Читать книгу La última vez que te vi - Liv Constantine - Страница 7

1

Оглавление

Hacía solo unos días, Kate había estado pensando sobre qué comprarle a su madre por Navidad. No podía saber que, en lugar de elegir un regalo, estaría eligiendo su ataúd. Estaba sentada en silencio mientras los portadores del féretro recorrían el camino hasta las puertas de la iglesia abarrotada. Un movimiento súbito le hizo darse la vuelta, y fue entonces cuando la vio. Blaire. Había ido. ¡Había ido de verdad! De pronto fue como si su madre ya no estuviese metida en esa caja, víctima de un brutal asesinato. En su lugar, una nueva imagen llenó su cabeza. La imagen de su madre riéndose, con su melena dorada revuelta por el viento mientras las agarraba de la mano a Blaire y a ella, y las tres juntas corrían por la arena caliente hasta llegar al océano.

—¿Estás bien? —le susurró Simon. Kate sintió la mano de su marido en el codo.

La emoción le cerró la garganta cuando intentó hablar, así que se limitó a asentir, preguntándose si él también la habría visto.

Después de la misa, la larga comitiva de coches pareció tardar horas en llegar al cementerio y, una vez que estuvieron todos allí, a Kate no le sorprendió ver que la fila daba la vuelta. Kate, su padre y Simon ocuparon sus asientos mientras los asistentes se situaban alrededor de la tumba. Pese al cielo despejado, algunas ráfagas de nieve se agitaban por el aire, precursoras de los días de invierno que estaban por llegar. Tras sus gafas de sol, Kate observó cada cara, evaluando, preguntándose si el asesino podría estar entre ellos. Algunos eran desconocidos —o al menos desconocidos para ella— y otros viejos amigos a los que hacía años que no veía. Mientras escudriñaba la multitud, reparó en un hombre alto y en una mujer baja de pelo blanco de pie junto a él. Sintió el dolor en el pecho, una mano invisible que le apretaba el corazón. Los padres de Jake. No los había visto desde su funeral, que hasta aquella semana había sido el peor día de su vida. Estaban impertérritos, mirando al frente. Apretó los puños, se negaba a permitirse sentir de nuevo ese dolor y esa culpa. Pero cuánto deseaba poder hablar con Jake, llorar en su hombro mientras la abrazaba.

Por suerte, la misa junto a la tumba fue muy corta y, cuando bajaron el ataúd, Harrison, su padre, permaneció ahí parado, mirándolo. Kate le apretó la mano y él se quedó así unos segundos más, con una expresión indescifrable. De pronto le pareció mucho mayor de sesenta y ocho años, con las arrugas que tenía en torno a la boca mucho más pronunciadas que nunca. Se sintió embargada por la pena y tuvo que apoyarse en una de las sillas plegables para no perder el equilibrio.

La muerte de Lily dejaría un gran vacío en sus vidas. Había sido el núcleo en torno al que giraba toda la familia, y quien organizaba la vida de Harrison, la que gestionaba su ajetreada vida social. Una mujer elegante, producto de la gran riqueza de la familia Evans, a la que desde pequeña le habían enseñado que su buena suerte le obligaba a devolver algo a la comunidad. Lily había formado parte de diversas juntas filantrópicas y había dirigido su propia organización benéfica —el Fondo de la Familia Evans-Michaels—, que concedía subvenciones a organizaciones dedicadas a las víctimas de violencia doméstica y abuso infantil. Kate había observado a su madre durante los años en los que había presidido su junta, recaudaba fondos sin descanso e incluso se ofrecía voluntaria para ayudar personalmente a las mujeres que acudían al centro de acogida, y aun así Lily siempre había estado a su lado. Sí, había tenido niñeras, pero era Lily la que la arropaba cada noche, era Lily la que nunca se perdía una función escolar, la que le secaba las lágrimas y celebraba sus éxitos. En algunos aspectos, había sido abrumador ser la hija de Lily; ella parecía hacerlo todo con gran facilidad y elegancia. Pero en su interior había una fuerza de voluntad que era la que la mantenía activa, y a veces Kate se imaginaba que su madre solo relajaba su postura erguida y su actitud perfecta cuando cerraba la puerta de su dormitorio. Kate se había prometido a sí misma que, si alguna vez tenía hijos, sería esa misma clase de madre.

Entrelazó el brazo con el de su padre y lo apartó del cenador, donde el aire frío estaba cargado con el olor nauseabundo de las rosas y los lirios de invernadero. Con Simon a su otro lado, los tres caminaron hacia la limusina. Se introdujo con gran alivio en el acogedor interior del vehículo y miró por la ventanilla. Le dio un vuelco el corazón al ver a Blaire, de pie, sola, con las manos entrelazadas. Tuvo que hacer un esfuerzo por no bajar la ventanilla y llamarla. Hacía quince años que no hablaban, pero al verla tuvo la sensación de que se habían visto el día anterior.

La casa que Simon y Kate tenían en Worthington Valley no quedaba lejos del cementerio, pero en cualquier caso habían descartado la idea de celebrar la reunión posterior al entierro en casa de Lily y Harrison, donde había muerto. Su padre no había regresado allí desde la noche en que descubriera el cuerpo de su esposa.

Cuando llegaron, Kate se adelantó a los demás, pues quería ir a ver a su hija antes de que la gente empezara a entrar en la casa. Subió corriendo las escaleras hasta el segundo piso. Simon y ella habían acordado que sería mejor ahorrarle a su hija, de casi cinco años, el trauma del funeral, pero Kate deseaba ir a ver cómo estaba.

Lily se había emocionado mucho el día en que Kate le dijo que estaba embarazada. Había adorado a Annabelle desde que nació y la había colmado de atenciones sin ninguno de los límites que había puesto a Kate. Se reía cuando decía: «Podré malcriarla. A ti es a quien le toca educarla». Kate se preguntaba si Annabelle se acordaría de su abuela según pasaran los años. Aquella idea le hizo dar un traspié en el último escalón, se agarró a la barandilla al llegar al rellano y se dirigió hacia la habitación de su hija.

Cuando se asomó, Annabelle estaba jugando alegremente con su casa de muñecas, protegida en apariencia de los trágicos acontecimientos de los últimos días. Hilda, su niñera, levantó la mirada cuando entró.

—Mami. —Annabelle se puso en pie, corrió hacia ella y le rodeó la cintura con los brazos—. Te he echado de menos.

Kate tomó a su hija en brazos y le acarició el cuello con la nariz.

—Yo también te he echado de menos, cariño. —Se sentó en la mecedora y colocó a la niña sobre su regazo—. Quiero hablar contigo y luego iremos juntas al piso de abajo. ¿Recuerdas que te dije que la abuela se fue para estar en el cielo?

—Sí —respondió Annabelle mirándola con solemnidad, aunque con el labio tembloroso.

Kate le pasó los dedos por los rizos.

—Bueno, pues hay mucha gente abajo —le explicó—. Han venido porque quieren decirnos lo mucho que querían a la abuela. ¿A que es muy amable por su parte?

Annabelle asintió con los ojos muy abiertos, sin parpadear.

—Quieren que sepamos que nunca se olvidarán de ella. Y nosotros tampoco, ¿verdad?

—Quiero ver a la abuela. No quiero que esté en el cielo.

—Oh, cariño, volverás a verla, te lo prometo. Algún día volverás a verla. —Abrazó a la niña, tratando de que no se le cayeran las lágrimas—. Ahora vamos abajo a saludar a la gente. Han sido muy amables por venir a estar hoy con nosotros. Puedes bajar y saludar al abuelo y a nuestros amigos, y después vuelves aquí a jugar. ¿De acuerdo? —Se levantó, le estrechó la mano a Annabelle y le hizo un gesto a Hilda, que las siguió.

En la planta baja, se abrieron paso entre la multitud de asistentes, pero, pasados quince minutos, Kate le pidió a Hilda que se llevase a Annabelle a jugar a su habitación. Siguió avanzando ella sola, saludando a la gente, pero el dolor hacía que le temblaran las manos y le costara respirar, como si la multitud estuviera acaparando todo el aire. El salón estaba lleno de gente de un extremo al otro.

Al otro lado de la estancia vio a Selby Haywood con su madre, Georgina Hathaway, de pie al lado de Harrison. La invadió la nostalgia al verlas. Muchos buenos recuerdos; veranos en la playa cuando Selby y ella eran pequeñas, salpicándose en la orilla y haciendo castillos de arena mientras sus madres las miraban. Georgina había sido una de las amigas más cercanas de su madre y ambas estaban encantadas con que sus hijas fueran tan buenas amigas. Era un tipo de amistad diferente a la que Kate había mantenido con Blaire. A Selby y a ella las habían juntado sus madres; Kate y Blaire se habían elegido la una a la otra. Habían conectado desde el principio, como si hubiese un entendimiento especial entre ellas. A Blaire había podido abrirle su alma, algo que jamás había experimentado con Selby.

Se dio la vuelta al sentir una mano en el codo y se encontró cara a cara con la mujer que había sido como una hermana para ella durante tantos años. Se lanzó a los brazos de Blaire y lloró.

—Oh, Kate. Aún no me lo creo. —Notó el aliento caliente de Blaire en su oreja mientras se abrazaban—. La quería tanto…

Pasados unos segundos, Kate se apartó y le estrechó las manos a Blaire.

—Ella también te quería. Me alegra mucho que hayas venido. —Se le llenaron otra vez los ojos de lágrimas. Era surrealista ver a Blaire allí, en su casa, después de tantos años distanciadas. En otra época, habían significado mucho la una para la otra.

Blaire apenas había cambiado; la larga melena oscura le caía ondulada por la espalda, sus ojos verdes conservaban aquel brillo, las leves arrugas de expresión en torno a ellos eran la única prueba de que había pasado el tiempo. Siempre había tenido estilo, pero ahora parecía elegante y sofisticada, como si perteneciera a otro mundo mucho más glamuroso. Claro, ahora era una escritora famosa. Kate se sintió muy agradecida. Necesitaba que Blaire supiese lo mucho que significaba para ella que hubiera acudido, que era la parte de su pasado de la que conservaba muy buenos recuerdos y que entendía mejor que ninguna de sus amigas la angustia de aquella pérdida. De pronto le hizo sentir un poco menos sola.

—Que hayas venido significa mucho para mí. ¿Podemos ir a otra habitación para hablar en privado? —Su voz sonó vacilante. No sabía lo que le contestaría Blaire, o si estaría dispuesta a hablar del pasado, pero, al verla, Kate tuvo ganas de eso más que de ninguna otra cosa.

—Por supuesto —respondió Blaire sin dudar.

Kate la condujo hasta la biblioteca, donde se acomodaron en el sofá de cuero. Tras un breve silencio, empezó a hablar.

—Sé que debe de haber sido duro para ti venir, pero tenía que llamarte. Muchas gracias por venir.

—Claro. Tenía que venir. Por Lily. —Blaire hizo una breve pausa antes de añadir—: Y por ti.

—¿Ha venido tu marido? —le preguntó Kate.

—No, no ha podido. Está de viaje con el nuevo libro, pero comprende que yo tenía que venir.

—Me alegra mucho que estés aquí —insistió Kate—. Mi madre también se alegraría. Le entristecía que no hiciéramos las paces. —Toqueteó el pañuelo que tenía en la mano—. Pienso mucho en esa pelea. En las cosas tan horribles que dijimos. —Los recuerdos afloraron y la llenaron de arrepentimiento.

—Jamás debí haber puesto en duda tu decisión de casarte con Simon. Estuvo mal —le dijo Blaire.

—Éramos muy jóvenes…, fuimos tontas al dejar que eso estropeara nuestra amistad.

—No sabes la cantidad de veces que pensé en llamarte, en hablar las cosas, pero me daba miedo que me colgaras el teléfono —confesó Blaire.

Kate miró el pañuelo que tenía en las manos, y que ahora estaba hecho pedazos.

—Yo también pensé en llamarte, pero cuanto más esperaba más difícil se me hacía. No puedo creer que hayan tenido que matar a mi madre para que volviéramos a vernos. Pero se alegraría de vernos juntas. —Lily se había entristecido mucho por su pelea. Le había sacado el tema a Kate muchas veces a lo largo de los años, intentando siempre convencerla para que acudiera a Blaire con una ramita de olivo. Ahora Kate se arrepentía de su testarudez. Alzó la mirada—. No puedo creer que no vaya a volver a verla. Su muerte fue tan brutal. Me da náuseas solo pensarlo.

—Es horrible —dijo Blaire inclinándose hacia ella, y Kate percibió cierto tono inquisitivo en su voz.

—No sé hasta dónde sabes… No he querido leer los periódicos —le dijo Kate—. Pero mi padre llegó a casa el viernes por la noche y se la encontró. —Se le quebró la voz y tuvo que contener los sollozos antes de continuar.

Blaire negaba con la cabeza mientras ella hablaba.

—Estaba en el salón… tendida en el suelo, con la cabeza… Alguien le había golpeado la cabeza.

—¿Creen que fue allanamiento? —preguntó Blaire.

—Al parecer habían roto una ventana, pero no había ningún otro indicio.

—¿La policía tiene idea de quién ha podido ser?

—No. No encontraron el arma. Buscaron por todas partes. Hablaron con los vecinos, pero nadie oyó ni vio nada fuera de lo normal. Pero ya sabes lo aislada que está su casa; el vecino más cercano se encuentra casi a quinientos metros. El forense dijo que murió entre las cinco y las ocho. —Kate entrelazó las manos—. No puedo soportar pensar que mientras mi madre era asesinada yo estaba aquí haciendo mis cosas.

—Era imposible que lo supieras, Kate.

Asintió. Sabía que Blaire tenía razón, pero eso no cambiaba sus sentimientos. Mientras ella se preparaba una taza de té o le leía un cuento a su hija, alguien le había quitado la vida a su madre.

Blaire frunció el ceño y le estrechó la mano.

—Ella no querría que pensaras así. Lo sabes, ¿verdad?

—Te he echado de menos —contestó Kate entre sollozos.

—Ahora estoy aquí.

—Gracias. —Volvieron a abrazarse; Kate se aferraba a Blaire como si fuera un chaleco salvavidas que le impedía hundirse en las profundidades de su dolor. Cuando abandonaban la biblioteca, Blaire se detuvo y le dirigió una mirada de incredulidad.

—¿Eran los padres de Jake los de la iglesia?

Kate asintió.

—A mí también me ha sorprendido verlos. Pero no creo que vengan aquí. Imagino que querían presentar sus respetos a mi madre y marcharse. —Sintió un nudo en la garganta—. No les culpo por no querer hablar conmigo.

Blaire se dispuso a hablar, pero entonces la miró con tristeza y volvió a abrazarla.

—Creo que debería volver con mis invitados —le dijo Kate.

Pasó el resto del día aturdida. Cuando todos se hubieron marchado, Simon se encerró en su despacho para gestionar una crisis de trabajo mientras ella vagaba inquieta de habitación en habitación. Había deseado que todos se fueran, que terminara de una vez el día del funeral de su madre, pero ahora la casa estaba demasiado tranquila. Allá donde mirase, parecía haber una tarjeta de condolencias o un ramo de flores.

Por fin se sentó en el sillón del estudio, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos, triste y cansada. Casi se había quedado dormida cuando una vibración le hizo abrir los ojos. Su móvil. Lo llevaba en el bolsillo del vestido. Lo sacó, deslizó el pulgar por la pantalla para desbloquearlo y vio Número oculto donde debería haber aparecido el número. Leyó el mensaje.

Qué día tan bonito para un funeral. He disfrutado viéndote mientras enterraban a tu madre. Tu bonita cara estaba hinchada y roja por el llanto. Pero ha sido un placer ver cómo tu mundo se desmoronaba. Crees que ahora estás triste, pero espera y verás. Para cuando haya acabado contigo, desearás haber sido tú a la que han enterrado hoy.

¿Se trataba de una broma macabra?

¿Quién eres?, escribió y esperó una respuesta, pero no obtuvo ninguna. Se levantó del sillón con el corazón acelerado y salió corriendo de la habitación con la respiración entrecortada.

—¡Simon! —gritó mientras corría por el pasillo—. Llama a la policía.

La última vez que te vi

Подняться наверх