Читать книгу En torno al animal racional - Leopoldo José Prieto López - Страница 11

Оглавление

I

El mono desnudo de Desmond Morris

1. EL PLANTEAMIENTO DE DESMOND MORRIS

Un rasgo biológico especialmente característico del hombre es su desnudez, es decir, la carencia del típico pelaje que protege a las demás especies de mamíferos. Dirijamos la atención por unos momentos al libro de Desmond Morris, The Naked Ape: A Zoologist's Study of the Human Animal, («El mono desnudo: un estudio de un zoólogo sobre el animal humano») (1967), un best-seller de divulgación de zoología-antropología materialista.1 Desmond Morris insiste de continuo en que el hombre es única y exclusivamente un mono. Eso sí, comparado con los demás simios, es un mono peculiar. La mayor de sus peculiaridades consiste en que es un mono desnudo. Pero al llegar el momento de explicar la razón de esta desnudez humana, el autor se ve obligado a admitir el carácter extraño, anómalo y biológicamente peligroso de este típico rasgo humano. Por de pronto, la desnudez es presentada por Morris como un rasgo neoténico. Ahora bien, la neotenia es, caso de admitirse su carácter de estrategia evolutiva, una extraña forma de evolución que consiste en hacer permanentes en el adulto algunas características orgánicas propias del estadio fetal o infantil. Merece la pena dedicar algo más de atención a este libro.

Desmond Morris (1928-) es un zoólogo británico que cree que la antropología es un simple capítulo de la zoología. Desde el punto de vista zoológico, algunos de los adjetivos que, según este autor, expresan mejor la naturaleza del ser humano son los siguientes (siempre pospuestos al sustantivo mono): vertical, cazador, fabricante de armas, territorial, neoténico, cerebral, primate por linaje-carnívoro por adopción, dispuesto a conquistar el mundo, etc.2 Pero de todos los adjetivos imaginables que pueden acompañar a este sustantivo, ninguno define al hombre con tanta precisión como el de desnudo.

Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens […]. Es un mono muy parlanchín, sumamente curioso […] [pero] a pesar de su erudición el Homo sapiens sigue siendo un mono desnudo.3

Con estas palabras se da inicio a libro de tan insólito y desafortunado título. El animal racional de antaño ha sido degradado a la condición de simple simio lampiño.

Esta denominación parece a su autor «un nombre sencillo y descriptivo, fundado en la simple observación y que no involucra presunciones especiales».4 Pero, desde luego, una cosa es cierta, admite Morris: esta criatura es un caso extraño. ¿A qué se debe el estado de desnudez del ser humano? ¿Qué hecho, qué necesidad biológica puede dar razón de esta insólita estrategia evolutiva emprendida por este atípico primate que —según Morris— es el hombre? ¿Por qué de ciento noventa y tres especies de simios y monos actualmente existentes solo una, la humana, está desamparada de la cobertura de pelo? Si, en lugar de los antropoides, observamos a los mamíferos en general, el caso se complica más todavía. Una ojeada a la serie de los mamíferos actualmente vivientes nos confirma que esta clase de animales se aferra a la velluda protección. Poquísimas de entre las 42375 especies de mamíferos existentes en la actualidad prescinden de la protección del pelaje. Y las pocas que prescinden de ella han obrado de acuerdo a causas que nos son fáciles de comprender. Los mamíferos voladores, los murciélagos, han prescindido del pelo en las alas, por obvias razones, pero lo han conservado en el resto del cuerpo. Algunos mamíferos excavadores, al resguardo de las oscilaciones de temperatura y de las inclemencias del sol, han reducido su cobertura de pelo. Los mamíferos acuáticos han prescindido de ella, siguiendo la tendencia común de los peces. A diferencia de los reptiles, los mamíferos han adquirido, gracias al pelaje, la ventaja fisiológica de mantener una constante y elevada temperatura corporal. La temperatura constante de los mamíferos, estabilizada gracias a esta densa cobertura, permite la realización de las funciones vitales con independencia de las oscilaciones de la temperatura ambiental. La temperatura corporal, como se ve, no es cosa que se pueda tomar a la ligera. Los sistemas de control de la temperatura revisten una importancia vital, en el sentido literal de la palabra, y la posesión de un aislante térmico (como la gruesa capa de pelo de los mamíferos) desempeña una función de gran importancia para la conservación de la vida. Por eso, a excepción de los mamíferos gigantes terrestres (como el elefante y el rinoceronte, cuyo grosor de piel desempeña con creces las funciones del pelaje), los demás mamíferos terrestres «como norma básica tienen el cuerpo densamente cubierto de pelo».6

Pero los beneficios de la capa pelosa no se limitan únicamente a la estabilización térmica. Se extienden también a la protección de los rayos del sol. Bajo la intensa luz solar, el pelamen resguarda al animal de las quemaduras que resultarían de una exposición prolongada a la acción de sus rayos. La importancia de esta cobertura, en lo que se refiere a la protección del sol, se manifiesta en el hecho de que los únicos mamíferos que carecen de ella son los que viven en ambientes subterráneos o acuáticos. En cambio, los mamíferos que habitan en la superficie de la tierra, ya se desplacen por el suelo, ya trepen por los árboles, tienen la piel densamente cubierta de pelo, como se ha notado ya. Ahora bien, el mono desnudo de Morris no se encuentra en ninguna de estas situaciones. No habita en zonas subterráneas ni acuáticas; y a diferencia de todos los demás mamíferos, arrostra una peligrosa situación de desnudez. Por eso, en razón de esta rareza zoológica, el hombre es un caso único y «permanece solo, distinto […] de todos los millares de especies de mamíferos velludos o lanudos».7 Llegados a este punto, como el mismo Morris no tiene más remedio que reconocer, el zoólogo se ve llevado a la forzosa conclusión de que o se enfrenta con un mamífero excavador o acuático (lo cual no es ciertamente el caso), o bien se trata de «algo muy raro, ciertamente único, en toda la historia de la evolución».8 Desde el punto de vista de su desprotección cutánea, el caso de la criatura humana es para el mismo zoólogo materialista un caso enigmático.

El hombre reúne las características del primate, criatura arborícola, y del cazador, que es un ser terrestre, pero de un modo bastante diferente de estos animales. Morris sostiene la hipótesis, común a muchos darwinistas (a decir verdad, lejana de cualquier control experimental), de que la causa del descenso de los simios del medio arbóreo al suelo se tuvo que deber a la deforestación de grandes zonas del suelo. Por ello, el paso al nuevo hábitat debió dejar a los ancestros de este mono atípico durante mucho tiempo en una condición de notoria inferioridad frente a los pobladores originarios del suelo abierto, tanto herbívoros como depredadores o cazadores. Su aparato sensorial era menos adecuado que el de aquellos para la vida a ras de tierra. Su olfato, demasiado débil; el oído, no lo suficientemente agudo. Su constitución física, irremediablemente peor para la caza que la de los carnívoros y peor para la huida que la de los herbívoros. Lo único en que parecía aventajar tanto a los primates como a los moradores autóctonos del suelo era en el cerebro.

Por fortuna tenía un excelente cerebro, mejor en términos de inteligencia general que el de sus rivales carnívoros. Si conseguía mantener su cuerpo en posición vertical, modificar sus manos en un sentido y sus pies en otro, seguir mejorando su cerebro y emplearlo lo mejor posible, podía tener probabilidades de éxito.9

Por eso, «la evolución tenía que dar un paso decisivo para aumentar en gran manera la capacidad del cerebro», lo cual se habría logrado de un modo verdaderamente raro: «el mono cazador se convirtió en un mono infantil».10

Antes un mono desnudo, ahora un mono infantil. El curso de las ideas de Morris tiene su lógica. El carácter infantil se habría adquirido —dice Morris— por medio del proceso conocido con el nombre de neotenia, que consiste en la conservación y prolongación en la vida adulta de ciertos rasgos infantiles. Según Morris, la neotenia se constata observando el proceso de desarrollo ontogenético del cerebro en los monos y comparando este proceso con el cerebro humano. Mientras que en sus fases embrionaria e infantil el cerebro del simio tiene muchos rasgos parecidos al cerebro humano, estos desaparecen rápidamente al alcanzar la forma adulta. En el hombre, en cambio, la forma típica de la fase embrionaria e infantil del primate se conserva durante toda la vida. Morris nos hace saber que los rasgos neoténicos no se limitan a la caja craneal. La forma y la capacidad de la cabeza dependen, a su vez, de la posición del cuerpo. Pues bien, el embrión de los mamíferos tiene el eje de la cabeza en ángulo recto con el eje del tronco (la misma configuración angular que se encuentra en el hombre), pero pierde esta disposición angular al llegar el tiempo del nacimiento. En cualquier cuadrúpedo, al nacer y comenzar a andar, la cabeza, alineada con la espalda, apunta hacia delante, no directamente hacia al suelo. Si en estas condiciones echara a andar, irguiéndose sobre las patas traseras, la cabeza apuntaría hacia arriba y miraría al cielo. Por eso,

para un animal decidido a emprender una vida vertical [es decir, bípeda], tenía gran importancia mantener el ángulo fetal de la cabeza, dejando esta en ángulo recto con el cuerpo, de modo que, a pesar del nuevo sistema [bípedo] de locomoción, mirase hacia delante. Desde luego esto fue lo que ocurrió, constituyendo un nuevo ejemplo de neotenia, al conservarse un estado prenatal después del nacimiento e incluso en la vida adulta.11

Al hecho de la neotenia —continúa Morris— parecen obedecer otros muchos rasgos físicos del hombre: el cuello largo y fino; la cara plana, sin el prognatismo u ahocicamiento que en el primate causa la característica conformación de su estructura craneal; el reducido tamaño de los dientes, la disminución de la musculatura que mueve las mandíbulas, etc. Todo este conjunto de rasgos infantiles o neoténicos procuró la posibilidad de un fabuloso desarrollo cerebral, junto a la liberación de las manos. Posición vertical, locomoción bípeda, capacidad craneal, manipulación de objetos con las manos libres: son todas características aparecidas en conexión con una estrategia neoténica, es decir, con la obtención de una especie de estado infantil crónico.

Por otro lado, el modo de vida neoténico conllevaría una prolongación del estado de la infancia y un retraso considerable de la madurez sexual, todo lo cual abrió la posibilidad de un amplísimo espacio de tiempo reservado al aprendizaje. Mientras tanto, sus padres, cosa que no hace ningún otro animal, le enseñan técnicas, le transmiten conocimientos; en una palabra, lo educan. De este modo, su debilidad física en el período adulto, comparado con los grandes cazadores, es ampliamente compensada por su ilimitada capacidad de aprendizaje y de invención. Pero se añade otra dificultad. La larga duración del período de infancia de las crías exigiría a la hembra dedicarse por largo espacio de tiempo a su sustento y educación, quedando ella misma necesitada del sustento y la protección que solo el macho le podría otorgar. En pocas palabras, el hogar del mono desnudo exigiría sólidos y estables lazos entre los cónyuges. En palabras de Morris, «los monos cazadores, macho y hembra, tenían que enamorarse y guardarse fidelidad».12 Efectivamente, la guarda de la fidelidad, sumamente rara entre los monos, resolvía de golpe tres problemas en el caso de nuestro mono lampiño: primero, las hembras quedarían cada una ligada a su macho y les permanecerían fieles mientras estos andaban de caza; de este modo, en segundo lugar, se obtendría una reducción considerable en las graves rivalidades sexuales entre los machos, lo que contribuía a desarrollar su espíritu de colaboración; finalmente, la creación de una unidad familiar a base de un macho y una hembra redundaba en beneficio de la prole. Como se ve, todo esto comienza a sonar un poco extraño para un animal que solo es un simio desnudo. La onerosa tarea de criar y adiestrar a una prole que se desarrolla lentamente exigía una coherente unidad familiar.13 Para sobrellevar esta carga, se creó un vigoroso lazo entre el macho y la hembra durante todo el período de crianza de la prole. Es decir, que el mono desnudo adquiere una familia en regla.

Pero retornemos al rasgo inicial: la dificultad de explicar la desnudez del ser humano sigue en pie, como reconoce el propio Morris. ¿Por qué este mamífero que habita a ras de tierra carece de la imprescindible protección vellosa contra el frío y el sol? ¿Por qué la evolución había de elegir este insólito aspecto para un animal? ¿Por qué es el hombre el único mamífero desnudo? Morris está convencido de que, si fuera expuesto como un ejemplar más en un museo de zoología, lo que más chocaría de esta criatura sería su desnudez. Ningún otro animal terrestre presenta un aspecto semejante. Es una enigmática transformación que «intriga a los expertos desde hace mucho tiempo».14

Se han presentado muchas hipótesis ingeniosas, inverosímiles algunas, casi todas inconsistentes, intentando explicar este hecho biológico. Según algunos, la denudación formaría parte del proceso de la neotenia. Se aduce que el aspecto del chimpancé en el momento del nacimiento (con pelo en la cabeza y lampiño el resto del cuerpo) podría confirmar esta teoría. Si el chimpancé prolongara esta condición de desnudez de pelaje durante su vida adulta, su aspecto de adulto sería más parecido al nuestro, sugiere Morris. Pero, en cualquier caso, la explicación neoténica de la desnudez humana explicaría solo cómo pudo adquirirse este nuevo estado, pero no dice nada del porqué ni del valor biológico de este estado para la vida y la supervivencia del ser humano en un medio hostil.

¿Cuál podría ser, entonces, la finalidad perseguida con este estado de desprotección cutánea? La lucha contra los parásitos de la piel: ácaros, pulgas, con el riesgo de enfermedades que acarrean, dicen algunos zoólogos. Difícil darle crédito. Otra teoría, más bien fabulosa, imagina que el mono ya cazador comería tan desordenada y suciamente que se mancharía terriblemente el pelo, con el consiguiente riesgo de infecciones y enfermedades. Se ha sugerido también que el uso progresivo del fuego lo liberaría de la necesidad de llevar permanentemente la pesada capa velluda, aportando el beneficio de un traje más ligero en los momentos de calor. Otra teoría, tan ingeniosa como imaginativa, sostiene que este animal, inmediatamente después de abandonar los bosques, pasó un período de vida acuática. Por tanto, antes que cazador debió ser un mono acuático.15 Desde el bosque se trasladó a las playas tropicales en busca de comida, donde encontraba mariscos y otros animales costeros en abundancia. Al principio, buscaba fácilmente el nuevo alimento entre las rocas y el agua poco profunda; pero, gradualmente se fue adentrando en el agua hasta que aprendió a nadar y a sumergirse en busca de la presa.16 De esta manera llegó a ser un primate pescador.

Durante este proceso —se dice— perdería el pelo, como otros mamíferos que volvieron al mar. Solo la cabeza, que emergía de la superficie del agua, conservó el pelo protector para resguardarse de los rayos del sol. Más tarde, cuando sus herramientas (a base de las conchas abiertas de moluscos) se hubieron perfeccionado lo bastante, debió de abandonar las playas y dirigirse a los espacios abiertos como un aprendiz de cazador.17

Con una pizca de malicia, se podría observar que el aspecto de este relato es bastante parecido a los mitos de Platón, con la diferencia de que, mientras Platón era consciente de que sus narraciones eran solo mitos, este fabuloso relato pretende fundar una hipótesis científica. Esta teoría —arguyen sus defensores— explica la destreza humana en el agua, a diferencia de los chimpancés, que chapotean torpemente en el agua y se ahogan con facilidad. Explicaría también —se dice— la forma alargada del cuerpo humano y su posición vertical. Naturalmente, la teoría del origen acuático del mono desnudo no dispone del más mínimo indicio experimental en que sustentarse, como reconoce el propio Morris.18 Es fantasía científica, o, como suele decirse, ciencia-ficción.

La explicación más extendida es la que considera la desnudez como medio de refrigeración de un animal expuesto a las altas temperaturas que le acarrearían las fatigas de la caza.

Al salir de los umbríos bosques, el mono cazador se exponía a temperaturas mucho más elevadas que las que estaba acostumbrado a soportar, y así se conjetura que se quitó el abrigo de piel para poder soportar el exceso de calor. Superficialmente, esto es bastante razonable. A fin de cuentas, también nosotros nos quitamos la chaqueta en los días calurosos de verano.19

Pero, bien considerada, tampoco esta teoría resulta convincente. Ninguno de los demás animales que viven en campo abierto ha acometido una empresa de esta clase. Aunque se suponga que el clima era favorable a la pérdida del pelaje, todavía hay que explicar la «chocante diferencia existente entre el mono desnudo y los otros carnívoros que viven a campo raso».20 ¿Por qué los demás animales no se han quitado la chaqueta tan razonablemente como lo ha hecho este?

Son demasiadas las rarezas, desde un punto de vista zoológico, de esta criatura como para no preguntarse qué causa actúa tras de ellas y les da una explicación. Además de lampiño, es, según el propio Morris, un simio educado, monógamo, organizado, conquistador. La cuestión de su congénita desnudez, en lugar de aclararse, se entrelaza con otras y se complica, tanto que, al parecer, los zoólogos no aciertan a resolverla. Algunos, en su ansia de encontrar una respuesta, se echan en manos de mitos, como el del mono acuático y pescador. Pero, si no es un animal de vida subterránea ni acuática, ¿por qué se expone desguarnecido al influjo inclemente del ambiente? Por otro lado, la evolución habría emprendido en esta criatura una estrategia neoténica, con la que parece hacer lo contrario de lo que hace en los demás animales, es decir, detener la marcha evolutiva. Añádase a esto la fidelidad conyugal que ha permitido la colaboración de machos, la educación materna de la prole y la larga infancia necesaria para el aprendizaje de las crías. Como en un iceberg, bajo el rasgo de la desnudez de esta criatura se esconde un conjunto tal de dificultades que se tiene la impresión de que sobre la inicial interpretación naturalista del hombre pende una amenazadora espada de Damocles. Si todos los argumentos aportados para explicar la desnudez del hombre son del tenor de los indicados, lo razonable y procedente es, sin lugar a dudas, rechazar la reducción simiesca del hombre.

Más adelante, a lo largo de este trabajo, se aportarán diversos datos y explicaciones que avalan un razonable rechazo de la tan extendida hoy antropología zoológica. Afortunadamente, los antropólogos del siglo XX han vuelto a encontrar al hombre, sacándolo del zoológico en que lo había metido la ciencia del siglo XIX, se ha dicho con atinada ironía.21

Desde luego, ante una criatura tan extraordinariamente compleja como el hombre, no es posible plantearse preguntas limitadas exclusivamente al plano experimental. La razón alcanza muchos conocimientos valiosos sobre el ser humano, a los que la ciencia experimental (en este caso la biología) por sí sola no puede llegar. Hay una realidad en el hombre, que es el espíritu, verdaderamente presente y operante. Su conocimiento no es cuestión solo de fe religiosa. Basta mirar la realidad humana sin dejarse ofuscar por prejuicios naturalistas. ¿Quién no ve en el hombre la altura inigualable de su ciencia, de su técnica? ¿Qué otro animal, además del ser humano, hace teoría de los monos, de los animales, de las plantas, de los minerales, de los planetas, del cosmos? Y todo ello en un alarde de especulación teórica, que es un puro lujo existencial que no le reporta el menor beneficio biológico y que ningún otro animal puede permitirse. ¿Qué otra criatura sobre la faz de la tierra inventa las matemáticas, elabora complejísimas ecuaciones para calcular las dimensiones y el movimiento de expansión del universo? ¿Qué animal se entretiene con las abstracciones de la filosofía, preguntándose por el ser y la esencia de todo lo real, por la causa de las cosas, y por la causa de las causas, el origen absoluto y el fundamento primero? Cuando se afirma, en nombre de la ciencia, que se han tratado de fijar los criterios que permitirían establecer una diferencia esencial entre el hombre y el animal y que todos han fallado, podría objetarse que la existencia misma de la ciencia como actividad humana es uno de esos criterios, a los que no se ha prestado la debida atención. Cualquier aspecto del ser y de la vida humanos es un terreno en el que la ciencia, abandonada a sí misma, naufraga. Privada del recurso a una forma de racionalidad no experimental-cuantitativa, sino filosófica, la antropología es un proyecto inviable. En el hombre es más lo que no se ve que lo que se ve.

Pero es que, además, como han puesto de manifiesto las antropologías biológicas, el cuerpo humano postula el espíritu. Como esta nueva orientación antropológica afirma (de lo cual se da cumplida cuenta a lo largo de este libro), el cuerpo humano está de tal modo desasistido de la naturaleza, ha sido de tal modo abandonado en una enigmática precariedad biológica que, si no fuera por la intervención de las facultades del espíritu, la criatura humana hace mucho tiempo que habría desaparecido de la faz del planeta. Esto por un lado. Pero, por otro, lo propio del espíritu es la apertura. Y el ser humano es una criatura abierta tanto en su alma como, a su modo, en el cuerpo. El espíritu que mora en el hombre ha evitado continuamente, rehuyendo la especialización morfológica y la orientación instintiva que lo esclavizarían, el quedar recluido o prisionero de un determinado lugar o hábitat físico. Se dice que la inteligencia humana, en su función más elemental, consiste en la fabricación de instrumentos. Pues bien, el hombre ha resuelto el problema de la precariedad biológica por medio de la ideación y producción de instrumentos. Ahora, los instrumentos son mucho más que algo fabricado para facilitar ciertas tareas. Son, por así decir, órganos artificiales. De este modo con su producción se ha resuelto para el hombre el problema verdaderamente arduo de remediar la precariedad biológica sin poner en peligro la apertura que el espíritu concede a todo el ser humano, incluido el cuerpo.

El hombre realiza con instrumentos artificiales las acciones necesarias para la conservación de la vida que los demás animales llevan a cabo con sus instrumentos naturales, o sea, con su propio cuerpo. Pero de este modo, precisamente porque estos instrumentos no conforman su cuerpo, el organismo humano queda desligado, desatado de los diversos hábitats naturales. Poseyendo la razón y las manos, que son el órgano de los órganos, el hombre puede preparar una variedad ilimitada de instrumentos para infinitos efectos. De manera que, al parecer, el alma racional es la responsable tanto de la pobreza orgánica (fruto de la inespecialización morfológica, sin la cual el mundo humano se transformaría en hábitat animal), como de la riqueza de los infinitos instrumentos que, concebidos racionalmente y producidos manualmente, subvienen artificialmente a las necesidades del hombre no paliadas naturalmente.

Por ello, para el hombre nada es natural. Para él todo lo necesario para la vida está mediado por su inteligencia y su capacidad técnica de transformación de la naturaleza. La técnica, a pesar de algunas impugnaciones recientes contra ella, inspiradas sobre todo en Heidegger, está esencialmente ligada al hombre. Heidegger es un gran filósofo, pero no está dicho que un gran filósofo no pueda incurrir en apreciaciones parciales en sus juicios. La técnica no es otra cosa que el resultado de la concepción intelectual de algo (necesario, útil o incluso superfluo para la vida) manualmente plasmado. La técnica es la transformación inteligente de la naturaleza. Sin ella el hombre no podría vivir. Su naturaleza biológica es demasiado pobre. La técnica es el fenómeno protohumano.

2. ANIMALISMO, DARWINISMO Y EVOLUCIÓN

Ya se ha dicho antes que una nota característica de la cultura de nuestros días es la creciente confusión de los límites entre el mundo humano y el mundo animal. Un factor que ha contribuido de manera decisiva a este estado de cosas es la mentalidad animalista, que, a su vez, se sustenta en buena medida sobre la teoría darwinista, como confirman los casos de autores como Desmond Morris o Peter Singer (que veremos más adelante). La mentalidad animalista se nutre de diversas raíces, pero en su origen el darwinismo ha desempeñado un papel fundamental. El animalismo del que aquí se habla no significa la simple simpatía hacia los animales. Tomando el término en un sentido amplio, es una actitud caracterizada por el estado de incertidumbre cultural sobre las fronteras que delimitan el mundo animal y humano. Más aún, es una especie de ofuscación, que ha alcanzado dimensiones culturales, que impide ver a quienes lo profesan que el hombre, incluso considerado zoológicamente lejos de ser un animal como los demás, es un animal atípico, y que, si se atiende debidamente a todo lo que en el hombre es atípico desde el punto de vista animal, aparecen con nitidez los rasgos diferenciales de la inteligencia y voluntad; en otras palabras, del espíritu. Naturalmente la confusión animalista va en perjuicio del hombre, porque desconoce su realidad espiritual e interpreta su compleja naturaleza simplificándola y degradándola a la sola animalidad.

En un sentido más restringido, el animalismo es la doctrina que sostiene la idea de la existencia de derechos de los animales, o al menos de la relevancia moral de sus intereses. A partir de la idea de que todos los animales son iguales en el sufrir, el animalismo ha reivindicado el derecho (o el interés para los más cautos) a no sufrir, que es común a todos los seres sentientes. Los defensores más destacados de esta doctrina son Peter Singer y Tom Regan. El primero ha afirmado que todos los animales, incluido el hombre, son iguales, porque todos son iguales en el sufrimiento. Regan, en cambio, ha propuesto la noción de derecho moral que asistiría a los animales, así como una versión atenuada de los derechos naturales de estos. Ambos autores comparten el rechazo de lo que el animalismo ha convenido en llamar especieismo, así como de la perspectiva antropocéntrica de la moral. El término especieismo ha sido acuñado por el psicólogo R. D. Ryder para indicar el injustificado privilegio moral que los seres humanos otorgan a los demás individuos humanos por la sola razón de ser de la misma especie.22

Un promotor cualificado de estas ideas es —como se ha dicho— el darwinismo. Conviene dejar claro que una cosa es Darwin y otra es el darwinismo. El término darwinismo fue acuñado por Thomas Huxley (el llamado bulldog de Darwin, por la tenaz agresividad demostrada en la defensa de las ideas del naturalista inglés), en 1860, con la intención de significar no solo el conjunto de teorías biológicas de Darwin, sino también sus implicaciones en los campos antropológico-moral, psicológico y social. El darwinismo se difundió en dos versiones. La primera se inspiraba en el Darwin de madurez, sobre todo en su obra El origen de las especies (particularmente en la edición de 1872), en la que la dinámica de la evolución no se fundaba por entero sobre el mecanismo de la selección natural, ya que se hacían intervenir los efectos del uso (propiedad hereditaria de los caracteres) y la selección sexual. La expresión más típica de esta versión del darwinismo se alcanzó en Alemania, en la obra del biólogo Ernst Haeckel, célebre científico autor de la ley biogenética fundamental, a la vez que uno de los casos más notorios de fusión de materialismo y librepensamiento. En este sentido, como ha afirmado William C. Dampier, «en el pensamiento de Haeckel la filosofía materialista predominaba claramente sobre los datos científicos».23 Haeckel, como fundador de lo que en Alemania se llamó el Darwinismus, transformó la doctrina del naturalista inglés en un nuevo credo filosófico, al que dio el nombre de monismo, que debía ser el verdadero punto de confluencia —así al menos así lo creía Haeckel— entre religión y ciencia.24 La segunda versión del darwinismo, minoritaria en comparación con la primera, se inspiraba en la obra de los comienzos de Darwin, que se caracterizaba por considerar la selección natural como único mecanismo de la evolución. Esta versión encontró en August Weismann el teórico más decidido. El darwinismo alcanzó pronto el carácter de una verdadera concepción materialista del mundo, dotada de un órgano de expresión en la revista mensual Kosmos, fundada en 1877.

Como es sabido de todos, en el darwinismo hay muchos elementos de índole filosófica (e incluso religiosa). Por eso, para poner luz en este delicado asunto conviene preguntarse qué es el darwinismo desde el punto de vista epistemológico. Pues bien, hay que responder que el darwinismo es ciertamente una teoría. Más aún, según autorizados epistemólogos, el darwinismo es una especie de megateoría. En opinión de Popper, por ejemplo, se trata de «un programa metafísico de investigación que proporciona un cuadro de referencia a teorías científicas controlables».25 Más escéptico se muestra Artigas, que lo considera a su vez una teoría-marco, una suerte de «programa general de investigación que da origen a otros programas más específicos, del que difícilmente pueden conseguirse demostraciones concluyentes».26

Pero no todos piensan así. Para algunos el darwinismo no es una teoría, sino una doctrina científica contrastada que da cuenta cabal de unos hechos o fenómenos de la naturaleza. Ahora bien, al presentarlo como ciencia que, como tal, da cuenta detallada de hechos (lo cual es bastante inexacto), y, de este modo, revestirlo de una dignidad epistemológica de la que en realidad carece, el darwinismo adquiere una notable carga de dogmatismo frente a aquellos que, por diversos motivos, osan poner reservas a la validez de la teoría darwinista. Según R. Chauvin, un biólogo francés, el darwinismo es todavía hoy el único campo de la actividad científica que no ha conseguido liberarse del fanatismo ideológico. Chauvin no tiene dudas sobre la causa de esta actitud anticientífica. Dicha anomalía científica se debe, en su opinión, a la presunción que el darwinismo demuestra cuando «considera como hechos las hipótesis que han sido tachadas de (y que de hecho son) indemostrables».27

Naturalmente una actitud de este tipo provoca perplejidad. ¡Cómo es posible que un científico se enfurezca —como Chauvin dice haber presenciado— cuando alguien expone pacíficamente sus reservas sobre algunas hipótesis del darwinismo! La ciencia, así se dice teóricamente al menos, es un procedimiento de constante control crítico y depuración lógica de nuestros conocimientos sobre la naturaleza. Nada hay por eso más ajeno a la ciencia que una actitud de ese tipo. La ciencia, en definitiva, es una actividad cognoscitiva que controla experimentalmente la validez de sus premisas teóricas. Por eso, si una proposición teórica no puede ser llevada al plano del control experimental, no puede ser llamada propiamente científica, lo cual no quiere decir que no pueda ser verdadera, sino simplemente que no es una verdad de naturaleza científica. En definitiva, todo procedimiento de control experimental y de depuración crítica de sus contenidos teóricos debe ser bienvenido por la ciencia. Únicamente la presencia de opiniones o argumentos emocionales pueden provocar reacciones como la descrita por Chauvin.

A pesar de todo, este tipo de actitudes, aunque sean poco científicas, tienen su propia coherencia, que guarda una relación con los distintos tipos de conocimiento humano. Ya Tomás de Aquino advirtió la proximidad de los estados gnoseológicos de la opinión y la fe. La opinión y la fe se diferencian en muchas cosas. De hecho, ambas formas de conocimiento son los extremos opuestos de una serie de estados intermedios, siendo la fe un tipo de conocimiento al que corresponde un alto grado de certeza y la opinión un estado de conocimiento con una certeza muy inferior. Pero, aunque muy diferentes según el grado de certeza, se asemejan en que en ambas se halla presente la intervención de la voluntad. Ello se debe a que, dada la falta de evidencia, que es característica de estas dos formas de conocimiento, el asentimiento intelectual solo puede provenir de una exigencia de la voluntad que estima que asentir a una determinada proposición es algo bueno. Aquí, por tanto, se encuentra la raíz de la defensa emocional de las hipótesis darwinistas. El evolucionismo darwinista es asumido, si no en conjunto, al menos en algunos de sus postulados fundamentales, como una forma de fe. Nos limitaremos a continuación a poner de manifiesto el carácter de fe secular que con frecuencia ha acompañado a esta teoría científica.

3. EL EVOLUCIONISMO COMO UNA RELIGIÓN SECULAR

Al referirnos al elemento de fe presente en el darwinismo, hemos descubierto un punto importante. Michael Ruse, un filósofo canadiense de la ciencia, ha escrito recientemente que el evolucionismo darwinista es una suerte de religión; o más exactamente, una religión secular. En su libro La batalla entre la evolución y la creación,28 Ruse analiza el curioso fenómeno de la transformación en objeto de una cierta fe religiosa de una temática que debería circunscribirse estrictamente al ámbito de la ciencia. Según este autor, el creacionismo y el evolucionismo compiten entre sí por hacer relevantes socialmente sus respectivas visiones rivales del mundo y del hombre. Con este planteamiento inicial se entiende que el propósito fundamental de su libro es poner de manifiesto la ambigüedad de la idea de que creación y evolución constituyen el paradigma fundamental de conflicto entre religión y ciencia. La verdad es que, tras la contienda entre evolucionismo (se entiende darwinista) y creacionismo, lejos de esconderse un conflicto entre ciencia y religión, se pone de manifiesto una pugna entre dos visiones rivales, ambas de naturaleza religiosa. La particular aspereza que ha revestido este debate a lo largo de los siglos XIX y XX se debe, en el fondo, al hecho de que se trata de una riña de familia, dice Ruse.

La vivaz discusión a la que se asiste hoy (sobre todo en Estados Unidos) entre las teorías del diseño inteligente (intelligent design) y del evolucionismo nos resulta más clara partiendo del hecho que si entre ellas hay una batalla es porque ambas teorías se han colocado, indebidamente, en el mismo campo. Dos ejércitos no pueden entablar batalla si no se encuentran en el mismo campo. Pero justamente en esto está el error. La primera teoría debería sostenerse como una teoría filosófica (y hay que reconocer que como doctrina filosófica es bastante plausible), no como una teoría científica, como de hecho pretende al considerarse a sí misma como un creacionismo científico. La segunda teoría debería, a su vez, presentarse como una teoría científica, renunciando a todo elemento propio de una concepción filosófica del mundo, que además es de índole materialista. Sin embargo, colocándose en el mismo plano, además de cometerse un craso error de método, el conflicto resulta inevitable. La situación degenera entonces en pugna abierta. Como dice Ruse, se entabla una lucha por las almas entre la religión tradicional y la religión secular.

En la década de 1920, ante los ataques del fundamentalismo religioso, la editorial The Thinker’s Library, propiedad de la Rationalist Press Association, publicó a precios económicos las obras de Darwin. Si se analiza en detalle esta conducta se verá que, en el fondo, es un modo de dar la razón tácitamente a la tesis de Ruse. La religión secular, el darwinismo, frente al arreciar de las campañas de la fe creacionista, aunque presentada con las exageraciones del fundamentalismo bíblico protestante, levantaba el estandarte de Darwin, el paladín de la fe secular (por más que el mismo Darwin hubiera rehusado claramente asumir esta función, tan impropia de un verdadero científico). Es conocido el hecho que Darwin denegó en 1880 al librepensador socialista Edward Aveling la autorización para dedicarle una colección de escritos ateos.29 A la vista de la campaña editorial pro-Darwin, C. S. Lewis se lamentaba entonces del éxito obtenido por la venta de estas ediciones, cuya difusión no pretendía —según este escritor— sino promover el materialismo ateo, es decir, la religión secular. Pero en realidad aquellas campañas de catequesis darwinista no dieron el resultado pretendido que Lewis temía. Hasta el día de hoy, el panorama de las creencias creacionistas o evolucionistas no ha cambiado mucho. Para referirnos al caso de Estados Unidos todavía hoy solo un 13 % de la población considera plenamente válidas las ideas de Darwin.30

Según un sondeo de opinión Gallup de 2001, al menos el 45 % de los norteamericanos adultos rechaza completamente la teoría de la evolución y acoge la convicción creacionista (incluso en un sentido fundamentalista), manteniendo que Dios creó a los seres humanos, con una forma sustancialmente idéntica a la actual en el curso de los últimos diez mil años aproximadamente. Solo el 37 % de los entrevistados se mostraba dispuesto a admitir una coexistencia pacífica entre Dios y Darwin, es decir, entre creación y evolución: la voluntad divina habría sido el motor inicial y la evolución el medio creativo en manos de la providencia divina. Finalmente, solo la cifra del 13 % consideraba que la especie humana ha evolucionado desde otras formas de vida sin intervención divina alguna.

Otro aspecto poco alentador para esta religión secular en la lucha por las inteligencias es que, además del hecho de que tantos americanos rechazan sin más la evolución, la distribución estadística de las respuestas apenas ha cambiado en los últimos veinte años. Gallup ha realizado la misma consulta en 1982, 1993, 1997, 1999 y 2001. La fe creacionista no ha descendido en ningún caso por debajo del 44 %. En otros términos, casi la mitad de la población norteamericana estima que Darwin está completamente equivocado.31 Todavía en 2006 los resultados permanecían sustancialmente iguales, a tenor del artículo de Jon D. Miller publicado por Science.32 Según este estudio, el 40 % de los americanos considera falsa la teoría de la evolución, un 20 % la considera no fiable, mientras que la acepta un 40 %. El autor del artículo no da información sobre la composición de las diversas opiniones comprendidas en esta última cifra (entre los que admiten la coexistencia de creación y evolución y los que no). Pero todo hace suponer que, también en este 40 % de los que aceptan la evolución, el porcentaje mayor pertenece a aquellos que estiman compatible creación y evolución, al igual que mostraba el sondeo de opinión Gallup de 2001.

Pero, regresando nuevamente al libro de Ruse, es evidente que la tesis de este autor tiene un aspecto marcadamente paradójico, como ha comentado en un reciente artículo John H. Brooke, un conocido historiador de la ciencia.33 Nadie dudará de que las teorías científicas son algo muy distinto de la fe religiosa. En realidad tampoco Ruse lo niega. Simplemente, este distingue entre evolución como un hecho, evolución como una teoría (el darwinismo) y evolucionismo como una visión metafísica y materialista del mundo, toda ella embebida de determinadas elecciones y tomas de posición. En este preciso sentido, frecuentemente el evolucionismo ha sido asumido como una religión secular que ofrecía sugestivas imágenes del progreso biológico, extrapolando los métodos naturales de investigación con afirmaciones dogmáticas sobre lo que debe ser creído o no acerca del significado de la vida humana. Para muchos biólogos evolucionistas —reitera Ruse— el estudio de la evolución fue una profesión, pero el evolucionismo en cambio fue su obsesión. Desde los primeros biólogos evolucionistas eminentes, como Erasmus Darwin, Jean-Baptiste Lamarck y Charles Darwin, hasta los últimos darwinistas, como es el caso de Richard Dawkins, todos los que han propuesto el evolucionismo han sido propensos al deísmo o al ateísmo y han rechazado voluntariamente el cristianismo, reemplazándolo por un sistema sustitutivo que presume de poder responder a todas las grandes cuestiones afrontadas por esta religión.

Ruse propone algunas pruebas en favor de su teoría. En primer lugar, el evolucionismo es, como cualquier religión, una historia sobre los orígenes desconocidos. En segundo lugar, emula a la religión al imponer frecuentemente diversas prescripciones morales (tal como la eugenesia, que hoy vuelve a salir a la luz). Finalmente, su insistencia sobre el progreso biológico contiene implícita una cierta doctrina sobre el fin, una suerte de escatología. Hasta el uso del lenguaje en los campeones de la visión evolucionista del mundo imita el de la religión. Richard Dawkins, por ejemplo, nunca lo ha disimulado: «En todas las grandes religiones hay un espacio para el sobrecogimiento, para el trasporte extático ante las maravillas y la belleza de la creación. Son exactamente los mismos sentimientos de admiración, de estupor, casi de veneración litúrgica que la ciencia moderna puede proporcionar».34

El mismo autor reconoce en El relojero ciego: creación o evolución que su intención al escribir este libro no es presentar un tratado científico imparcial. Efectivamente, El relojero ciego no es un libro de ciencia, sino de una cierta filosofía de la biología. Como no trata de ciencia, el autor se siente autorizado para, de cuando en cuando, escribir apasionadamente con la intención de persuadir, y aun de inspirar, si fuera posible. O como dice el propio Dawkins, la intención de sus escritos es «inspirar escalofríos de misterio, del gran enigma de nuestra existencia».35 En cualquier caso, como se observa, el lenguaje empleado no es precisamente el de la objetividad científica. Es más bien el lenguaje de la religión, o, para decirlo con las palabras de Ruse, el lenguaje de la religión secular. Y en este proyecto de religión secular, Dawkins ha ido tan lejos que se ha llegado a decir de él que si Thomas Huxley pudo ser considerado en la defensa del darwinismo el Darwin’s bulldog, a él cabría el mérito de ser el Darwin’s rottweiler.36

4. EL HOMBRE: EL ANIMAL QUE BUSCA LA VERDAD

Hemos visto ya que la expresión de mono desnudo aplicada al hombre, además de poco elegante, no es descriptiva en realidad de cómo es el hombre ni de cuál es su naturaleza. Calificarle de desnudo, dejamos de lado ahora lo de mono, es como definir a alguien por lo que lleva puesto de vestido, o deja de llevar. Parece mucho mejor, más directa, perspicaz y, sobre todo, más relacionada con su naturaleza, la vieja fórmula aristotélica según la cual el hombre es un animal racional. El hombre, pues, es un animal racional. O, para ser precisos, es el animal racional, visto que entre los animales solo él dispone de la razón. La racionalidad, no la desnudez, es realmente la diferencia específica del hombre frente a los demás animales.

Los animales, dado su modo de ser material y su conocimiento meramente sensorial, viven satisfechos en el reducido entorno que los rodea. La única inquietud que conocen y que resuelven prontamente con la ayuda del instinto para retornar a su nativa satisfacción es la de las necesidades orgánicas propias y de la especie. El animal no obra más que «por causa del alimento y del apareamiento» (propter cibum et propter coitum), dice Tomás de Aquino con su característico realismo.37 Pero el hombre es un ser racional, y la racionalidad hace que viva siempre insatisfecho. La perenne insatisfacción del corazón humano, que tan bien ha expresado san Agustín, es la medida existencial de la profundidad ilimitada de su alma.38 Esta inquietud que le impulsa de continuo a buscar es el primer efecto de la racionalidad en el hombre. Pero ¿qué busca este ser insatisfecho e inquieto? ¿Tras de qué anda en su búsqueda? La respuesta es sorprendente: tras de todo, tras lo presente y lo ausente, bien como pasado en el recuerdo, bien como futuro en el proyecto; tras lo real y lo posible; tras lo físico y lo espiritual. Según Píndaro, el hombre tiene nostalgia de lo lejano.39 La constante e inquieta búsqueda tras el todo de la realidad (algo tan completamente fuera del alcance del animal) es un rasgo típico del espíritu humano. En virtud de este rasgo, se puede decir que «el hombre es el ser que busca la verdad».

Esta descripción del hombre, que tiene el aire de una fórmula socrática, muy próxima a la descripción de la filosofía como amor del saber, es densa, a pesar de su aspecto sencillo. Lleva implícitos un buen número de aspectos y verdades sobreentendidas que conviene sacar a la luz. Por eso, hay que considerarla, al menos, en tres niveles distintos, que podemos llamar los planos metafísico, gnoseológico y antropológico, cada uno de los cuales nos proporcionará nuevos sentidos implícitos en la fórmula descriptiva del hombre como «el ser que busca la verdad». El estudio de los tres planos arrojará una luz valiosa sobre la naturaleza humana. O, si se prefiere, sobre la naturaleza de «aquel ser que busca la verdad», o mejor de «aquel animal que busca la verdad», que es el hombre. Pues bien, ¿cuáles son las dimensiones o planos de análisis de esta descripción del hombre?

En primer lugar, la primera y más evidente es la dimensión antropológica, puesto que buscar la verdad es algo que el hombre, y solo el hombre, hace. Ni el ángel ni el animal buscan la verdad. El primero porque la tiene inscrita (de un modo infuso) en sí mismo o porque, como dice la teología, la encuentra concentrada en el Verbo divino y por eso no necesita buscarla;40 el segundo, porque vive inmerso en un nivel de realidad, la realidad sensible, en el que propiamente no hay verdad. La verdad se encuentra en un sentido propio solo en el intelecto, y el animal carece de esta facultad. A este, le basta con satisfacer las necesidades vitales a las que su naturaleza sensible, tan limitada en sus aspiraciones, lo requiere. Lo poco que tiene que buscar lo busca no veritativamente, sino instintivamente, de un modo certero. La búsqueda de la verdad es, pues, una actividad humana en exclusiva. Desde un punto de vista antropológico, esta búsqueda es una actividad que expresa inequívocamente algo propio de la naturaleza humana. Por eso hay que admitir que el hombre mismo tiene una manera específica de ser, o, si se prefiere, una naturaleza propia en cuya virtud se encuentra esencialmente orientado al conocimiento y al interés por las cosas, de todas las cosas. Ahora bien, tal tipo de orientación solo es posible a la naturaleza espiritual.

En segundo lugar, encontramos una dimensión gnoseológica en la fórmula propuesta. Si el hombre es el ser que busca la verdad, hay que dar previamente por admitidas dos cosas: primero, que las cosas se muestran o que se manifiestan al hombre (porque su ser las dota de una irradiación declarativa o manifestativa); y segundo, que se manifiestan a quien, como el hombre, está dotado de la capacidad apropiada para conocerlas. El hombre es un ser abierto a las cosas, a su verdad y su bien; y, a su vez, las cosas se le manifiestan. Heidegger ha expresado esta verdad, bien conocida de los clásicos, con su característico lenguaje fenomenológico, diciendo que la verdad consiste en una doble apertura: en una apertura manifestativa (un desvelamiento, una alétheia) de las cosas al hombre y en una apertura cognoscitiva del hombre a las cosas.41 Se entiende así la importancia dada por este autor a la verdad en el análisis de la existencia humana realizado en Ser y tiempo.

Ahora bien, la verdad que el hombre busca es algo de las cosas que el conocimiento humano aprehende. Más allá de su aspecto cognoscitivo, la verdad descansa en las cosas. El fundamento de la verdad es la verdad de las cosas. Se presenta así, en tercer lugar, una dimensión metafísica, que es el fundamento de las dos precedentes. Tanto el hombre que busca como la cosa cuya verdad es buscada son realidades (a las que la metafísica gusta de llamar entes) compuestas de una determinada manera. Desde el punto de vista metafísico se ha de partir del hecho de que las cosas tienen una manera propia de ser, una constitución esencial que el hombre puede conocer, que no es otra que su esencia. La esencia (o naturaleza) de las cosas es el principio que, estando presente en la cosa misma, hace posible la aprehensión veritativa y el juicio del hombre. Sin esencia (o naturaleza) no habría verdad ni, por consecuencia, el impulso humano a su descubrimiento.

Pero veamos con más detalle los planos en que se descompone la afirmación que venimos analizando. Retornemos de nuevo a la fórmula del hombre como ser que busca la verdad.

En primer lugar, el plano metafísico, que es el primero en orden de importancia en la realidad, aunque no en el orden cronológico de conocimiento. En el plano metafísico la fórmula que venimos analizando apunta a las cosas con las cuales el hombre entra en una relación de conocimiento. Las cosas se estructuran metafísicamente por medio de dos principios, uno existencial (el hecho de ser o existir, que proviene de su acto de ser, que hace posible el darse o mostrarse fenoménico de la cosa) y otro esencial (el hecho de ser de una determinada manera, a lo que clásicamente se le llama la esencia o la naturaleza de la cosa). Si en las cosas no se diese esta composición metafísica, cualquier cosa, por el solo hecho de ser, sería idéntica a cualquier otra cosa, puesto que no habría un principio especificante y diversificante, como es aquello que conocemos con el nombre de esencia. El sentido común y la reflexión filosófica entienden que cualquier cosa que existe, además de existir, está dotada de un modo propio de ser. Las cosas no son simplemente, sino que son o existen de una cierta manera; es decir, tienen una esencia, o si se prefiere una naturaleza, por más que algunos filósofos de nuestros días encuentren molesta esta verdad fundamental.

Umberto Eco, en un artículo de prensa que lleva por título «La fuerza del sentido común», confirma que para el sentido común, así como para un sano realismo (aunque sea minimalista, como el profesado por él mismo), resulta evidente que las cosas están de un cierto modo, o, lo que es igual, que tienen una naturaleza propia, y que, por tanto, hay leyes de la naturaleza. La clarividencia y el humor de Eco recomiendan citar el texto. Dice así:

Pienso que un buen ilustrado es aquel que cree que las cosas están de una cierta manera […]. Decir que la realidad está de una cierta manera no significa decir que podamos conocerla o que un día la conoceremos. Pero incluso si no llegáramos a conocerla nunca, las cosas estarían de ese modo y no de otro. Incluso para quien alimentara la idea de que las cosas están hoy de un modo y mañana de otro, es decir, que el mundo es extravagante, caótico y mutable y que se divierte a costa de metafísicos y cosmólogos pasando de una ley a otra, admitiría que precisamente esta caprichosa mutabilidad del mundo es justamente la manera como están las cosas; y que, por tanto, merece la pena continuar proponiendo descripciones de estas malditísimas cosas. Una vez dije a Vattimo que quizás haya leyes de la naturaleza, puesto que, si cruzamos un perro con otro perro, nace un perro; pero, si cruzamos un perro con un gato, o no nace nada o nace algo que no querríamos ver pasear por casa. Vattimo me respondió que hoy la ingeniería genética es capaz de manipular las leyes que gobiernan las especies. ¡Exacto!, le dije. Si para cruzar un perro y un gato se necesita una ingeniería, es decir, un arte, eso significa que existe en algún lugar una naturaleza sobre la que este arte se ejercita artificialmente.42

Desde un punto de vista metafísico, pues, las cosas son (o existen) y son de un determinado modo (o tienen una esencia). Todo ente, por tanto, está compuesto de ser (o existencia) y esencia. Pues bien, ambos principios son imprescindibles en la cosa para que se dé el conocimiento y la verdad. En primer lugar, algo es cognoscible en la medida en que es algo real o existente. Lo que no existe, justamente porque no existe es incognoscible. Por eso, en la medida que algo tiene ser, posee una luz propia que se difunde a todo cognoscente. Y así como nadie ve sin luz, así tampoco nadie conoce sin el ser, que es como la luz de las cosas. Pero, en segundo lugar, algo es cognoscible en la medida en que, además de existir, es justamente algo determinado. Este algo determinado que capta el sujeto cognoscente es la esencia. La esencia es aquello que se busca cuando se pregunta «¿qué es esto?» A partir del pronombre interrogativo latino quid, la filosofía medieval construyó el término quidditas para expresar el peculiar aspecto de la esencia en cuanto responde a la pregunta de qué es algo.

Tras el plano metafísico, el análisis del plano gnoseológico nos ayuda a desentrañar la descripción del hombre como «el ser que busca la verdad». Sabemos ya que la aprehensión de la verdad presupone que en la cosa hay una composición de principios: el ser, que es la luz profunda que irradia una cosa, y la esencia, que es el modo determinado de ser de esa cosa. Es importante insistir en que una cosa es cognoscible sobre todo porque tiene ser. A este aspecto, Tomás de Aquino lo llama la declaración o manifestación del ser, empleando una expresión que toma en préstamo de san Hilario de Poitiers. He aquí, pues, los aspectos gnoseológicos fundamentales que hacen posible la búsqueda de la verdad de parte del hombre: de un lado, las cosas, en virtud de su ser propio, se dan a conocer y se manifiestan; y, de otro lado, el hombre está dotado de una capacidad de conocimiento que, es verdad, depende enteramente de la luz que, en cuanto reales, las cosas irradian desde su interior. Como el ojo está hecho para la luz y el oído para el sonido, así la inteligencia está hecha para el ser. Enfatizar exageradamente la importancia de la capacidad cognoscitiva del sujeto cognoscente en detrimento de la fuerza manifestativa del ser ha sido probablemente el mayor problema de la filosofía moderna.

Así pues, manifestación irradiadora de las cosas y capacidad humana de conocimiento van de la mano. La primera se comporta como lo determinante y la segunda como lo determinado, o, con palabras clásicas, como el acto y la potencia. Conocer es conocer algo de las cosas. Si el ser de las cosas se apaga, se apaga igualmente nuestra capacidad de conocimiento. Por eso, cuando el ser de las cosas se problematiza (de cualquier modo) surge la característica actitud dubitante de no pocos filósofos, cuyos resultados finales han sido el escepticismo, el relativismo y el nihilismo; en definitiva, la negación de la verdad, a la cual sigue con necesidad la negación del hombre. Si el hombre es el ser que busca la verdad, a la crisis de la verdad debe acompañar, como en efecto ha ocurrido, la crisis del hombre.

El análisis de nuestra fórmula «el hombre es el ser que busca la verdad» en el plano antropológico nos descubre nuevos sentidos. Buscar la verdad de las cosas, de todas las cosas (tanto la verdad de las cosas en sentido propio como también la verdad de los propios actos, es decir, la verdad especulativa y la verdad práctica o moral) es privilegio único, pero, según parece, también cruz exclusiva del ser humano. El hombre se encuentra abierto, en tensión hacia (toda) la realidad, más allá de lo que aquí y ahora está en su presencia. Más allá de las tareas necesarias para la vida, el hombre es un ser que se pregunta el porqué de las cosas. Después de haber atendido a todas las necesidades apremiantes de la vida, la criatura humana no puede huir del inapagable deseo de verdad, que está profundamente inscrito en su naturaleza.


Por otro lado, la humana búsqueda de la verdad no se orienta únicamente a saber qué son las cosas, es decir, al conocimiento teórico. Además de proporcionar un conocimiento de lo que son las cosas, la verdad es la guía fundamental de la conducta humana, sea de naturaleza moral o técnica. Existen, por tanto, dos formas fundamentales del conocimiento y, en consecuencia, dos tipos de verdad: el conocimiento teórico y el conocimiento práctico. El entendimiento teórico conoce qué y cómo son las cosas, es decir, su esencia y sus determinaciones accidentales. De él se deriva el entendimiento práctico que, una vez conocido qué y cómo son las cosas, guía la acción ordenando lo que se debe hacer. Posteriormente la voluntad ejecuta y pone en práctica lo que la razón práctica prescribe, aquietándose finalmente en la posesión del bien perseguido.

Las formas del saber práctico son dos: la técnica y la prudencia. Ya desde el tiempo de los griegos, la filosofía se ha interesado por estos dos tipos de saber. Sinónimo del término latino ars, la técnica (τέχνη) era para Aristóteles la forma de saber propia de la actividad productiva o poiética. La producción, en griego poíesis (ποίησις), es la actividad de naturaleza transitiva regulada por el saber técnico. La actividad transitiva es aquella en la que los actos se dirigen fuera del sujeto agente y terminan en una obra (el ergon griego o el factum latino), como puede ser un barco o una silla. A diferencia de la técnica, la prudencia (φρόνεσις) es el tipo de conocimiento práctico que regula las acciones inmanentes al sujeto agente, es decir, las acciones cuyos efectos permanecen en él. Este ámbito de actividad constituye la práxis (πράξις). En breve, la técnica es el saber que guía la producción; la prudencia, en cambio, es el conocimiento que orienta la actividad humana en cuanto tal, que en última instancia se identifica con la ética. Los romanos llamaron tecnica y prudentia a estas dos formas de conocimiento práctico: la tecnica como recta razón de las cosas fabricadas (recta ratio factibilium), que domina el ámbito de la actividad productiva (el facere); y la prudentia como la recta razón de las acciones humanas en cuanto tales (recta ratio agibilium), que se desarrolla en el campo de la moral (el agere).


El conocimiento humano se divide en sensitivo (externo e interno) e intelectual (teórico y práctico). En el conocimiento práctico se distinguen, a su vez, como hemos visto, el técnico y el moral. Pero al conocimiento sigue el obrar. Por eso, a los actos de conocimiento citados siguen las tendencias y sus actos propios (pasiones y volición). En el dinamismo de la actividad humana se distinguen las tendencias de tipo sensible (apetito irascible y concupiscible) y la tendencia intelectual (el apetito racional o voluntad). He aquí, pues, el cuadro fundamental de los actos cuyo dinamismo constituye la naturaleza humana, el modo como están las cosas en el hombre.43

Si con Umberto Eco hemos visto antes que las cosas están de un cierto modo, o, en otras palabras, que tienen una naturaleza, también en el hombre las cosas están de un cierto modo. Eco, con su característica ironía, presenta un cuadro general de las necesidades humanas (de las que proceden los actos), que, en su opinión, se pueden reducir esencialmente a cinco. Agrupadas por orden de irrenunciabilidad decreciente, las cinco necesidades fundamentales del hombre son —dice este autor— la nutrición, el sueño, el afecto, el juego (es decir, el hace algo sin buscar la utilidad) y el preguntarse el porqué.44 Las tres primeras son comunes también a los animales, incluso la cuarta aparece a veces en ciertos animales. Pero la quinta es exclusivamente humana. Preguntarse el porqué de las cosas es buscar la verdad. El porqué fundamental es por qué las cosas existen. Los porqués ulteriores se refieren al qué y al cómo de las cosas. Cuando el filósofo se pregunta por qué existen las cosas en vez de la nada no se pregunta algo diverso de lo que se cuestiona el hombre común cuando se pregunta quién ha hecho el mundo y qué había antes. Por tanto, si en la vida humana hay cinco necesidades fundamentales, cuya satisfacción mueve al hombre a obrar y a realizar una serie de actos (el conjunto de los cuales constituye la vida humana misma), eso quiere decir que también para el hombre las cosas están de una cierta manera, o, lo que es igual, que también el hombre tiene una determinada naturaleza, a la cual corresponden las cinco tendencias fundamentales enumeradas. Desafortunadamente, un buen número de antropólogos de nuestro tiempo no admite que el hombre tenga una naturaleza propia. Las razones que presentan al respecto excederían con mucho el propósito de estas páginas. Pero se puede afirmar, en términos generales, que son poco convincentes. Bástenos con asegurar que no tienen ni la ironía, que siempre, ni la limpidez de ideas que de cuando en cuando caracterizan a Umberto Eco.

1 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, Debolsillo, Barcelona 2003.

2 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 53.

3 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 7.

4 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 16.

5 El número es el que aporta el propio Morris, aunque otras fuentes establecen el número de las especies vivientes de mamíferos entre 4500 y 4600.

6 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.

7 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.

8 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 17.

9 D. MORRIS, El mono desnudo, 35. Si se observa el texto citado, salta a la vista un defecto fundamental en el modo de argumentar de Morris: contiene muchos antropomorfismos en el modo de entender la naturaleza de la acción evolutiva, que parece personificarse para guiarse a sí misma con una inteligencia verdaderamente sorprendente. La evolución ve, elige, decide, etc. Ahora bien, si después de corregir esta personificación, la acción evolutiva sigue obrando con tal inteligencia, una de dos: o el mono es inteligentísimo antes aun de evolucionar y él mismo guía la complejísima serie de pasos que ha dar en el proceso de su propia superación, o un ser inteligente guía el proceso evolutivo de este mono con vistas a alcanzar un estado superior. La única opción razonable en realidad sería la segunda. Pero eso, que supondría reconocer la intervención de la providencia divina en el proceso evolutivo, sería tanto como una claudicación de la ciencia ante la filosofía (o, lo que es peor, la teología). Ante tal perspectiva, Morris prefiere seguir practicando la técnica argumentativa del antropomorfismo personificante de la evolución.

10 D. MORRIS, El mono desnudo, 17.

11 D. MORRIS, El mono desnudo, 36-37.

12 D. MORRIS, El mono desnudo, 41.

13 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 42.

14 D. MORRIS, El mono desnudo, 24.

15 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 47.

16 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 48.

17 D. MORRIS, El mono desnudo, 48.

18 Cf. D. MORRIS, El mono desnudo, 49.

19 D. MORRIS, El mono desnudo, 51.

20 D. MORRIS, El mono desnudo, 51.

21 Cf. A. MILLÁN-PUELLES, «El hombre, algo más que un animal», en A. MILLÁN-PUELLES, Obras completas, vol. VI, Rialp, Madrid 2014, 80. Afirma en este sentido el autor que buena parte de la antropología reciente ha consistido, a pesar de su nombre, en el afán de rebajar al hombre a la simple condición de animal. El asunto puede parecer cómico, pero es indiscutible. «Verdaderas montañas de papel llenas de elucubraciones y de cábalas constituyen la prueba irrecusable de que el hombre, aunque no se limite a ser un animal, puede hacer, sin embargo, hasta lo inconcebible por llegar a creérselo. Todo es cuestión de sobrevalorar el parentesco que realmente tenemos con nuestros congéneres zoológicos».

22 Cf. J. BENTHAM, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Clarendon Press, Oxford 1907; P. SINGER, (1999). Liberación animal, Madrid, Trotta; T. Regan, The Case for Animal’s Rights, University of California Press, Berkeley 1983; R. D. Ryder, Victims of science: the use of animals in research, David-Poynter, London 1975.

23 W. DAMPIER, Historia de la ciencia y sus relaciones con la filosofía y la religión, Tecnos, Madrid 1992, 306.

24 Cf. E. HAECKEL, Der Monismus als Band zwischen Religion und Wissenschaft: Glaubenbekenntnis eines Naturforschers, Verlag Emil Strauss, Bonn 1893. Merece la pena traducir este elocuente título: El monismo como vínculo entre religión y ciencia: la confesión de fe de un naturalista.

25 K. POPPER, Búsqueda sin término: una autobiografía intelectual, Tecnos, Madrid 1985, 230.

26 M. ARTIGAS, Filosofía de la ciencia experimental, Eunsa, Pamplona 1989, 69.

27 R. CHAUVIN, Darwinismo: el fin de un mito, Espasa-Calpe, Madrid 2000, 12. Cf. J. SANPEDRO, Deconstruyendo a Darwin, Crítica, Madrid 2004.

28 Cf. M. RUSE, The Evolution-Creation Struggle, Harvard University Press, Cambridge [Mass.] 2005.

29 Posteriormente, en 1881, Aveling mantuvo varios encuentros con Charles Darwin en los que cambiaron impresiones sobre ciencia y religión. Aveling publicó las conclusiones de estas discusiones en el libro The Religious Views of Charles Darwin, Freethought Publishing Company, London 1883, en el que, deformando las opiniones expresadas por el primero, afirmaba que Darwin era ateo.

30 Cf. B. H. WEBER, «The origins of Darwinism»: Nature 7066 (2005) 287.

31 Cf. D. QUAMMEN, «Darwin aveva torto?»: National Geographic (ed. italiana) 14/5 (2004) 2-36.

32 Cf. J. D. MILLER et alii, «Public Acceptance of Evolution»: Science 5788 (2006) 765-766.

33 Cf. J. H. BROOKE, «A secular religion: Should evolutionism be viewed as a modified descendant of Christianity?»: Nature 437 (2005) 815-816.

34 R. DAWKINS, «Is Science a Religion?»: The Humanist 57 (1997) 29.

35 R. DAWKINS, L’orologiaio cieco, Mondadori, Milano 2003, 10.

36 Cf. S. HALL, «Darwin’s Rottweiler: Sir Richard Dawkins: Evolution’s fiercest champion, far too fierce»: Discover (ancient Life) 26/09 (2005), en http://web.archive.org/web/20070203093238/http://www.discover.com/issues/sep-05/features/darwins-rot-tweiler.

37 Cf. THOMAE AQUINATIS, In III Sententiarum, dist. 26, q. 1, a. 2, ad 5; Contra Gentiles, lib. III, cap. 124, n. 1; De Veritate, q. 25, a. 2, co.

38 Cf. AURELII AUGUSTINI, Confessionum libri tredicim, I, 1: «Tu excitas, ut laudare te delectet, quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te».

39 Cf. PÍNDARO, Nemea 11, 43-48.

40 Cf. THOMAE AQUINATIS, Summa Theologiae, I, q. 58, a. 6, co.

41 Cf. M. HEIDEGGER, Sein und Zeit, GA, II, § 44; íd., «Vom Wesen der Wahrheit», en Wegmarken, o. c., 177-203.

42 U. ECO, «La forza del senso comune», en La Repubblica, 31 dicembre 2000. Traducción propia.

43 Se pueden incluir también las funciones vegetativas (nutrición y crecimiento), pero en la medida en que estas son comunes al animal y al hombre carecen ahora de interés para nosotros.

44 Cf. U. ECO, «La forza del senso comune», o. c.

En torno al animal racional

Подняться наверх