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2. ¿Una familia de desiguales?

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En segundo lugar, señalan algunos, esta es una familia extraña, pues las relaciones entre los miembros son absolutamente desiguales. María es sierva del Señor (cf Lc 1, 38), José proveedor y padre putati­vo (cf Lc 3, 23) y Jesús, la encarnación del Verbo, que es Dios (cf Jn 1, 14). María habla y medita, guardando las cosas en el corazón; Jesús habla y hace milagros; José calla y sólo sueña. ¿Cómo articular esas diferencias dentro de una misma familia? ¿No harían de la familia una realidad meramente virtual?

A eso respondemos que los relatos evangélicos no dan base para tal excentricidad. Los evangelios nos muestran una familia normal, uni­da; hablan de los padres que van al Templo y, como padres, se preo­cupan por la desaparición del hijo y, finalmente, dicen que el Niño les era sumiso (cf Lc 3, 51).

La tesis que sustentamos en nuestro libro evita cualquier desequi­librio, pues Dios, tal como es, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por tanto como Familia divina, deja de ser Trinidad y Familia inmanente, en­cerrada en su inefable misterio, y se hace trinidad y familia histórica, por cuanto se acerca a la existencia humana y se personaliza, asu­miendo el Padre a José; el Hijo, a Jesús; y el Espíritu Santo, a María. De ese modo, reina un perfecto equilibrio. Cada uno es diferente, pero todos entretejen una relación íntima y singular, de orden hipos­tático -como discutiremos más adelante-, con las respectivas per­sonas divinas. Cada persona de la familia humana personaliza una Persona de la Familia divina.

San José, la personificación del Padre

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