Читать книгу La decisión de Becca - Lena Valenti - Страница 6
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Оглавление@eldivandeBecca #Beccarias Dicen que de cría tenía muchos tics. Yo digo que la niñez es como estar borracha. Todos recuerdan lo que hacías, menos tú @tictac
—Hola, Becca —me saludan los dos, muy serios—. ¿Cómo estás?
—Bien.
A ellos no les pasa desapercibido el pequeño chichón con corte que me cubro con el pelo. Habrán visto miles de heridas. La mía es como un mal chiste, no es importante.
—¿Qué hacéis aquí? —pregunto, sorprendida.
André me estudia con atención, y después chasquea con la lengua.
—Axel nos ha llamado para que te cuidemos en su ausencia.
—¿Qué? ¿Cómo que os ha llamado? —Frunzo el ceño—.
¿Cuándo?
—Esta mañana. Nos ha dicho que el indeseable de su padre ha muerto.
Esas palabras son como un jarro de agua fría. Él habla con todos, menos conmigo, al parecer.
—Sabemos que te están acosando, Becca —asume André con responsabilidad—. Nos ha pedido que cuidemos de ti hasta que él llegue.
¿Están de broma? ¿Axel ha tenido tiempo de llamarles a ellos para contarles lo de su padre y a mí no, pero me envía a dos centinelas?
—Ah… —Mis ojos se pierden en la punta de los dedos de mis pies, pintados de verde oscuro. Hay revelaciones que arden. Y esa, el saber que eres el último mono, es una de ellas—. Así que Axel os ha llamado para decíroslo… Nada más supo la terrible noticia… —Apenas me sale la voz.
—Sí. Nada más saber lo de su defunción.
«Bien. Hurga, hurga más en la herida.»
—Vamos a quedarnos por aquí, ¿de acuerdo? —Gero señala su todoterreno aparcado a dos metros de donde ellos están—. Ahora nos encargamos de tu seguridad.
—Ah, claro… Bien —No me siento cómoda con esto.
Lo cierto es que necesito seguridad para mi día a día, al menos hasta que cojamos a Vendetta. Y espero que sea así, antes de que él acabe conmigo. El pensamiento provoca que se me erice la piel, y eso que hace un sol de escándalo.
Parece que los dos ex soldados lo advierten, e intentan tranquilizarme. Lo más curioso es que, aunque cada vez soy más consciente de que alguien quiere hacerme daño, no es mi bienestar lo que ahora ocupa mi mente, sino lo mal que me sienta que Axel se comporte así conmigo.
—No tienes nada que temer —asegura André—. Vigilaremos el perímetro de la casa y te seguiremos a donde vayas.
Me muerdo el labio inferior, y rodeo la muñeca que se me luxó en el accidente de tráfico con mi perseguidor, como si fuera un reflejo de mi mente ante el dolor y el miedo. Estoy contrariada y afligida por la situación.
—¿Cómo… cómo lo habéis notado?
—¿A Axel?
—Sí.
—Estaba bien —contesta Gero como si leyera a través de mí—. Ese cabrón debió morir hace mucho ya. Me alegro de que por fin…
—Gero, joder, no te pases… No es que Axel estuviera dando una fiesta —le recrimina André.
—No pienso retractarme. Tú piensas lo mismo que yo, pero eres más diplomático. —Sonríe picándose con él—. El padre de Axel era un tipo mezquino.
Ellos también están al tanto de la relación traumática que había entre los Montes.
Ahora las palabras que Axel me dirigió la noche anterior me parecen un tanto vacuas: «Eres la persona más mágica que he conocido y todavía no sé si eres real… Hacía mucho que no me sentía así. De hecho, jamás me he sentido como me siento cuando estoy contigo…».
¿Cómo puede ser eso verdad? Pasan las semanas y Axel continúa siendo un rompecabezas para mí. Un libro cerrado a perpetuidad.
Es desesperante y decepcionante, al mismo tiempo, darme cuenta de que no puedo hacer que se abra la única persona que me muero de ganas de ayudar.
«Hay personas como yo que no sabemos dejarnos llevar por la marea», me dijo.
Cierro los ojos y trago la bola de angustia que se atraviesa en mi garganta.
Claro que no. Axel no sabe dejarse llevar por mi marea, porque no confía en mí.
—Será solo por un día. Axel estará aquí antes de lo que esperas.
André percibe mi aflicción, por eso me dice eso.
Pero yo sé que no es verdad. Tienen que enterrar a su padre, la ceremonia y todo lo demás… Es posible que acabe la terapia de Roberto y de la amiga de Fayna antes de que él pueda reunirse con nosotros.
—Al parecer, el padre de Axel era muy querido —ironizo intentando averiguar más cosas.
—Era un hijo de perra que le hizo la vida imposible —explica Gero con rabia—. No te imaginas…
—Gero —vuelve a censurarlo André, obligándole a callar y negando con la cabeza—. No nos corresponde a nosotros contárselo.
Intento sonreír, como si quisiera sacar hierro al asunto, pero la única verdad es que ese hermetismo me sienta como una patada en el estómago.
Ellos no son mis amigos, son los amigos de Axel. Tienen un pacto de silencio, y entre soldados eso es sagrado. No lo van a romper por mí, ni por mis ganas de saber más.
—No quiero que me contéis nada que no queráis. —Me encojo de hombros—. Sabéis más de él de lo que yo podré llegar a saber algún día. Todo lo que rodea a este hombre es muy secreto y… francamente, empiezo a estar agotada.
—Dale tiempo.
—Sí, ya… Tiempo —suelto con disgusto—. Puede que eso sea lo único que no tenga. En fin… —Observo el todoterreno. Es grande, pero dudo que sea cómodo para dormir o para comer—. Aún es pronto para pedir la cena, pero cuando llamemos a algún sitio de comida a domicilio, avisad si queréis algo.
—Claro. Muchas gracias —asiente André, que le da un golpecito a Gero para que entre en el coche con él.
Hay algo en los ojazos morunos de Gero que me indican que él sí querría hablar conmigo. Yo espero a que me diga alguna cosa, a que dé el primer paso, pero finalmente decide seguir a su hermano al interior del coche.
Abatida y decepcionada, doy media vuelta para regresar a la casa.
Axel no habla conmigo, no se abre. Pero respecto a mi delicada situación, sigue cumpliendo su contrato a rajatabla.
Mi seguridad por encima de todo.
Y eso, para mí, ya no será suficiente.
Ha pasado un rato desde que nos hemos instalado en la casa. Mientras pasa el tiempo, mi pena y mi enfado con Axel han subido bastantes enteros, así que apenas me asaltan los remordimientos por lo que voy a hacer en este preciso momento.
Le he llamado, porque estoy muy preocupada por él. Mucho. Pero sigue con el teléfono apagado. Y a cada intento fallido, peor me encuentro.
Así que he citado a Roberto en el pequeño chill out de la piscina. El atardecer cae con parsimonia en la isla, casi con la misma calma con la que viven todos los canarios.
Bruno ha colocado una cámara detrás de la pérgola que tengo a mi espalda, para grabar todo lo que acontezca a partir de ahora.
Roberto, que no es tonto, ya sabe que va a ser grabado, pero no le gustan las cámaras, así que lo haremos de un modo más intimista para que no se sienta tan agredido por el objetivo. Es el único modo que tengo para que él se abra y me cuente de dónde viene su problema.
No me queda más remedio que coger al toro por los cuernos. Porque aunque tenga un acosador persiguiéndome y el hombre que quiero no me tenga en cuenta ni siquiera para avisarme de que su padre ha muerto, continúo siendo una psicoterapeuta, y mi vocación es ayudar.
Estoy estirada en la hamaca, fingiendo un estado relajado que no es real, ignorando el hecho de que tengo a dos ex soldados haciendo un barrido de seguridad por toda la propiedad, solo para que el loco tarado que anda detrás de mí no consiga alcanzarme esta vez.
Las gafas de sol cubren mis palpables ojeras. Aun así, me he maquillado, a riesgo de parecer el Joker en El caballero oscuro, y me he puesto pintalabios, rímel y colorete. No lo he debido de hacer mal, porque Ingrid me ha dado el visto bueno al salir al jardín. Además, me he soltado el pelo, y lo he dejado reposado sobre el cojín blanco de la tumbona de madera, abandonado como el de una ninfa. Por debajo de mi camisa larga estilo Ibiza asoma mi biquini azul oscuro. Estoy descansando la espalda en un inmenso cojín de marajá de color violeta.
No soy ninguna beldad, pese a lo que digan. Pero soy una mujer, y sé el impacto que puede provocar una imagen así, tan pretenciosamente seductora, en un hiperactivo sexual como Roberto. Voy a provocarlo tanto como pueda.
Sobre la mesa redonda de madera que hay entre las tumbonas y los sillones de mimbre, he dejado una botella de Martini dentro de una cubitera, que he encontrado en la despensa de la casa. Además, he preparado dos copas anchas con limón, vacías, esperando a que el vermut las llene, y en un platito cóncavo he dispuesto unas aceitunas.
La excitación viene de la mente, pero conlleva también una sobrecarga emocional. Roberto responde a estos estímulos. Aprovecharé entonces, cuando más excitado esté, para hurgar en el foco de su trastorno adictivo. En lo bueno y en lo malo, no importa a qué extremo sensitivo y emocional se llegue, es en el precipicio donde una persona se muestra tal cual es.
No quiero agredirle, quiero que se dé cuenta de que él no es así, pero se ha hecho así para protegerse.
Roberto llega a la zona de la piscina con esas gafas de mosca como las que usan los famosos. Tiene el pelo rubio recogido en una coleta, y la camisa azul claro tipo lino de cuello Mao está parcialmente abierta hasta medio pecho. No lleva bermudas. Lleva uno de esos shorts ajustados, como el que llevaba Axel el día en que Carla se corrió al ver su foto. Creo que le haré una foto también a este, aunque puede que a mi hermana no le haga la misma ilusión ahora, ya que ha elegido a Eli. Y Eli, oseaaúnnomelopuedocreer, es una mujer. Mi mejor amiga, además.
En fin… Mientras veo cómo camina hasta mí, adopto una pose poco informal, más bien de mujer fatal. Apoyo una de mis piernas sobre la tumbona, que tiene un mullido colchón blanco debajo, y la otra la dejo completamente estirada. Mi buena madre me diría algo así como: «Nena, cierra las piernas». Pero esta vez no le haré caso. No me voy a espatarrar, pero sí voy a insinuar. Me parece escuchar la música de Martini de fondo, pero es solo mi imaginación, vívida y sobreestimulada por hombres buenorros como Roberto.
—Vaya. —Roberto desliza los ojos, picajosos y con algo de desdén, desde mi cabeza hasta mis pies—. Pareces relajada, señorita Becca.
Empieza mi actuación.
Me estiro como una gata remolona y le sonrío con intención de transmitirle comodidad.
—También hay tiempo para la relajación —le digo.
Él me devuelve la sonrisa y se sienta lentamente en la tumbona que hay a mi lado.
—Ya… —Mira a su alrededor, visiblemente en guardia—.
¿Me estás grabando, señorita Becca?
—Puede que sí. Puede que no.
—Puede que sí y puede que no… —repite acomodándose sin dejar de mirarme. Se relame los labios en un gesto absolutamente sexy y provocador—. ¿Sabes? Esas son las opciones que barajo cada noche. ¿Follaré con más de una? Puede que sí y puede que no —se responde a sí mismo.
Lo cierto es que una actitud como la de Roberto, tan machista, tan abusiva, con tan poco respeto por el sexo femenino, debería indignarme. No obstante, en tan poco tiempo, lo he conocido mejor de lo que se cree. Me han bastado unas cuantas horas intensas con él para darme cuenta de que no es tal y como aparenta ser. Sé lo que le ocurre.
Debo ser lista para no acorralarlo antes de tiempo, o de lo contrario, se irá sin más.
—Bien. ¿De qué quieres que hablemos? ¿Vas a hacerme preguntas sobre mi infancia y mis sentimientos? ¿Crees que tendré traumas a lo Grey? —Su tono es de burla.
—La verdad es que no. Quiero hablar contigo. Solo eso. Conocer un poco más de ti y de la razón por la que te has creado este álter ego.
—No es un álter ego —asegura—. Soy yo. Hago lo que me gusta. Mi manera de vivir no es una jodida patología.
—No digo que lo sea —aclaro—. Solo quiero comprender qué es lo que lo convierte en algo tan obsesivo y adictivo para ti.
—Joder —resopla rindiéndose al ver que yo no estoy dispuesta a dejar de insistir—. A ver, dispara.
—¿Siempre tienes sexo en grupo? —le pregunto sin más preámbulos.
—¿Por qué? ¿Acaso estás interesada? —Rota la cabeza hacia mí. Sé muy bien cómo me está mirando a través del cristal de sus gafas.
—Nunca lo he probado. No te puedo decir.
—¿Es una de tus fantasías, señorita Becca? Sé clara.
—¿El qué? ¿Que no dejen ni un orificio de mi cuerpo sin taladrar? No… No lo creo. Pero tengo un profundo respeto por las mujeres que se atreven a hacerlo sin prejuicios ni tabúes. Disfrutar tanto del propio cuerpo como de los cuerpos —lo digo en plural— de muchos hombres a la vez, tiene que ser…
—Liberador.
—Extenuante, quería decir. En serio —resoplo—. No debes de saber a qué lado mirar, ni en qué centrarte… Ni siquiera saber qué pene coger. —Muevo la cabeza a un lado y al otro, y hago aspavientos con las manos—. ¡Qué locura! ¡Qué estrés! Te vienen por la izquierda, por la derecha, y cuando te quieres dar cuenta, una te da en la barbilla.
—¿Una qué? No te dé vergüenza decirlo.
—Una porra.
—Una polla, ¿verdad?
—Sí, eso. Lo que te quiero decir es que, no, gracias. No podría hacerlo.
Roberto sonríe, pero su propósito sigue siendo tentarme.
—Podría mostrártelo. La otra noche en el Chantilly, vi un brillo en tus ojos. Vi interés. —Roberto se incorpora, se sienta sobre la cómoda y toma la botella de Martini de la cubitera.
—¿Un brillo en mis ojos? Por supuesto. Estaba a punto de echarme a llorar de la conmoción.
—No. Dime la verdad. ¿Te excitaste? —Mantiene inmóvil la botella de Martini blanco a medio camino de la copa. Sus ojos paralizan a los míos, aunque ninguno de los dos podamos vernos en realidad—. Quieres que sea sincero contigo. Quieres llegar a mí, ¿verdad?
—Quiero ayudarte.
—Entonces, señorita Becca, sé sincera conmigo también. Es lo justo.
Supongo que hasta cierto punto, el reclamo de Roberto me parece razonable. Me paso la vida psicoanalizando a los demás y ayudándoles a superar sus problemas. Ninguna de esas personas me ha psicoanalizado a mí. En parte porque yo no les dejo, ya que mi relación con mis pacientes debe ser estrictamente profesional.
Pero con Roberto… tengo que hacer una excepción. Me cae bien. Se lo ha ganado.
—Verás, a cualquier mujer que no esté acostumbrada a esos juegos tiene que intimidarle sobremanera darse de bruces con una escena sodomita como la que yo vi. Creo que es comprensible.
—¿Tú crees? —Me llena la copa hasta la mitad, y al mismo tiempo se mete una aceituna en la boca—. ¿Crees que no te gustaría que, mientras estás a horcajadas sobre un hombre completamente erecto, que te está penetrando hasta lo más hondo, por delante, haciéndote disfrutar como nunca, otro se acerque y empiece a mamarte los pezones?
Tomo la copa llena de mi vermut blanco y me obligo a controlar el ligero temblor de mi mano. Sé sobrellevar esta situación. Seguro.
Nunca antes había hablado tan abiertamente de sexo con un hombre adicto a él, pero esto es trabajo, y creo que puedo seguir el juego y estar a la altura.
—¿Tienes la garganta seca, señorita Becca? —pregunta con voz ronca.
—Tengo sed —contesto.
—Sed tendrías después de la gang bang. Después de que todos esos hombres, dedicados a ti —baja el tono de su voz—, te dejen sin líquido en el cuerpo. Piensa en ello. ¿Me vas a negar que no te gustaría que mientras disfrutas de la invasión en tu vagina, y los mordiscos y lametazos en tus pechos, otro hombre te abriese las nalgas y empezase a lamer tu ano?
Dios, Bruno va a tener que editar muchos trozos de este vídeo…
—¿Adónde quieres ir a parar, además de a mi recto?
—No seas hipócrita —dice, algo enfadado—. Te estás excitando con solo imaginártelo. No te hagas la fría.
Uy, no. No puedo perderle, pero tampoco quiero mentirle para llegar al epicentro de todos sus males. Puedo lograrlo sin hacer el papel.
—Veo tus pezones duros a través del biquini —me instiga con acritud—. Y seguro que estás húmeda.
Miro hacia abajo, y domino la necesidad de cubrirme con la camisa blanca. Soy toda una campeona. Una titán.
—Roberto, la imagen que me has presentado no me desagrada del todo —concedo humildemente. Es la verdad. Siento un cosquilleo por la forma que tiene de explicármelo…—. Describes muy bien las sensaciones que una mujer podría tener en una gang bang, pero…
—No he acabado —me interrumpe. Toma un sorbo de su Martini y me mira por encima de la copa—. Hay más.
—Ah, claro. Perdón.
—Mientras te chupan por detrás y te follan por delante, dos hombres más se acercan a ti y te obligan a que los masturbes.
—No daría abasto… Y coordino muy mal.
—A cada uno con una mano diferente.
Me pongo roja como un tomate. Y parezco el topo de la cadena Cuatro.
—Y cuando crees que no puedes aguantar más el placer —prosigue—, cuando notas la punta de mi lengua en el agujero apretado de tu ano…
—Ah, ¿esa es tu lengua? ¿Estás tú en mi gang bang? —le suelto con un hilo de voz. ¿Cuándo se ha colado él en mi fantasía?
¿Esto puede contarse como sexo telefónico pero sin teléfono?
—Sí, claro. Soy yo el que te va a sodomizar. Yo el que te va a dominar y te va a destruir. —Sonríe y compruebo que tiene los colmillos blancos y afilados. Como los vampiros de las novelas románticas.
Algo que nunca he comprendido. ¿Por qué la necesidad de decir que están blancos? Ni que promocionaran los blanqueamientos dentales.
—¿Ese es tu papel en las gang bangs que organizas? —acabo preguntándole, alejándome de las divagaciones de mi mente con déficit de atención cuando a ella le interesa—. Te encargas de…
—Adoro las penetraciones anales. Es como más me gusta follar a una mujer. Por detrás.
—Curioso —murmuro.
—Está todo más… —su expresión cambia a una de puro placer—, apretado. Es puro placer.
Carraspeo y me remuevo incómoda.
—Ya… Y en estas prácticas, ¿nunca lo haces por delante?
—Hace años que no se lo hago a nadie por delante —contesta con un tenue aburrimiento en su tono.
—¿Años?
—Sip.
—¿Por qué?
—Para mí es más satisfactorio. Y soy el mejor en el sexo anal. Es lo que más les gusta a las mujeres. A veces suplican que se la meta de una vez.
—Eres un campeón.
—Sí. Si quieres, te puedo dejar que me pruebes un rato. —Se reacomoda el paquete, que está hinchado. Yo hago como que no lo veo, pero vaya si lo veo—. Aunque contigo —estira su mano y alcanza uno de mis tirabuzones— haría una excepción…
—No… Céntrate. —Le abofeteo la mano, apartándolo como a una mosca—. No quiero un trato especial. Házmelo como a las demás.
—Bien —asume más feliz que una perdiz—. Por detrás, entonces. Primero con dulzura —me explica bajando otro tono, acercándose a mí como el lobo a Caperucita—. Te podría doler la doble penetración, por eso tengo que ayudarte a que te relajes, a que te estires para que pueda meterme dentro de ti por completo. Porque a mí me gusta hasta el fondo.
—Claro. Tú no haces nada a medias.
—Veo que lo vas cogiendo… Y después, cuando ya te has acostumbrado a mí, empezaría a someterte con mi ritmo. Mucho más duro. Y mientras mi compañero te taladra, yo haría lo mismo por detrás, y te agarraría del pelo mientras lo hago, Becca. Mientras gritas, mientras tu ano se contrae alrededor de mi polla… No sabrías en qué sensación centrarte. El placer te iría de delante hacia atrás, como un columpio, y tú lucharías por alcanzar algún tipo de liberación. Pero no te dejaría. Porque puedo notar cuando tu útero se contrae, y aumentaría el ritmo para que lo perdieras y lo recuperaras por el ano. Y cuando lo tuvieras concentrado detrás, sería mi compañero quien te lo arrebataría.
—Vamos, un festival —puntualizo, nerviosa.
—Sí. ¡Y tanto! Te volveríamos loca, señorita Becca. Loca de lujuria, loca de placer —susurra acercándose de nuevo a mí—. Estarías tan dilatada que después podría meterte hasta mi mano. Dios mío. Trago saliva al notar un ligero espasmo en el clítoris. El tío es bueno.
—¿La mano? ¿Como a las vacas? No, por Dios.
—Y llorarías.
—No es para menos.
—Llorarías —continúa, apasionado—, suplicando que te diéramos lo que necesitas.
—¿Y qué necesito?
—Un orgasmo bestial. Y en ese momento… Me quedo en silencio, esperando el final.
—Mis dos compañeros a los que no dejas de masajear y se están hinchando en tus manos, acabarían contigo y se correrían en tu cara y en tu cuerpo.
Abro los ojos de golpe al oír esa asquerosidad. Ni siquiera sabía que los tenía cerrados. Roberto está a pocos centímetros de mi cara, agarrado a mi tumbona, inclinándose hacia delante, como si quisiera echarse encima de mí.
Lo aparto con disgusto y me quedo sentada en la hamaca, reprobándolo con la mirada.
—¡¿En serio?!
Roberto frunce el ceño.
—En serio ¿qué?
—¿En serio se corren en mi cara?
—Sí.
—¡¿Qué dices?! ¡No! ¡Lo has estropeado! —protesto con una carcajada—. Pero ¡qué asco! Odio que hagan eso. A mí no me gusta, vamos —digo poniéndome una mano en el centro del pecho—. Me irrita los ojos. —Y los cierro en un gesto teatral.
—¿Te estás riendo de mí?
Los vuelvo a abrir, consternada, y niego con la cabeza.
—¡No! ¡Para nada! ¡Lo digo en serio! A ninguna mujer le gusta, por favor. Solo a las actrices porno, y porque les pagan por eso. ¿Qué te crees? ¿Que están ahí deseosas de que les pegues las pestañas con tu leche? No —murmuro, divertida, y al instante se me ocurre otra cosa—. Es como lo de tragarse el semen. —Pongo los ojos en blanco—. ¿A quién le gusta?
Roberto está cruzado de brazos, mirándome con interés, como si estuviera entretenido con mi discurso.
—Te podría enumerar a muchas.
—Pues tienen distrofia en las papilas o algo parecido. El semen no sabe bien. Vamos a ver, en el mundo sacan sabores de todo tipo, ¿a que sí? ¿Por qué crees que no han sacado nada con sabor a semen? —A mí me parece una pregunta muy razonable, hasta que la digo en voz alta y descubro lo obscena que es—. Porque sabe mal. Bueno, y como ese día hayas comido espárragos… ni te cuento.
—Vale. Eliminemos de la ecuación lo de que se te corran en la cara.
Admiro la facilidad con la que redirige la conversación.
—Eliminada.
—¿No te atrae la idea de te follen un equipo entero de fútbol?
Las fantasías sexuales y yo tenemos una relación cordial. Eso implica que hasta que llegó Axel, solo me veía haciendo guarradas con Henry Cavill, siempre y cuando me hubiera montado antes una historia de amor en la cabeza. Solo él estaba en mis fantasías. Bueno, y Jason Momoa también.
Lo que quiero decir es que follar por follar… pues no me va. Pero desde la primera vez que me acosté con Axel, la cosa ha cambiado. Pienso mucho en el sexo. Pero no en tríos ni en sexo en grupo. Pienso en hacer lo siguiente al Kamasutra, pero solo con él. Así que esta es mi respuesta a su pregunta:
—¿Sabes cuál es el problema, Roberto?
—No.
—Que soy una mujer muy conectada con mis emociones. Y no sé follar si no hay sentimientos de por medio. Como no pienso enamorarme de once tíos a la vez, ni pienso en entregarme solo para que disfruten de mi cuerpo o solo para que me hagan disfrutar, no barajo la posibilidad de una gang bang, ni de un póquer, un trío, dobles parejas… Lo lamento. No está entre mis fantasías, rubio.
Roberto relaja los hombros e inclina la cabeza a un lado. Su mirada valora mis palabras y la expresión de mi rostro, como si quisiera verificar si soy de verdad, o si lo que digo es cierto.
—Eres muy peculiar, señorita Becca.
—¿Por qué dices eso?
—Las mujeres que he conocido no son como tú.
—Eso dice mucho a mi favor. —Sonrío—. Viendo la desafortunada relación que has tenido con ellas.
—¿Desafortunada? No. Esto nada tiene que ver con la fortuna, sino con la naturaleza.
Lo tengo. Ahí está. Debo aprovechar mi oportunidad.
—No tiene que ver con la naturaleza. No todas las mujeres somos como las que han estado en tu vida, Roberto.
—Deja que lo dude.
—¿No nos tienes ni un mínimo de respeto?
—Creo que servís para lo que servís. Cualquier intento de vinculación con vosotras es complicado y dañino.
Guapo, sí, pero ¡qué hijo de puta!
—No es cierto —protesto—. ¿No me estoy ganando un poco de tu respeto? —Esta vez soy yo la que se sienta en la tumbona y lo mira de frente.
—¿Quieres mi respeto? ¿Por qué? ¿No te basta con que quiera follarte?
—Deja de ser gilipollas —le suelto, incrédula.
—¿Por qué tendría que respetarte?
—Porque no cedo a tus tonterías. Y porque soy la única ahora mismo que te aguanta lo suficiente como para tratarte. Soy tu única oportunidad para que vuelvas a abrirte y a dejar de vivir como lo haces.
—Estoy feliz con mi vida. Tengo todo lo que quiero.
—Todo lo que quieres, pero no todo lo que necesitas.
—De eso me sobra.
—Y una mierda. A mí no me engañas. Hay muchos tipos de fobia, Roberto. Y tú no estás exento de sufrir sus efectos. De hecho, los sufres desde que la última mujer te traicionó. Desde que Bea se fue con Fede.
—Disparas a dar, ¿eh…? —musita sintiéndose atacado. Se levanta dispuesto a dejarme sola.
—Esto es inútil. No soy uno de tus conejillos de Indias. Estoy aquí por obligación, no porque te haya pedido ayuda.
Yo me levanto con él y le agarro del antebrazo.
—Pero la necesitas.
Estoy saltándome muchos protocolos con Roberto. Pero él tampoco es un paciente común. Sé que puedo introducirme a través de esa dura coraza que se ha creado para que todo le rebote, para que nada más vuelva a herirle. Pero las cosas siguen doliéndole, y puedo entrar a través de esas heridas sin cicatrizar. No importa si mis métodos son algo agresivos ahora. Lo único que importa es la terapia de choque y cómo impactar contra esos duros principios que ha adoptado como un todo.
No es tan indiferente como él desearía, tal y como yo imaginaba.
—¿Sabes qué creo? Que eres un cobarde —Le señalo con el índice de la mano que sostiene mi Martini. Entrecierro los ojos y asiento—. Sí, amigo. Estás muerto de miedo. Y yo sé muy bien por qué.
—Tú no sabes una mierda —gruñe con los dientes apretados. Su hermoso rostro se convierte en otro lleno de ira.
No me va a amilanar. Así que levanto la barbilla y sigo disparando.
—Métete tus psicoanálisis por donde te quepan.
—Está bien, pero antes tienes que escuchar mi resumen.
—¿Y si no quiero?
—Se lo debes a Fede —le advierto—. Sabes que si él quiere, puede destruirte con todas las imágenes que tenemos del programa.
Sé que Roberto está luchando contra sí mismo, contra esa necesidad de irse y dejarlo todo atrás. Pero valora mucho su trabajo, lo ama, y no piensa abandonarlo.
—Te escondes en el sexo en grupo porque deseas acercarte a una mujer, para no ser el chivo expiatorio. Por eso las posees acompañado de más hombres, porque así tienes menos posibilidades de que te increpen en caso de que algo salga mal. En las gang bangs te sientes cómodo, tienes la situación controlada, y sabes que las mujeres que frecuentas quieren de ti justo lo que tú estás dispuesto a dar, no más. En ese momento te sientes imprescindible para ellas, sabes que jamás te dejarían de lado. En ese punto en el que su cuerpo y sus necesidades priman por encima de todo lo demás, tú tienes el poder. Te gusta sentirte así, poderoso, porque solo tienes que follar, y nada más. Adoras volverlas locas y que te supliquen.
El rictus de Roberto se vuelve de piedra. Está tan sorprendido por mis palabras que todavía no ha podido reaccionar.
—No hablas con ellas. No las conoces. Cada mujer a la que le ves la espalda y el trasero es una pequeña venganza que te satisface. Las sodomizas por una razón, no solo por lo placentero que pueda llegar a ser, sino porque, por muy burdo que suene, te gusta darles por culo, igual que las mujeres más importantes de tu vida te han dado por culo a ti.
Mi manera de ver las cosas, de actuar, de comprender a los demás, ha cambiado bastante desde que tengo El diván en mis manos. Ta vez sea por la cantidad de sucesos que me han pasado desde que empecé, no lo sé. Pero, sea por lo que sea, ahora soy más osada, más atrevida, más espontánea y cercana. Eso puede acarrear algún que otro problema de extralimitación laboral, pero si me ayuda a abrirle los ojos a mi paciente, no dudaré en cruzar esa línea de lo que es correcto y lo que no. Mi terapia de choque es dura, corta y sorprendente como una bofetada, lo suficientemente seca como para que al paciente no le dé tiempo de levantar sus murallas y de ponerse en guardia. ¿Cómo se saca a alguien de una trinchera? Con un ataque frontal.
—Mis gustos sexuales no son…
—Tus gustos sexuales… No, perdona: tu trastorno sexual obsesivo no tiene que ver con lo que te gusta. Tiene que ver con todo lo que no te gusta. Con todo lo que no te ha gustado que te hicieran.
—Es absurdo lo que dices. —Su voz es inestable, ligeramente temblorosa.
—No lo es, Roberto —le digo esta vez más suavemente—. Necesito que abras los ojos a la verdad. Dices que eres experto en el sexo anal, y que conste que no lo pongo en duda. —Levanto una mano en un gesto de aclaración—. Pero la realidad es que poseer a una mujer por detrás te garantiza dos cosas. La primera: que al no hacerlo por la vagina no implica una necesidad más vinculante y emocional. Para ti, no es hacer el amor. Y la segunda, consecuencia de la primera: no tienes que verles las caras. No tienes por qué conocerlas. Te las tiras y punto, y a otra cosa, mariposa… —Me echo el pelo loco hacia atrás—. Y nunca les haces el amor de frente, porque te aterra ver los rostros de tu madre biológica, de Merche, de Leyre o de Bea… Te mueres de miedo porque la historia se vuelva a repetir. Esa es tu fobia. Y ese es tu problema. —Le clavo mi dedo índice en el pecho—. Pero vivir así es hacerlo a medio gas.
—Cállate —me pide sin fuerzas.
—No pienso callarme. Es mi trabajo y sé que estoy en lo cierto contigo. Y hasta que no salgas de ese caparazón de soberbia y sexo en el que te has metido, te estarás perdiendo la increíble gama de colores que hay ahí fuera. Sabes convivir con el dolor, pero no siempre te harán daño. Las mujeres, las personas en general, pueden hacerte feliz. Aunque tengas que darte muchas oportunidades para ello.
—Estás equivocada —dice sin ninguna convicción ya, con la mirada perdida. Creo que es la primera vez que se ha dado cuenta de por qué hace lo que hace. Y creo que le suena a verdad.
—Tú sabes que no lo estoy. No voy a seguir diciéndote nada más por ahora. No quiero avasallarte demasiado. Pero medita sobre ello esta noche, Roberto —le pido buscando una ligera tregua a su shock. Dejo el Martini en la mesa y le sonrío, agotada también por la energía de mis palabras—. Mañana seguiremos con tu terapia. Por hoy ya es suficiente. —Le pongo una mano en el hombro y se lo aprieto con gentileza.
—¿Y si me niego a seguir con esto? —me dice de sopetón.
Yo lo estudio con atención. Estoy plenamente convencida de que ahora, más que nunca, quiere continuar.
—Será tu decisión —digo, y me encojo de hombros—. No voy a apuntarte con una pistola para obligarte. Pero algo me dice que mañana seguirás aquí.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque sientes curiosidad, rubio. —Le guiño un ojo y me doy media vuelta camino de la casa—. ¿Vienes? —le pregunto desde el marco de la puerta—. Vamos a pedir la cena.
Roberto se frota la nuca, consternado por todo lo que acabo de decirle.
Sigo sus pasos y sonrío a gusto con lo que he hecho, porque, aunque ha sido duro ser tan franca y tan poco diplomática, eso es justo lo que necesitaba Roberto.
Cuando mis pacientes entraban en la consulta de Barcelona, mi primer análisis rápido era estudiar su actitud y su lenguaje corporal para saber qué tipo de trato necesitaba. La experiencia me ha enseñado que hay dos caminos para ayudar a una persona: la mano de seda o la mano dura. Está el que necesita mucho tiento y cuidado para que no se sienta mal y culpable. O el que necesita una paliza para sacarlo de los laureles de la autocomplacencia y la autocompasión en los que se había abandonado.
Roberto ha resultado ser de los segundos.