Читать книгу La última vez que te vi - Liv Constantine - Страница 11

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Kate se estremeció, con los dientes apretados, cuando se levantó de la cama y contempló la puerta del cuarto de baño a la mañana siguiente. No podía entrar ahí. Aún no. No mientras el olor putrefacto de los ratones siguiera pegado a ella. Y esos horribles ojos; cada vez que cerraba los suyos, los veía, con las cuencas vacías devolviéndole la mirada. Le había pedido a Fleur, el ama de llaves, que trasladara sus cosas a uno de los baños de invitados por el momento. La policía se lo había llevado todo, los roedores muertos y la nota, y había rastreado la estancia en busca de pruebas. Si no estaban seguros de que corriera peligro después del mensaje, los ratones muertos los habían convencido, y la preocupación de Anderson resultaba evidente mientras contemplaba el lavabo. Les había aconsejado a Simon y a ella que se guardaran los detalles.

Primero el mensaje de texto y después eso; ¿quién estaría observándola, esperando para hacerle daño? Aquella cancioncilla infantil, con su melodía aburrida, no paraba de repetirse en su cabeza, una y otra vez, hasta darle ganas de gritar. ¿El asesino tendría un tercer objetivo en mente? De ser así, ¿quién sería? ¿Simon? ¿Su padre? ¿Annabelle? Se estremeció al pensarlo. ¿Y qué clase de vida con dinero buscaba ella? Había trabajado como loca para entrar en la escuela de medicina y bordar el examen de acceso. Después de eso, había pasado casi cinco años de residencia y otros dos con una beca de cardiología. Había dedicado su vida a salvar la de los demás. Y su madre había sido una generosa filántropa y defensora de las mujeres, admirada por la comunidad; salvo, evidentemente, por quien fuera que estuviera enviando esas notas.

Como precaución, Simon había contratado seguridad privada. El año anterior había llevado a cabo una reforma arquitectónica para BCT Protection Services, una empresa de seguridad de Washington, DC. Había llamado a su contacto allí y ahora había dos guardias apostados frente a la casa y otros dos dentro; uno junto al pasillo, en el pequeño estudio, monitorizando la finca con ordenadores a través de las cámaras instaladas fuera, y el otro haciendo rondas de la primera planta cada hora. La policía se había ofrecido a colocar un coche frente a la casa, pero Simon había convencido a Kate de que estarían mejor con BCT, que podían hacer guardia las veinticuatro horas del día. Anderson les había dicho que el tamaño y la extensión de su propiedad harían que fuese un desafío protegerla, sobre todo con el enorme bosque adyacente a su finca de ocho hectáreas, pero BCT les había asegurado que estaban preparados para hacerlo.

Kate caminó nerviosa por el pasillo hasta el cuarto de baño de invitados, con la bata bien apretada en torno a su cuerpo. Le aterraba pensar que el asesino hubiese logrado colarse en su cuarto de baño sin ser visto en cuestión de unas pocas horas. Cierto, la casa había estado llena de gente durante la recepción, pero eso no mejoraba la situación. La policía y el equipo de seguridad habían registrado la casa al llegar, pero no lograba quitarse de encima la sensación de que habían pasado algo por alto, de que quien fuera que hubiera dejado los ratones estaba en su casa en ese preciso instante, escondido en alguna parte, acechando tras una puerta cerrada, escuchando.

Se había pasado la mañana en la cama y ahora solo le quedaban unos minutos para vestirse antes de la lectura del testamento de su madre, que estaba prevista para las diez de aquella mañana en el despacho de Gordon. Habían considerado la posibilidad de cancelarlo tras las amenazas, pero decidieron que era mejor quitárselo de encima. Cuando entró en la cocina con el sencillo vestido gris de tubo que había escogido, Simon estaba leyendo el periódico. Su padre estaba sentado a la mesa jugando a las cartas con Annabelle. No había vuelto a su casa desde aquella terrible noche y, en su lugar, se había instalado en el apartamento frente al río en el centro de Baltimore que Lily y él habían comprado el año anterior como retiro de fin de semana. Annabelle levantó la mirada de las cartas y se bajó de la silla de un salto.

—¡Mami!

Kate tomó a su hija en brazos y aspiró el aroma de su champú de fresa.

—Buenos días, cielo. ¿Quién va ganando?

—¡Yo! —gritó la niña, y volvió corriendo a la mesa.

Kate siguió a su hija hasta la mesa para agacharse a darle a su padre un beso en la mejilla y volvió a fijarse en el tono grisáceo de su piel y en la falta de brillo de sus ojos.

—Buenos días —dijo Simon, cerró el periódico, lo dejó en la mesa frente a él y se levantó—. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien.

—¿Café?

—Sí, gracias.

Le sirvió una taza y se la entregó, pero, al agarrarla, a Kate le temblaron tanto los dedos que cayó al suelo. Contempló el desastre a sus pies y se echó a llorar. Al ver el nerviosismo de su madre, Annabelle empezó a llorar también.

—Oh, cariño, no pasa nada. Mami está bien —le dijo Kate, abrazándola hasta que se calmó.

—Kate, necesitas comer algo —le dijo Simon, agachándose para recoger el café y los trozos de porcelana.

Kate se secó las mejillas con el dorso de la mano.

—No puedo.

Simon se puso en pie, con los trozos de porcelana rota en la mano, y le dirigió una mirada a Harrison, pero ninguno de los dos discutió con ella.

—¿Quieres ir a preguntarle a Hilda si está preparada? Y recuérdale que lleve algunas cosas para entretener a Annabelle mientras estamos donde Gordon.

—¿Estás segura de que quieres llevar a Annabelle? ¿No estaría mejor aquí? —le preguntó Simon con cautela. Kate advirtió la súplica en su mirada y se preguntó si estaría intentando otra vez parecer el protector, el marido con el que querría seguir casada después de todo. En cierto modo, le conmovían sus atenciones. Parecía casi como si las cosas volvieran a ser como antes.

Aunque sabía que lo más probable era que Simon llevase razón, que Annabelle estaría igual de segura, o más segura incluso, en casa con toda la protección que habían contratado, Kate necesitaba tener a su hija cerca por el momento. Se alejó para que la niña no pudiera oírla.

—Su abuela acaba de morir —susurró, aunque aquellas palabras seguían sin parecerle ciertas—. Annabelle está triste aunque no lo entienda del todo. Ve aquí a la policía, a los de seguridad. No es más que una niña, pero sabe que algo no va bien. Quiero tenerla conmigo.

—Supongo que no lo había pensado de ese modo —respondió él—. Le diré a Hilda que estamos listos para irnos.

Se montaron en el coche y Kate se dio cuenta de que se había cambiado de bolso. Se volvió hacia Simon.

—Espera. Tengo que ir a buscar mi inyección de epinefrina por si acaso decidimos ir a comer algo después. —Su alergia a los cacahuetes la obligaba a llevarla siempre encima. Cuando se pusieron en camino, Annabelle comenzó a hablar sin parar en el asiento de atrás. Cuando se metieron en el aparcamiento subterráneo, la niña se sorprendió y se rio de aquella oscuridad inesperada. Kate se volvió hacia ella y sonrió al ver aquella alegría tan inocente.

Se había quedado embarazada por accidente en su primer año de trabajo. Simon y ella estaban indecisos sobre la idea de tener hijos. Con dos carreras exigentes, no creían que fuese justo. En cambio, cuando descubrieron que estaba embarazada, ambos se sintieron felices. Recordaba estar tumbada en la camilla para hacerse una ecografía, con Simon sentado a su lado, mientras su doctora le extendía el gel por la tripa y movía la sonda por su abdomen. «Aquí está el latido», dijo la doctora, y ambos se miraron maravillados. Y, cuando Annabelle nació, ya no pudieron imaginar su vida sin ella.

Kate contempló el perfil de Simon mientras aparcaba y, pese a todo lo que había sucedido entre ellos, sintió la necesidad de extender el brazo y tocarlo. Amaba a Simon, o al menos hasta hacía unos meses. Lo había conocido en una clase de filosofía en el otoño del último curso, cuando ella aún estaba consumida por la pena. Había pasado aquel primer cuatrimestre tras la muerte de Jake aturdida y Simon había sido un buen amigo, ayudándola en su dolor. Y entonces, un día, se convirtió en algo más.

Simon era muy diferente a Jake. Era un rompecorazones moreno cuyo aspecto de estrella de cine le aseguraba poder tener a casi cualquier chica que deseara, mientras que Jake poseía una combinación de seguridad en sí mismo e inteligencia. Nunca le había gustado llamar la atención, mientras que con Simon era imposible no fijarse en él. Al principio Kate lo había catalogado como el típico chico guapo, pero después vio que había algo más en él además de su aspecto. Simon hacía que la clase fuese divertida. Su ingenio alentaba las discusiones con el punto justo de irreverencia para animar la charla, y cuando la invitó a unirse a su grupo de estudio, Kate se dio cuenta de que tenía ganas de verlo, de que sus sentimientos habían ido cambiando con mucha sutileza a medida que avanzaba el curso.

Se había sorprendido a sí misma al decir que sí a su declaración tras graduarse, la palabra le salió antes de darse cuenta, pero pensó que todo iría bien. Simon le hacía olvidar aquello que no podía tener. Juntos tendrían una buena vida, sus diferencias los complementarían. ¿Y no era eso mejor que estar con alguien que se pareciera demasiado a ella? Eso sería aburrido. A sus padres el compromiso les pareció demasiado precipitado al principio, pues llevaba saliendo con él menos de un año y, según le señalaron, aún le quedaban cuatro años de medicina en John Hopkins. Pero al final la apoyaron, probablemente porque se alegraban de volver a verla feliz.

En alguna ocasión, antes de que naciera Annabelle, Kate se preguntó si habría tomado la decisión correcta. El día de su boda, las palabras airadas de Blaire se repetían en su cabeza, y se preguntó si en efecto estaría casándose con Simon por despecho. Pero Jake había muerto. Se permitió a sí misma por un instante desear que fuera él quien la esperaba en el altar, pero después lo expulsó de su mente. Al fin y al cabo, sí que amaba a Simon.

El claxon de un coche le hizo levantar la mirada mientras caminaban los cinco por Pratt Street hacia las oficinas de Barton and Rothman, un punto de referencia del centro de Baltimore hecho de acero y cristal que se parecía a una pirámide construida con piezas de Lego. Barton and Rothman se remontaban a los tiempos en los que su tatarabuelo Evans fundó su agencia inmobiliaria, que se había convertido en un imperio, y el tatarabuelo de Gordon había invertido y gestionado el dinero. Desde entonces hasta ahora, sus familias habían estado entrelazadas, y el dinero de la familia de ella había estado en manos de la familia de él. Gordon, que ahora era socio, se mostraba un inversor astuto, pero por desgracia no había heredado ni el encanto ni el atractivo de sus antepasados.

Se estremeció cuando se levantó viento, acercó a Annabelle y le ajustó el gorro de lana. Las aceras estaban abarrotadas de gente; oficinistas, los hombres con traje y abrigo y las mujeres con parkas con capucha. Había turistas con chaquetas abultadas que paseaban por Inner Harbor, donde los adornos navideños brillaban en todos los escaparates. Kate se descubrió a sí misma otra vez examinando a la gente, buscando a cualquiera que le pareciera sospechoso, alguien que pudiera estar observándola. Sintió la tensión en los músculos de la cara y su cuerpo se puso alerta.

En cuanto entraron en el edificio, Annabelle salió corriendo hacia los ascensores.

—¿Puedo darle al botón? —preguntó dando saltos.

—Por supuesto —respondió Kate.

Al llegar al piso veinticuatro, las puertas del ascensor se abrieron a la recepción de Barton and Rothman, la empresa de planificación y asesoramiento financiero. Sylvia, que llevaba en la empresa desde que Kate recordaba, se levantó de su silla tras el escritorio para saludarlos.

—Doctor Michaels, Kate, Simon —dijo—. Gordon os está esperando.

—Gracias —respondió Harrison.

Kate se quedó atrás un momento.

—Sylvia, ¿tienes algún despacho o alguna sala de juntas vacía donde puedan quedarse mi hija y su niñera mientras nosotros hablamos?

—Desde luego. Yo me encargo. Ya sabes cuál es el despacho de Gordon —le dijo Sylvia, y condujo a Hilda y a Annabelle por el pasillo en la otra dirección.

Gordon estaba de pie junto a la puerta de su despacho.

—Buenos días. Adelante —dijo, le estrechó la mano a Harrison, le hizo un gesto con la cabeza a Simon y después fue a saludar a Kate. Sintió su mano hinchada y húmeda al estrechársela, pero, cuando intentó apartarla, él la apretó con más fuerza y se inclinó hacia delante para tratar de darle un abrazo. Kate tomó aliento, se apartó de él y se sentó en una de las tres sillas de cuero que había frente al escritorio.

—¿Queréis café o té? —les preguntó Gordon sin apartar los ojos de ella.

—No, gracias —respondió Harrison tras aclararse la garganta—. Vamos a acabar con esto cuanto antes.

Gordon regresó a su mesa, hizo una ligera reverencia y se tiró del dobladillo del chaleco antes de sentarse. Simon siempre había dicho que Gordon era pomposo, pero Kate sabía que también respetaba su astucia para la gestión económica.

—Es una tarea muy triste la que tenemos hoy entre manos —comenzó Gordon, y Kate suspiró, a la espera de que siguiera hablando. Hablaba siempre como si fuera un personaje de Casa desolada.

—Como seguro que sabes, Harrison, el testamento de tu esposa declara que la mitad de su herencia irá a parar a vuestra hija, y una parte de eso a un fideicomiso para vuestra nieta.

—Sí, por supuesto —respondió Harrison—. Estaba aquí con Lily cuando lo redactó.

Kate miró a su padre.

—No me parece bien —objetó—. Debería ser solo el fideicomiso para Annabelle. El resto deberías quedártelo tú. —Kate no pensaba que Simon y ella necesitaran el dinero. Tenían suficientes ingresos entre sus sueldos y el fideicomiso, y sus padres les habían dado un cheque muy generoso que les permitió comprarse el terreno y construirse la casa.

—No, Kate. Esto es lo que quería tu madre. La herencia de sus padres se gestionó de la misma forma. Me da igual el dinero. Solo querría que ella siguiera aquí… —Se le quebró la voz.

—Aun así… —dijo ella, pero Simon la interrumpió.

—Estoy de acuerdo con tu padre. Si es lo que ella quería, hemos de respetar eso.

Harrison adoptó una expresión extraña y Kate creyó ver fastidio en sus ojos. La interrupción de Simon también le había molestado a ella. En realidad, no le correspondía a él decir nada.

—Debo darle la razón a Simon en esto —dijo Gordon, y Kate ladeó la cabeza, sabiendo lo mucho que debía de fastidiarle darle la razón a Simon en cualquier asunto—. La herencia es bastante grande. Treinta millones para Harrison y treinta millones para ti, Kate, y diez de esos se apartarían para el fideicomiso de Annabelle. —Kate sabía que la cifra sería considerable, pero aun así se sorprendió. Aquella nueva herencia se sumaría a los millones que le había dejado su abuela al morir. Una parte importante de ese dinero se había utilizado para crear la Fundación Cardiovascular Infantil, que proporcionaba atención médica cardíaca a niños que no tenían seguro. La fundación corría con todos los gastos médicos de los niños, además del alojamiento de los padres mientras los niños estuvieran hospitalizados. Kate y Harrison, que también era cirujano cardiotorácico pediátrico, veían a pacientes de todo el país, y la fundación les permitía dedicar una cantidad significativa de su actividad al trabajo no remunerado.

Kate se inclinó hacia delante en su silla.

—Quiero meter parte del dinero en el fideicomiso de la fundación —le dijo a Gordon—. ¿Podrías concertar una reunión entre Charles Hammersmith, del fideicomiso, y nuestro abogado para hablar del tema?

—Por supuesto. Me pondré con ello —confirmó Gordon.

Simon se aclaró la garganta.

—Quizá deberíamos tomarnos algo de tiempo para decidir cuánto dinero debería ir a parar a la fundación antes de reunirnos con ellos —comentó.

Gordon miró a Kate, después a Simon, y volvió a fijarse en ella, a la espera de una respuesta.

—Concierta la reunión, Gordon —le dijo. Se volvió hacia Simon y le dedicó una sonrisa tensa—. Ya tendremos tiempo de hablarlo después.

Gordon juntó las manos y se inclinó hacia delante.

—No sé bien cómo deciros esto, así que lo mejor será hacerlo cuanto antes. —Hizo una pausa dramática y todos lo miraron expectantes.

—¿De qué se trata? —preguntó Harrison.

—Recibí una llamada telefónica de Lily. —Otra pausa—. Fue el día antes de… ejem… El caso es que me pidió confidencialidad, pero ahora que nos ha dejado…, bueno, quería venir y hacer algunos cambios en su testamento.

—¿Qué? —preguntaron Harrison y Kate al mismo tiempo.

Gordon asintió con expresión sombría.

—Deduzco, entonces, que no sabíais nada de esto.

Kate miró a su padre, que se había quedado pálido.

—No, nada. ¿Estás seguro de que esa era la razón por la que quería reunirse contigo?

—Bastante seguro. Especificó que quería que hubiese un notario. Tuve que mencionárselo a la policía, por supuesto. Quería que lo supierais.

Harrison se puso en pie y se acercó más a donde Gordon estaba sentado.

—¿Qué dijo exactamente mi esposa?

—Ya te lo he dicho —respondió Gordon con rubor en las mejillas—. Que quería cambiar el testamento. Lo último que me dijo antes de colgar fue: «Te agradecería que esto quedara entre nosotros».

Kate volvió a mirar a su padre, tratando de evaluar su reacción. Su expresión era inescrutable.

—¿Hay algo más, o podemos irnos? —preguntó Harrison con sequedad.

—Tenéis que firmar algunos documentos —respondió Gordon.

Tras firmar los papeles, terminó la reunión y Gordon salió de detrás de su mesa para volver a estrecharle las manos a Kate.

—Si hay algo, lo que sea, que pueda hacer por ti, por favor, llámame. —Le soltó las manos y la acercó para darle un abrazo rígido. Gordon siempre se había comportado con cierta torpeza, desde que eran pequeños.

De niño, tenía muy pocos amigos, y eso se prolongó durante su adolescencia. Kate no sabía si había tenido novia alguna vez, desde luego no cuando eran jóvenes. Siempre había sido extraño, evitaba los pantalones vaqueros en favor de los pantalones de golf estampados o de cuadros, camisas almidonadas y pajaritas cuando no llevaba el uniforme de la escuela. Aunque nunca se había sentido del todo cómoda con él, tampoco había dejado de defenderlo cuando los demás se burlaban de él, de modo que, pese a no haberlo considerado nunca como uno de sus amigos, teniendo en cuenta la estrecha relación de sus padres, de niños habían pasado mucho tiempo juntos.

Una vez, en la fiesta de Año Nuevo de los Barton, cuando Gordon acababa de cumplir catorce años y ella tenía casi trece, la había acorralado. La fiesta estaba ya muy avanzada cuando Gordon le dijo:

—Esto es un aburrimiento. Vamos. Voy a enseñarte algo interesante.

—Mejor no. Quizá en otra ocasión —le dijo ella. Pero, al alejarse, él se le acercó más.

—Venga. Te va a gustar. Te lo prometo.

—¿Qué es lo que me va a gustar?

—Mi nuevo proyecto de arte. Llevo meses trabajando en ello. Sígueme. —Intentó darle la mano, pero Kate juntó las suyas mientras él la guiaba.

Lo siguió hasta un ala de la casa en la que nunca había estado. Tras conducirla por un largo pasillo, Gordon se detuvo frente a una puerta cerrada y se volvió hacia ella.

—Mi madre me ha regalado esta habitación por Navidad —le dijo—. Para mis proyectos de arte.

Se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Kate se pasó la lengua por el labio superior y saboreó el sudor salado. La puerta se abrió y Gordon pulsó el interruptor. Una luz suave iluminó la estancia, dándole al pequeño espacio un aire cálido y acogedor. Las paredes estaban pintadas de rojo oscuro y cubiertas con enormes fotografías en blanco y negro de casas antiguas de la ciudad.

—¿Las has hecho tú? —le preguntó mientras se acercaba a una de las imágenes enmarcadas.

—Sí, hace tiempo. Pero quiero enseñarte en qué estoy trabajando ahora.

Apretó un botón de la pared y fue a colocarse tras un escritorio metálico sobre el que había un ordenador y un proyector. Kate se volvió para mirar cuando se desplegó una pantalla.

—Voy a bajar la luz —dijo él mientras encendía el proyector.

En la pantalla aparecieron imágenes de casas en blanco y negro cuando empezó la proyección, después la cámara se centró en una casa en concreto y fue acercándose hasta que pudo ver a los ocupantes. Una mujer rubia y delgada sentada en un sofá viendo la tele mientras dos niños pequeños jugaban en el suelo. La cámara se alejaba entonces y enfocaba otra casa. Volvía a acercarse y se veía a dos mujeres sentadas a la mesa de la cocina, mientras otra fregaba los platos en el fregadero. La proyección continuaba de casa en casa, grabando las actividades de los ocupantes. Cuando al fin terminó, Gordon apagó el proyector y encendió la luz.

Kate se quedó de piedra.

—Bueno, ¿qué te parece? Llevo meses trabajando en esto. Lo llamo «Mundano y contemporáneo» —dijo Gordon, que parecía encantado.

—¡Gordon, estás espiando a la gente!

—No estoy espiando. Es lo que vería cualquier persona si pasara por delante y mirase hacia dentro.

—No es verdad. Es como ser un mirón.

—Pensé que a ti te gustaría —le dijo él, claramente decepcionado.

—Eres un buen fotógrafo, pero creo que deberías buscar otro tema la próxima vez. Volvamos a la fiesta.

Abandonaron la habitación en silencio. Aunque aquello fuera una locura, había sentido pena por él. Le había parecido muy emocionado con su proyecto, y no le faltaba talento; pero tampoco parecía tener idea de lo inapropiado del proyecto, y eso le había molestado. Aún le molestaba, pero Gordon siempre había sido muy discreto en sus relaciones empresariales y jamás había vuelto a cruzar la línea con ella después de aquello, de modo que había continuado con la tradición familiar de que un Barton gestionase su dinero. Había intentado olvidarlo, y la única persona a la que le había contado el incidente era Blaire.

Simon le puso una mano en la espalda cuando salían del despacho de Gordon.

—Hemos terminado, Sylvia —dijo Kate.

—Annabelle y Hilda están al final del pasillo. Os llevaré con ellas —dijo Sylvia, y los tres la siguieron.

Abrió la puerta y, cuando Kate entró, el corazón le dio un vuelco. La habitación estaba vacía. Había una caja de ceras de colores sobre la mesa y un dibujo a medio colorear tirado en el suelo.

Se le aceleró el corazón y sintió que iba a desmayarse.

—¿Dónde está? —Apenas le salían las palabras—. ¿Dónde está mi hija?

—Yo… eh… —murmuró Sylvia.

Kate sintió que la sala empezaba a dar vueltas y notó la mano de su padre en el brazo.

—Kate, cariño, seguro que solo han ido al baño.

Sin pensárselo dos veces, salió corriendo de la habitación, atravesó el pasillo y abrió la puerta del baño de mujeres.

—¿Annabelle? ¿Hilda? —gritó. Pero no hubo respuesta. Se oyó la cisterna de un retrete, se abrió la puerta y salió de allí una mujer con traje y expresión confusa.

¿Dónde estaban? Volvió a salir corriendo al pasillo y vio a Gordon, que se había reunido con los demás.

—Kate… —empezó a decirle, pero, antes de poder terminar, sonó el ascensor y se abrieron las puertas.

—Mami, mira lo que me ha comprado la señorita Hilda.

Kate se dio la vuelta y vio a Annabelle de pie en el ascensor, sonriente y con una manzana y un bote de zumo.

Corrió hacia ella, se agachó, la tomó en brazos y hundió la cabeza en el hombro de su hija, temblando de alivio.

—Mami, que se me cae el zumo —le dijo Annabelle.

—Lo siento, cariño —respondió Kate apartándole los rizos de la frente.

—Papi, mira lo que tengo —dijo Annabelle, y Simon la tomó de brazos de Kate. La niña se rio encantada cuando empezó a darle vueltas.

Kate se volvió hacia Hilda.

—Me has dado un susto de muerte —le dijo—. ¿Por qué demonios os habéis ido así?

Hilda retrocedió como si la hubiese abofeteado.

—Lo siento, Kate. Tenía hambre y me acordé de que hay una tienda en la planta baja del edificio. Sabes que nunca permitiría que le pasara nada. La he vigilado como un halcón. —Parecía estar a punto de echarse a llorar.

Kate estaba furiosa. Le habían dicho a Hilda lo seria que era la situación y que debían estar todos en guardia. Kate seguía con la cara roja, pero se mordió la lengua. Sabía bien que soltar palabras de rabia en una situación tensa solo empeoraba las cosas; la calma era un elemento esencial en la mesa de operaciones. Todos estaban sometidos a mucha presión, pero hablaría con Hilda largo y tendido cuando llegaran a casa y Annabelle no estuviera delante.

—Todos estamos un poco nerviosos. No ha pasado nada. Ahora vámonos —dijo Simon, dirigiéndole a Kate una mirada tranquilizadora.

Cuando llegaron al aparcamiento, Kate le susurró algo a Simon y después llevó a su padre a un lado.

—¿De qué iba todo eso? ¿Por qué iba mamá a querer cambiar su testamento?

—No lo sé, pero yo no me preocuparía demasiado por ello. Quizá tenía algo que ver con la fundación.

Aquello no tenía sentido.

—Pero ¿por qué iba a pedirle a Gordon que lo mantuviese en secreto?

Advirtió un destello de rabia en sus ojos.

—Ya te lo he dicho, Kate, no lo sé.

—Mami, estoy cansada —le gritó Annabelle.

—Ya voy —respondió Kate, sin dejar de dar vueltas a aquella revelación sobre los deseos de su madre.

Caminaron hasta donde estaban esperando Simon, Hilda y Annabelle. Harrison se inclinó para darle un beso a Annabelle en la mejilla.

—Hasta luego, cocodrilo —le dijo.

—No pasaste de caimán —respondió Annabelle entre risas.

—Ojalá pudieras quedarte con nosotros —le dijo Kate a su padre poniéndole una mano en el brazo—. No quiero imaginarte solo en el piso.

—No pasará nada. Necesito estar con sus cosas. —Se quedó callado unos segundos y después volvió a hablar—. Mañana vuelvo a la consulta.

Kate había pasado a formar parte de la clínica de cardiología de su padre tras terminar la residencia y la beca. En esos momentos no podría concentrarse en sus pacientes.

—¿Tan pronto? —le preguntó, sorprendida—. ¿Estás seguro? —No sabía cuándo estaría preparada para volver al trabajo, pero no creía que fuese a ser en un futuro próximo. Sería incapaz de separarse de Annabelle mientras el asesino estuviera suelto.

—¿Qué otra cosa voy a hacer, Kate? Tengo que mantenerme ocupado o me volveré loco. Y mis pacientes me necesitan.

—Lo entiendo, supongo —le dijo ella—. Pero yo no puedo. Necesito tiempo. Le he dicho a Cathy que me cambie las citas de los pacientes de las próximas semanas.

—Está bien. Tómate todo el tiempo que necesites. Herb y Claire se han ofrecido a realizar tus operaciones hasta que te sientas preparada para volver.

—Por favor, dales las gracias de mi parte —le dijo, le dio un beso y se dirigió hacia el coche.

Mientras Simon salía del aparcamiento, Kate escuchó la voz dulce de Hilda leyéndole a Annabelle en el asiento de atrás. Antes de haber recorrido unos pocos kilómetros, tras pasar por Oriole Park en Camden Yards, Annabelle ya se había quedado dormida. Los tres adultos guardaron silencio durante el resto del trayecto hasta casa, perdidos en sus propios pensamientos. Kate se alegraba de que Blaire fuese a pasarse por casa esa tarde. Necesitaba hablar con alguien. Debía de haber alguna relación, o alguna pista que había pasado por alto, algo que se le escapaba.

La última vez que te vi

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