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@eldivandeBecca #Beccarias Sé lo que siente Genio. Yo fui a un concurso de feos y me dijeron que no aceptaban profesionales @loquehayqueoir

¿Alguna vez os habéis tragado un trozo de hielo?

No me refiero a un cacho machacado previamente con vuestros dientes, sino ¿una porción del tamaño de una nuez que se haya deslizado de golpe a través de vuestro esófago? La sensación que recorre mi cuerpo ahora es parecida a la experiencia de engullir medio Polo Norte. Tengo frío, estoy destemplada, extrañamente dolorida en el centro del pecho, y un nudo de nervios replegados en la boca de mi estómago no permite que coma nada desde que he llegado a Tenerife.

El vuelo en el avión ha sido como una pesadilla borrosa de la que quería despertarme, sin éxito. Por un momento, unas felices horas de dicha mundana y corriente, creí que mi acosador me había dejado en paz; con la fulminante aparición de Rodrigo pensé que ya habían desenmascarado a mi perseguidor, y que por fin lo iban a meter en la cárcel. Mi paz mental se reinstauraría, me centraría exclusivamente en El diván y en mi carrera profesional, y comprendería poco a poco los mecanismos que han hecho que yo, la más controladora en temas de amor, haya perdido las riendas, la cabeza y parte del corazón por un hombre como Axel.

Sin embargo, mis objetivos han sido violentamente modificados. Otra vez.

Vendetta está vivito y coleando, y lo de Rodrigo ha sido un episodio psicópata y vengativo de un hombre despechado que no ha podido con la vergüenza de ser humillado en un programa de televisión, y ha focalizado toda su ira en mí, sin comprender que lo que le sucede es la consecuencia de sus actos.

Sigo sin conocer a mi acosador. Él sigue libre. Y yo estoy sola, en las Islas que colindan con África, y sin mi guardaespaldas personal.

Sin Axel.

La desazón que me recorre se refleja en la expresión de mi cara.

A Axel se le acaba de morir el padre, y no me ha dicho nada. No me ha llamado para explicármelo y decirme: «Oye, mira, no subo al avión porque mi padre acaba de fallecer. Ya, si eso, ve tirando tú, que luego te alcanzo», por ejemplo. En lugar de eso, ha mantenido el silencio, y me ha dejado en compañía de Roberto, un guaperas podrido de pasta y adicto al sexo en grupo, un tipo al que odia y que sabe que no tendrá reparos en seguir lanzándome puyas sexuales.

Pero ¿cómo puedo culpar a Axel de no pensar en mí? No debo ser tan egoísta, me avergüenza pensar de esta manera. Y por otro lado, nada me enfurece y me decepciona más que…, que una noticia como esta no la haya querido compartir conmigo. ¡Su padre ha muerto, por Dios! ¡Habría pedido que me bajaran del avión! Lo habría hecho por él, sin importarme si al día siguiente los de la MTV se sentían decepcionados conmigo al ver que no había nada preparado y que no estaba lista para grabar.

No lo comprendo. Sé que Axel es introvertido, más hermético que las bolsas zip de los congelados. Pero no puedo equivocarme cuando digo que creo que hay algo muy especial entre nosotros. Él mismo lo ha confirmado. Pero ¿cómo voy a creerle cuando se comporta así?

Lo conozco desde… Bueno, lo conozco desde la Caja del Amor, e incluso allí, sin saber que era él, ya saltaron chispas entre nosotros. Pero el tiempo nos ha ido pelando como a un plátano hasta descubrir nuestro tierno interior, y debo de tener algo muy atrofiado para equivocarme con él y con mis sentimientos.

Y por todas esas cosas apasionadas que me dice, él tiene que sentir lo mismo. Es imposible que no sienta nada por mí.

Hace no mucho tiempo, cuando tenía una pareja estable y mi vida era un poco más aburrida y monótona que la que tengo ahora, siempre pensé que el amor debía trabajarse día a día, y que los flechazos instantáneos, esos que te anudan a una persona de por vida, existían solo en mentes demasiado románticas, soñadoras y pasionales como las de Carla y Eli.

¿Y quién iba a creer en eso, cuando nuestro día a día y la mayoría de las parejas que nos rodean no reflejan ni una sombra de felicidad o bienestar en sus caras? Sin ir más lejos, solo en la calle donde vive mi madre, ha habido cuatro divorcios. Cuatro. Todos conocidos de mi madre. Si a eso le añadimos que el panadero de enfrente le hace el salto a su mujer con la que le compra las barras de pan italiano, y que el dueño del café de la esquina, que tiene sesenta años —no el café, sino él—, tiene a una nena de veinte como pareja, ¿en qué tipo de amor verdadero hay que creer? ¿De qué amor me hablaban Eli y Carla? ¿De qué amor me hablaban las películas y las novelas románticas? ¿De uno que no existe?

Mis Supremas siempre me han hablado de la necesidad de vivir una historia de amor desgarradora y lacerante, que tan buen punto te tiene riendo y dibujando corazones en cristales empañados, como te tiene llorando y desquiciada en fase Alguien voló sobre el nido del cuco. Yo era de las que pensaban que no hacía falta llegar a esos extremos de descontrol y vulnerabilidad. Y sé el porqué de cerrarme en banda a esa experiencia. Porque no me gusta sufrir y llorar. Supongo que a nadie le agrada. Pero yo decidí no pasar por eso más de la cuenta.

Y ahora, cuando cuento con más de cinco lustros sobre mis hombros, me psicoanalizo con frialdad y me doy cuenta de que me fui por la vertiente más segura, y elegí el camino fácil, el de David. Un hombre que siempre me trataría bien, y con el que me llevaría de maravilla toda mi vida; es decir, un gran compañero con el que caminar al lado.

Pero ese amor no era amor. Era un dulce de sacarina. Me iba bien, me mantenía en mi línea, no había bajones ni picos.

No como con Axel. Que es un postre de azúcar moreno, hipercalórico, que dispara mis triglicéridos y mi colesterol para que me obstruya las arterias. Y es verdad, es que es así, es un amor que hace daño al corazón. Lo expande y lo encoge a cada latido, y me deja sin argumentos y sin palabras. En mis días más tormentosos me llena de impotencia y frustración, pero en los momentos en los que él cede y me enseña esas partes ocultas que no muestra a nadie más, me convierto en un ser henchido de felicidad, y a veces, rebosante de luz, como si yo fuera un interruptor y él, el dedo que me enciende.

Ya no me cuesta admitirlo. Estoy enamorada de Axel.

Y me gustaría apostar por él, aunque pierda por el camino. Necesito que él confíe en mí y aprenda a contar conmigo. Tengo paciencia, sé tratar con personas así… Bueno, no exactamente como Axel, pero sé que si yo a él le gusto la mitad de lo que me gusta él a mí, si empieza a tener los mismos sentimientos locos y maravillosamente incongruentes que yo tengo hacia él, habrá un momento en el que yo sea su primera opción. No tendrá que esconderse, no tendrá que huir. Solo me buscará y yo seré su ancla para que se desahogue. Y deseo eso, o de lo contrario, no será fácil para mí continuar con él. Necesito confianza plena. Y Axel tiene problemas con eso.

Pero tengo aguante. Soy más pesada que un teleoperador llamando a la hora de la siesta. No me voy a rendir.

El diván ha hecho terapia conmigo para descubrirme a mí misma como una auténtica inconsciente en lo que a Axel se refiere. Y me vale. No voy a buscar más razones ni explicaciones a este despertar al amor que estoy viviendo con él.

Es así. Y ya está. Que se atenga a las consecuencias; si no, que nunca me hubiera arrinconado en la Caja del Amor. Que nunca se hubiera agarrado a mi pelo. Mi pelo es un problema enorme y rojo, y lo ha sido toda la vida.

Todo esto es culpa suya.

Por eso, cuanto más reconozco lo loca que estoy por él, más me entristece que siga manteniendo su corazón, sus miedos y sus sentimientos a buen recaudo, celosamente encerrados bajo llave.

Se me empañan los ojos, y me los froto con el antebrazo.

Hace un calor de mil demonios. Estamos en Tenerife, en el taxi que nos va a dejar en la casa que hemos alquilado. Hemos decidido que no iremos de hoteles, porque la caravana es difícil de aparcar y llamamos mucho la atención, y con mis antecedentes de persecuciones y demás, cuanto menos nos dejemos ver, mejor.

Voy en manga larga, con tejanos, deportivas y una camiseta de algodón de color negro, como una nórdica albina, porque no me ha dado tiempo de coger la maleta de verano que tengo en la caravana. Así que, con mi pelo rojo y mis mejillas a conjunto, parezco un desorientado Minimoy recién salido de una sauna. Roberto va a mi lado, mirando el paisaje a través de la ventanilla. Lleva una camiseta negra de manga corta y unos tejanos oscuros. Calza unas Converse blancas.

No le veo los ojos, porque los tiene cubiertos con unas Gucci que le ocultan las cejas y parte de los pómulos. Antes he intentado gastarle una broma cuando le he dicho si iba a bucear con ellas. Ha tenido la gentileza de sonreír, pero no me ha contestado; supongo que se ha dado cuenta de que no tengo demasiada gracia y que estoy mal, realmente mal.

Me ha sorprendido que no haya querido meterse conmigo, después del chantaje al que le he sometido para que acceda a hacer la terapia.

Roberto es de esos hombres que detestan perder el poder. Y lo cierto es que, después de amenazarle con la publicación de sus vídeos y sus grabaciones de voz como material audiovisual de uno de los próximos programas de El diván, no ha tenido más remedio que aceptar mi soborno de continuar con la terapia de choque, o su reputación y su índice de popularidad dentro de la noche madrileña caerían en picado.

Y no le interesa, obvio.

Cuando una ha pasado por una experiencia traumática como yo, y vuelve al lugar de los hechos, las alarmas de nuestra mente se disparan. Los índices de adrenalina suben y es muy probable que me dé un ataque de pánico.

Pero nada de eso sucede conmigo. Sospecho que es porque estoy especializada en ansiedades y fobias y estudio con antelación mis reacciones para que eso no suceda. Sea por el motivo que sea, lo agradezco. Agradezco mucho no perder el control en el taxi, acompañada de Roberto.

Aborto la nueva llamada que le he hecho a Axel y cierro el Whatsapp al ver que no contesta a ninguno de mis mensajes.

La frustración tiene un nombre de mujer: Becca. Axel pide tiempo para mostrarse tal cual es, con todos esos recuerdos turbios y los secretos que le han desgarrado el pasado, y el presente.

Quiero darle ese tiempo. Y se lo voy a dar. Tiendo a preocuparme mucho de las personas que quiero. Y es muy difícil para mí estar enamorada de él y no tener acceso libre a sus cosas, no poder expresarme como quiero por miedo a que salga huyendo, o a presionarlo demasiado. Todo esto es nuevo para mí, porque tampoco sé muy bien cómo comportarme con él. Tengo mis sentimientos en modo ON todo el día.

Y aunque conozco la teoría y me consta qué debería hacer con personas con su perfil (ser todo lo comprensiva que pueda), algo muy poderoso y lleno de luz oscura sacude mi interior. Me ofende y me enrabieto, porque no ha querido hablar conmigo, ni me ha avisado de la muerte de su padre. Se ha esfumado, así, sin más. Y vuelvo a estar un tanto perdida y a expensas de cuándo volveré a verle.

No es justo. No es justo que me trate así. Y además, no creo que me lo merezca. Ahora me siento muy desprotegida sabiendo que Vendetta sigue suelto y que Axel no está conmigo. Quiero volver a sentirme bien y a salvo.

No lo negaré: estoy muy ofuscada.

—Madre mía, qué calor —murmuro despegándome la camiseta del cuerpo—. Aquí se muere una como Juana de Arco.

—No hace tanta. Pero estás histérica desde que te subiste al avión —señala Roberto mirándome a través del retrovisor del taxi. Nunca me había hablado así, a pesar de estar sentados el uno al lado del otro—. ¿Tal vez sudas porque te pongo nerviosa? —Sonríe pomposo.

Puede que a otro tipo de mujer, a una de esas que en su vida han estado con un ejemplar como este, sí les podría poner nerviosa. Pero a mí, que todavía noto entre mis piernas a la bestia de Axel, va a ser que no. Él solo es un príncipe, y Axel es el Rey.

—Sí, mira cómo tiemblo. —Levanto mi mano para que compruebe mi temblor inexistente.

—Y si no es por mí por quien estás así, ¿por qué es?

—La vida… —contesto con amargura—. Que es un cúmulo de absurdos infortunios.

—Déjame adivinar… —Pone cara de pensativo—. ¿Platón?

—¡Sí, qué listo eres! —Sonrío como una falsa—. Platón con tetas y disfrazado de una morena de ojos claros y con mi mismo apellido.

—Ah, joder. La bruja de tu hermana —concluye agriado, removiéndose incómodo en el asiento—. Qué buena está. Una pena que le gusten más las nécoras que los centollos —murmura como si no diera importancia a lo que acaba de decir.

—¿Cómo dices?

—Lo que oyes.

—Y tú ¿cómo lo sabes? —Mi cara seguro que refleja toda mi sorpresa.

—Tiene que ser así para que no se hayan interesado en mí. Creo que Eli y ella… —Hace el símbolo de dos tijeras entrecruzadas con los dedos de las manos—. Ya me entiendes.

—No. No te entiendo. ¿Les gusta el Patching? ¿Juegan a los recortes?

—Venga ya —resopla, incrédulo—. No me tomes el pelo; eres su hermana, tienes que saberlo. No tiene sentido que ninguna de las dos haya querido acostarse conmigo, y lo sabes.

—A ver, Julio Iglesias, a ti tu ego tiene que matarte de asfixia todas las noches, ¿no? Solo puede quedar uno.

Roberto se encoge de hombros, pero detecto una sonrisa divertida por debajo de la nariz.

—¿Quieres que te haga sentir mejor, Becca? Al fin y al cabo, el déspota del jefe de cámara te ha dejado tirada, sola, abandonada… —arquea las cejas rubias—, y conmigo. Tal vez quiere que…

—Cállate ya la boca. Voy a hacerte una terapia de choque —entrecierro los ojos y abro la boca con los dientes apretados, como un dóberman— que Walter Bishop parecerá un santo a mi lado.

—No sé quién es ese tal Walter. —Mira su reloj, tal vez aburrido del trayecto en taxi conmigo—. Pero acepto cualquier tortura que quieras hacerme.

Obvio. Un tío como él no sabría quién es Walter Bishop, el mejor científico de la historia de las series de televisión.

—Además de los gang bangs, ¿también te va el sado, Roberto?

—Me va, si eso te hace sentir mejor… Haría cualquier cosa por borrar de tu frente esas arruguitas de preocupación. —Guiña su espléndido ojo.

Se ha fijado.

Despierto un interés real en Roberto. No sexual. Bueno, eso también. Sin embargo, lo que percibo es que está angustiado por no poder cambiar mi estado anímico. Al final, hasta le caeré bien.

Recapitulemos: Roberto es adicto al sexo, pero no al sexo en sí; es, sobre todo, adicto a las mujeres, a darles placer y lograr que se sientan bien con él. Hay una clara adicción y retroalimentación en esa actitud. Si conmigo no lo logra, se frustra. Que es justo como está ahora. Por eso actúa como un león en una jaula de pájaro y dispara a traición.

—¿Crees que con el sexo se consigue todo? —Yo también sé disparar.

Se acerca a mi oído y susurra:

—Déjame bajarte las bragas, abrirte las piernas y comerte, y verás cómo con el sexo, una buena lengua y un buen orgasmo se consiguen muchas cosas.

—No, gracias —contesto amablemente—. Pero es un detalle que te prestes a hacerme guarradas en un taxi. Es tan bonito que creo que voy a llorar.

—Yo te haría llorar… pero de placer, nena.

—Ya te dije que ni apodos cariñosos, ni motes, ni diminutivos que te hagan creer que soy solo una vagina andante y abierta para ti las veintinueve horas como un colmado paquistaní.

Solo espero que el taxista sea alemán o mandarín, para que no entienda nada de lo que estamos diciendo. Pero por el tic de su ojo derecho, juraría que su cerebro está comprendiendo toda la conversación.

Fantástico.

—¿Disculpe? —interviene el taxista volcando su mirada negra en mí a través del espejo delantero.

—¿Sí? —pregunto. Roberto ha abierto la ventanilla y el aire está sacudiendo mi melena a lo loco.

—¿Es usted la señoriña que sale por televisión?

—Depende —contesto con toda la simpatía que el calor, la asfixia y la angustia me permiten. Me recojo el pelo con una mano—. Hay tantas que salen en la tele, ¿verdad?

—No hay muchas con su pelo —dice señalando su propia cabeza calva—. ¡Menuda mata! ¿Me da un poco?

Entrecierro los ojos.

Serdo. Fantaseo con darle una coz desde el asiento de atrás, traspasar la tela y la estructura del respaldo y golpear su nuca, hasta que tenemos un accidente. Sea como sea, él se come el airbag, sí o sí.

—Entonces, ya lo sabe todo sobre mí —comento con sarcasmo.

—Sí, mujeeer. Usted es la de los fóricos, que se santiguan por todo. —¿En qué idioma me habla? Mí no entender—. Y les hace terpaias.

Vale. Mí no entender… una mierda.

—¿Fóbicos quiere decir? ¿Terapias? —pregunto intentando adivinar lo que dice.

Esu he dichu. —Sonríe feliz.

El señor no es ni de las Islas. Es gallego, claro está. Tenemos unas lenguas maravillosas en nuestro país, ¿a que sí?

Una vez fui a Cádiz y fue como visitar Rusia, aunque con mejor clima y la gente muchísimo más simpática. Esos gaditanos ¡qué especiales son! Sé que ellos están muy orgullosos de hablar así. Y yo me entretuve mucho intentando descifrar palabras. Quien dice Cádiz, dice Girona o Lleida. El catalán más cerrado que te puedas echar a la cara está en esas dos comarcas, y no hablemos del menorquín. Aunque, bueno, tengo la teoría de que el menorquín tiene que ser una lengua antigua, como el arameo o el sánscrito. Y aun así, aunque hablen raro, me encantan.

A pesar de todo, creo que lo de este hombre no es un problema de que no controla el idioma, es simplemente que le encanta inventarse palabros.

A continuación, veo cómo saca el teléfono móvil y me lo enseña, girando su cabeza en un ángulo imposible, como hacen todos los muñecos inmortales de G. I. Joe.

—¿No le importará que nos hagamos una fotiña?

Un claxon procedente del carril de al lado avisa de que estamos a punto de colisionar lateralmente.

—¡Señor, por el amor de Dios! —exclamo señalando la carretera—. ¡Mire hacia delante!

—Vale, está bien —se excusa con una parsimonia envidiable—. Pero ¿y un seflie, señoriña? Esu sí pudemos hacerlo, ¿eh?

—No, después, señor… —Y señalo histérica un camión de frutas que pasa rozando el taxi—. ¡Mire la carretera! ¡Después!

El taxista levanta el brazo y conduce con la mano izquierda. No me lo puedo creer. El cretino hasta sonríe para quedar bien, y al final hace un selfie.

¡Puto tarado!

Me enseña el resultado para más inri.

Sale su cara partida por la mitad, Roberto de perfil y riéndose como si la situación le encantara, y yo como una salvaje de la selva, con todos los pelos en la cara y la boca desencajada.

No pienso dejar que repita la foto ni siquiera cuando hayamos aparcado.

Puerto de la Cruz

Nos refugiamos tras la fachada de una enorme casa de alquiler con piscina propia, jardín, más de seis habitaciones, y unas vistas envidiables del Puerto. La caravana está a buen recaudo en el aparcamiento privado del porche delantero.

Necesitábamos un lugar así para trabajar tranquilos, sin mirones, sin flashes de móviles y sin: «¡Becca, quiero hablarte de mi marido, que tiene fobia a limpiar!». O «¡Becca, tengo un novio que odia los profilácticos!».

Sin palabras.

Nos hemos instalado inmediatamente. Tengo la necesidad imperiosa de darme una ducha y cambiarme de ropa, y es lo primero que hago. Una vez aseada y con una indumentaria más propia del clima canario, aprovecho para reunirme con Ingrid y Bruno en el salón que goza de unas vistas admirables del Puerto. Roberto se está duchando y tarda más que una mujer, así que es mi momento para liberarme del marcaje al hombre que me está haciendo desde que nos subimos al avión, y centrarme en el problema real y el que más me preocupa ahora.

La ausencia de Axel.

Ingrid y Bruno escuchan con pesar y algo de estupefacción lo que les cuento sobre la muerte del padre del jefe de cámara. La relación entre esta pareja parece haberse congelado. Después de lo que vi en Madrid, y de admirar el carácter que sacó Ingrid para que la dejara en paz, mucho me temo que Bruno tendrá que hacer unos esfuerzos titánicos para recuperarla.

—¿Y cómo está Axel? —me pregunta Ingrid, preocupada. Su pregunta tiene mucho sentido. Yo, que soy la persona más cercana que tiene este hombre, y con la que comparte momentos tan íntimos, debería saber cómo se siente Axel, ¿verdad? Pero no lo sé.

—Fue Fede quien contactó conmigo para decírmelo —contesto sin rodeos. La expresión de Ingrid lo dice todo. Ella también conoce a Axel, y me conoce a mí. Está claro que está de mi parte—. De Axel no sé nada. Le he llamado un montón de veces y no me coge el teléfono.

—Aparecerá tarde o temprano. —Me pone una mano sobre el hombro—. Siempre lo hace.

Ya. ¿Y si no vuelve? No soportaría que no volviese. Madre mía, cómo ha cambiado el cuento para mí.

—Supongo. Hay que darle un tiempo para que se reponga —explico lo más serena posible, ignorando mi creciente ansiedad—. Tiene que pasar el luto para volver a trabajar.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —pregunta ella, sobrecogida.

—En realidad, lo único que nos queda es ponernos a trabajar. —Los miro fijamente.

—Yo me encargaré de todo hasta que él vuelva —dice Bruno mientras trastea una pequeña cámara entre las manos.

Ingrid le dirige una mirada de indiferencia por encima del hombro, y Bruno la advierte, pero decide no darle importancia. La tensión se masca con claridad.

—Mañana madrugaré para localizar planos. Saldrá todo bien, Becca —afirma como un adivino—. Los de Estados Unidos quedarán satisfechos. —Sonríe, y sus ojos negros brillan con determinación, aunque no ocultan sus ojeras. Este tampoco duerme bien, pobre.

—Gracias, Bruno. Espero lo mejor de todos. Es una gran oportunidad para daros a conocer —les explico—, y para ampliar horizontes. A pesar de que nuestro corazón esté con Axel, nuestra cabeza debe estar aquí. El formato de Becca es muy revolucionario y novedoso; si lo hacemos bien, seguro que todos podremos aprovecharnos de ello. Aunque nos cueste, tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos.

Ingrid sonríe ilusionada. Ella está pensando en un puesto de alguna producción norteamericana como maquilladora de efectos especiales, y si los productores tienen contactos y están bien relacionados en el mundillo, verá sus puertas abiertas.

Bruno no sé lo que espera. Creo que ni él sabe lo que quiere. Pero no sé por qué me da que su decisión dependerá de la actitud de la pelicastaña de piernas interminables.

Y yo… Bueno, yo en estos momentos no sé dónde está el norte. En otro momento, como por ejemplo cuando estaba con David y mi objetivo era trabajar en Estados Unidos para estar junto a él, estaría dando brincos por la casa, decidida a aprovechar esta gran oportunidad que me brindaba la vida. Sin embargo, ahora mi objetivo profesional se ha difuminado, y en su lugar solo tengo el inmenso anhelo de ver a Axel y consolarlo.

Solo pienso en él.

—¿Y cuál es el plan hoy, jefa? —pregunta Bruno—. ¿Necesitas algo?

Sí. Necesito muchas cosas, pero Bruno no me las puede dar. No obstante, hay algo que necesito de Bruno. Y en todo caso, Bruno es mucho mejor que Axel para este encargo, porque él no tendrá el instinto de arrancarle la cabeza al rubio. Y yo tengo la necesidad de seguir trabajando en su terapia para no pensar en nada más. Mi trabajo también supone un salvavidas personal, porque me obliga a centrarme en los problemas de los demás en vez de hacerlo en los míos, aunque eso no impida que por las noches, esta en especial, no pueda dormir pensando en él.

—Tengo que hablar con Roberto sobre su adicción y su compulsión —explico algo dubitativa—. ¿Crees…? ¿Crees que podrías grabarlo sin que él se diera cuenta? Necesito que vea con sus propios ojos cómo se comporta en realidad, cómo le vemos los demás. Y tengo que advertirle sobre lo que puede pasar mañana. Es de vital importancia…

Suena el timbre de fuera, que me sobresalta y me interrumpe. Los tres nos miramos extrañados.

—¿Esperamos a alguien? —pregunta Ingrid.

Yo parpadeo algo perdida y el pecho me hace vacío.

—Axel.

No doy tiempo a que contesten.

Tengo el corazón en la garganta. De repente, se me humedecen los ojos. Me va a doler ver a Axel con su fachada dura, ocultando todo el dolor que sé que en realidad siente. Su padre ha muerto, y por muy mal que se llevaran, no deja de ser su padre. Los hijos nos sentimos atados, ya sea por el amor o el resentimiento a nuestros progenitores, a pesar del dolor que nos hayan causado.

Corro como una gacela hasta la puerta de la entrada, y salgo al jardín.

Dos hombres morenos y muy corpulentos sobresalen por encima de la valla colindante de la propiedad. Están hablando haciendo gestos con las manos, señalando cada orientación de la casa.

Mi decepción aumenta y mi esperanza cae en picado cuando reconozco quiénes son.

Gero y André. Los paracaidistas.

Sin embargo, ahora ya sé cuál es la auténtica relación que tienen estos dos con Axel, y todo gracias al cirujano tarado que está tratando a Eugenio.

La guerra une a las personas eternamente.

La decisión de Becca

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