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@solaenVietnam @eldivandeBecca #Beccarias Yo no quiero que él me diga que me ama. Yo quiero que me dé su contraseña de Twitter y Facebook. Eso sí es amor de verdad #lasredessocialesacabarancontodo

—No me digas ni hola. Solo dime quién es el rubio que hay detrás de ti y de dónde carajo los sacas.

Fayna, con su camisa amarilla de flores rosas que hace que me salga glaucoma de golpe, parpadea atónita después de abrir la puerta de la casa de Marina. Sus ojos claros y grandes están clavados en Roberto, hipnotizados por su fuerza animal y esa energía alfa y petulante que la noquea a una.

—¿Te das cuenta de que te está grabando Bruno? —le pregunto entre dientes, arqueando las cejas.

—Bah. —Mi amiga mueve la mano como si apartara un bicho volador de su cara, y sonríe con sinceridad—. Eso lo dirán todas las mujeres de España en cuanto vean este capítulo —espeta al tiempo que abre los brazos para recibirme.

Me abrazo a ella; bueno…, más bien me dejo engullir. Os aseguro que no hay nada mejor que uno de sus abrazos, porque Fay solo tiene luz para dar. Aunque sea una bruta y esté para que la encierren.

—¿Quién es el chino enano? —me pregunta cuando lo ve por encima de mi hombro.

—Es americano —la corrijo en voz baja—. Por favor, Fayna, compórtate. Son los productores que te comenté por teléfono.

Los de Estados Unidos que vienen a ver en directo cómo trabajamos… Tiene que ser todo muy natural.

—Ah, sí. Antes he visto un todoterreno aparcado enfrente de la casa, pero no sabía que eran ellos, pensé que era Ildefonso.

Carraspeo incómoda. Hablar con una persona con tanta espontaneidad y tan poco filtro es como jugar al Monopoly, te puede buscar la ruina en un par de jugadas.

—¿Quién es Ildefonso? —me atrevo a preguntar, y me arrepiento al instante.

—Uno que me ligué hace un par de días y que se ha obsesionado conmigo. Dice que somos almas gemelas, porque él tiene un collar para hablar como Darth Vader, y como yo también tengo uno que me electrocuta, pues pensó que teníamos un mundo en común… Marina tiene una recortada que lanza perdigones. Estaba barajando la posibilidad de dispararles… pensando que era él, claro.

—Madre mía. —Cierro los ojos con estupor y me presiono el puente de la nariz—. Bruno, vas a cortar esto, ¿verdad?

Bruno niega con la cabeza, y sonríe de tal forma que sus dientes blancos destellan.

—Ni hablar.

—Joder —murmuro. Solo pido que los americanos no entiendan ni una palabra de español.

—Bueno, venga. —Fayna nos anima a que pasemos—. Entrad… Marina os está esperando en el salón. ¡Mari! —grita Fayna mirando al techo—. ¡Mi amiga Becca, la de la tele, ya está aquí! —Se da la vuelta mirando a Roberto, y añade—: ¡Y HeMan también!

Marina.

Paciente número X de mi carrera como psicoterapeuta.

Antes de enfrentarme cara a cara con uno de ellos, intento hacerme una imagen mental de cómo pueden ser. Marina está embarazada de ocho meses, pero el miedo atroz que le tiene al parto le está provocando malestar y pone en peligro al bebé debido a sus ataques de pánico.

Cuando veo a Marina, tumbada en el sofá del salón, con las piernas cubiertas por una manta y tres infusiones de algo que huele a valeriana —y no sé qué más— vacías sobre la mesa baja de madera envejecida, me doy cuenta de que es de las primeras veces que no he acertado con mi idea preconcebida.

Pensé que me encontraría con una amapola del campo, dulce y liviana, aterrorizada por sufrir algo de dolor. En vez de eso, me doy de bruces con una chica —muy mona, eso sí— rubia, con el pelo a lo champiñón, ojeras bajo sus ojos grises y gatunos, y la cara algo hinchada por su avanzado estado de gestación. Pero parece fuerte, y transmite elación y algo de arrogancia en su pose.

Lleva una camisa de manga larga enorme, de cuadros rojos y negros, estilo leñador, que cubren por completo su vientre abombado.

Roberto, que camina a mi lado, no se siente nada a gusto con la situación. Sé por qué. Conozco al dedillo su manera de pensar. Las mujeres embarazadas son como una especie aparte para él: nunca las ha tratado, le dan miedo.

Marina me mira y sonríe sin tenerlas todas consigo. Después, echa una ojeada a Roberto, y no sé si me lo invento o no, pero creo que ha siseado como un gato arisco. ¿En serio ha hecho eso?

—Hola, Marina —la saludo afablemente—. Soy Becca. —Le ofrezco la mano—. Encantada de conocerte.

Ella la acepta y asiente con la cabeza.

—Igualmente… —Echa un vistazo a Bruno y se coloca bien el flequillo rubio hacia un lado—. Qué invasivo, ¿no?

—¿La cámara? —digo señalándola con el pulgar—. No te preocupes, con el paso de los minutos te parecerá que no existe.

—Ya… —Marina agarra un cojín y lo abraza contra su barriga, en un gesto de protección. Está asustada, por el bebé y por ella.

—¿Me puedo sentar?

—Adelante. —Con la mano me indica el sofá de dos plazas que tiene al lado, haciendo forma de ele. El tapizado es de muchos colores. Me distrae.

Cuando tomo asiento, oigo una repentina bocina que hace que me levante de golpe.

Ingrid, que acompaña a los americanos, se tapa la boca para no dejar ir una risotada.

Busco el origen de ese estridente pito y entonces diviso un pato amarillo de goma, más pequeño que una pelota de tenis.

—Ups, perdona —dice Marina—. Es el juguete de Mío. Lo deja por todas partes.

—¿Mío? —pregunto tomándolo para dejarlo sobre la mesa.

Me siento de nuevo.

—Sí. Mi gato persa. Ahora estará en el jardín. —Y comienza a buscarlo a través de la ventana que da al jardín—. ¿Tienes gatos?

—No.

—Haces bien —contesta—. Producen toxoplasmosis en las embarazadas.

Entrelazo los dedos de mis manos, y percibo el pavor en sus palabras. Tiene un alto grado de hipocondría. No sé qué demonios ha estado bebiendo, pero esas tazas huelen raro.

—En realidad, los gatos no transmiten la toxoplasmosis en las embarazadas. —Alarga la mano a una de las tazas vacías y la miro por debajo de mis pestañas—. ¿Puedo?

—Claro. Los gatos transmiten esa enfermedad, ya lo creo que sí. Seguro que yo la tengo.

Huelo el culo de la taza. Arrugo las cejas.

—¿Qué es lo que le has echado? —pregunto.

—Marihuana —contesta Roberto sin mirarla.

—Es marihuana medicinal —se defiende Marina—. Y no la echo en la taza. La utilizo en el vaporizador —contesta señalando el pequeño difusor que hay sobre la cómoda blanca del salón.

Lo miro estupefacta. Parece un objeto de decoración de color violeta, en forma de flor.

—¿Cómo puedes hacer eso en tu estado? —pregunta Roberto con tono de censura.

Marina relaja la espalda y se apoya completamente en el respaldo del sofá. Creo que está harta de dar explicaciones.

—Si dejaras las paredes de tu casa, cada maldita mañana y cada maldita noche, con un estucado digno de un cuadro de Pollock, harías lo mismo, créeme.

—¿Qué dices? —replica Roberto.

—¿Quién es esta nenaza? —Marina lo mira de arriba abajo, riéndose de él.

Vaya. Marina tiene un carácter bastante punzante. Puede que eso le vaya bien a Roberto.

—A ver, un momento. —Pongo paz entre ellos, y orden en mi cabeza—. Marina, este es Roberto. Haréis la terapia conjunta.

—Pfff… —bufa—. De acuerdo. ¿Qué le pasa, también está embarazada?

Roberto mira hacia otro lado, ignorándola, y yo pongo los ojos en blanco.

—Vale… —Me limpio el sudor de las manos en los tejanos—. Esto va a salir bien —me repito para tranquilizarme—. Leí no sé dónde que el cannabis vaporizado cesaba las náuseas y los vómitos de las embarazadas. No sé hasta qué punto eso es bueno, pero si te funciona…

—Sí —asiente Marina.

—Segundo, ¿tu gato está al día con las vacunas?

—Por supuesto.

—Entonces, no tienes toxoplasmosis. La toxoplasmosis la transmiten los gatos callejeros que no han recibido cuidados. Seguro que Mío está mejor cuidado que nadie.

—Es mi niño —se reafirma—. Claro que está al día de todo.

—Fabuloso. —Me inclino hacia delante para atraer su atención, y eso provoca que la esquiva Marina fije sus ojos en los míos—. Marina.

—¿Qué?

—¿Me puedes contar cuál es tu miedo? ¿Por qué lo estás pasando tan mal?

—Por esto, Becca. —Y se señala la barriga hinchada—. Porque… me da pavor no vivir para ver a mi bebé. —Se emociona y comienza a temblar.

Su miedo es tan real que hasta lo puedo tocar.

—¿Tienes miedo de morir en el parto?

—Sí. Hay antecedentes familiares. Mi prima —susurra, acongojada— murió en la camilla. Soy igual de estrecha que ella, me puede pasar lo mismo.

Bueno, eso lo complica todo un poco más. En la actualidad, son muy pocas las defunciones por complicaciones en el parto, porque hoy en día todo está muy controlado.

—Lo siento de veras.

—Pasó hace mucho. Murieron los dos. El bebé y ella.

—¿Está tu marido en casa? También me gustaría poder hablar con él…

Marina dibuja un mohín disconforme con los labios.

—¿Marido? No, por favor. Voy a tener a mi bebé sola. —Levanta la barbilla, orgullosa.

—Ah… —Busco a Fayna con la mirada—. No lo sabía.

Fayna sonríe y se encoge de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.

—¿In vitro? —le pregunto a Marina.

—Sí. No necesito a los hombres para nada.

Debo respetar su opinión, aunque no la comparta.

—Hablemos de tu miedo al parto… ¿Cuáles son tus sensaciones?

—Mis sensaciones… —Se ríe ácidamente—. Las peores. Odio las inyecciones, la sangre me marea, y la sola idea de que tengan que cortarme me provoca taquicardias… Ojalá pudieran dormirme y sacarme al bebé naturalmente.

Asiento, sin dejar de prestarle atención. No es momento de intervenir, solo de escuchar.

—Podría romperme por dentro, se me pueden desplazar las caderas… O morirme del esfuerzo. Y si me muero, ¿quién va a cuidar de mi bebé?

—Asumo que tu principal miedo es dejar al bebé solo, en vez de la muerte en sí.

—Y el dolor. No llevo bien el dolor. Nada bien. —Niega con la cabeza, vehemente.

—Muchas mujeres pasan por tu situación… ¿Has hablado de ello con tu madre? Ella ha pasado también por esto, si no tú no estarías aquí.

—Mi madre se fue a Holanda a trabajar, y me dejó aquí tirada cuando cumplí la mayoría de edad. Me dijo: «Marina, ahora te toca hacerte cargo de ti misma. Yo ya he cumplido con mi trabajo. Te he criado y te he ayudado a crecer. Ya eres adulta, espabila». Así que hace como catorce años que no nos hablamos.

Algo del relato de Marina llama la atención de Roberto, que ahora está activo, mirándola de reojo, estudiándola de arriba abajo.

—Tuvo que ser duro para ti. —Hay madres despreocupadas.

—Sí, lo fue.

—¿Y tu padre?

—Cuando tenía cinco años, mi padre se metió en una secta de contacto extraterrestre. Está en algún lugar del mundo hablando con el capitán Spock.

Roberto sonríe, igual que yo.

—Has salido adelante tú sola —asumo con mi empatía a flor de piel.

—Sí. Gracias a Dios soy muy inteligente. Mi madre me guardó en una cuenta de ahorros parte del dinero de una indemnización, y con eso estudié y me monté mi propio negocio de catering a domicilio. Y bueno, todo empezó a funcionar económicamente para mí. —Tuerce la cabeza a un lado y cruje el cuello—. Dios, el embarazo me está matando… Tengo la columna y las cervicales fatal.

—Marina, cuando te hiciste la in vitro, ¿sabías que podías reaccionar así?

—No. Jamás. Para mí tener un bebé debía ser algo hermoso, algo maravilloso y único. Siempre he sido autosuficiente, nunca he pedido ayuda a nadie. Sabía que iba a poder sola con esto, y me moría de ganas de vivir esta aventura. —Se pasa las estilizadas manos por el pelo lacio y de corte moderno—. No sé qué fue lo que detonó mi cambio de humor al respecto. No sé en qué punto empecé a actuar así… Siempre he sido fuerte, no una debilucha hipocondríaca con miedo a dar un paso para no ver asomar una cabeza entre las piernas…

—No debes atacarte —le sugiero suavemente—. Todo el mundo está en su derecho de tener sus propias fobias. No somos de piedra.

Ella oscila las pestañas tan rubias como su pelo y continúa hablando con la mirada gacha. Señal de que se siente avergonzada por un comportamiento que intuye lejos de poder controlar.

—Solo sé que me ha superado. No hay minuto del día que no piense en todas las terribles complicaciones que habrá el día del parto. Es agotador… Extenuante. —Deja caer la cabeza hacia atrás y la apoya en el enorme cojín verde que hace las veces de respaldo—. No puedo seguir así.

—Está bien. —Poso mi mano sobre la de ella, fría y temblorosa—. Vamos a trabajar en ello, Marina. Voy a ayudarte.

—¿Cómo? No creo que puedas. Mi cabeza es más fuerte que yo, te lo aseguro.

—No digo que no lo sea. Pero siempre hay estrategias que uno puede usar cuando le atenaza el miedo. Para empezar, te diré que muchas personas sufren tu fobia —le explico y le doy un golpecito en el dorso de su mano—. Se llama tocofobia. Pánico al parto. En griego, tocos es «parto».

—¿Tiene diagnóstico? ¿No es locura? ¿Hay más taradas como yo? —pregunta, estupefacta. Por primera vez, un brillo de esperanza cruza sus ojos. A Marina le gusta saber que no es un bicho raro, que no es la única.

—Sí. Hay mujeres que le temen tanto al parto que no se quedan embarazadas, y algunas incluso lo interrumpen porque el miedo las supera.

—¿Interrumpir? —Horrorizada, se cubre el vientre con una mano y lo acaricia de forma circular—. Jamás haría eso. Mi bebé, pobrecito…

—Te lo digo para que veas que hay casos extremos. No obstante, detrás de una fobia irracional, o de un pánico extremo, siempre hay un motivo, siempre hay una razón. Tengo poco tiempo para desengranar la raíz de tu miedo, pero haré lo posible para ayudarte. Si me dejas, claro.

A pesar de haber ayudado a Fayna, Marina no demuestra tanta confianza en mí para que mi terapia tenga éxito también con ella.

—De acuerdo —asiente—. ¿Y él va a estar con nosotras siempre?

—Sí —le confirmo, y luego sonrío a Roberto.

—¿Y por qué?

—Porque creo que os podéis retroalimentar mutuamente —contesto con tranquilidad. Debo demostrar que lo tengo todo bajo control. Roberto también padece una fobia que superar, aunque él crea que no.

Marina analiza al Adonis rubio con la profesionalidad de alguien que sabe valorar un buen producto para vender a los demás.

—¿Y también hablará? ¿O solo hablaré yo?

Uy. La primera puya. Sí. Ya sé que no es buena idea juntar un hombre que tiene cero confianza en las mujeres con una mujer que no necesita a los hombres para nada, pero siempre hay una primera vez.

—Lo de hablar o no, déjamelo a mí —replico guiñándole un ojo—. Por lo pronto, quiero que los tres juntos hagamos una salida. ¿Cómo llevas la visita a los hospitales, Marina?

Santa Cruz

Nos encontramos en el Hospital Universitario de Nuestra Señora de la Candelaria, en Santa Cruz. Hemos accedido a la planta de Neonatología con el permiso del director del hospital.

Roberto está tan tenso con Marina que se cuida hasta de no rozarla, como si creyera que puede romperla o hacerle daño en algún momento.

Su reacción es muy normal. Nunca ha tratado a una mujer de verdad, en su máximo esplendor, embarazada, con la capacidad de dar vida. Solo utilizaba a las hembras para darles placer, para que le rogaran y le pidieran más, y así sentirse querido e importante; imprescindible. Pero, lejos del sexo, el pobre no sabe cómo actuar con una mujer que ni siquiera lo mira con interés, y que además tiene algo tan titánico entre manos como es un bebé, a pesar del pánico que la pueda sobrepasar. A veces, mientras íbamos en los coches (hemos dejado la caravana aparcada en el porche, para no llamar la atención demasiado en el centro de Santa Cruz), lo he cazado mirándola, estudiándola, valorando las diferencias entre Marina y todas las tipas que se ha beneficiado. Seguro que hay tantas, que lo desconcierta.

Marina, en cambio, no ha estado pendiente de él ni un segundo. ¿Cómo iba a hacerlo, si su pánico a moverse o a ir a un hospital la tiene tan entretenida que no puede pensar en otra cosa? Sufre una crisis de ansiedad aguda, y solo se siente bien y a salvo en su casa. Todo lo que sea salir de ahí, en su estado, es una amenaza contra su vida. Es un tanto agorafóbica, como lo es Eugenio. Me imagino la cantidad de pensamientos que le deben de estar cruzando por la mente: «Quiero huir de aquí. ¿Y si me pongo a correr? Dios, me estoy quedando sin aire. ¿Y si me olvido de respirar? ¿Y si voy al hospital y cojo alguna enfermedad? ¿El Ébola? ¿Ha llegado a las Islas? Mira que estamos al lado de África…». Y así, en un sinfín de «Y sis» inseguros e hipocondríacos que hacen de su vida una aventura al límite.

Sin embargo, siempre he dicho —y seguiré diciendo— que admiro a cada uno de mis pacientes fóbicos, ansiosos, depresivos, obsesivos… Porque siguen adelante. La mente es el músculo que más debe trabajarse y cuidar para llegar un día a comprendernos nosotros mismos. Todos mis pacientes están en el camino de autoencontrarse, pero para ello tienen que perderse más que Adán en el día de la Madre.

He permitido a Fayna que acompañe a su amiga, agarrada a su brazo, como dos abuelitas. Mi loca del collar de perro no deja de señalar a todos los bebés que ve detrás del cristal. Señala a aquellos que tienen gorritos con orejas de animales, y no lo hace porque estén adorables, sino porque quiere esos gorros. Me parto de risa con ella.

Una vez estamos dentro, le pido a Fayna que nos deje a solas. Ella, que es muy protectora con su amiga, accede a regañadientes.

Marina, por su parte, no quiere ni mirar a los bebés, y deseo averiguar por qué.

Roberto, en cambio, se mantiene alejado del cristal de la sala de neonatos, con las manos metidas en los bolsillos, una pierna cruzada sobre la otra, apoyado en la pared de enfrente.

Bruno revolotea a nuestro alrededor con la cámara.

Mantengo el pinganillo bien presionado a mi oído, por si quiere darme alguna indicación especial. Me he acostumbrado ya a la presencia de un objetivo y estoy familiarizada con todo el argot y los procedimientos de una grabación, hasta el punto de que me siento en casa y ya no me incomodan en absoluto.

—Bien. —Agarro a Marina de la mano, que camina arrastrando los pies, y doy un paso al frente.

Veo nuestro reflejo en el cristal que separa la sala de bebés del pasillo de visitantes y observadores. Ella tiene un cutis limpio y claro, aunque eso hace que la sombra debajo de sus hermosos ojos sea más pronunciada. Mi pelo está todo lo ordenado que puede estar, y me gusta cómo me sientan mis gafas de montura roja. Pero quien me conozca de verdad notará que mis ojos azules claros no están luminosos, señal de lo disgustada y triste que me tiene la indiferencia y el apartheid que demuestra Axel por mí. Me centro en los bebés, porque me ayudan a sonreír y a no pensar en el pobre diablo.

Roberto no deja de observar a las parejas que se acercan a ver a sus hijos. Algunas mamis en silla de ruedas acompañadas por sus maridos, emocionados y felices por haber traído una nueva vida al mundo. Una vida de la que son responsables, y a la que deben colmar con muchísimo amor.

—Quiero irme de aquí —me pide Marina—. Empiezo a encontrarme mal.

—Sí, lo sé —asumo, y le ofrezco la seguridad que ella no tiene—. Pero no puedes irte. ¿Sabes por qué te he traído aquí?

—Porque quieres atormentarme.

—No. Lo que quiero es que veas que cada día esta planta se llena de bebés recién nacidos. Que en todos los hospitales del mundo nacen bebés a diario. Que millones de mujeres tienen hijos como si fuera lo más natural de la vida. Porque lo es.

Ella traga saliva y deja caer la mirada a la primera cunita de cristal que tiene enfrente. Pero la aparta rápidamente.

—No seré capaz de tener el bebé, Becca —reconoce, perdida en sus pesadillas.

—Cuando llegue el momento, lo serás.

—Estoy pasando por la peor época de mi vida. Mi cabeza puede más que yo. —Marina abandona toda reserva conmigo, y decide decir la verdad—. Siempre fui una mujer fuerte e independiente. Me reía de las personas que tenían crisis de pánico y cosas de esas… Pero nunca me imaginé que me pasaría a mí, porque me consideraba preparada e inteligente como para no creer en las trampas de mi cabeza. Pero ahora… —Se mira las manos y cierra los dedos formando puños—. Ahora, mira cómo estoy… Aterrada por la posibilidad de parir y víctima de pensamientos absurdos que me afectan como si fueran reales. —Su voz tiembla y se resquebraja.

Levanto una mano y la apoyo en su espalda. Las palabras se graban más en el subconsciente cuando hay contacto de por medio. Yo llamo «ancla» a mi necesidad de tocar a mis pacientes. Desde fuera, nadie podría comprender a ninguno de mis chicos. La gente tilda de locura cualquier cosa que tenga que ver con desórdenes de la mente. Pero la mente es un músculo que enferma por igual, y hay que normalizar los trastornos de nuestra cabeza, como enfermedades comunes. La ansiedad, por ejemplo, es la enfermedad del siglo XXI. Muchos la padecen, y la gran mayoría lo hacen en silencio por vergüenza a reconocer lo que les pasa. Yo jamás me compadecería de Marina por lo que me explica, ni tampoco sería capaz de juzgarla y decir algo como «Se le ha ido la cabeza». Me dedico a esto, y hay que comprender los mecanismos de nuestra mente para aceptar que a veces el exceso de trabajo, la dureza de la vida y la fragilidad de nuestras emociones pueden fastidiar nuestro disco duro.

—¿Sabes? Lo que te pasa no es tan difícil de comprender… Tienes un miedo recurrente a una incapacidad de dar a luz —le explico sin retirar mi mano de su espalda—. Tuviste una prima que murió en el parto, y eso fue traumático para ti.

—Sí.

—Ahí se plantó la primera semilla para que tu miedo floreciera en algún momento. ¿Cuántos años tenías?

—Era joven. Quince.

—Quince… —repito, pensativa—. La edad en la que una chica empieza a ir con chicos y a interesarse por el sexo. ¿Cómo fueron tus relaciones sexuales? ¿Las has disfrutado?

Marina vuelve la cabeza hacia mí, con el gesto traspapelado.

—¿Quieres que hablemos de sexo aquí? —pregunta con aire perdido.

—No, no… Solo necesito datos. Si no quieres contestar, no lo hagas —la animo a que se vuelva a relajar—, pero apuesto a que las relaciones con hombres te dolían, a que nunca te relajaste con ellos, y a que los métodos anticonceptivos que utilizabas te daban grima.

La cara de Marina es un poema. Se inclina hacia mí y me susurra en voz baja, ignorante de la alcachofa que pende sobre nuestras cabezas:

—¿Cómo diantres sabes tú eso? ¿Fayna te ha dicho algo?

—No. La tocofobia se puede dar por muchas razones, Marina. No aparece porque sí. Como te he dicho, todo tiene una raíz. —Arqueo mis cejas y me subo las gafas por el puente de la nariz—. Así que…

—Así que… ¿Qué?

—¿Tengo razón respecto a tus experiencias sexuales?

Ella asiente nerviosa y su cutis blanquecino se tiñe de rojo intenso.

—Nunca… —se cuida de que Roberto no la oiga—, nunca he estado cómoda en la cama con ningún hombre. Tampoco es que haya tenido una experiencia dilatada… Cuando vi que no era lo mío, dejé de practicarlo.

¿Que no era lo suyo? Madre mía, seguro que hasta le ha vuelto a crecer el himen.

No es mi intención avergonzarla, pero no puedo controlar las inseguridades o vergüenzas de las personas con las que trabajo. Es un trago por el que tiene que pasar.

—De acuerdo. —Sonrío de nuevo—. Ahí tienes la segunda semilla. Si te das cuenta, tu aversión al sexo está íntimamente relacionada con tu aparato reproductor y tu vagina. Con total seguridad, en tu mente hay muchos amarres que relacionan tu miedo con lo desagradable que era para ti que alguien hurgara en tu…

—Vale, sí —me corta rápidamente—. Ya lo entiendo.

—Tu padre está jugando a Star Trek en una secta, y te dejó de lado, con lo que tampoco te fías de los hombres lo suficiente como para relajarte. No son amigos tuyos.

—Es cierto. Nunca acabo de relajarme.

—Ya llevamos tres semillas. —Alzo la mano con los tres dedos abiertos—. También creo que tienes alguna cicatriz en el cuerpo, una herida aparatosa en algún lugar… O puede que vieras a alguien hacerse mucho daño.

—Pero ¿quién eres tú? —me pregunta abriendo mucho los ojos, a caballo entre la estupefacción y el respeto.

Me defiendo echándome a reír.

—Me dedico a esto, Marina. Tengo que estudiar a la gente y ver lo que no enseñan —digo mientras me encojo de hombros—. Odias los hospitales y te niegas a que te corten o te hagan una cesárea. Puede que lo veas como un riesgo a tu salud, pero creo que hay algo más… —Carraspeo y la miro de reojo—. ¿Verdad?

—Joder. Me pones los pelos de punta. —Ha claudicado. Entonces se acaricia el vientre, pensativa—. Cuando tenía diez años, mi madre me llevó al hospital porque tenía un dolor muy fuerte en el vientre. Se creían que era el apéndice, y cada dos por tres venía el médico a toqueteármelo para ver si me dolía, en plan: «Te duele? ¿Te duele?». —Imita el gesto de presionar incisivamente con los dedos—. Al final, acabaron por inflamarme el apéndice y me lo tuvieron que extirpar, cuando lo que tenía eran gases. La cicatriz se infectó por culpa de un trozo de gasa que me dejaron dentro, y me puse tan mal que estuve a punto de morir.

—Dios… Menuda torpeza —digo, atónita.

—Sí. Mi madre los denunció por negligencia médica.

—¿Esa es la indemnización que guardó en tu cuenta de ahorros? —Empiezo a atar cabos: con ese dinero pudo estudiar y luego montar su negocio de catering.

—Exacto. Pero no te creas que me lo dejó todo. Ella se llevó gran parte —contesta agriamente.

Como sea, esa es la cuarta semilla.

—Ahí tienes el motivo por tu fobia a los hospitales, las cicatrices y la sangre. Cuatro semillas, y sé que hay más.

—¿Por qué me hablas de semillas?

—Porque han esperado a crecer justo en un momento importante y trascendental de tu vida, para ponerte a prueba. Y hay una quinta… La semilla jefe. Pero de ella hablaremos más tarde. —Tengo ganas de dar saltitos y canturrear: «¡Soy buena, soy buena, soy buena!», pero me aguanto porque soy una profesional—. No quiero que te maltrates por estar así, Marina. Es normal después de todo lo que te ha pasado y has vivido. Quiero que dejes de juzgarte. Esa es mi primera recomendación de hoy.

Sé el esfuerzo que está haciendo por hacerme caso, por tomar mis palabras como verdaderas.

Marina aún no lo cree, pero hemos dado un paso adelante, porque ha podido reconocer todo esto en una sala de Neonatología, en un hospital que ella jamás habría pisado, rodeada de bebés vivos recién nacidos… Su mente empieza a crear nuevas sinapsis y pensamientos. Y puedo trabajar desde ahí. Marina es fuerte, todos mis pacientes lo son, y sé que su necesidad de caminar hacia delante puede más que el miedo que los paraliza.

—¿Nos vamos ya? —me pregunta, más tranquila que cuando ha llegado.

—No. Aún no. Roberto, ¿puedes venir aquí? Marina se tensa y mira al frente.

Él se coloca a mi lado, de modo que yo quedo en medio de ambos. Por Dios, parecen elfos, y yo una hobbit de la Comarca. Son altos y rubios, y bien parecidos. Y yo… En fin, dejémoslo.

—¿Qué quieres?

—¿Te gustan los bebés, Roberto?

—No he cogido uno en mi vida. Pero reciclo para dejarles un mundo mejor y eso…

—¿Nunca has cogido un bebé? —pregunta Marina de repente—. ¿Dónde has vivido todo este tiempo? ¿En el Infierno?

—¿Cómo dices? —Roberto la mira por encima de mi cabeza.

—No sé… ¿No tienes amigos con hijos o sobrinos o…?

¿Nunca has querido coger uno?

Roberto hace una mueca con la boca, como si jamás se lo hubiera planteado.

—Nunca he tenido esa necesidad ni esa curiosidad. Y el círculo de amigos que tengo no… —Sonríe y me mira de soslayo—, no están por la labor de tener hijos.

—¿Y qué tipo de amigos tienes? —insiste en preguntar Marina—. ¿Qué círculo es ese? Todo el mundo conoce gente con bebés.

—Yo no.

Los dos se quedan callados. Espero paciente a poder continuar con mi ejercicio, y entonces Marina mira a Roberto por encima de mi mata de rizos, y le suelta:

—¿No estarás en una secta satánica?

A Roberto la acusación le divierte, a mí no tanto, porque estas cosas me ponen la piel de gallina.

—¿Por qué dices eso? —contesta Roberto con curiosidad.

—No sé. Mi padre tiene la esperanza de contactar con los tripulantes extraterrestres del Enterprise… No digo nada que sea tan disparatado.

—¿Y por qué tengo que ser de una secta satánica?

—No tienes pinta de hacer nada bueno —murmura para sí misma.

—Tal vez no sea bueno —sugiere queriendo tomarle el pelo.

—Puede que no. Venga, va… No me gustan los misterios. Tú ya sabes que tengo un negocio de catering a domicilio y que soy obsesiva a tiempo… —Sacude la cabeza—. Todo el tiempo.

¿A qué te dedicas tú?

—Soy desatascador —contesta con una risa diabólica. La madre que lo trajo.

—¿Desatasca…?

—¡Vale! ¡Alto! —Me interpongo entre ellos como el árbitro de un combate de boxeo. La curiosidad de Marina nos va a llevar por derroteros que no deseo. No creo que sea buena idea que Roberto le diga ahora que desatasca tuberías traseras… Eso rompería, seguramente, la frágil tregua que hay entre los tres—. Ya hablaremos luego de nosotros. Antes tenemos que hacer una última cosa.

Marina es obsesiva con sus pensamientos, y también con sus propósitos. Sé que no cesará hasta que descubra a qué se dedica Roberto. Y, de hecho, yo quiero que hablen entre ellos, pero no en este momento. Ahora los necesito con el ánimo abierto y accesibles.

—¿Qué cosa? —pregunta Roberto. Sus ojos azules arden de perversión.

Es una pose. Todo en él es una pose. Ese pelo, ese aspecto de soberbio por el que las mujeres desfallecen… Cuando se dé de bruces con la verdad, tendrá que dejar el disfraz a un lado.

—Marina, me he dado cuenta de que te refieres a tu hijo como «el bebé» —le digo, y ella se pone en guardia, aunque no retrocede; no piensa ocultarse—. Las mujeres con miedo a morir en el parto intentan despersonalizar al hijo que llevan en su vientre para que el dolor ante una posible pérdida no sea tan devastador. De ese modo intentan desvincularse emocionalmente de ellos.

—No es por eso…

—¿Ah, no? Y entonces ¿por qué es?

—Es porque… Porque no sé qué sexo tiene. El miedo a… a todo esto —mira a su alrededor— ha hecho que sea incapaz de hacerme una ecografía.

—Pero Marina… Entonces ¿cómo sabes si el bebé está bien? —advierto, estupefacta—. Hay muchas pruebas que debieron hacerte, y…

—Lo sé. Pero Fayna conoce a Socorro, una matrona con experiencia de más de treinta años que ha venido a visitarme una vez cada tres semanas, para palparme y ver cómo evoluciona mi embarazo.

No pienso decir ni una palabra sobre el nombre de la matrona.

—Además —prosigue—, como he decidido tener al bebé en mi casa…

—¿En tu casa…?

Esto cada vez se pone más esperpéntico. Hay muchos riesgos que Marina no ha tenido en cuenta. Va a la aventura, sin saber si el bebé que traerá al mundo está bien o no. No sé si eso es responsable ni tampoco creo que yo sea la persona adecuada para hacérselo ver. Mi propósito es que Marina venza su miedo y comprenda a qué es debido, no juzgarla, aunque su comportamiento haya sido más propio de una amish, pero en su caso, rodeada de tecnología que podía haberla ayudado.

—Verás, Becca, a mí la tecnología y toda la instrumentación —indica como si me hubiera leído la mente— hace que me convierta en un bicho bola, ¿comprendes? —Observa por el cristal a uno de los bebés con un gorrito de oso panda, y su grisácea mirada se llena de melancolía—. No sé si el bebé será niño o niña, ni tampoco sé si voy a sobrevivir a ello…

—¡Claro que lo harás! —exclamo agarrándole la mano—. Tú no vas a ser de esa decena de mujeres al año que mueren en la camilla por dificultades en el parto.

—¿Diez? ¡Diez son muchas!

—¿Diez entre decenas de millones de partos? —replico con mi tono más nihilista—. ¿Hablas en serio?

Marina baja la cabeza.

—Quiero tener a mi bebé y cuidar de él —dice, ahora más tranquila—. Pero también puedo ser de esas diez.

—No vas a ser de ese cero coma cero cero uno por ciento.

Estás sana, fuerte… y la matrona te ayudará.

—Ojalá tuviera tu convicción.

—Pero no la tienes, por eso estoy aquí, para que te des cuenta de lo que te pasa.

—¿Y tú? ¿Tú estarás conmigo cuando llegue el momento? Sus pupilas se dilatan. Su mente acaba de trasladarse a ese momento, y le está provocando ansiedad. Le sostengo la mano con suavidad, para hacerle ver que estoy ahí. El solo hecho de que me lo proponga me intimida y, al mismo tiempo, me honra.

Ya he asistido a un parto. El de Carla. Ese día el mentecato de su pareja llegó tarde por culpa de una partida online de Warcraft. Así que entré yo en su lugar. Aguanté como una campeona los gritos, los tacos y las coces que soltaba, la pobre… Y lo hice por amor. Por esa razón, Iván, mi adorable sobrino, mi camello de pokémons y bolas del amor, es casi tan mío como lo es de su madre.

—Marina, no habrá nada que temer —le repito.

Noto que está luchando por creerme. Inspira por la nariz, cediendo a mis últimas palabras, y entonces se lleva las manos a la barrigota.

—¿Estarás a mi lado, por favor? —vuelve a preguntarme.

Si ella me lo propone es porque conmigo se siente más a salvo, más segura, y ese es el puente que quiero construir entre nosotras.

—Sí. Si es lo que deseas, ahí estaré —le aseguro.

—Gracias —me dice con sinceridad—. De verdad.

—Y ahora, lo que hay que hacer es darle una identidad a ese bebé cuanto antes. No puedes seguir llamándolo así.

—Pero… —Estudia la mano posada sobre su protuberante vientre—. Es que no sé lo que va a ser…

—Buscaremos dos nombres, para niño o para niña. La idea es que tu mente cree una imagen positiva del bebé, y que te imagines cómo será contigo, a tu lado, en un futuro…

—Lo veo haciendo una ouija para contactar conmigo.

Roberto frunce el ceño, aunque la ocurrencia vuelve a hacerle sonreír. Y no son de esas sonrisas frías y distantes. Estas son de verdad.

Madre mía, esta chica tiene la idea de la muerte muy arraigada.

—Pues vamos a dejar de ponerte cara de tablero con letras. Tenemos que potenciar otro modo de pensar. Por lo pronto, si fuera niño… —la animo a que imaginemos juntas—, ¿qué nombre le pondrías?

Marina fija la vista al frente, entre la cantidad de cunitas de cristal ocupadas por recién nacidos durmientes. En realidad, nunca se planteó darle una identidad a su hijo o hija, y sé que no lo hizo, no porque no supiera el sexo, sino porque el solo hecho de imaginarse una vida feliz junto a él o ella la destrozaba, ya que estaba absolutamente convencida de que no iba a sobrevivir al parto.

Pero es tan fuerte para una madre admitir semejante cosa, que comprendo que no quiera mostrarse tan sincera conmigo, y menos con una cámara grabando. Ahora bien, a mí no hace falta ni que me engañe ni que me deje de engañar. Soy altamente empática. Reconozco las emociones que la otra persona siente, y sé el motivo real que la obliga a comportarse así. Con todo, su secreto está a salvo conmigo.

—Lo llamaría Airam, si fuera niño —anuncia con una voz que parece un bisbiseo.

—¿Airam? ¿Qué nombre es ese? —pregunta Roberto—. ¿Es un nombre de las Islas?

—Significa «libertad» —explica ella—. Era el nombre de un príncipe guanche.

—¿Y si fuera niña? —insisto.

—Si fuera niña… Idaira. —Sonríe—. Es el nombre de una princesa guanche.

—Idaira… —murmura Roberto, pensativo—. ¿Quieres ponerle un nombre canario a tu hija?

—Sí. ¿Qué pasa? —replica ella a la defensiva—. ¿Le pongo Roberta? A ver, Becca. —Se cuadra y lo señala con el índice—. Yo aún no entiendo qué hace él aquí. Voy a tener un bebé, no necesito un desatascador.

—Bueno —dice Roberto, que parece entretenido y relajado, como si estuviera en su salsa—. Según cómo se mire, pueden ser las mismas cosas.

—De acuerdo. —Vuelvo a colocarme en medio de los dos; bajo el índice de Marina y le suelto una reprimenda a Roberto con mi mirada mortal—. Tenéis muchas más cosas en común de las que os imagináis. Esta noche las averiguaremos. Mientras tanto… —enlazo el brazo con Marina y la retiro del cristal de la sala de neonatos para salir ya del hospital. El trabajo que tenía que hacer con ella y Roberto en la planta de Neonatología ha concluido.

Era preciso que Roberto viera esa cantidad de bebés que van a recibir el cuidado y el amor de sus padres, que no van a ser abandonados como, desgraciadamente, le ocurrió a él.

Y Marina, por su parte, debía familiarizarse con su futuro hijo o hija, y creer en que puede ser una realidad; primero, hablando de ello en el lugar que más miedo le generaba, y segundo, dándole un nombre al bebé, sea del sexo que sea.

La decisión de Becca

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