Читать книгу La decisión de Becca - Lena Valenti - Страница 7

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@eldivandeBecca #Beccarias Creo que estoy superando mi ruptura. Ahora mis lágrimas son un uno por ciento sal, y solo el noventa por ciento restante su puta culpa @atraccionfatal

Hemos pedido unos combos de hamburguesas con patatas para cenar. ¡Viva el colesterol y los carbohidratos! Pero ¿sabéis esos días que os importa poco cuidaros? Pues este es el día que tengo hoy. Así que me he metido una doble hamburguesa con queso entre pecho y espalda, que estoy convencida de que seguirá en mi cuerpo hasta el día del Armagedón.

Nos los han traído en menos de media hora. Me hubiera gustado darles yo los menús a mis dos hombres de seguridad, echarle un poco de orfidal en la bebida de André y aprovechar para hablar con Gero sobre Axel. Pero ha sido imposible, porque ellos han dado el visto bueno al repartidor, han pagado y recogido su propia comida para meterse en el coche de nuevo y cenar ahí mismo. No quieren desatender sus labores de vigilancia por nada del mundo.

Ingrid ha tenido que soportar el coqueteo descarado de Roberto. A mi maquilladora no le molesta en absoluto que le estén dorando la píldora; además, creo que le gusta bastante eso de tener a un tipo como él pendiente de ella. A quien no le hace tanta gracia es a Bruno, que está meditando la posibilidad de convertirse en Super Saiyan y empezar a repartir mamporros al rubio.

La verdad es que a mí no me engaña Roberto. Sé muy bien que mis palabras de esta tarde le han tocado bastante, y estoy convencida de que medita sobre ello, aunque quiera disimularlo con todas esas miradas lascivas y veladas dirigidas a Ingrid. Su indiferencia no es real.

Ahora me dirijo a mi habitación. Me he retirado de esa pequeña guerra dialéctica que hay en el salón sobre si el sexo anal provoca almorranas. Sí. Está sucediendo tal cual os lo cuento. Tampoco voy a pensar demasiado en cómo hemos redirigido la conversación hasta ese punto, pero habiendo un tío como Roberto en medio, no debería de extrañarme. Así que me retiro a mi alcoba, sin hacer mucho ruido. Prefiero mediar con mi pequeña depresión a solas.

He vuelto a llamar a Axel, por supuesto. Y nada.

Mi teléfono vibra en el bolsillo delantero del pantalón. Lo cojo entusiasmada pensando que a estas horas solo puede llamarme Axel. Pero no es así. Aunque la llamada me hace la misma ilusión. Es Eugenio, mi adorable chef feo.

—¡¿Eugenio?! —lo saludo con alegría.

Eeeh…

—¿Cómo es que me estás llamando? Creo recordar que Gabino te dio unas directrices para tu recuperación postoperatoria.

Hoba, Becca…

—¿Oba? ¿Obí, obá, cada día te quiero ? —Me río. Eugenio también se ríe, aunque hace un ruido extraño. Parece congestionado.

Gabino eb un sádico. ¿Con quén me has dejado?

Frunzo el ceño y de repente temo por él. Gabino es un tarado, como la mayoría de los genios. Hace su trabajo muy bien, aunque sea difícil en el trato. Con eso debería de bastar.

¿Zabías que existen los des bod uno en opedaciones de estética?

¿Qué te ha dado Gabino para el dolor?

Do lo sé. Vida, be ha obedado la dariz, lad odejas y el labio lepodino, ¡dodo a la ved!

Eugenio se está partiendo de la risa como un loco de los montes, de esos que se ríen de los chistes que les cuentan las cabras. Me contagia su risa y me río con él, mientras acaricio las hojas de una planta que hay en el macetero del pasillo.

—¿Te ha operado todo a la vez? ¿En serio?

Dí.

—Eugenio, por Dios, deja de reírte —le digo, aunque soy yo quien no puede parar al escuchar sus carcajadas—. No me imagino cuánto tiene que dolerte.

—¡Do! ¡Do be duele dada! Doy dan fediz de habedte codocido, Becca. Dadto… Dadto…

—Ay, Eugenio… La operación te va a cambiar la vida y también te va a ayudar. Yo también me alegro de que nos hayamos conocido. No me imaginaba que Gabino te hiciera una intervención tan completa.

—De he bontado ud espectáculo. Vida… Voy a enviadte un delfie.

—¿Que me vas a enviar un selfie de ti mismo? —Increíble. Recibo una imagen en el Whatsapp. Señor, Eugenio va tan colocado que solo se le ve la parte superior de la cabeza, vendada, con algún que otro pelo rizado y naranja suelto. Y también se ve la almohada de su cama.

—Vale, cariño. Deja de hacerte fotos, ¿de acuerdo?

—Dí.

—¿Por qué has montado un espectáculo, dices?

—Bodque be da fobia lad agujas… Ayed itetó opedadme lad orejas, pero acabé clavádole la aguja a uda de lad enfedmedad…

—¡¿Que has hecho qué?! —grito, consternada.

—Dí. Y hoy no had esperado a que me dedpiete. Me han pichado miedtras dodmía, como da pedícuda de Dandra Bullock.

—Pero, Eugenio, ¡eso es horrible! ¡Es ilegal! ¡Ahora mismo le llamaré y…!

—Do, do, cielo… Bucho bejod adí —afirma seguro de sus palabras—. Bucho… Buuucho bejod… Be daba ansiedad al pensad que dedía que entrad ahí tred vedes… Buuucho bejod…

—¿Señorita Becca?

Una voz de mujer acaba de ocupar la línea por la que hablaba con mi paciente. Me aparto el auricular de la oreja y lo miro con gesto extraño.

—¿Hola? —pregunto.

—Hola. Soy una de las enfermeras a cargo del señor Eugenio. Él está bien, no se preocupe. Las tres operaciones se han realizado con éxito.

—Menos mal —digo, y respiro más tranquila—. Cómo me alegro. ¿Por qué ha dejado de hablar conmigo?

—La medicación para el dolor es muy fuerte. Las operaciones están todas localizadas en la cara y las migrañas son insoportables.

—Pero ¿él está bien?

—Sí, sí. La droga lo ha dormido.

—Ah, entiendo. ¿Sabe cuándo podré verle?

—El alta se la dará el Dr. Tabares. No obstante, todo ha salido muy bien, y si Eugenio hace caso a nuestras recomendaciones, en cinco días podrá irse de la clínica. Insisto en que hable con el Dr. Tabares. Buenas noches, señorita Becca.

—Muchas gracias y… buenas noches.

Cuando cuelgo, al primero al que quiero llamar y contarle lo que acaba de pasar es a Axel, pero tampoco tengo suerte esta vez.

Su teléfono está apagado.

Cómo odio escuchar la voz de la operadora. ¿Es que esa mujer no tiene hogar?

—Becca.

Levanto la cabeza de golpe al escuchar la voz de André. El imponente moreno parece un poco desorientado dentro de la casa.

—¿André? ¿Necesitas algo?

—¿Dónde está el baño? —me pregunta, un poco atribulado.

—Eh… En el pasillo, a mano derecha, hay uno. Pero si quieres, ve al de arriba, es más grande.

André asiente con la cabeza, pero se va al de abajo. No voy a desaprovechar esta oportunidad. Sin la supervisión de André, la lengua de Gero se soltará todo lo que necesito y podré hablar con él sin censura.

Salgo corriendo de la casa, cruzo el jardín cual gacela, piso la parte cementada de la calle y me estampo contra la puerta de copiloto de la furgoneta negra de vigilancia. Gero, que ni se ha inmutado al verme, arquea las cejas, oscuras como la noche, con curiosidad y esa soberbia que tienen todos los madelman. Sonríe y me dice con ese acento canario tan resultón:

—¿Qué se le ofrece, señorita?

Ni siquiera me tomo mi tiempo para coger aire. Debo aprovechar la ocasión y sacar tanta información como pueda.

—¿Has vuelto a saber de Axel?

El canario me mira de arriba abajo y vuelve a sonreír.

—No. Tú tampoco, por lo visto.

—Claro que no. Axel no suele hablar conmigo de sí mismo.

Necesito que me hables de él y de su padre.

—No hay mucho de qué hablar, Becca. —Apoya un brazo sobre el cristal de la ventanilla, que está del todo bajada, y mira al frente con gesto adusto—. Simplemente, ellos no se llevaban bien.

—Ah, no, mijito —digo señalándole con el dedo, a mi estilo Reina de las Maras—. No puedes edulcorarlo ahora. Antes estabas bien dispuesto a hablarme de ello. ¿Acaso André es quien lleva la voz cantante de los dos?

Gero se ríe, el muy granuja.

—Ya entiendo por qué le gustas tanto a Axel.

—Déjame que ponga en duda eso, y más cuando me tengo que enterar por su hermano de la defunción de su padre.

—Axel no es como los demás, Becca. No intentes compararlo con otros hombres, no es de ningún estilo. Él es… diferente.

—¿Por qué?

—Porque no es fácil haber crecido con un hijo de puta que no le quería, como su padre.

Trago saliva y me sereno.

—Háblame de ello, por favor. Necesito entenderlo. Gero niega con la cabeza.

—No puedes… Ni siquiera nosotros comprendemos por todo lo que pudo pasar… Mi hermano y yo crecimos en una familia llena de amor. Y no concebimos lo que le pasó a él, lo que su padre le hizo. Solo puedes prestarle tu hombro para que un día, con cachimbas y bebida, te lo explique…

—¿Así os lo explicó él?

—Sí.

—¿En una noche de hermandad en la República Centroafricana, rodeados de bombas y metralletas? —pregunto, sabiendo perfectamente cuál es la respuesta.

Esta vez despierto un sincero interés en Gero, como si ahora me estuviese viendo de verdad.

—Lo sabes.

—Sí.

—¿Te lo explicó él? —pregunta, asombrado.

—No. MacGyver, alias Gabino Tabares.

—¿El cirujano? ¿Has conocido al cirujano? —exclama con una carcajada—. ¿Y cómo ha sido eso?

—Axel le pidió un favor para uno de mis pacientes.

—No me jodas —susurra, estupefacto—. Entonces es verdad. Le importas mucho. Axel nunca ha pedido favores a nadie.

—Sí. Eso mismo me dijo Gabino.

—¿Y qué más te contó?

—Me contó todo lo de vuestro destacamento. Y lo que hacía Axel allí, en el M.A.M.B.A.

—Vaya…

—Por favor, Gero… A riesgo de parecerte desesperada, que lo estoy —puntualizo—, necesito que viertas algo de luz sobre la figura de Axel. Sobre lo que le pasa…

—No puedo decirte mucho más, Becca.

La indignación que siento ante tanto hermetismo es como cianuro para mi organismo. Me quema y me mata a la vez. Pero respeto su postura.

Estoy a punto de retirarme con las orejas gachas y el rictus abatido, debo de dar tanta pena que Gero parece rectificar en su actitud y, compasivo, añade:

—Lo único que te puedo decir del Temerario es que es mi amigo. Que cualquier actitud que tenga con los demás está más que justificada. Es un compañero sobre el que siempre te podrás apoyar, aunque él jamás se apoye en nadie.

—Sí, eso ya lo sé. Pero quiero ayudarle.

—Antes te he dicho que entiendo por qué le gustas tanto y por qué te ha elegido.

—¿Y por qué crees tú?

—Porque tú no aceptas un no por respuesta. Salta a la vista.

—¿Me estás llamando pesada?

—No. Solo insistente. Y porque no le darás por perdido, a pesar de que intente alejarte de él con todas sus fuerzas. Axel es así. Cuanto más te acercas, más duro se vuelve. Ese es su modo de defenderse.

—Defenderse ¿de qué? —Sé que Axel guarda muchos secretos, que tienen que ver con su identidad y con su pasado, pero ¿qué daño podría hacerle yo?—. Yo nunca le lastimaría a propósito. Gero se encoge de hombros, abre la guantera y saca un paquete de tabaco en el que luce el mensaje subliminal de fumar mata, del tamaño de las letras grandes de la prueba del oculista, esas que indican si estás ciego o no.

—Pero eso es algo que él no sabe. ¿Cómo sabemos cuándo nos van a herir y cuándo no? No lo sabemos. Otorgamos nuestra confianza porque creemos que todo el mundo es bueno. Pero no es así… A Axel le han traicionado muchas veces. Le han hecho cosas imperdonables. ¿Por qué debería confiar en ti?

—Porque… —Me detengo y medito si decir en voz alta o no lo que gritan mis pensamientos. Antes de darme cuenta, ya lo he dicho—: Porque estoy enamorada de él. Y quiero… No —me corrijo—, necesito que confíe en mí.

Impresionada todavía por mi vehemencia, veo cómo los ojos negros de Gero se suavizan y una luz interior titila en su iris.

—Entonces, encárgate de dejárselo claro. No dejes de repetírselo, Becca. Si hay una persona que puede sacarle del agujero en el que está, esa eres tú.

—¿Cómo? No habla conmigo. Mira. —Le muestro mi teléfono con las más de quince llamadas que le he hecho.

—Eso no importa. Encontrarás el modo. Mientras tanto, lo único que puedo decirte sobre él es que los conocimientos de defensa personal y seguridad que posee no se aprenden sobre la marcha en un destacamento. Él ya los había aprendido antes de ingresar en nuestro campamento —murmura llevándose el pitillo aún apagado a los labios.

—¿Qué quieres decir con eso?

Gero enciende el cigarrillo con el mechero, expulsa el humo que tanto asco me da, y fija sus ojos en el horizonte.

—Que antes de entrar en nuestro campamento, Axel ya era un soldado muy bien preparado. Su actitud, sus maniobras, sus amplios conocimientos… Se necesitan años para lograr su nivel. Axel ya era un arma de matar, y uno no nace así: lo aprende.

Gero no puede explicarme nada más porque André acaba de llegar al coche, tocándose la parte delantera de su pantalón militar. Se le habrá enganchado el pitamen. Esa manía que tienen los hombres…

Nos observa como si estuviéramos conspirando, y no lo hacemos, pero casi.

—Becca. ¿Necesitas algo?

—No —contesto aguantando la pose y disimulando—. Le he preguntado a Gero si necesitabais algo más, o si os habías quedado con hambre. También si queríais unas mantas para dormir aquí… —le sugiero—. La noche es fría.

—En nuestro cuatro por cuatro tenemos todo lo que necesitamos.

—Ya veo —asiento fijándome en la consola delantera. De hecho, tiene hasta teléfono por cable y un montón de pantallas con imágenes de la casa, incluso del balcón de mi habitación—. Supongo que ya habíais hecho esto otras veces…

—Supones bien —contesta el más serio de los dos hermanos.

—Pero te agradecería —dice Gero— que mañana por la mañana nos trajeses un termo de café bien calentito. Para despertarnos. Ya sabes…

—Sí, sí. —Aprovecho para alejarme y despedirme de ellos—. Ya sé. —La mirada algo desaprobatoria de André me coarta un poco—. Mañana os traeré algo para desayunar antes de partir hacia Santa Cruz.

—Gracias, Becca. —André se da la vuelta y mira de forma airada a su hermano—. ¿Qué le has contado?

Oigo lo que André le está diciendo. Y también la respuesta de Gero.

Tiene razón. Mientras entro a la casa y subo las escaleras para dirigirme a mi habitación y descansar, concluyo que no me ha dicho nada que yo no supiera. Aunque debo encajar esa nueva información sobre él.

Axel me había contado que estaba cansado de su vida entre cristales y algodones, que estaba tan aburrido que la guerra le pareció un escenario que encajaba con su realidad emocional. Si Axel ya tenía tantos conocimientos sobre el arte de la guerra y la seguridad personal, ¿qué se supone que había hecho antes de entrar en M.A.M.B.A.? Desde luego, nada relacionado con el aburrimiento o una vida demasiado relajada.

¿En qué lugar quedan las palabras que me dedicó?: «De alguna manera…, tú, tu programa…, lo que nos está pasando, lo que estamos viviendo…, me está ayudando a despertar».

A despertar… ¿de qué pesadilla?

Estoy agotada de no descansar, de no dormir, de estar preocupada, de sentirme vacía y de no contar para él.

Esta mañana he amanecido de tal modo, que cuando he bajado a desayunar, Ingrid solo me ha dicho: «Que Dios bendiga los antiojeras, y menos mal que tengo kilos de maquillaje en crema».

Sigo con mi sueño recurrente. Sigo sintiendo que me ahogo y que Axel me salva. Y el recuerdo de sus implorantes palabras pidiendo a Dios o a la vida que aquello no le pasara otra vez, es una señal indeleble de una experiencia real. No es invención mía. Él lo dijo. ¿Qué es lo que Axel no quería volver a vivir?

¿Acaso no pudo salvar a alguien de morir ahogado? Y si fue así, ¿a quién?

¡Tengo tantas preguntas! A cada hora que pasa, los enigmas a su alrededor son cada vez mayores. Lo único que no puedo olvidar es lo que ha pasado: su padre ha muerto, y ni siquiera sé si a él la noticia le ha afectado o no.

Subo a la caravana, que ya está lista para comenzar a grabar. Los norteamericanos nos esperarán en casa de Marina. Hacer el mismo recorrido que hice en coche el día que Vendetta chocó contra mi coche, el día que estuve a punto de morir, no hace que me sienta segura, a pesar de ir en la caravana acompañada de mis amigos, y seguida por el todoterreno de André y Gero.

Roberto tiene los auriculares puestos, aislado del mundo, tal vez pensando en lo que le va a deparar el día y en lo mucho que debe colaborar para que todos salgamos contentos, sobre todo él. Al fin y al cabo, él está inmerso en sus propias batallas mentales, exactamente igual que yo.

Como Ingrid es casi medio psicóloga y también goza de una acusada empatía, me ha agarrado por banda y me ha apartado de mi ofuscación llevándome frente al tocador y poniendo la música de Melendi —Tocado y hundido— más alto.

Está haciendo magia sobre mi cara demacrada. Base, antiojeras, corrector, colorete, lápiz de ojos, sombra, rímel y pintalabios, y de repente vuelvo a ser una super star preparada para ayudar a los demás.

Hablamos de cosas sin demasiada importancia. Banalidades varias que mantienen mi mente ocupada y me alejan del terror que supone cruzar el maldito puente por el que caí. Es como si mi cuerpo lo sintiera, como si percibiera que está sobre él, aunque mis ojos no lo vean. Por eso me tenso y los cierro con fuerza, obligándome a centrarme exclusivamente en mi respiración. La caída fue aparatosa; el dolor, demasiado punzante… El olor a río y a humedad… No. Tengo que alejarme de esa zona. Estoy a punto de sufrir una crisis de ansiedad.

—Déjame ver esas uñas. —La buena de Ingrid toma mis manos algo sudorosas por el pavor, y abre mis dedos, tensos y apretados, con suavidad. Me transmite tranquilidad, el contacto humano siempre lo hace—. ¿De qué color quieres que te las pinte?

Abro un ojo perplejo.

—¿Alguna vez he sabido combinar los colores? —le pregunto.

Ingrid se ríe.

—Tienes razón. No sé cómo se me ocurre preguntarte algo así.

—Puede que sea porque todavía tienes la esperanza de que se me quede algo de todo lo que estoy aprendiendo sobre moda y maquillaje contigo, ¿verdad?

Ingrid se muerde el labio y me mira con dulzura.

—Sí.

—Eres demasiado positiva. En ese aspecto, estoy perdida.

—De ti lo espero todo, Becca —reconoce mirándome con orgullo.

Ha elegido un pintauñas de color bermellón, que no sé si combina demasiado con la ropa que llevo. Tejanos Strech, una camiseta de algodón de manga larga, sutilmente ancha, negra con rayas horizontales blancas. En los pies, unas Converse blancas de doble suela. Hoy visto bastante discreta. Bastante como vestiría yo un día de cada día. Me gusta, me siento cómoda así. Es como si Ingrid decidiera esta ropa porque sabe que con ella me siento más yo. Cuando acaba de pintarme las uñas, toma mis manos y las levanta como si así las viera mejor.

—Ojalá pudiera pintarme las uñas así —reconozco—. Siempre que lo he intentado me veo como un niña en la guardería tratando de colorear una silueta de la plantilla de dibujos.

—Propóntelo, y seguro que serás una experta en pocos días.

—Ay, Ingrid… Tienes demasiada fe en mí —murmuro.

—¿Fe? No es fe —replica, sorprendida—. Fe es creer sin haber visto nada. Pero yo he visto todo lo que haces y el modo que tienes de adaptarte a todas las situaciones, como si fueras un camaleón. Sé lo que te ha pasado estos días. Yo estaría hundida; pero tú, lejos de amilanarte —se vuelve y abre un cajón del tocador de Cenicienta; de él saca un estuche donde pone «RayBan»; cuando lo abre, toma unas gafas de ver, de pasta roja, que me enamoran nada más verlas—, le has echado un par de narices, Becca, y estás aquí otra vez. Con nosotros. Haciendo tu trabajo. —Resopla, incrédula—. Como si le dijeras a tu acosador que no va a poder contigo. —Abre las patillas de las gafas y me sonríe—. Por supuesto que creo en ti.

Cuando me doy cuenta, ya hemos pasado el puente hace rato, y mi adrenalina se ha rebajado considerablemente. Agacho la cabeza, vencida por su cariño, y sonrío agradecida.

Ingrid es sabia. Y está aprendiendo mucho de mis técnicas.

—Gracias —le digo.

—¿Por?

—Por distraerme y hacer que se me pase el miedo.

Ella sonríe e ilumina la caravana con su espontaneidad y su autenticidad.

—¿Ha funcionado?

—Ya lo creo.

—Entre tú y El Mentalista conseguiréis que me diplome.

—Seguro. En serio, Ingrid. Gracias. Sin ti, esto sería mucho más difícil.

—¡Bah! No hay de qué —dice mientras observa mi rostro buscando algo—. ¿Y si volvemos a esas gafas que no necesitas?

—Sacude las lentes delante de mis narices—. Los americanos verán en ti a una intelectual, sensual y arrolladora mujer de melena indomable y pico de oro. Los pondrás cachondos con esto. Los tendrás comiendo de tu mano incluso antes de abrir la boca.

—Sí. Me encanta la idea. Me gustan las gafas —admito sin ambages; me las pongo y me miro al espejo.

Tengo mucho que agradecer a mi maquilladora. No solo que fuera creada por Dios para gobernar mis rizos, sino también que tenga la capacidad de hacerme parecer más guapa de lo que yo me veo. Y también por suministrarme inyecciones de energía y buen rollo.

Tal vez sea esto último lo que hace que me sienta mejor.

Cuando Fayna me dijo que la casa de su amiga Marina estaba un poco retirada en la montaña, no bromeaba. Está en Dos Barrancos.

Al bajarme de la caravana, admiro la casa, que es de estilo canario, y tiene vastas hectáreas a su alrededor, pobladas de huertas y árboles frutales que huelen de maravilla. Dispone de una amplia terraza rojiza, con tumbonas de madera clara, y una piscina enorme rodeada de piedras volcánicas. Estamos a unos cinco kilómetros del centro de Santa Cruz, y aun así parece que nos encontremos en un mundo ecuestre aparte.

En el porche hay aparcado un Land Rover negro de cristales tintados. Hemos llegado puntuales, justo a la hora que quedamos con los americanos y con Fayna. Cuando me acerco al coche, las puertas traseras se abren, y de él sale un japonés muy bajito parecido al de Resacón en las Vegas, y un hombre enorme y calvo, con gafas de sol, y tan obeso que parece que se haya comido a toda su familia.

Visten de manera informal: vaqueros y una camisa de manga corta remetida por la faja de los pantalones. Nunca me ha gustado eso. No sé por qué. Los dos llevan deportivas.

El japonés se ríe, o eso me parece. La expresión de sus ojos me engaña. El otro, que camina a su lado, me repasa de arriba abajo y esboza una amplia sonrisa.

—¿Miss Becca? —me pregunta el bajito—. Soy George Smart. Es un placer conocerla —me dice en inglés americano.

—El placer es mío.

—Este es Tom Giant, mi coproductor.

Les doy la mano a ambos, y me abstengo de soltar un chiste sobre su apellido. La verdad es que lo de Gigante le va que ni pintado.

—Teníamos muchas ganas de verla en acción. Su trabajo —explica George— es realmente bueno y novedoso.

—Muchas gracias. Me alegra que les guste. ¿Han tenido un buen viaje?

—Sí. No me he enterado. Ya sabe —se encoge de hombros—, un par de pastillitas y a dormir…

¿Acaba de cerrar los ojos y silbar?

—Ah, sí. —Me echo a reír—. Los viajes largos son muy pesados. A veces una ayudita…, ¿eh?

—Correcto. Bien. —George da una palmada y mira a su compañero, que sigue sonriente—. Nosotros no queremos robarle tiempo. La seguiremos como una sombra, pero, por favor, haga como si no existiéramos. —Suelta una carcajada—. Necesitamos que trabaje con naturalidad, como hasta ahora lo ha hecho.

—No lo dude. Así será.

—¿Conoce usted a la paciente? —me pregunta Tom.

—No. Sí conozco a su amiga, que ha sido el gancho para que pueda echarle una mano —contesto—. Pero hoy veré por primera vez a Marina, igual que ustedes.

Tom y George se miran y asienten. El japonés extiende el brazo hacia delante y me dice:

—Después de usted.

Voy a tener a los americanos enganchados como lapas. Necesitarán comprobar la fiabilidad del producto que quieren comprar. Tal vez hayan creído que todo es un montaje y que todo está pactado.

Si creen eso, les voy a echar por tierra su teoría.

Tengo un cámara menos, eso sí. Pero Bruno está ante su prueba de fuego, y seguro que lo hará genial.

Confiemos en que así sea. Cruzad los dedos.

La decisión de Becca

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