Читать книгу Mi verdad - Lenin Guardia Basso - Страница 10
ОглавлениеBreve Introducción
Para poder relatar mi experiencia de vida tuve que esperar bastante tiempo debido a dos problemas fundamentales que me lo impidieron. El primero de ellos de carácter legal, pues cuando finalmente quedé en libertad, después de ocho años, seis meses y veintitrés días, al poco tiempo firmé un contrato con una editorial, el cual, entre múltiples cláusulas, me comprometía a una exclusividad total de publicación con esta. Ese plazo de diez años ya se cumplió. El otro impedimento, y tal vez más importante que el anterior, era reponerme de la experiencia vivida y recuperar esa suerte de paz interior que le permite a uno encontrar la objetividad.
Me pareció que lo más urgente era dedicarme a mi familia, a descubrir cuáles eran los daños que tenían guardados en sus almas; ver cómo poder reinsertarme en sus vidas cotidianas y desde ahí iniciar una suerte de reparación emocional para sanar las heridas poco a poco. Afortunadamente, el mundo exterior de mis hijos era bastante sólido en tanto que estudiantes, con una red de amigos humanamente extraordinarios, pues muchos de ellos me visitaron en Punta Peuco. Pero la clave de todo esto fue el rol que había jugado mi mujer: ella se encargó de transformar la situación general de la familia en una permanente superación humana, intelectual, ética y moral. Hoy nos sentimos felices al decir que todos nuestros hijos son excelentes profesionales y personas.
Debo confesar que también comencé un proceso interno que me permitió ver cuán dañado me había dejado toda la experiencia vivida. Necesitaba reencontrarme con mi memoria, la cual, de cierta manera, la cárcel destruye y más aún, cuando la miseria humana y la cobardía moral fueron la constante durante tanto tiempo. Ver cómo la prensa, por vender más, cae en un sensacionalismo sin límites, dejando de lado la ética profesional. Observar cómo los que deberían levantar la voz guardan silencio y en cambio, hablan aquellos que uno ni siquiera conoce, es una experiencia tremenda. Escuchar, durante meses, mentiras tras mentiras, sin poder uno defenderse, corroe el alma… y esto culmina, según mi opinión, con un proceso que se sustentó en el efectismo, donde el ministro en visita optó por la efímera popularidad del momento y no estuvo a la altura de la función encomendada: hacer justicia. Un camino en gran parte allanado por una sostenida y prolongada campaña de la prensa en mi contra, la cual fue directo a producir un asesinato de imagen con la lanza de las mentiras y dejando muy atrás al periodismo que se informa para informar, que investiga para informar. No es el caso de nuestro país. Cuando quedé en libertad, la verdad no interesaba, ¡ya no vendía!
Hoy, con las heridas ya sanadas, recuperada mi alma y mi fuerza interior, con un desprecio hacia todos aquellos que mintieron o simplemente no cumplieron con las tareas que la sociedad les encomendó, me siento en condiciones de contar Mi verdad.
A todo esto debo agregar que, una vez recuperada mi libertad, muchas personas en la calle me paraban para decirme “¿Cuándo va a contar la verdad de lo que le pasó en su vida?”. A todos ellos les doy las gracias pues sus comentarios no fueron en vano.
Me voy a referir a ciertos episodios que afectaron mi vida, que de algún modo merecen ser narrados y que son vinculantes entre sí: el consumo de drogas en el parlamento, el asesinato del senador Jaime Guzmán, el secuestro de Cristián Edwards y finalmente, las famosas y patéticas “cartas-bomba” al abogado Luis Hermosilla y a la Embajada de Estados Unidos en Santiago. Los viví en mi calidad de analista de inteligencia en el período comprendido entre la vuelta a la democracia, años en que trabajé como asesor del subsecretario del Interior Belisario Velasco, y noviembre de 2001, período en que me encontraba asesorando al ministro del interior José Miguel Insulza, al director de Investigaciones Nelson Mery y también al empresario Miguel Nasur, y además participaba en una empresa de seguridad que prestaba servicios a la Municipalidad de Santiago. Por tal motivo, hasta antes de ser detenido, tuve la oportunidad de conocer en detalle muchas situaciones que estaban relacionadas a poderosos actores y fuerzas políticas de aquel entonces.
El primero de estos episodios, el caso de consumo de drogas en el Congreso, me puso en el peor escenario para quien realiza labores en el área de inteligencia, pues del anonimato necesario para estas tareas –sean de terreno o análisis–, por los hechos que relataré, salté a las primeras páginas de los medios de prensa de una forma bastante brutal, artera y calumniosa, situación que entendí mucho tiempo después desde dónde se había gestado. En tal sentido, debo confesar que nunca imaginé que la bajeza la recibiría de mi propio sector político. De verdad yo consideraba que los problemas podían venir de mi participación en la lucha contra la delincuencia en todas sus formas y el narcotráfico, en particular, pero jamás sospeché que vendrían por mi propia espalda.
En el caso del asesinato al senador Guzmán y su conexión con el secuestro de Cristián Edwards, me vi involucrado de forma paradójica y circunstancial en ese asunto, lo que ha derivado, hasta el día de hoy, en una serie de juicios y especulaciones periodísticas sin fundamento, jamás probadas, y que han sido desmentidas hasta por los propios protagonistas de la historia.
Tampoco imaginé que en el caso Cartas-bomba el “equipo investigativo”, que en rigor fue un “equipo conspirativo”, iba actuar con tamaña impunidad y desparpajo para condenarme por un delito que no cometí. Esto fue posible, en primer término, por la manipulación que hicieron del otro detenido, pero también por la actitud negligente e intransigente del ministro que llevó la causa: solo él en su conciencia, suponiendo que la tiene, sabe por qué solo consideró todo lo que me culpó y nada de lo que me exculpó. La suma de ambas condicionantes dio como resultado que en mi caso jamás existiera un debido proceso: siempre oscilé entre la Inquisición y Kafka, con breves pasajes dignos de Los tres chiflados.
Estoy seguro de que si mi proceso fuera entregado hoy al Consejo de Defensa del Estado, al Departamento de Ciencias Penales de la Universidad de Chile o al de Derecho Penal de la Universidad Católica, a más de alguno se le caería la cara de vergüenza.
Estando en libertad, conversé con destacados abogados penalistas –algunos de ellos profesores universitarios– y todos coincidieron en que el juicio había sido aberrante y algunos hasta lo compararon con el famoso caso Dreyfus de París. Desgraciadamente, como fui procesado por el sistema penal antiguo, el juez que me acusaba era el mismo que investigaba y condenaba, todo dentro de un secretismo patológico e irritante. Aspiro a que se me reconozca lo que garantiza la Constitución, que es la igualdad ante la ley, que en mi caso nunca estuvo presente, razón por la cual no se tomó en cuenta mi irreprochable conducta anterior y mi condición de coayudante de la justicia.
Lo único que cabe aquí es la revisión de mi proceso, pero solo la dignidad de la Corte Suprema podría abrir esa posibilidad. Espero que así ocurra, no solo por mí, sino que por todos los ciudadanos que vivimos en nuestro país los cuales necesitamos confiar en nuestras instituciones, pero esa confianza se gana en los hechos y no por la tradición o antigüedad de un organismo.
Ojalá que esto ocurra, aunque me inquieta más que un juez como el que conocí algún día llegue a ser miembro de la Corte Suprema. Sería una pésima señal y “un peligro para la sociedad”, tal como él me calificó. Pero en esto también hay una falla del sistema judicial, ya que en un proceso que tenga relación con temas de inteligencia, seguridad nacional, u otros –que son complejos por la forma en que se desarrollan sus dinámicas y códigos–, no se puede colocar a un juez que no entienda, aunque sea someramente, de esas tareas, ya que en lugar de aplicar justicia solo se cae en los rigorismos.
Al menos se debería revisar si en sus manos han caído causas similares que hayan asegurado la objetividad que permite establecer la verdad, por ende, que estas sean producto de un debido proceso. Yo creo que muchas causas –algunas de ellas interminables– se transforman en campañas publicitarias y los procesados son el trampolín para saltar a “la fama” que les asegure a los jueces seguir haciendo carrera en el Poder Judicial. Así lo sentí y viví en mi caso.
Dicho todo esto, confío en que el lector juzgue por sí mismo los hechos que a continuación pasaré a detallar y que no son más que otra historia de vida que ha sufrido los efectos de la inoperancia de los distintos estamentos del Estado y también del vasallaje e irresponsabilidad de un sector de la prensa nacional. Confío en que puedan salir de la oscuridad y llegar a ser comprendidos –en estos tiempos de transformaciones tan profundas– con una mayor altura de miras por la sociedad a la que pertenezco y a la cual siempre, desde mi condición de analista, intenté dar lo mejor de mí dentro de los límites de la ética y el bien común.