Читать книгу Sólo se muere una vez - Leticia Bianca - Страница 10

V. - Lo que hice fue aún más kamikaze que morirme: junté a mi mamá y a mi papá en una cena para contárselos. No podía soportar el hecho de verlos juntos, pero tampoco podía soportar dos conversaciones así por separado. Hacía cinco años que no se veían y no sabía cómo podía terminar esa reunión, pero era el mal menor. Imaginaba que mi mamá exageraría todo, pondría el grito en el cielo, dejaría hasta los floreros sin agua de lo que bebería, mientras que mi papá se concentraría en enojarse con ella y me dejaría a mí y a mi decisión en paz. Era una apuesta arriesgada pero la única posible.

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Los cité en un restaurante barato de mi barrio, por separado. Ninguno de los dos sabía que el otro estaría ahí. Llegó primero mi mamá, pidió vino, una entrada y empezó a hablar sobre ella y sus problemas. Pasaron más de veinte minutos en los que solo escuchaba su voz y sus penares hasta que apareció mi papá. En su discurso, no en la vida real. El tema con la gente que se odia es que se ama, se sabe. Mi mamá no podía mantener una conversación más de veinte minutos conmigo y quizás con nadie sin mencionar a mi papá, su primer marido, su único marido, el único padre de su única hija, a quien odiaba con un ahínco con el que no he amado a nadie jamás. Tras su mención, apareció él en la vida real, casi como si lo hubiera invocado. Mi mamá usó otros quince minutos para hablar sobre cómo había estado hablando de él antes. Cuando mi papá logró interrumpirla, empezó a hablar sin parar, sobre él. Otros veinte minutos perdidos hablando sobre ellos. Y yo ahí, muriéndome.

Transcurrió así otra hora en la que a ninguno de ellos le pareció extraño que los hubiera citado a cenar juntos cuando hacía años no se veían. Estaban pasándola fenómeno, tirándose indirectas, haciéndose chistes, recriminándose cosas de 1990, en fin, lo que suelen hacer antes de comenzar con las puteadas, revolearse cosas por la cabeza, insultarse al punto de lo imprescriptible y arruinarme la vida. Siempre supe que todo eso representaba una arista más de la complicidad que genera el amor, el odio, el sexo, tres abortos, un hijo, un casamiento, un divorcio. Ojalá alguna vez hubiera amado a alguien como se odian mis padres. Ojalá.

–Me quedan seis meses –dije interrumpiéndolos– tengo una enfermedad terminal y no voy a hacer el tratamiento.

Por fin hicieron silencio. Por fin dejaron de hablar entre ellos sobre ellos. Por fin me miraron. Había que decir algo así de sustancial para interrumpir su oxidada comedia de enredos y se olvidaran el uno del otro o cada uno de sí mismo. Esos eran mis padres, unos narcisistas sin remedio. Los que me hacían dudar de eso que dicen por ahí que cuando tenés un hijo dejás de ser el centro de tu mundo. Mientras esperaba que reaccionaran, repetía mi muletilla: se mueren niños, se mueren mujeres, se mueren adultos de enfermedades curables. Morir es lo más normal del mundo y yo lo voy a hacer este año, fin.

Las reacciones fueron en cadena natural y lógica: incredulidad, espanto, llanto, desolación, enojo, intento de convencerme, etc., etc. Hasta que él pareció entenderlo y frenaron las discusiones. Ambos llorando se abrazaron, él le dijo que la llevaría a la casa y mitad atontados, mitad indignados, pero totalmente borrachos, se fueron juntos. ¿Mis padres decidieron recrear la noche en la que se enteraron que su hija se moriría el mismo acto que le había dado vida? Vaya paradoja. Jamás lo sabré. Lo que sí supe fue que no pagaron la cuenta.

Asumí que ninguno de los dos creyó que estaba hablando en serio. Ambos conjeturaron que podrían hacerme entrar en razones más adelante y me dejaron sola con mis certezas, cargados de una pasmosa incertidumbre que se les notaba en la cara. Apuesto a que se preguntaban “¿Son padres las personas cuyos hijos han muerto?” sin respuesta certera. Por su lado, mi papá todavía tenía dos niños más para cuidar. Mi mamá, sin embargo, quedaría absolutamente sola en el mundo: huérfana, sin hermanos, sin marido y sin hijos. Siempre se las arreglaba para ser la víctima de todas las situaciones, lo normal.

Ya que iba a pagar una cena para tres pedí un vodka, brindé por ellos, por mí y por lo que ya no sería: ni madre, ni hija, ni nada. Solo un número en las estadísticas de muertos de ese año. Solo una hoja más en el viento.

Sólo se muere una vez

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