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IV. - Frente a la inminencia de la muerte, mucha gente se trastorna. Mejor dicho, toda la gente se trastorna, en un sentido literal, porque la muerte es la cosa menos natural del mundo. Si bien todos sabemos que vamos a morir, no pensamos en eso todo el tiempo, y aunque hemos visto morir a gente a nuestro alrededor, no pensamos que la gente que está actualmente a nuestro alrededor va a morir. En general eso es bueno, pero podría ser leído como una desnaturalización quizás demasiado peligrosa de la realidad. La muerte, como la vida, es algo natural, pero la muerte irrumpe con un nivel de violencia tal en la cotidianidad de la gente que logra trastornarla como si nunca hubiera imaginado que fuera posible morir.

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En el mundo se muere mucha gente todo el tiempo: recién nacidos, niños, adolescentes, adultos, ancianos. Hay muertes por accidentes de tránsito completamente evitables, por enfermedades que habían encontrado su cura décadas atrás, por asesinatos, suicidios, mala praxis, atentados, comida en mal estado, plagas. Una vez había escuchado a un juez discutiendo sobre “la sensación de inseguridad” de los países del tercer mundo. Decía: “Ud. preocúpese primero porque no lo asesine un familiar, después porque no lo atropelle un auto, después por no sufrir un ataque al corazón y finalmente preocúpese por si lo asesinan en un asalto”. Esto le servía para ejemplificar que en realidad el llamado peligro por la inseguridad que solía cubrir kilómetros de diarios y miles de horas de televisión no era real, ya que, según las estadísticas, era más probable que te asesinara un ser querido que un desconocido. Y la realidad era que los números de mujeres muertas a manos de sus parejas aumentaban sin parar. Los métodos de moda variaban, eso sí. En una época de mi adolescencia, por ejemplo, se les había dado a los hombres por incendiar mujeres como si fueran las brujas de Salem. Un baterista de una famosa banda de rock lo había hecho con su ex mujer, eso de prenderla fuego viva. La chica había muerto tras varios días de agonía. Era un método efectivo para no quedar del todo involucrado, decían los diarios, porque el atacante podía decir que había sido un accidente. Un accidente. Que parezca un accidente de autocombustión espontánea. Ok.

Así las cosas, según datos oficiales, el año anterior al de mi muerte, casi 400 niños argentinos habían quedado huérfanos de madre y padre porque ellos habían decidido matarse entre sí. Era una doble tragedia, aseguraban los especialistas, porque el niño debería cargar con la ausencia de un progenitor, por un lado, y la sentencia firme de la justicia sobre el otro. Lindo panorama. Por mi lado, solo tenía seis meses más de vida, nada grave. Mis padres me querían mucho y aunque no se querían entre sí nunca habían llegado a matarse. Cuenta la leyenda que mi mamá había ido una vez a la comisaría a denunciarlo, pero nunca nadie lo confirmó. Se habían separado cuando yo tenía cinco años y eso era bueno y malo a la vez. Era bueno porque no tenía recuerdos felices de una familia que luego desaparecería, pero era malo porque no tenía muchos recuerdos felices en general, ya que después de desaparecer, lo que quedó de mi familia se pareció más a un entrenamiento militar en manos de mi gélida madre. Con todo, mis padres y yo habíamos sobrevivido, los tres, a ese fracasado intento de familia que tuvimos. Algunos con ansiolíticos, otros con alcohol y todos con muchos años de terapia.

Los primeros días en los que supe que me moriría ese año dudé si contárselo a mis padres. Formaba parte de la terrible paja que me daba morir. Me preguntaba todo el tiempo si era necesario y me repetía que no, que no lo era, y que en rigor toda mi no-familia podría haber vivido muy bien esos 180 días sin que les hubiera dicho nada. Pero no pude, nunca me salió mentir. Además, quería dejar de trabajar para poder escribir este libro. Otra duda se instaló en mí: ¿Si les decía a mis padres que iba a morir me cuidarían como una nena? Tenía un vago registro de que la última vez que mis padres me habían tratado así yo aún era una nena, luego dejaron de hacerlo pero yo seguía siendo una nena. Después simplemente se olvidaron un poco del tema. En resumen: debía decirle a mis padres que iba a morir pronto. A mis padres, a mis hermanos, a mis amigos. Qué paja.

Sólo se muere una vez

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