y cierro con el mando automático. Me cuelgo el paletero al hombro y entro en el club.

Genial, ahí están Mario y Sandra, que me saludan con los brazos abiertos. Quiero que me metan en algún partido y ver si así puedo desahogarme a gusto. Y además quiero que me pongan con hombres. No busco condescendencia, necesito mucha caña.

Apago el móvil, lo guardo en el bolsillo pequeño de la bolsa y me preocupo solo de jugar. Y por un momento fantaseo con que mi vida es, en realidad, todo lo sencilla que parece ser.

Al acabar el partido y despedirme de mis amigos del club, me voy de allí sin ducharme. No me apetece entretenerme en el vestuario y salir demasiado tarde, porque tampoco quiero preocupar a mi madre. Suficiente he hecho ya con irme sin avisar. Raro será que no hayan llamado a la policía.

Al menos, ahora me siento mucho mejor, más desahogada, más descansada. La verdad es que se han empleado conmigo y me han agotado.

Me abrigo bien para no enfriarme. A las seis de la tarde ya anochece en noviembre, y ahora son las siete y media. Alrededor de los faros del parking hay un halo de humedad. Sale vaho de mi boca cuando respiro, y acabo estornudando.

—Jesús.

Me quedo completamente helada.

Y en ese momento, alguien cubre mi boca y me tira hacia atrás, escondiéndome en la calle de detrás del club, donde nadie nos puede ver, donde nadie podrá oírme gritar.

No oigo nada.

Me está diciendo algo al oído pero tengo toda la sangre en las orejas y en la cabeza y soy incapaz de prestarle atención. Pero es su olor el que me aparta del arredramiento y el pavor. Entre la espesa neblina del miedo y de la sensación de ser nuevamente asediada, oigo su voz y me dejo envolver por esa esencia especial.

No solo huele a Axel. Es Axel.

—… loca por salir sola cuando ordené que te acompañaran a todas partes… Insensata… ¡Estúpida! ¡Deja de darme patadas! Eso, encima de que me ha dado un susto de muerte, el cretino va y me insulta. Aprovecho para morderle uno de sus dedos con fuerza, como si fuera Aquiles con la salchicha de Francisco.

Axel sisea y me aparta de golpe, empujándome hacia delante. Me doy la vuelta cuando recupero el equilibrio y lo miro, perpleja.

Él está parapetado tras la oscuridad, su alta y ancha figura me deja inmóvil. Es intimidante y aún no le he visto la cara. Si avanzara un paso, la luz de la farola lo alumbraría y yo podría ver su rostro por fin.

—Me has asusta… ¡Joder! ¡Qué co…! —exclamo con voz débil—. ¿Cómo…? ¿Cuándo has llegado…? ¿Por qué…? ¿Cómo sabes que…? —Las palabras salen atropelladas de mi boca.

—Cállate —me ordena de repente, señalándome inquisitivamente—. No tienes derecho a hablar. Te dije que no podías salir sola. —Me mira de arriba abajo y noto cómo clava sus ojos en mis piernas descubiertas—. No me jodas, Becca. ¿Y vas así? ¿Con esa minifalda?

Hijoputation. Esto es el colmo.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —Recupero el aplomo y la compostura. Me ha dado tanto miedo que tengo ganas de echarme a llorar. Y encima no ha pronunciado ni una palabra amable. Nada que indique que ha estado pensando en mí—. Me dejas sola en el hospital, no hablas conmigo desde hace días… —lo señalo con el dedo—, y ahora me sorprendes por la espalda para decirme que qué hago con minifalda. ¿Tú eres idiota?

—¿Que si yo soy…? —gruñe.

Esta vez sí. Axel da un paso al frente y deja que por fin la luz de la farola enfoque sus facciones. Qué atrevidas, las luces. A mí se me cae todo al suelo, porque, aunque parece que me odia y que no muestra un resquicio de simpatía por mí, cosa que puedo entender pero que me sienta verdaderamente mal, su guapura, su masculinidad descarada y desafiante, corta mi respiración y anula cualquier argumento en mi defensa que se le ocurra a mi cabeza.

Y es que sé que Axel me tiene el seso sorbido por todo lo que me oculta; pero es ese rostro que me muestra, el que puedo ver con facilidad, lo que me encoge por dentro y me convierte en puré, en una pasta blanda y trémula que languidece al hervir demasiado. Yo hiervo con él, de furia y de deseo. Y, al mismo tiempo, me irrita y me fastidia de todas las maneras habidas y por haber.

Axel me agarra por la parte superior de los brazos y me sacude, juntando su cara a la mía, hablándome entre sus blancos dientes apretados. Huelo su aliento mentolado y fijo mis ojos azules en los de él, tan verdes y tan anhelados que me hiere verlos de nuevo.

Soy estúpida de verdad. No sé qué me pasa. Él aquí, echándome una bronca de padre y muy señor mío, y yo pensando en sus ojos… Necesito terapia. Pero ya.

No consigo sintetizar lo que ocurre, excepto su contacto con mi piel. Sus dedos marcan mi carne igual que hierros candentes. Es como si me tocara por todas partes.

—¿Me llamas idiota a mí, que tuve que sacarte del fondo de un río porque te fuiste sin mi permiso? —Me agita con fuerza y mi cola alta da bandazos adelante y atrás—. ¿Y me insultas cuando no creías que alguien pretendía hacerte daño y te reías de mis suposiciones? ¡Estúpida niñata ególatra! ¡Por poco la diñas, cabeza de chorlito, y todo por tus ansias de salirte siempre con la tuya!

No alza la voz, pero escupe las palabras con tanta furia y tiene las venas del cuello tan hinchadas que no hace falta que me dé a entender que me está gritando con todo su corazón. Como las mayúsculas en los foros y los blogs. Pues Axel hace lo mismo, pero entre dientes.

Ahora ya me está haciendo daño, seguro que me salen moretones… Pero me importa un pimiento. Él está aquí. Me ha seguido, no sé cómo ni cuándo… Ni entiendo cómo demonios sabía dónde estaba. Joder, ¿cómo lo ha sabido?

—¿Te lo has pasado bien estos días? Apuesto a que has hecho todo lo que no te dejé hacer, rizos.

Me ofendo porque esta es su manera de interesarse por mí: tratándome mal.

—No seas cromañón. ¡Solo he estado con mi familia! ¡Mi madre y mi hermana han hecho de guardianas! ¡Te he hecho caso en todo, para mi deshonra!

Lo empujo con fuerza por el pecho, y nada. Soy como Sansón cuando le cortaron el pelo y quiso tirar las columnas del templo de Salomón, que dijo: «Si eso, ya os caéis vosotras». Pues, si eso, ya se moverá Axel.

—¿Que me has hecho caso, dices? ¡¿Como ahora?! ¡¿Pasándote mis recomendaciones por el arco del triunfo?! ¡¿Y por qué te han dejado salir sola?!

—No rices el rizo, Axel. Ellas no sabían que había decidido ir a entrenar un poco… ¿Y tú cómo sabías dónde estaba? —pregunto intentando mantener la calma—. Me estás haciendo daño. Suéltame. —No rehúyo su mirada.

Entonces me suelta, como si el contacto conmigo le repugnara.

—Tengo mis propios métodos.

—Me imagino, estás llenito de misterios… ¿Cómo lo sabías? Me merezco una explicación —le exijo mientras me froto los brazos.

Lo miro de arriba abajo. Viste con su estilo característico: entre sport y casual. Da igual, tampoco sabría definir cómo viste. La cuestión es que con esa sudadera polo negra, sus tejanos y sus zapatillas Converse de piel está demasiado bueno.

Y yo sigo demasiado cabreada con él. Y, también, feliz por verle.

Qué mierda ser bipolar. Me encanta.

—¿Te mereces una explicación? ¿Tú? ¿Por qué?

Sonríe con desdén. Y no me gusta, porque vuelve a tratarme tan despectivamente como al principio, como si no hubiéramos compartido nada en Tenerife.

Me desinflo rápidamente, y lo que siento me da miedo. Está muy disgustado y creo que me odia mucho.

—Axel… No me hables así. Pensé que vendrías a verme al hospital, al menos una vez. —Intento suavizarlo—. Yo… quería hablar contigo. Pregunté por ti nada más despertarme… Quería verte. Y Fede me dijo que te habías ido a buscar al tipo que me hizo eso. Y no me lo podía creer.

—Sí. Créetelo.

—Hay gente que se puede encargar de eso —le regaño.

—No si lo que quieres es discreción.

—Podría haberte hecho daño, Axel —digo señalándole el pecho, preocupada—. No eres mi guardaespaldas, ¿no lo entiendes?

Él se envara.

—O podría haberle hecho daño yo a él. ¿Tan poca fe tienes en mis posibilidades, rizos?

Suelto un bufido de frustración.

—Solo me preocupo por ti. Odiaría que te hicieran daño por mi culpa.

—Demasiado tarde —dice en voz baja.

—Ah… ¿Y… bien? —Mi voz sale como un pitido frágil—.

¿Has encontrado a Vendetta?

—No. Es escurridizo.

No me cuenta nada más, aunque sabe que me muero de ganas de recibir información. Es muy difícil hablar con alguien que te estudia como si cada palabra que sale de tu boca fuese mentira. Me incomoda ser el centro de atención de tanta hostilidad.

—¿Por qué lo pensaste, Becca? —pregunta abruptamente.

—¿Eh? ¿El qué?

—Que iría a verte al hospital.

—¿Có…? ¿Cómo que por qué, zopenco? Porque… —No puedo fingir que me duele que borre lo nuestro y que le dé tan poca importancia, pero por mi honor que lo voy a hacer—. Porque… me salvaste, y… somos amigos, ¿no? Los amigos se preocupan por los suyos.

—¿Eres mi amiga, Becca?

—¿Es una pregunta? Yo creía que sí —contesto de puntillas—. ¿No?

—No sé. Tenemos conceptos diferentes de la amistad. Los amigos se respetan —camina a mi alrededor como un felino dispuesto a devorarme— y no hacen nada que vaya en contra del otro, ¿me equivoco?

—Sé dónde quieres ir a parar —protesto—. No soy tonta, soy psicoterapeuta. —Voy a ponerle los puntos sobre las íes. No me gusta que jueguen conmigo—. No me vas a poner nerviosa. Estás enfadado porque crees que me reí de ti cuando decidí marcharme para ver a la amiga de Fayna. Pensé que sería un momento, que…

—Te dije que si me desobedecías, o si hacías algo que no debías, me enfadaría y las cosas cambiarían.

—¡Sí, lo sé! —Abro los brazos y hago aspavientos—. Pero no podía fallar a Fayna. Me iba al día siguiente, creía que podía hacer un viaje rápido, visitarla y ya está…

—¿Y ya está? ¿Y qué fue lo que no te quedó claro de «tienes un acosador pisándote los talones»?

Vale. No tengo disculpa. Él me avisó y yo le fallé. Agacho la cabeza y acepto mi veredicto, señalada con total evidencia. Es mi culpa.

—Tienes razón. Fue culpa mía —le concedo—. Debí reunirme contigo en el hotel y no ir a Santa Cruz sola… Debí hacerte caso. ¿Contento?

—No.

—¿No? ¿No aceptas mis disculpas? Perdóname, Axel. Lo siento mucho.

Axel deja caer la cabeza hacia atrás y se presiona la frente con fuerza.

—¿Me estás tomando el pelo? ¡¿Y qué coño haces sola otra vez?! ¿Te gusta coquetear con el peligro, Becca? ¿O quieres matarme de un disgusto? ¿Y por qué estás jugando a pádel? ¿No estás lesionada?

—¡No me agobies! Yo… ¡no sé lidiar con esto! ¡¿Vale?! Odio estar encerrada, odio no tener liberad… ¡No quiero vivir así! —me defiendo como puedo.

—Y no tendrás que hacerlo cuando hayamos cogido al tipo que te acosa, Becca. Pero, mientras tanto, no puedes hacer lo que te venga en gana, ¡joder! —Se desespera—. Tienes que hacerme caso, ¿entendido? No queremos que los medios sepan lo que pasa, lo hemos encubierto todo para que El diván esté protegido y siga con su éxito, por eso me encargo yo de todo…

—¿Y quién eres tú? ¿Eh? ¿Me vas a contestar a eso? ¿Por qué un jefe de cámara quiere hacer de superhéroe? Deja a los profesionales que se encarguen.

—Si yo te contara, rizos…

—Hay cosas que no hace falta que me las cuentes porque ya me las ha contado tu hermano —admito con algo de veneno resabiado.

Axel se queda de piedra, como una figura de hielo, fría y consternada. Siento ser tan brusca, pero con personas como él hay que ir muy de frente. No quiero tener que andar de puntillas con alguien que ha estado enterrado tan adentro de mi cuerpo que aún lo siento detrás del ombligo. No tiene ningún sentido para mí.

—Fede no tenía derecho… —susurra, decepcionado—. Le dije que no se metiera.

Se asombraría de lo metido que está Fede en lo nuestro.

—Pero ¿qué más da? ¿Qué crees que voy a hacer yo con esa información, Axel? —Doy un paso adelante e ignoro todas las señales de peligro que emanan de su cuerpo tenso. Pongo una mano sobre su mejilla y noto que está caliente en contraste con mi mano helada—. Me hubiera encantado que fueras tú quien hablara conmigo y me contara todas esas cosas. Creo que te he demostrado que soy buena confidente. ¿Por qué no confías en mí?

Axel levanta una mano, me coge de la muñeca y, sin sonreír ni cambiar su tono, me dice:

—Tienes las manos heladas. Estás pasando frío. —Aun así, se preocupa por mí.

—Claro que estoy pasando frío. Estamos a ocho grados y voy en falda corta.

—¿Quieres volver a tu casa? ¿Te llevo?

—¿Eh?

Sus ojos nacidos en el Caribe me traspasan y de repente adquieren un tono lleno de ardor.

—Que si tienes prisa por volver a tu casa, rizos.

—¿Es que… hay otra opción? —pregunto tanteándolo emocionada.

Él parpadea y siento cómo su cerebro se pone a trabajar.

—Tú ganas. Dile a tu madre que estás conmigo.

—Uy, sí… Seguro que eso la tranquilizará mucho —ironizo.

—Díselo. Y acompáñame a mi hotel. Allí hablaremos de lo que tú quieras. Aquí no.

—¿A tu hotel?

—Sí.

—¿Y… me contarás todo lo que yo quiero saber? Él asiente con serenidad.

—De acuerdo, entonces.

Cedo con la esperanza de que él se abra a mí, y de que ambos compartamos tiempo juntos. Creo que lo necesitamos.

Dejo que Axel me acompañe hasta mi coche, que está a pocos pasos de nosotros, y por el retrovisor, todavía incrédula por saber que voy a pasar la noche con él en Barcelona, hablando por fin y abriéndose a mí, observo cómo se sube a un jeep Renegade negro de cristales tintados.

Dios, cómo le pega ese todoterreno. Él pasa por delante del Mini y yo arranco y le sigo.

Bueno, parece que después de muchos días de estar en la inopia, finalmente hago algo que tiene sentido para mí, algo que realmente quiero hacer.

Conocer a Axel.

El hombre que monopoliza mis pensamientos.

Mi salvador.

El desafío de Becca

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