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Introducción

Este libro tiene el propósito de hacer luz sobre una cuestión de gran actualidad. Se trata de hacer luz entre los límites del mundo animal y humano. En la cultura de nuestros días resulta cada vez más difícil para una persona de cultura media discernir en qué se diferencian realmente el hombre y el animal. La clarificación de los límites entre el mundo animal y el humano es tanto más urgente cuanto que la confusión se ha extendido también al mundo científico y académico. En la medida que la cuestión antropológica es ofuscada por no pocos prejuicios, se intenta en nuestros días una reinterpretación reduccionista del hombre en clave animalista. Numerosos agentes de opinión difunden la idea de que el estudio del hombre, al que consideran un simple animal (aunque mejor dotado cerebralmente por la evolución que los demás animales), es competencia de la zoología. Según esta tesis, que puede ser llamada animalismo, habría que deponer la arrogancia de considerarse superiores a las demás animales, actitud a la que desde esta perspectiva se llama especieísmo. Se debería abandonar también la altiva pretensión sobre la que se construye la falsa idea de la superioridad, a saber, la exclusividad humana de la razón. Es la cuestión de la pretendida inteligencia de los animales, sin duda cuantitativamente inferior a la humana, pero, en definitiva, un conocimiento de la misma especie.

Pero, si estas premisas fueran ciertas, lo sería igualmente que el hombre no es una criatura libre, porque la libertad presupone en su mismo concepto la razón. De manera que sin libertad el obrar humano tampoco diferiría en lo esencial de la conducta animal. Sería una conducta más refinada, más sofisticada, pero en última instancia una conducta que, como la de los demás animales, se limita a ser una respuesta ante los estímulos sensibles. La ética, por tanto, debería ceder su lugar a la etología, la ciencia descriptiva de la conducta animal, como expresamente han propuesto entre otros Peter Singer y Paola Cavalieri en El proyecto gran simio. El animalismo aboga por un abajamiento integral del ser humano, en su naturaleza y en su conducta, al estatuto ontológico y moral de una criatura meramente sensible y sin razón, es decir, de un simple animal.

Pero a la cuestión del hombre y el animal, ya compleja de suyo, se añade hoy además la cuestión de la alta tecnología (la llamada hi-tech). Algunos teóricos de la cibernética pretenden una suerte de humanización de la máquina, dotándola de una (impropiamente llamada) inteligencia artificial y de una voluntad artificial, la robótica, como una capacidad de intervenir y modificar las cosas de su entorno. Inteligencia artificial y robótica son un remedo, una imitación en beneficio de la máquina, del dinamismo esencial de la persona humana. Es preciso reconocer que la cibernética constituye hoy un sector puntero de la técnica y un campo estupendo de posibilidades. Pero también, a la vista de la identificación que algunos autores no dudan en realizar entre alma, cerebro y computers, se convierte en una llamada a la responsabilidad el discernimiento de estas nociones. Se acusa a veces a Descartes, con razón, de ser el padre del dualismo moderno, al definir el alma y el cuerpo por los atributos opuestos del pensamiento (una realidad simple y espiritual) y de la extensión (partes extra partes o composición de la materia que ocupa el espacio). Sin duda, esto es un defecto serio, porque reduce ilegítimamente la noción de alma a la de pensamiento y la de cuerpo a la materia. Pero el pecado filosófico —permítasenos llamarlo así— de Descartes es, sin duda alguna, menor que el cometido por el mismo tiempo por Hobbes. Identificando el pensamiento con la actividad nerviosa y cerebral (lo que obligaba a interpretar la naturaleza del alma como algo material, en un modo muy parecido a como hacen los materialistas de hoy), Hobbes abría de par en par las puertas de la filosofía moderna al materialismo propiamente dicho. Así, en la tercera serie de objeciones a las Meditationes de prima philosophia de Descartes, Hobbes replica, a propósito de la idea cartesiana de la inmaterialidad del pensamiento, que no es impensable que «la res cogitans sea algo corpóreo»,1 sugiriendo sin duda que la actividad intelectual es de índole material. Un planteamiento similar es reiterado hoy en día por algunos autores. Entre ellos destaca Francis Crick (quien en su obra La búsqueda científica del alma afirma que «la idea de alma, como distinta del cuerpo y no sujeta a las leyes científicas que conocemos, es un mito»2) y un cierto número de autores que cultivan las llamadas neurociencias, un tipo de saber del que está aún por demostrar su mismo carácter científico.

Nos hemos referido a la situación de confusión que reina en la cuestión hombre-animal. Pero existe también un sano interés hacia los animales y hacia aquello que el hombre comparte con ellos. No es algo nuevo. El viejo esquema de los grados de vida orgánica, a saber, vegetal, animal y racional, admitía con toda naturalidad que en el animal hay estratos de vida vegetativa, así como en el hombre se encuentran también los niveles vegetativo y sensitivo (o animal). La definición aristotélica del hombre como animal racional es inequívoca en este sentido. Lo primero que se desprende de tal afirmación —como se ha dicho recientemente—, y que muchas veces no se tiene en cuenta, es la animalidad.3 Toda definición se compone de un género y de una diferencia específica. Pues bien, según el género común, el hombre es un animal, es decir, un viviente orgánico, que comparte con las plantas las funciones vegetativas (nutritiva y reproductiva) y con los animales las funciones propiamente sensitivas (sensorial, apetitiva y locomotriz). Pero el hombre se diferencia de los demás animales en su racionalidad. A lo común con plantas y animales, la vida orgánica vegetativa y sensitiva, la definición aristotélica de hombre añade lo específico u opositivo: la racionalidad. Ahora bien, lo opuesto presupone lo común, o, lo que es igual, la racionalidad humana presupone la vida sensitiva y vegetativa. En este sentido, es lógico proceder comparando al hombre con aquellos seres, los animales, que le son los más próximos, como han venido haciendo las antropologías biológicas en el siglo XX.

Es verdad que el esquema de los grados de la vida orgánica, al menos en lo que se refiere al estudio del ser humano, pronto olvidó la base (las dimensiones corporales y sensitivas) —no es ahora el momento de estudiar el porqué— y se limitó al estudio del vértice, la racionalidad. Pero a lo largo del siglo pasado se ha asistido a un interesante y prometedor cambio de orientación en la antropología. Las antropologías biológicas, que es de lo que se ocupa este libro, se han caracterizado por afrontar el estudio del ser humano desde una perspectiva que, aunque es propiamente filosófica, modifica profundamente la orientación de los precedentes estudios sobre el hombre. El cambio de perspectiva adoptado, que podría considerarse una suerte de revolución copernicana de la antropología, ha consistido en plantear el estudio del hombre centrando su atención inicialmente sobre el cuerpo humano.

La fecundidad de la nueva perspectiva queda inmediatamente acreditada ante todo con el descubrimiento en el cuerpo humano de una serie de rasgos físicos atípicos e inexplicables a la luz de la zoología. En virtud de dichos rasgos físicos, las antropologías biológicas afirman (en un sentido filosófico, naturalmente, como es propio de su método) que el cuerpo humano es el correlato físico de una psique racional. La ilimitada apertura de la razón humana a la realidad tiene su reflejo en la inadaptación morfológica del cuerpo humano, que aparece como un cuerpo abierto, es decir, carente de especialización (aunque por ello mismo más vulnerable físicamente), desvinculado del ambiente físico y libre de las ataduras que el medio ambiente impone a la morfología de cualquier animal. Asimismo, la ilimitada apertura de la voluntad (que es el fundamento profundo de la libertad) tiene una correspondencia análoga en la indeterminación física de la conducta humana. La voluntad se encuentra desasistida (o liberada, dependiendo de la perspectiva que se adopte) de los instintos animales, pero por ello mismo es capaz de conducir por sí misma, bajo la guía de la razón, todas las acciones de la vida humana. A la vista de ello, la diferencia entre el animal y el hombre no es pequeña. El animal es conducido por el instinto, que a su vez es puesto en movimiento por los excitadores orgánicos que reaccionan ante los estímulos del medio ambiente. El hombre, en cambio, se conduce por la razón, que propone motivos a la voluntad, que se gobierna a sí misma. Kant expresó la diferencia entre la conducta animal y humana en términos vigorosos: «El entendimiento propone motivos para omitir una acción; la sensibilidad, en cambio, estímulos para realizarla», añadiendo que «la obligación por motivos no se opone a la libertad, mientras que la constricción por estímulos le es completamente contraria».4 En definitiva, las carencias humanas tanto de especialización morfológica como de instintos animales hacen del hombre un ser biológicamente anómalo y un animal indigente.

Ahora bien, el hecho de la inespecialización morfológica del cuerpo humano plantea serias dificultades a uno de los postulados centrales del darwinismo en relación con el hombre, a saber que este es el animal que se encuentra en la cima —por así decir— de la evolución. Si el hombre es un ser físicamente evolucionado (en el sentido darwinista) no lo vamos a decidir en estas líneas introductorias. Pero desde luego a la luz de los datos de la biología y de su interpretación por la antropología biológica, si se admite que el hombre es un ser evolucionado, hay que añadir inmediatamente después que en su evolución se ha comportado de un modo verdaderamente extraño. Por eso, si se quiere hablar de evolución en el caso del hombre, habría que decir que esta ha funcionado al revés, porque, en vez de procurar al hombre la adaptación al medio ambiente, la ha evitado. Al contrario que los demás animales, el ser humano parece haber rehuido de continuo la adaptación física. En este sentido, K. Lorenz ha dicho que el hombre está especializado en la inespecialización. Pues bien, esta huida de la adaptación funcional al medio ambiente constituye un serio desafío a las pretensiones de la reducción zoológica del ser humano. La naturaleza impone inexorablemente al animal la adaptación a un determinado medio ambiente, en el que debe inserirse para poder ser biológicamente viable.

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Como se ha dicho antes, a lo largo del siglo XX se ha desarrollado un nuevo tipo de antropología filosófica que se puede llamar biológica. Esta escuela antropológica, si es lícito considerarla así, está particularmente relacionada con la fenomenología. De hecho, sus autores más importantes pertenecen también de alguna manera a la fenomenología.

Ciertamente, uno de los mayores méritos de la fenomenología ha sido el haber dado vida a la actual antropología filosófica, separándola de la clásica psicología racional, especialmente con la obra de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos (1927). Desde el momento mismo de su nacimiento, esta nueva antropología filosófica se ha interesado constantemente por el estudio de lo específico humano frente al animal. En este sentido, algunos de los iniciadores de la antropología filosófica (M. Scheler, H. Plessner y A. Gehlen) son considerados justamente pioneros de la antropología biológica.

Las antropologías biológicas, como cualquier empresa humana, no han carecido de algunos defectos. El más obvio es un cierto tono antimetafísico, que comparte con la mayor parte de las corrientes de la antropología filosófica del siglo XX. Pero tienen algunos méritos considerables que dan un neto carácter positivo al balance general de esta nueva orientación antropológica y hacen verdaderamente interesante su estudio. Si en su gran mayoría las antropologías del siglo XX han negado la existencia de la naturaleza humana, un mérito sin duda no pequeño de las antropologías biológicas ha consistido en redescubrir y proponer de un modo nuevo el concepto de naturaleza humana, inducido en parte por contraste (o por oposición) con la naturaleza del animal. En este redescubrimiento de la naturaleza humana, estudiando las obvias diferencias físicas entre el hombre y los demás animales, las antropologías biológicas han puesto de manifiesto no solo los caracteres específicos del cuerpo humano frente al del animal, sino que, a la vista de los caracteres somáticos del ser humano, han llegado a la conclusión de que el cuerpo humano es un cuerpo atípico según las exigencias de la zoología. Este aspecto, conocido en realidad desde siempre, pero caído en olvido en los últimos siglos (probablemente por influjo del racionalismo y dualismo modernos), constituye una aportación de la antropología biológica de indudable valor. Se ha asistido así a una conquista paradójica: insistiendo en el estudio de los aspectos físicos del ser humano, han salido a la luz valiosas observaciones sobre la inteligencia, la voluntad, la racionalidad y, en definitiva, sobre el espíritu, sin el cual la criatura humana, dotada de un cuerpo de una anómala indigencia biológica, no habría logrado sobrevivir.

Así pues, partiendo no directamente del estudio del alma, como clásicamente hacía la psicología racional, sino del cuerpo humano, de su morfología y de sus peculiares disposiciones, las antropologías biológicas han encontrado un considerable número de datos empíricos de gran valor que apuntan a la espiritualidad del ser al que pertenece un cuerpo tan peculiar desde el punto físico. De este modo, la espiritualidad se convierte en la clave de interpretación profunda de la naturaleza humana, incluida su componente somática. La observación de la precariedad biológica del cuerpo humano es una constante a lo largo de la historia del pensamiento. Platón, Aristóteles, Cicerón, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Hobbes, Kant, Herder, además de otros muchos, la conocían perfectamente y la hicieron frecuentemente objeto de inteligentes comentarios en sus obras. Pero nunca se había convertido en objeto de un estudio sistemático. Y tanto menos había sido hecha punto de partida en el estudio del hombre.

Se puede decir, por tanto, que la idea central de las antropologías biológicas que nos disponemos a indagar en este trabajo es que el hombre es un ser en cuyo cuerpo, y no solo en su inteligencia y voluntad, se hace patente la presencia de la racionalidad (o del espíritu). La apertura es propia de las entidades espirituales. Ahora bien, la apertura del ser humano a la realidad no es una propiedad exclusiva de su razón. Todo el ser humano, también su cuerpo, participa de algún modo de esta característica. El cuerpo del animal racional manifiesta unos rasgos tales que constituyen un auténtico desafío epistemológico para la zoología y que son el reflejo tanto en la morfología corporal como en el comportamiento de la característica universalidad del alma humana. Así ha de entenderse la carencia, típicamente humana, de adaptación al medio ambiente, es decir, la inespecialización morfológica. También a esta luz ha de considerarse la ilimitada apertura del comportamiento humano, como es propio de un ser que, careciendo de instintos, debe guiar sus acciones mediante la razón y la libertad.

Conviene dejar claro desde el inicio que el principio fundamental de las antropologías biológicas no es de índole experimental, sino filosófica. La realidad del espíritu no puede ser aprehendida con los métodos y procedimientos aplicados por la ciencia experimental al estudio de la realidad física, que se limita al tratamiento cuantitativo de realidades de índole material. Tal tipo de ciencia deja por principio fuera de su campo visual las dimensiones no cuantificables, es decir, no materiales, de la realidad. La ciencia es incompetente, por definición, en todo lo que se refiere al espíritu. Este es una realidad que escapa a las exigencias del objeto y del método de la ciencia experimental. Pero el espíritu es la dimensión esencial del ser humano. Por eso, la aportación de la filosofía a este campo es no solo preciosa, sino indispensable. De ahí la necesidad de cooperación interdisciplinar entre biología y filosofía. En cualquier caso, por fortuna, hace tiempo que la ciencia, adoptando una loable modestia intelectual, ha reconocido no ser la única forma posible de racionalidad, dejando con ello expedito el campo a otras formas de saber, como son la filosofía y la teología.

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Este libro ha sido escrito con el propósito de dar a conocer y valorar un ámbito del pensamiento antropológico poco conocido, por lo general, en el ámbito de lengua española. Aunque no carece de desarrollos especulativos y valoraciones teóricas, el cometido de este libro no es tanto especular sobre el hombre, sino indicar dimensiones menos conocidas de la naturaleza humana que, relacionadas con datos biológicos relevantes (señalados por biólogos y filósofos del siglo XX), ayudan a comprender mejor que el hombre es una unidad profunda de soma y psique, o, lo que es igual, de cuerpo y alma. De manera que el cuerpo humano no es un cuerpo simplemente animal, sino humano —valga la redundancia—, por lo que en él se manifiestan, aunque de un modo indirecto, como no podía ser otro modo, aspectos característicos de la racionalidad y espiritualidad de su alma. Dado este carácter del libro, el lector encontrará algunas reiteraciones en el pensamiento de los diversos autores y corrientes expuestos. Se ha preferido no suprimirlas, porque su conocimiento es útil para indicar precisamente aquellos aspectos en los que la antropología filosófica de hoy ha alcanzado un acuerdo fundamental en la explicación del ser humano.

Este trabajo constituye, por otro lado, un intento de reflexión interdisciplinar entre biología (biología teórica, zoología y etología) y filosofía. La interdisciplinariedad, en una época de fragmentación de las ciencias, es el primer paso en la búsqueda de la recomposición de la unidad del saber, que es la aspiración de toda verdadera sabiduría. Solo la sabiduría, como ciencia de las causas últimas, puede concebir un plano general del saber, aunque solo en sus trazos fundamentales, pues la mente humana obviamente es limitada. La pérdida de esta unidad se ha debido fundamentalmente a dos causas: al desarrollo exponencial de las ciencias particulares en áreas muy delimitadas del saber, y también al progresivo abandono de la metafísica, la antigua regina scientiarum, única ciencia capaz de proporcionar una teoría razonada de los géneros supremos de la realidad. Una teoría de los géneros supremos de la realidad no es otra cosa que una teoría de las categorías, que estudia los modos de ser fundamentales de la realidad (la sustancia y los diversos tipos de accidentes). Pues bien, la necesidad de la interdisciplinariedad es especialmente acuciante en el campo de los estudios sobre el hombre, donde una cantidad inmensa de información es cada vez más difícil de resolver en una unidad. Ahora bien, sin unidad no hay comprensión. Comprender algo significa ver simultáneamente, en la unidad de su naturaleza, la multiplicidad de aspectos que la integran. Por eso, resignarse al actual estado de fragmentación del saber antropológico es resignarse a desconocer qué es el hombre. La filosofía, como saber típicamente unificante, en la medida que es una sabiduría, puede ayudar a remediar en algo este estado de cosas. Pero necesita la información que solo pueden proporcionarle las ciencias particulares sobre el hombre. En fin, pocos proyectos de reflexión interdisciplinar son tan urgentes hoy como el de la cuestión antropológica. Precisamente para alcanzar este fin surgió la antropología filosófica en la primera mitad del siglo XX. Y precisamente por esta razón ha sido la misma antropología filosófica la ciencia que ha estimulado y fomentado la cooperación de las ciencias afines o colindantes con la antropología, sobre todo la biología, para hacer luz en la magna cuestión de qué es el hombre.

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El libro se estructura en tres partes. La primera parte, que no se adentra aún en el estudio de las antropologías biológicas propiamente dichas, lleva por título «Un acercamiento cultural a la cuestión hombre-animal». Su objeto es indagar algunos aspectos del contexto cultural del que procede la concepción animalista del hombre. La integran dos capítulos. El primero «El mono desnudo de Desmond Morris» se dedica al análisis y crítica de algunas de las ideas sugeridas por este autor, a la vez que se propone, ya desde el principio, un acercamiento de signo contrario a la naturaleza humana, estructurado en un análisis tripartito (metafísico, gnoseológico y antropológico) del hombre como el ser que busca la verdad. El segundo capítulo «Peter Singer y el Proyecto Gran Simio» contiene una exposición y una valoración crítica del pensamiento de Peter Singer. Su finalidad es poner de manifiesto las consecuencias extremas que comporta en la ética la falsa opinión que iguala al hombre con el animal. Esta primera parte se propone mostrar, en definitiva, que el problema fundamental en autores como Morris y Singer reside, ante todo, en una deficiente comprensión de la cuestión antropológica, cuyo principal defecto radica en la interpretación materialista de la naturaleza humana.

Después, en la segunda parte, que se ha llamado «La aportación de la biología a la cuestión hombre-animal», se inicia el estudio de las antropologías biológicas propiamente dichas. Los capítulos tercero «Mundo circundante e instinto de los animales» y cuarto «La orientación física del hombre al espíritu» constituyen esta parte que, como su mismo nombre indica, tiene una orientación prevalentemente biológica. Los autores estudiados en ella son efectivamente biólogos.

La tercera parte, titulada «La aportación de la antropología filosófica a la cuestión hombre-animal», se compone de cinco capítulos en los que se presentan diversas contribuciones filosóficas que se han caracterizado por la relevancia otorgada a la perspectiva biológica. La integran los capítulos quinto «Los inicios de la antropología biológica», sexto «Carencias orgánicas y funciones espirituales», séptimo «Apertura al mundo y racionalidad humana: la contribución de la fenomenología a la cuestión hom-bre-animal», octavo «Filosofía y biología en el estudio de Zubiri sobre el hombre» y noveno «Otros planteamientos antropológicos de orientación biológica».

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No quiero dejar pasar la ocasión de mostrar mi gratitud a todos aquellos que me ayudaron en la preparación de este libro. Mi agradecimiento se dirige, en primer lugar, a mis compañeros de la Facultad de Filosofía del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (Roma). Un reconocimiento especial debo expresar a Rafael Pascual, decano de filosofía en el momento de la conclusión de la primera versión del libro y director del Master en Ciencia y Fe encuadrado en el proyecto STOQ, por el apoyo brindado durante los años de preparación de esta obra. Agradezco también vivamente a todos los compañeros que generosamente se han tomado la molestia de leer la obra para sugerir ideas o anotar correcciones. Entre ellos debo mencionar a Alfonso Pedroza y a los profesores Víctor Pajares, Miguel Paz, Fernando Pascual y Carlos Villalba, a quienes de un modo especial reitero las gracias por sus sabios consejos y orientaciones.

1 T. Hobbes, «Objectiones tertiae, cum responsionibus authoris», AT, VII, 175: «Potest, inquit, esse ut res cogitans sit corporeum aliquid».

2 F. Crick, La búsqueda científica del alma, Debate, Barcelona 2003, 4.

3 Cf. I. García Peña, «Animal racional: breve historia de una definición»: Anales del Seminario de Historia de la filosofía 27 (2010) 295-313, 298-299.

4 I. Kant, «Vorlesungen über die Metaphysik» (nach Pölitz), KGS, XXVIII/2, 183-184. La traducción es mía.

En torno al animal racional

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