Читать книгу La última vez que te vi - Liv Constantine - Страница 12

6

Оглавление

Lo primero que vio Blaire al aparcar frente a casa de Kate fue a dos hombres con traje oscuro y abrigo de pie frente a la puerta. En cuanto salió del descapotable, uno de ellos se le acercó.

—¿La esperan, señora?

Parecía joven. Demasiado joven para saber que las mujeres de su edad no soportaban que las llamasen «señora».

—Sí. Soy amiga de Kate, Blaire Barrington.

El hombre levantó un dedo y abrió una libreta.

—Su nombre figura aquí, pero necesito algún tipo de identificación, por favor.

Era evidente que no leía sus libros. Aunque la verdad era que, pese a su fama, poca gente reconocía su cara. A veces, normalmente en algún restaurante, le pedían un autógrafo. Pero, en general, llevaba su vida en el anonimato. Las firmas de libros eran otra historia. Daniel y ella estaban acostumbrados a las largas colas y a las hordas de gente, que los dejaban agotados y con las manos doloridas. Blaire disfrutaba de aquello.

Sacó su carné de conducir, se lo entregó y vio como le sacaba una foto con el teléfono móvil antes de indicarle que podía pasar. La puerta se abrió antes de que llamase y apareció Kate, pálida y ojerosa.

—¿Quiénes son los hombres de negro? —le preguntó.

Kate fue a decir algo, pero entonces negó con la cabeza.

—Los ha contratado Simon. Por si acaso…

Después de que Kate cerrara la puerta y echara el pestillo, la condujo desde el recibidor hasta la cocina. Se volvió hacia ella y dijo:

—Selby está aquí. Vino antes a ver cómo estaba.

Blaire se lamentó en silencio. La última persona a la que tenía ganas de ver era Selby. Apenas se habían mirado durante la comida del funeral; Selby se había quedado sentada con su marido, Carter, y no con las mujeres. Ahora no le quedaría más remedio que hablar con ella.

Cuando entraron en la cocina, Blaire miró con asombro a su alrededor. Era fabulosa, algo que parecía sacado de una gran mansión antigua de la Toscana. Con unas bonitas baldosas de terracota que parecían tan auténticas que se preguntó si las habrían traído desde Italia. Un techo abuhardillado con claraboya y vigas de madera proyectaba un brillo dorado sobre las encimeras de madera y los armarios del suelo al techo. La estancia poseía la misma atmósfera refinada y antigua del resto de la casa, pero con el sabor añadido de la vieja Europa.

Selby estaba sentada a una mesa que parecía ser un grueso bloque de madera tallado de un único árbol, rugoso por los bordes y de una sencillez elegante. Tenía a Annabelle sentada en su regazo y le estaba leyendo un cuento. Levantó la mirada y su expresión se volvió amarga.

—Ah, hola, Blaire. —La miró con el mismo desdén de siempre, pero a Blaire ya no le importaba. Sabía que tenía buen aspecto. Si bien no estaba tan delgada como en el instituto, el tiempo que pasaba en el gimnasio y su cuidada dieta aseguraban que pudiera lucir unos pantalones vaqueros. Y la melena que, en otro tiempo, le había resultado imposible domar lucía ahora lisa y brillante gracias al milagro moderno conocido como queratina. Selby se fijó en el anillo de diamante de ocho quilates que llevaba en la mano izquierda.

Blaire le devolvió el favor y, a regañadientes, hubo de admitir que los años le habían sentado bien. En todo caso, era más atractiva ahora que en el instituto, con la melena ondulada y reflejos sutiles que suavizaban sus facciones. Sus joyas eran exquisitas; pendientes de perlas grandes, una pulsera de oro y un anillo de zafiro y diamante en la mano, que Blaire sabía que era una reliquia de familia. Carter se lo había enseñado hacía un millón de años, antes de ceder a la insistencia de sus padres de encontrar a una candidata «adecuada» con la que sentar la cabeza.

—Hola, Selby. ¿Cómo estás? —preguntó Blaire, le dio la espalda y sacó un unicornio morado de peluche de su bolso. Se lo ofreció a Annabelle—. Annabelle, soy Blaire, una vieja amiga de tu madre. Pensé que querrías conocer a Sunny.

Annabelle se bajó del regazo de Selby con los brazos extendidos y se llevó el animal de peluche al pecho.

—¿Puedo quedármela? —preguntó.

—Por supuesto. La he traído especialmente para ti.

Con una enorme sonrisa, la niña se abrazó con más fuerza al animal. A Blaire le alegró ver que había sido un éxito.

—¿Y tus modales, Annabelle? —la reprendió Kate con cariño—. Da las gracias.

Annabelle miró a Blaire con solemnidad unos instantes y después murmuró con timidez un «gracias».

—De nada, Annabelle. A la tía Blaire le encanta hacer regalos.

Selby parecía molesta.

—No sabía que ya te referías a ti misma como «tía», Blaire.

¿Selby era incapaz de dejar de lado su arrogancia aunque fuera durante un día? Pero Blaire no tenía intención de entrar al trapo y, en su lugar, se volvió hacia Kate.

—No te importa que me llame así, ¿verdad? —le preguntó.

Kate le agarró la mano y se la apretó.

—Por supuesto que no. Éramos como hermanas… Somos como hermanas —se corrigió.

—¿Recuerdas que fingíamos ser hermanas cuando salíamos de fiesta en la universidad? —le preguntó Blaire—. Y los nombres falsos. Anastasia y…

—¡Cordelia! —añadió Kate riéndose.

—Sí, es graciosísimo —comentó Selby poniendo los ojos en blanco.

Blaire pensó en aquellos años. Pese a su color de piel totalmente diferente, la gente las creía. Habían pasado tanto tiempo juntas que habían empezado a hablar de forma parecida. Habían adquirido la cadencia y el tempo del discurso de la otra e incluso tenían risas parecidas.

Antes de conocer a Kate, Blaire siempre se había preguntado cómo sería criarse en una familia normal, tener una madre que le preparase el desayuno y se asegurase de que llevara una comida saludable al colegio, que estuviera esperando cuando llegara a casa para ayudarla con los deberes, o preguntarle cómo le había ido el día. Blaire tenía solo ocho años cuando su madre se fue, y pronto se convirtió en el centro del universo de su padre. Para cuando llegó a quinto curso, había aprendido a cocinar mejor que su madre y disfrutaba preparándole comidas gourmet a su padre. Pasado un tiempo, incluso empezó a gustarle cuidar de sí misma y de él; le hacía sentir adulta y responsable. Pero entonces todo cambió con la llegada de Enid Turner.

Enid era una representante de ventas en la empresa de su padre que de pronto empezó a venir a cenar a su casa entre semana. Seis meses después, su padre se sentó frente a ella con una sonrisa y le preguntó:

—¿Qué te parecería tener una nueva madre?

Blaire había tardado solo un segundo en entenderlo.

—Si estás hablando de Enid, no, gracias.

—Sabes que le tengo mucho cariño —le dijo él estrechándole la mano.

—Supongo.

Su padre siguió hablando con esa sonrisa estúpida.

—Bueno, le he pedido que se case conmigo.

Blaire se levantó del sofá de un brinco y se plantó frente a él con lágrimas en los ojos.

—¡No puedes hacer eso!

—Pensé que te alegrarías. Tendrás una madre.

—¿Alegrarme? ¿Por qué iba a alegrarme? ¡Nunca será mi madre! —Su madre, Shaina, era preciosa y glamurosa, con la melena larga y pelirroja y los ojos deslumbrantes. A veces jugaban a disfrazarse. Su madre fingía ser una gran estrella y ella su ayudante. Le había prometido que algún día irían juntas a Hollywood y, aunque al final se fue sola, Blaire creía que su madre volvería a buscarla cuando se hubiese asentado.

Esperaba cada día una carta o una postal. Buscaba la cara de su madre en los carteles de cine y en los programas de televisión. Su padre no paraba de decirle que se olvidara de Shaina, que se había marchado para siempre. Pero Blaire no podía creerse que la hubiese abandonado. Tal vez estuviera esperando a triunfar antes de volver a por ella. Pasado un año sin saber de ella, empezó a preocuparse. Debía de haberle sucedido algo. Le rogó a su padre que la llevase a California a buscarla, pero él negó con la cabeza y una mirada de tristeza en la cara. Le dijo que su madre estaba viva.

—¿Sabes dónde está? —le preguntó sorprendida.

—No lo sé —respondió él tras una breve pausa—. Solo sé que cobra el cheque de la pensión todos los meses.

Blaire era demasiado joven para preguntarse por qué su padre seguía pagando las facturas después de divorciarse. En su lugar, le culpó, se dijo a sí misma que estaba mintiendo para mantenerlas separadas. Su madre no tardaría en ir a buscarla, o incluso si Hollywood no era lo que ella se esperaba, tal vez volviera a vivir en casa.

Así que, cuando su padre le dijo que había decidido casarse con Enid, Blaire se fue corriendo a su habitación y echó el pestillo. Le dijo que se negaría a comer, a dormir o a hablarle de nuevo si seguía adelante con eso. De ninguna manera la sosa de Enid Turner iba a mudarse a su casa para decirle lo que tenía que hacer. No permitiría que le arrebatase a su padre. ¿Cómo podía mirar a Enid después de haber estado casado con su madre? Shaina era animada y fascinante. Enid era vulgar y aburrida. Pero, en cualquier caso, un mes después se casaron en la iglesia metodista local con ella como testigo.

No tardaron en convertir el cuarto de estar, donde las amigas de Blaire solían ver la tele o jugar a los dardos, en una sala de manualidades para Enid. Enid la pintó de rosa y después colgó en las paredes su «arte», una colección de simples y horribles dibujos de perritos, mientras que todos los juguetes y juegos de Blaire acabaron en el sótano.

La primera noche tras la reconversión de la habitación, cuando Enid y su padre se quedaron dormidos, Blaire se coló en su antiguo cuarto de estar. Sacó un rotulador de la cómoda y le dibujó gafas al cocker spaniel, un bigote al golden retriever y un puro en la boca al labrador negro. Empezó a reírse en silencio, temblando con todo el cuerpo por el esfuerzo de contenerse.

A la mañana siguiente, los gritos de Enid llevaron a Blaire hasta la habitación. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó Enid, visiblemente herida.

Blaire abrió mucho los ojos y puso cara de inocencia.

—No he sido yo. A lo mejor eres sonámbula.

—No soy sonámbula. Sé que has sido tú. Has dejado muy claro que no me quieres aquí.

—Seguro que lo has hecho tú solo para poder echarme la culpa a mí —dijo Blaire levantando la barbilla.

—Escúchame, Blaire. Puede que a tu padre lo engañes, pero a mí no. No tengo por qué caerte bien, pero no toleraré faltas de respeto o mentiras. ¿Entendido?

Blaire no dijo nada y ambas se quedaron mirándose.

—Vete —dijo Enid al fin—. Fuera de aquí.

Cada vez que ocurría algo después de aquello, Enid la culpaba a ella. La devoción de su padre pasó de Blaire a su nueva esposa; no había hecho nada por defender a su hija, y Blaire no tardó en rechazar la idea de volver a casa, de modo que hacía cualquier cosa para evitarlo. Resultó ser una bendición que la hubieran enviado lejos; vivir con Enid durante más de un año había sido suficiente. Volvió a casa a pasar el verano después de octavo, pero en su segundo año en Mayfield, Lily la invitó a pasar el verano con ellos en su casa de la playa en Bethany, Delaware. Estaba segura de que su padre no lo permitiría, pero Lily hizo una llamada telefónica y quedó todo arreglado.

Blaire se enamoró de aquella casa la primera vez que la vio; la vivienda de tablas de cedro tenía porches y terrazas blancas que contrastaban con la madera oscura, igual que las molduras blancas en las puertas y ventanas. Era muy diferente de la aburrida casa colonial en la que se había criado ella, donde las habitaciones eran rectángulos sosos con todos los muebles a juego. La casa de la playa estaba llena de habitaciones espaciosas de paredes blancas y enormes ventanales que daban al océano. Los sofás y sillones floreados estaban estratégicamente situados para que la vista pudiera disfrutarse estando en pequeños grupos. Pero lo más embriagador de todo era el sonido de las olas al romper y el aire con olor a mar que entraba por las ventanas abiertas. Jamás había visto una casa tan asombrosa.

Kate le había dado la mano y la había llevado al piso de arriba. Tenía cinco dormitorios, y el de Kate, una habitación grande junto al dormitorio principal, estaba pintado de un verde mar pálido. Unas puertas de cristal daban acceso a un pequeño balcón con vistas a la playa. Toda la ropa de hogar era blanca —el dosel de la cama, las cortinas, los cojines del sillón— salvo la colcha, de un rosa intenso con sirenas bordadas. Las paredes habían sido decoradas con dibujos de sirenas y una de las estanterías rebosaba figuritas de sirena. El nombre de Kate aparecía escrito sobre su cama con un deslumbrante vidrio marino. Kate lo tenía todo; unos padres que le daban lo que deseaba, incluyendo esa casa de la playa. De pronto Blaire sintió que no podía respirar, la soledad y el vacío de su vida le robaban el aire.

—Tu habitación es genial —logró decir.

—No está mal —respondió Kate encogiéndose de hombros—. Bueno, soy ya un poco mayor para las sirenas. No paro de pedirle a mi madre una colcha nueva, pero a ella siempre se le olvida.

Blaire se quedó helada. ¿Kate tenía todo aquello a su alcance y se quejaba por una estúpida colcha? Antes de que pudiera decir nada, Kate le agarró la mano.

—Aún no has visto la tuya —le dijo. Sus ojos brillaban de emoción.

—¿La mía?

—Vamos. —La llevó hasta la habitación situada frente a la suya y señaló el nombre escrito sobre la cama con vidrio marino: Blaire.

Se quedó sin habla, sin saber qué pensar o qué sentir. Nadie había hecho nunca nada tan generoso y amable por ella.

—¿Te gusta? Mi madre vino la semana pasada y se ocupó de todo.

Corrió hacia la ventana, abrió la cortina y se quedó decepcionada. Claro, no podía tener vistas al océano; estaba en frente del cuarto de Kate, de modo que daba a la parte delantera. Disimuló su decepción y le dirigió a Kate una sonrisa forzada.

—Me encanta.

—Me alegro. Pero bueno, lo más probable es que durmamos las dos en la misma habitación, así que podremos hablar toda la noche.

Y estaba en lo cierto. Se turnaban para dormir en una habitación o en otra y se pasaban la noche a oscuras contándose sus secretos. En realidad, Blaire no necesitaba su propia habitación, pero Lily, mujer sabia como era, sabía que tenerla marcaría la diferencia. Blaire pasó el resto de los veranos con ellos en la playa; hasta el verano de la boda de Kate y Simon. Se preguntaba si aún tendrían la casa de la playa, si Kate mantendría la tradición con Annabelle.

Selby se levantó y le dio un beso a Kate en la mejilla.

—Creo que me voy a ir. Recuerda, cualquier cosa que necesites, aquí estoy. —Agarró su bolso y Blaire reconoció el diseño floral de Fendi. Pensó que aquellas flores alegres no pegaban nada con la personalidad de Selby. La habría encasillado más como una admiradora de la Traviata, vestida de negro o de verde oscuro, sujetando el bolso colgado del brazo como si fuera la Reina.

—Te acompaño a la puerta —le dijo Kate, y miró a Blaire—. ¿Te importa quedarte un segundo con Annabelle?

—Será un placer —respondió y se volvió hacia Annabelle—. ¿Quieres que termine de leerte el cuento?

La niña asintió y le entregó El árbol generoso.

—Es uno de mis favoritos —dijo Blaire. Se sentaron juntas a la mesa y empezó a leer. Annabelle tenía a Sunny el unicornio agarrado con un brazo. Era una niña adorable, con esos ojos grandes y marrones y una bonita sonrisa. Poseía una dulzura que le recordaba a Lily. Era una pena que su abuela no fuese a verla crecer.

—¡Tía Blaire, lee! —exigió Annabelle.

—Lo siento, cielo.

Selby entró corriendo en la habitación con el ceño fruncido.

—No sé qué está pasando, pero ocurre algo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Blaire mientras recolocaba a Annabelle en su regazo.

—Ha venido la policía con un paquete —dijo Selby—. Están con Kate y Simon. —Cruzó los brazos—. Me quedaría, pero tengo reservado un masaje.

—No querrás perdértelo —le dijo Blaire.

Selby la miró con rabia.

—Tal vez debería cancelarlo. Soy la mejor amiga de Kate. Me necesita.

¿Por qué no se relajaba un poco? Ya no estaban en el instituto. Blaire notó que se estaba enfadando, pero tomó aire, decidida a no decir nada de lo que pudiera arrepentirse. Enredó el dedo en uno de los bucles del pelo de Annabelle y siguió mirando a Selby antes de decir en tono neutral:

—Estoy yo aquí. Vete a tu cita. Kate estará bien.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó Selby con la cara roja—. ¿No causaste ya suficientes problemas antes de su boda?

¿Hablaba en serio? ¿La madre de su amiga acababa de ser asesinada y ella solo podía remover el pasado? Blaire dejó que toda su rabia aflorase. Bajó a Annabelle de su regazo, se levantó y se acercó a Selby para susurrarle al oído y que la niña no la oyera.

—¿Qué es lo que te pasa? Lily ha muerto y Kate necesita toda nuestra ayuda. No es momento para tus inseguridades absurdas.

Obviamente alterada, Selby abrió la boca, pero no le salió nada.

—Quizá sea el momento de que te vayas —le dijo Blaire—. Es evidente que necesitas liberar parte de esa tensión.

Mirándola con odio, Selby agarró su bolso y se marchó enfurecida.

La última vez que te vi

Подняться наверх