Читать книгу La decisión de Becca - Lena Valenti - Страница 9
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Оглавление@testosterman @eldivandeBecca #Beccarias Solo hacéis que llorar. Lloráis por amor, por desamor… Pero el 90% del resto del tiempo no sabéis ni por qué lo hacéis
Madera. Aire. Agua. Tierra. Y fuego.
Siempre he creído en los elementos mágicos y en sus propiedades curativas, tanto para el alma como para el cuerpo y la mente.
Eso no quiere decir que vaya a hacer un hechizo en esta noche de luna llena, ni que haya comprado ancas de rana ni sangre de dragón… Es, simplemente, que creo en el misticismo de estos componentes básicos y esenciales para cualquier reunión nocturna en la playa. Es por esa razón por la que parte de la terapia del día la vamos a hacer en el exterior, en una playa que, por alguna extraña razón, me fascinó la primera vez que la vi: la playa de los amantes. Y no quiero admitir que el besazo de tornillo que Axel me dio cuando lo cacé borracho cantando a las estrellas, tiene algo que ver con mi predilección.
Anochece en las Islas. En el horizonte, el cielo del atardecer se funde con la oscuridad del mar. Y a pocos metros de la orilla de la playa yace una hoguera. Ingrid ha tenido que pedir los permisos pertinentes para hacerla, y nos los han concedido. Lo que no consiga esta chica…
La temperatura desciende al caer la noche en Tenerife. No hasta el punto de ponernos chaquetones, pero sí para colocarnos sudaderas; la mía es negra, con capucha y unos labios de lentejuelas rojas en el pectoral, y en la espalda tiene la cara de Marilyn estampada. De todas las que había, era la que menos le gustaba a Ingrid, y la que más me encantaba a mí.
Marina y Roberto ya se han sentado alrededor del fuego.
Bruno prepara los micros de solapa para mis dos rubios, ya que el grande de alcachofa cogerá mucho ruido exterior debido a la marea y al aire que de vez en cuando se levanta y azota nuestros rostros con alevosía.
Ingrid, por su parte, está acabando de preparar los cuencos de cristal repletos de nubes de chucherías, que iremos quemando una a una con las llamas que prenden la leña, como si fuéramos boyscouts.
Hay una razón para esta escenificación. Cuando entré en la casa de Marina, fui lo suficientemente observadora como para fijar mi atención en un marco en forma de árbol con las ramas peladas colgado de la pared. Cada brote era un recuerdo, una foto de Marina con las personas que han estado alrededor en su vida. Fayna era la que más cromos repetía en su colección particular, señal de la fuerte amistad que las une.
Creí divisar una de su madre, en tono sepia, con una pequeña Marina recién nacida entre sus brazos. La mujer, de pelo negro, a diferencia del bebé, se veía agotada y forzaba una sonrisa. Había muchas fotografías que analizar, pero entre tantos momentos pasados, uno me atrajo más que los demás; uno en el que Marina estaba sola, plenamente satisfecha de sí misma, conforme con quien era y feliz con su vida.
Marina, de niña, con dos trenzas rubias, una sonrisa tan grande como su cabeza, una paleta caída y haciendo con los dedos el símbolo de la victoria. Tal vez nada de esa imagen debería haberme estimulado demasiado, pero lo hizo, porque en ella estaba vestida con un uniforme de girlscout.
Creo saber distinguir una risa auténtica de la que es solo una pose fotogénica, y pondría la mano en ese fuego que ilumina los rostros de mis pacientes a que Marina era realmente libre en esa época, entre excursiones y campamentos; la chica aventurera que nunca debió dejar de ser.
Como necesito que ella se sienta relajada y vuelva a conectar con esas sensaciones confortables, considero que una fogata playera, bajo la luz de las estrellas, puede darle la paz mental que necesita para que se vuelva accesible a mis palabras.
—Oye, Becca, el chino está acabando con todo el mojo picón de esta parte de las Islas —me dice Fayna. Se ha colocado a mi lado, cruzada de brazos como yo—. Cuando el pobre infeliz vaya al baño va a echar fuego igual que un dragón.
Se ha cubierto la cabeza con la capucha de la sudadera amarilla Adidas, y bebe una CocaCola de lata.
—No es chino. Es norteamericano. Y te dije que no le ofrecieras más —le recuerdo.
—Sí, claro, ahora va a resultar que el señor Smart come así por mi culpa. Además, sé que no te gusta que te agobien mientras trabajas. Cuanto más lejos los tengas, mejor obrarás.
Sonrío y niego con la cabeza. A Fayna no le ha hecho falta pasar años a mi lado para conocerme. Ella ha conectado conmigo como un vendaval.
—Gracias por tratarlos tan bien. Estás ayudando mucho. Me sacas mucho trabajo de encima —reconozco.
Es cierto que los norteamericanos no pueden hablar conmigo ni distraer a Marina y a Roberto, pero están presentes en toda la terapia, escudriñando el trabajo de Bruno, estudiando qué tipo de marcos usa, los planos, todo… Además, Fayna, que es bilingüe, les va traduciendo algunas de las frases que les digo. Giant y Smart, a pesar de contemplar varias veces los espasmos que hace cuando el collar le da las descargas, están encantados con ella, y yo me siento muy agradecida por no permitir que se sientan incómodos o excluidos del grupo. Fayna jamás permitiría que una persona se sintiera aislada de los demás, tal vez porque ella ha padecido ese aislamiento durante mucho tiempo, y la mayor parte en silencio, y no quiere que nadie pase por lo mismo.
—De nada, amiga. —Sonríe orgullosa—. Es un placer ayudarte. Además, estás echando una mano a Mari, y no sé cómo pagártelo.
—No tienes que pagarme nada. Es mi trabajo y lo hago con gusto.
—¿Sabes qué percibo? —dice, y con la barbilla señala a mis dos pacientes, que hablan entre ellos, sin mirarse a la cara.
—¿Qué?
—Que estos dos se van a entender muy bien —afirma sin rodeos.
—Apoyo la moción.
—¿Tú también lo crees? —Se vuelve hacia mí y me mira sorprendida.
—Por supuesto. A pesar del miedo reticente que siente Roberto por Marina, y de los recelos que despierta Roberto en ella, son dos personas que tienen muchísimo en común, y que están destinadas a entenderse. Sus vidas son muy paralelas, aunque aún no lo sepan. Pero no pueden ignorar ese detalle.
—Es imposible que hayas hecho esto a propósito —murmura Fayna—. Tú no conocías la historia de Marina. No te la conté.
—Es cierto —asumo ocultando mis manos en los bolsillos de mi sudadera—. La fortuna me ha sonreído con estos dos casos. Y si superamos la terapia de choque de esta noche —vaticino con gesto instigador—, pueden empezar a sanar sus heridas antes de lo previsto. —Que no quiere decir que se sanen por completo, porque eso solo lo puede lograr el tiempo y el trabajo—. Ya ves —le guiño un ojo a mi amiga—, a veces los golpes de suerte también ayudan.
—Entonces, por los golpes de suerte. —Fayna alza la lata de CocaCola y brinda por ellos—. ¿Cuándo me vas a contar lo que te pasa con el diablo de ojos verdes, Becca?
Así, sin más. Fayna hace quiebros cuando habla, y tú solo puedes recuperarte del crujido de tus propios huesos al cambio tan brusco de dirección de la conversación. Antes de poder contestarle, ella prosigue con su investigación carente de tacto y subterfugios.
—Que me doy cuenta de todo, mijita —deja caer una mirada de soslayo sobre mí—, que te sientes más desgraciada que un pájaro con vértigo.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Venga, habla conmigo. Has llegado y te has puesto a trabajar, apenas me has contado nada.
Ya debería saberlo. Fay no se va a cansar.
—Es todo muy largo. —Es lo único que puedo decirle, totalmente desganada.
—A ver, tú y él tenéis una relación, ¿no?
—Ni siquiera sé si vale la pena hablar de ello, porque ahora mismo me encuentro un poco perdida en lo que se refiere a mi lugar en esa relación. No la llamaría así después de que ayer me dejara tirada en el avión sin decirme nada, y yo me tenga que enterar por su hermano de que su padre ha muerto y de que Axel está desaparecido. —Suspiro sometida por las circunstancias—. Justo en el instante en el que vienen los americanos a interesarse por los derechos de El diván, nos falla nuestro jefe de cámara. Estamos todo el equipo esperándolo.
Fayna parpadea desconcertada por la información, al tiempo que se bebe toda la CocaCola que le queda de un trago. Cuando ya no queda ni gota, dibuja una morisqueta con los labios y niega con la cabeza.
—No sé ni qué decirte.
—Gracias.
—El único consejo que puedo darte es que no saques conclusiones hasta que no hayáis hablado.
—No es fácil hablar con Axel.
—Me lo imagino —supone Fayna—. Pero tú eres defensora de causas imposibles. ¿Vas a rendirte ahora con ese demonio que tan tonta te pone? No deberías. Serías una cobarde si lo dejaras ir…
No me gusta escuchar esas palabras. No es que no haya pensado en ello, pero reconocerlas en boca de otra es duro.
No quiero ser cobarde, pero hay actitudes que me obligan a dar pasos atrás. A ver si me explico: estoy muy enamorada de él, nunca he sentido lo que siento desde que él está en mi vida, pero no soy una suicida. Sé que me va a hacer daño. Tiene el poder de hacérmelo.
David también me lo hizo, y mi relación con él fue muy fácil y llana. Con Axel todo es arriesgado, terriblemente ardiente, peligroso en ocasiones y con muchos secretos. Y lo que más me asusta es que, aunque sé todos los contras que hay, me cuesta mucho alejarme de esto y ser objetiva. Sé la teoría, pero no la práctica.
—Solo intento conservar un poco la razón y no cometer demasiadas locuras que luego puedan dejarme en una posición exponencialmente vulnerable —contesto.
—Becca, no hables conmigo como la psicoterapeuta que eres —me regaña—. Puedes aceptar que estás cagada de miedo, que odias no tener el control, y que asumes que estás en manos de Axel lo quieras o no. A todas nos pasa cuando nos enamoramos.
—A mí no, Fay —digo a la defensiva. Claro que no—. No me gusta sufrir gratuitamente.
—Hay amores que no son amables, Becca. —Me observa como si fuera un animal raro para ella—. Te pone a prueba, te machaca, te provoca y te tiene arriba y abajo como un electrocardiograma… Hay amores que no son ni paseos por la playa ni excursiones por el campo; son amores de espeleólogo.
—¿Qué dices? ¿De qué amor hablas?
—Escucha. —Me agarra del brazo y se coloca ante mí—. Esos amores son los que te llevan a las entrañas de uno mismo, hacen que te arrastres como un gusano, y que escales abismos. Te llenan de barro y ponen a prueba tu sentido de la vergüenza, y tu supuesto orgullo o dignidad. Pero ¿sabes qué? Esos son los mejores. —Sonríe iluminada por su sabiduría—. Porque en el amor real no hay dignidad ni orgullo. Se ama y se quiere con todo, a pesar de las consecuencias. A Axel, ese hombre tan enorme y hermoso como introvertido, tienes que amarlo así, de ese modo. O nunca llegará a abrirse.
—Becca, está todo listo.
La voz de Bruno me aleja del embrujo de Fay. El moreno me señala la hoguera y se recoloca los auriculares que le cubren las orejas.
—Cuando quieras, empezamos a grabar.
—Sí —contesto aún aturdida por la charla de mi amiga.
—Ande, vaya —me empuja hablándome de usted y me hace burla—, antes de que le dé una patada en el culo para que espabile. Yo voy con el señor Smart, a controlar esa úlcera estomacal que le va a salir por el picante.
—Fay.
Ella se detiene, con ese rostro tan afable y lleno de vida que hace que tenga ganas de abrazarla y cargarme de energía.
Me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Sabe que la he escuchado y que me hará pensar.
—Gracias.
—No las merecen. Es mi trabajo, ¿no?
Se echa a reír y se da media vuelta para acompañar a los productores americanos en la nueva secuencia de la terapia con Roberto y Marina.
Mientras tanto, sigo a Bruno hasta la hoguera, al tiempo que pienso en su arenga.
Amores de espeleólogo.
¿En serio?
Las llamas calientan mi rostro, parcialmente cubierto por la capucha de mi sudadera. Enfrente, Roberto y Marina, también con jerséis de manga larga, el uno sentado al lado del otro, en un banco bajo de madera que hemos traído de atrezo, esperan expectantes a que sea yo quien rompa el silencio.
Gero y André están sentados varios metros alejados de donde estamos nosotros, vigilándome. Sonrío al imaginar su reacción si les dijera que parecen una pareja de tortolitos.
Las estrellas, firmes testigos de lo que va a suceder, titilan sobre nuestras cabezas a un ritmo discordante. De pequeña creía que si las miraba fijamente, tenían el poder de subyugarme. Y aún lo creo, por eso no me canso de contemplarlas y de poner a prueba mi fortaleza.
Axel brilla tanto como esas estrellas, a veces ciega y otras veces hipnotiza. Y me temo que soy altamente influenciable a su brillantez, o a su ausencia de luz en ocasiones. A pesar del vacío que mi celoso interior retiene desde ayer por la mañana, y más pronunciado ahora por la charla con Fay, debo sobreponerme a mi estado anímico.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Roberto.
Me sorprende el cambio de actitud que ha habido en él desde que se ha encontrado con Marina. Ha cortado de raíz su comportamiento chulesco y seductor, y lo ha dejado en punto muerto, como si el respeto que siente por la embarazada sea mucho mayor que sus deseos de follar. Y eso es maravilloso.
—Me gustaría —comienzo a explicarle mientras cojo un pincho y lo clavo por el extremo en una nube— que hablarais entre vosotros. Que os hagáis las preguntas que os queréis hacer delante de mí. Quiero ver cómo os habláis el uno al otro.
—¿Por qué? —pregunta Marina, a la defensiva.
Me encojo de hombros, concentrada en mi labor, quemando ligeramente el dulce rosado.
—Es un ejercicio de la terapia —contesto sin más, ofreciéndole la nube.
Marina la estudia con dudas, y después acepta mi ofrenda, sujetándola por el palo. Se la lleva a la boca cuidando de no quemarse los labios. Sus ojos grises se relajan al contacto con el azúcar, y los cierra abandonada al placer.
—Mmm… Hacía siglos que no comía esto —comenta Marina—. Cuando era pequeña me encantaba.
Le ofrezco otra a Roberto, y también la acepta, como si fuera una tregua.
—¿Conocéis las constelaciones familiares? —Los dos niegan con la cabeza, así que continúo—: En realidad, deberían hacerse con más personas, pero dado que sois dos desconocidos que tenéis vidas bastante parejas, creo que uno se puede poner en el pellejo de otro. Ni siquiera voy a intervenir —les advierto—. Quiero que habléis entre vosotros. Yo solo seré una testigo de vuestra conversación, pero mediaré cuando crea conveniente. Marina, Roberto conoce tus fobias, pero él no te ha hablado de las suyas. ¿Por qué no juegas a adivinar lo que le sucede? Intenta ponerte en su pellejo y averiguar qué problema tiene.
La brisa marina mece el pelo de Roberto, y Marina lo observa penetrantemente.
Roberto hace un gesto de indiferencia, un claro movimiento de defensa.
La joven embarazada muerde la nube y entrecierra los ojos.
—¿Se supone que voy a adivinar lo que le sucede?
—Puede —contesto yo haciéndome la enigmática. Necesito que el ejercicio les llame la atención lo suficiente como para que quieran participar. Para que me alejen y desaparezca ante sus ojos.
—Veo veo —dice Marina, divertida, probando a Roberto.
—¿Qué ves?
—Veo a un hombre cuyo aspecto es importante para él, porque…, tal vez me equivoque…, creo que trabaja con su cuerpo. Míralo: musculoso, atractivo…
—Gracias.
—De nada.
—Continúa —digo yo como una voz en off.
—Creo que su trabajo no le da la felicidad, a pesar de que quiera aparentar lo contrario. Creo que su imagen de… —duda al querer encontrar la palabra— seguridad es una falacia.
—¿En qué supones que trabaja? —pregunto.
Marina mira la nube y después le obsequia con una caída de ojos pilluela.
—Es algo relacionado con las mujeres —contesta dando en el clavo—. Estoy segura. Por el modo que tiene de mirarlas, de hablar a Fayna, de flirtear abiertamente… Para él es como si fuera un trabajo.
—¿Y todo eso lo sabes solo pasando un día conmigo? —pregunta Roberto en tono cortante.
—Roberto, no puedes intervenir —le censuro tajantemente—. Deja que ella diga lo que ve, y al final valoraremos.
Él resopla hastiado, pero permite que Marina siga con su labor de desentrañar su personalidad.
—Se siente bien cuando gusta. Por el modo que ha tenido de bromear con Fayna y de mirarla, creo que es una necesidad vital para él saber que se convierte en el centro del universo de una mujer.
Las constelaciones me encantan. A veces funcionan mal porque la gente se deja llevar por los prejuicios, pero cuando se trata solo de percibir la vida de una persona, sin máscaras, sin farsas, y cuando se está casi en la misma sintonía en la que están ellos dos, se puede llegar a hacer grandes cosas con este ejercicio.
—Pero… nunca da más. Nunca quiere dar más a las mujeres. Solo quiere que lo necesites, para un momento —aclara—. Diría que es stripper, pero con la ropa tan cara que lleva, su reloj de marca y su educación, dudo que se dedique a eso y que pueda mantener un estilo de vida acorde con sus gustos. Tiene que ser algo más… Tiene pinta de empresario, pero parece que le vayan las cosas más sórdidas o elitistas.
Roberto se está incomodando, y ahora la fuerza y el tormento de sus ojos azules recaen sobre la embarazada, que vuelve al ataque con otra nube entre los dedos.
—No sabría decir… Pero lo ubico en mitad de escenas de Sodoma y Gomorra.
Con una mano, cubro la sonrisa de mis labios y espero a ver la reacción de Roberto, que no llega, estupefacto como está por lo que acaba de escuchar de boca de la tinerfeña.
—¿Por qué crees que Roberto hace eso? —le pregunto, interesada.
—Creo que al tipo duro le han hecho mucho daño —apunta— y no está dispuesto a pasar por más dolor. Le gustan las mujeres para su propio placer, pero no quiere tener nada que ver con ellas. Por eso yo le doy miedo. A mí no me tocaría ni con un palo, ¿eh, machote? —suelta a las bravas. Ha tirado a dar—. Con mi bombo le intimido.
—No es por eso —advierte él, muy serio.
—¿Ah, no? ¿Y por qué es? —pregunta Marina, atrevida.
—Es porque estás embarazada de un bebé que no quieres. Y estoy asqueado de madres que como tú abandonan a sus hijos o los dejan solos porque no son capaces de cuidarlos.
Marina traga la nube de golpe y se queda en silencio, cortada por la acusación de Roberto. Cuando la ira asoma a sus ojos, y su rostro se tiñe de rojo, ya nada puede detener sus palabras.
—¡Mira, capullo! ¡Ojito con lo que dices! —grita señalándole con el dedo—. ¡Por supuesto que quiero a mi bebé! ¡Pero tengo miedo!
—No es verdad —continúa Roberto, asombrosamente calmado—. Decidiste tener el bebé sola, pensando que sería un juego, un deseo concedido, un capricho; pero te rajaste en cuanto viste que ese capricho te engordaba el vientre y te cambiaba la vida.
—¡No es cierto! ¡Estoy dispuesta a morir por que mi bebé viva! —exclama, cada vez más alterada.
—¡Deberías decir que estás dispuesta a luchar por ver crecer a tu bebé! ¡Y no rendirte así de fácil! ¡Pero en tu cabeza solo está la idea de dejarle solo! ¡Como todas!
No disfruto de esta lucha encarnizada de emociones. Aun así, me froto las manos cuando compruebo que mi plan sale bien y que estamos tocando justo los puntos a tratar.
—¡Majadero hijo de puta! —grita Marina levantándose del banco y lanzando el palo de la nube a la arena. Mantiene los puños tensos y apretados a cada lado de sus caderas—. ¡Jamás dejaría abandonado a mi bebé! ¡Nunca por propia voluntad! Seguro que tu madre hizo eso contigo, ahora entiendo por qué eres un cínico sátiro —intuye la tinerfeña con saña.
—No te equivocas. Aunque es normal que sepas de lo que hablas, ya que tu madre también te dejó tirada cuando cumpliste la mayoría de edad.
Marina alza la barbilla temblorosa, aguantándose las ganas de llorar.
—Por eso odias a las mujeres. Has debido de tener muchos desengaños.
—No te equivocas, guapa.
—Por eso me odias a mí.
—No te odio.
—Me desprecias —insiste Marina— porque soy la imagen de las personas que has odiado. Soy madre y mujer. Me odias porque te recuerdo a ella. Y la odias por abandonarte —prosigue decidida—. Y seguro que hay alguna mujer que decidió dejarte también…
—Sí. Las mujeres sois una fuente inagotable de sorpresas y decepciones.
—Por eso solo te las follas. No creas ningún otro vínculo con ellas.
Madre mía. Un dardo detrás de otro, y todos dan en el centro de la diana. Debí imaginarme que dos personas tan parecidas se reconocerían mutuamente.
—Solo sexo, ¿a que sí? Es muy aburrido hacerse pajas solo. Y muy de cobardes tratarnos así solo porque has tenido la desgracia de dar con las pocas malas que hay de nuestro género.
—Sí, ya… Y también es muy de cobardes acojonarse y tener pavor a parir por el miedo que te da ser tan mala madre como lo fue tu madre contigo.
—¡Desgraciado!
¡Zasca! Terapia completa. En pocos segundos, el carácter fogoso de ambos —puede que inconscientemente avivado por el fuego— ha explotado. Y se acaban de decir las verdades de sus problemas a la cara.
Bruno ha colocado tres cámaras a nuestro alrededor —una para cada uno de nosotros— y así no se pierda ningún movimiento durante la grabación. Controla las imágenes registradas con un monitor con la pantalla partida en tres. Los ojos le van locos ante la calidad y la intensidad de las secuencias tomadas. Tanto, que se le ve igual de agitado y nervioso que ellos. Cuando las emociones son tan devastadoras, acaban salpicando a todos.
Antes de que se hagan sangre, me levanto y los detengo para calmar los ánimos.
—Está bien. Ya es suficiente —pido, serena—. Callaos los dos. Hemos acabado con el ejercicio.
Marina y Roberto no se miran a la cara. Siguen sentados el uno al lado del otro, agotados por el esfuerzo de la discusión, cabizbajos, asombrados por todo lo que se han dicho a la cara sin apenas conocerse.
En este momento el vínculo se ha creado. El uno se ha convertido en el espejo del otro. Las constelaciones familiares dejan un regusto empático que afecta al ánimo, más aún cuando han sido conexiones tan potentes como esta.
Una vez, mediante una constelación con una pareja, descubrí que la mujer había tenido un aborto y que el marido no lo sabía. Fue un shock.
Uno debe estar preparado para este tipo de actividades, y sin embargo salen siempre mucho mejor las improvisadas, las espontáneas, porque estás expuesto y abierto, y no recelas de lo que sabes que puede pasar.
—¿Estáis bien? —pregunto sabiendo de antemano la respuesta.
—No —contestan los dos a la vez.
—Es normal. No es del agrado de nadie que otro le lea con tanta facilidad —les aseguro, y admiro cómo la luz de las llamas cincela sus rostros tan hermosos—. Cuando nos descubren, nos quedamos desnudos —explico dando vueltas a la nube que tengo pinchada en el palo—. Desnudos de alma y de corazón, desprovistos de coraza. Nuestros miedos, ocultos como vergüenzas, salen a la luz y se exponen al juicio de los demás, aunque no tengan derecho a juzgarnos. Como ahora os ha pasado a vosotros. Tú, Roberto —le miro sin rencores—, has desnudado a Marina, y ella lo ha hecho contigo. Ambos habéis señalado cuáles son vuestros traumas más profundos y cuál es el miedo más clamoroso, esa fobia que os impide mirar hacia delante y que os deja inmóviles ante la vida.
Ha llegado el momento de la verdad. Ahora las sentencias que suelte por mi boca serán imborrables para ellos. Pero no me inventaré nada, todo será verdad. La recuperación total de mis dos pacientes dependerá de cómo encajen la realidad de lo que les voy a decir.
—Marina, tu miedo no es dar a luz —le informo mientras observo el azúcar quemado de la nube.
La tinerfeña tiene todos los sentidos puestos en mí, como si yo tuviera la piedra filosofal en mis manos. Y no la tengo, pero sí puedo hacer alquimia con ella.
—¿Y cuál es mi miedo, Becca?
—El que te ha dicho Roberto. Tienes un miedo atroz a tener a tu bebé, porque estás aterrorizada de convertirte en tu madre. Ese es tu miedo real. Pero para esconderlo, tu mente ha creado muchas fobias. Barreras que no permiten que te relajes con el embarazo, y que a cada momento te crean ansiedad. ¿Miedo a los cortes? ¿Miedo a morir en el parto? —Hago las preguntas con un tono nada creíble—. No, Marina. Tienes miedo a morir tú como persona. Miedo a dejar de ser quien eres para convertirte en el clon despreocupado que fue tu madre. Así que, hasta que no comprendas que tu miedo y tus problemas te vienen de ahí, no podrás seguir tu propio camino, y esos miedos persistirán incluso después de dar a luz. Porque cuando hayas superado el parto, tu mente querrá crear otros miedos más, para mantenerte en guardia. Sin embargo, si entiendes qué te pasa y por qué te pasa, podrás dejar el terror atrás.
Marina ni siquiera oscila las pestañas. Los ojos le brillan por las lágrimas contenidas, hasta que empiezan a derramarse, deslizándose por sus mejillas como un río superado por su propio caudal.
—Odio a mi madre por cómo fue conmigo —susurra Marina, afligida—. Por tratarme como una mera transacción, como un producto que, cuando tuviera la mayoría de edad, dejaría atrás. Ella… Ella nunca compartió nada conmigo. Siempre me llevaba a los sitios, pero nunca se interesaba por lo que hacía. No quería traer a mis amigas a casa porque temía que ellas se dieran cuenta de que mi madre no me quería. —Sorbe por la nariz, y se seca las lágrimas con el puño de la manga—. Y cuando me quedaba a dormir en casa de ellas, fantaseaba con que mi madre era también la de ellas. Como ella dice: me crió, me alimentó y me ayudó a crecer. Pero nunca me dio el cariño que se suponía que debía darme una madre. Jamás. Quiero tener este bebé —añade tocándose la panza, y detiene sus palabras para llorar a gusto. Agacha la cabeza para cubrirse de mí y de Roberto, pero no hay nada de lo que avergonzarse—. Porque tengo mucho amor que dar, un amor que mi madre rechazó. Y estoy deseando formar una familia de verdad. Me avergüenza sufrir tanto por estar embarazada, por culpa de mis miedos absurdos. —Los hombros le tiemblan descontrolados.
—No tienes nada de lo que avergonzarte… —Le digo lo que es para mí una evidencia, y alargo mi mano hasta coger la suya—. Nada en absoluto. Somos víctimas del trato que nos dan las personas que más queremos, de aquellos que son importantes para nosotros. Nos forjan, crean una personalidad, plantan sus semillas en nuestro ser. Tu madre plantó en ti la semilla del miedo y de la inseguridad, Marina.
—Pero no quiero ser como ella —protesta cubriéndose el rostro con la mano que no le aprieto.
—No lo serás —le aseguro—. Tú debes confiar en ello.
—Amo a este bebé, sea lo que sea. —Descubre su rostro y, esta vez, se dirige a Roberto—. Le amo con todo mi corazón, y nunca sería capaz de dejarlo. Él me necesita para que lo cuide, y yo lo necesito a él, para quererlo y para darle todo el amor que se merece, ¿comprendes? Lamento que tu madre te abandonara, Roberto. Pero la mía también lo hizo. Porque a pesar de tenerme, se desvinculó de mí por completo. Eso también es abandono. Y aquí estoy… Queriendo tener un bebé por mi cuenta, muerta de miedo, pensando cosas horribles, pero amándolo con todas mis fuerzas.
Las palabras de Marina afectan a Roberto a unos niveles que no soy capaz de valorar, pero mi empatía se despierta y arraiga en sus emociones. Está avergonzado, está despertando de su letargo, dándose cuenta de su problema.
—Las mujeres de mi vida nunca se quedaron conmigo —explica Roberto, serio al tiempo que alicaído—. Siempre tenían algo mejor que escoger antes que a mí. Por eso luché por crearme una identidad como la que tengo. Quería aparentar poder, despertar deseo, mostrar seguridad y fortaleza, porque quiero ocultar mis carencias. A mí… —Clava sus ojos claros en Marina; su nuez sube y baja al tragar saliva—. A mí tampoco me quisieron mucho. Sufrí y lloré demasiado, y no quiero volver a pasar por esto.
Hago un gesto a Fayna para que se acerque con la bandeja de galletas que he pedido que traiga. Es tarde y no hemos cenado. Hay hambre, y también hay una sorpresa en la bandeja. Será la última ficha que juegue hoy.
Cuando mi amiga se acerca sonriente, Marina y Roberto se afanan en secarse los ojos con diligencia. Ambos tienen reparos a mostrar sus debilidades ante los demás. Roberto se cubre con la capucha de su sudadera azul oscura Tommy, y se abraza los hombros, fastidiado por haberse derrumbado.
Tomo la bandeja de galletas y despido a Fayna, que regresa a su sitio, al lado de Smart y Giant. Les ofrezco galletas a mis dos pacientes, al mismo tiempo que me dispongo a coger una, pero detengo mi mano al ver que cojo la quemada.
—Oh, maldita sea —protesto, enfadada—. Esta galleta está quemada. —Retiro la bandeja de sus zarpas y hago el gesto de tirar las galletas al aire.
—¿Qué haces? —pregunta Marina, que se muere de hambre—. ¡No las tires!
—¿Por qué no? Esta galleta está quemada. Ya no sirven.
—¿Que no sirve el qué? —Roberto me mira como si estuviera loca—. Estoy canino. Anda, trae.
—No. —Vuelvo a alejar la bandeja de ellos, yo en mis trece…—. Ni hablar. Van todas a la basura.
—Solo hay una galleta quemada. No las puedes tirar todas porque una esté quemada —razona Roberto con la intención de arrebatarme la bandeja.
—Sí, sí… Las voy a tirar todas. Porque esta galleta de mantequilla —señalo la galleta chamuscada— pondrá malas a las demás.
—¡No digas tonterías, muchacha! —exclama Marina—. Una no hará que las demás se quemen.
Arqueo mis cejas y pongo cara de satisfecha y de sabionda. Sonrío, me subo las gafas por el puente de la nariz, y asiento conforme. Dejo la bandeja a mis pies.
—Vosotros hacéis lo mismo que iba a hacer yo, solo que aplicado a vuestras vidas. Como tu madre fue mala contigo, Marina, crees que tú también lo harás mal con tu hijo o hija. Eso te bloquea de tal modo que prefieres pensar que te vas a morir antes que vivir una vida plena al lado de tu bebé. Y tú, Roberto, como tu madre te abandonó y tu novia te engañó, crees que todas las mujeres son malvadas y prefieres tratarlas como objetos antes que crear vínculos con alguna que pueda volver a destrozarte. Vosotros dos habéis sido víctimas, pero podéis dejar de serlo. Con vuestros miedos y credos, estáis tirando millones de galletas ricas, solo porque tuvisteis la mala suerte de encontraros con unas pocas quemadas.
Marina y Roberto se miran el uno al otro, comprendiendo a la perfección lo que quiero decir.
—Si queréis superar vuestras fobias, tenéis el poder de lograrlo, cortando de cuajo la raíz de vuestro pavor. Yo no hago magia, no sano a la gente de golpe —digo chasqueando los dedos—; son ellos los que lo consiguen cuando abren su cabeza para entender cómo piensan. Os acabo de señalar vuestro problema, he dado de lleno en la raíz para que comprendáis qué sucede. —Muerdo una de las galletas y les sonrío—. Solo ilumino el camino. La pregunta es: ¿cómo vais a actuar a partir de ahora?