Читать книгу La última vez que te vi - Liv Constantine - Страница 8

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Blaire se sintió invadida por una profunda tristeza mientras seguía la larga hilera de coches hacia la reunión en casa de Kate. Le parecía imposible que Lily hubiera muerto, y más imposible aún que hubiera sido asesinada. ¿Por qué iba alguien a querer hacer daño a una persona tan buena y cariñosa como Lily Michaels? Trató de contener las lágrimas que habían estado brotando toda la mañana. Aferrada al volante, tomó aliento y se obligó a mantener la calma. Siguió avanzando por el camino de la entrada, bordeado de árboles, hasta la elegante finca de Kate y Simon, donde la recibió un aparcacoches. Detuvo el Maserati, se bajó y le entregó las llaves al joven uniformado.

La casa de piedra se hallaba en un promontorio con vistas a un prado verde que descendía hacia grandes establos con un potrero. Estaban en terreno ecuestre, hogar del mundialmente famoso torneo de Maryland Hunt Cup. Blaire nunca olvidaría la primera vez que asistió a la carrera con Kate y sus padres un soleado día de abril. La multitud, emocionada, se había reunido en torno a los coches y a pequeñas carpas y charlaban bebiendo mimosas mientras esperaban a que empezara la carrera. Blaire, que era inexperta, había tomado clases de equitación en la Escuela Mayfield, pero Kate prácticamente había nacido en la silla de montar. Blaire había aprendido en sus clases que las carreras de obstáculos se parecían mucho a una carrera de vallas. Observó fascinada cómo los caballos y los jinetes superaban vallas de madera de casi metro y medio de altura. Lily estaba muy contenta aquel día mientras disponía el festín que había llevado en una cesta de mimbre sobre un bonito mantel de flores que había colocado en una mesa plegable. Siempre lo hacía todo con elegancia. Ahora había muerto y Blaire era una más en la multitud de dolientes que inundaban el hogar de Kate y Simon.

Estaba muy nerviosa por volver a ver a su vieja amiga, pero al acercarse a ella se acordó de muchas cosas. Kate incluso la llevó aparte para charlar en privado y pudieron compartir un momento para llorar juntas la pérdida de Lily. Mirando a su alrededor, pensó que la casa era tan señorial como aquella en la que se había criado Kate. Aún era difícil relacionar la imagen de la chica despreocupada de veintitrés años a la que había conocido en su juventud con la señora de aquella casa tan imponente. Había oído que Simon, arquitecto, la había diseñado y construido para darle un aire de época. Simon era una de las personas que no se alegraría de que hubiera vuelto. Aunque a ella le daba igual su opinión. Estaba preparada para volver a reencontrarse con las otras amigas a las que no había visto en años y sacárselo de la cabeza.

La biblioteca frente a la que había pasado cuando se dirigía hacia esa habitación le había dado ganas de pararse y mirar. Tenía dos pisos de alto, con una pared entera de ventanales. Las paredes de madera oscura y el techo resplandecían con la luz del sol y una escalera de madera ascendía en espiral hasta la galería, también llena de libros. La alfombra persa y los muebles de cuero aumentaban la atmósfera antigua de la habitación; un espacio donde un lector podría retroceder en el tiempo. Había sentido la necesidad de subir por esas escaleras y deslizar la mano por la barandilla de madera, perderse entre los libros.

Pero en su lugar había continuado hasta el enorme salón, donde los camareros estaban sirviendo canapés y vino blanco en bandejas. El lugar era inmenso y estaba lleno de luz, lo que le daba un aspecto alegre, si no acogedor. Se fijó en el techo alto, con una compleja moldura de corona, y en los cuadros originales en las paredes. Eran la misma clase de obras que había visto en casa de los padres de Kate, con la pátina de suavidad que conferían los años y la riqueza. El suelo de listones anchos estaba cubierto por una enorme alfombra oriental en tonos azul y bermellón. Advirtió el borde deshilachado en una esquina y algunas partes con un aspecto algo raído. Claro —sonrió para sus adentros—, debía de llevar años y años en la familia.

Miró hacia el otro extremo del salón y vio a un hombre desgarbado de pie junto a la barra; se fijó de inmediato en la pajarita que llevaba en el cuello. «¿Quién se pone pajarita para un funeral?», pensó. Nunca se había acostumbrado a la obsesión de Maryland con esa prenda. De acuerdo, tal vez en el instituto, pero, cuando uno era adulto, solo para eventos formales. Sabía que sus antiguos amigos no estarían de acuerdo, pero, en su opinión, solo le sentaban bien a Pee-wee Herman y a Bozo el payaso. Sin embargo, al fijarse en su cara, todo cobró sentido. Gordon Barton. Iba un curso o dos por delante de ellas en el colegio, siempre detrás de Kate como si fuera un perrito faldero cuando eran jóvenes. Había sido un crío bastante raro y siniestro, siempre mirándola durante largo rato en las conversaciones, haciendo que se preguntara qué se le estaría pasando por la cabeza.

Gordon la miró y se acercó.

—Hola, Gordon.

—Blaire. Blaire Norris. —Sus ojos entornados no transmitían ningún cariño.

—Ahora soy Barrington —le informó.

—Ah, es verdad —respondió él con las cejas enarcadas—. Estás casada. Debo decir que te has vuelto bastante conocida.

La verdad era que le daba igual, pero el hecho de que reconociera su éxito literario la complació. Siempre había sido un estirado, siempre con actitud de superioridad.

—Una pena lo de Lily —agregó negando con la cabeza—. Es terrible.

—Es horroroso —convino ella, de nuevo con lágrimas en los ojos—. Sigo sin creérmelo.

—Claro. Todos estamos muy sorprendidos, por supuesto. Un asesinato. Aquí. Impensable.

La sala estaba llena de gente que hacía cola para dar el pésame a Kate y a su padre, que estaban de pie junto a la repisa de la chimenea, ambos con apariencia de estar en trance. Harrison estaba pálido, miraba al frente sin fijarse en nada.

—Por favor, discúlpame —le dijo a Gordon—. Aún no he tenido ocasión de hablar con el padre de Kate. —Se dirigió hacia la chimenea. Kate se vio envuelta entre la multitud antes de que pudiera alcanzarlos, pero Harrison abrió mucho los ojos al verla aproximarse.

—Blaire —dijo con cariño.

Se acercó y él la abrazó con fuerza. Se vio transportada en el tiempo al respirar el aroma de su aftershave y sintió una tristeza desgarradora al pensar en todos los años que se habían perdido. Cuando se enderezó, Harrison sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara y se aclaró la garganta varias veces antes de poder hablar.

—Mi preciosa Lily. ¿Quién podría hacer algo así? —Se le quebró la voz y torció el gesto, como si sintiera un dolor físico.

—Lo siento mucho, Harrison. No puedo expresar con palabras…

Se le nubló de nuevo la vista, le soltó la mano y retorció el pañuelo hasta convertirlo en una pelota. Antes de que Blaire pudiera decir nada más, se les acercó Georgina Hathaway.

El corazón le dio un vuelco. Nunca le habían caído bien ni la madre ni la hija. Había oído en alguna parte que Georgina se había quedado viuda, que Bishop Hathaway había muerto hacía algunos años por complicaciones de la enfermedad de Parkinson. La noticia la sorprendió. Bishop fue siempre un hombre muy enérgico, atlético y en buena forma, con cuerpo de corredor. Había sido el alma de la fiesta y el último en marcharse. Debió de ser para él una tortura ver cómo su cuerpo se marchitaba. A veces se preguntaba qué vería en Georgina, que era más egocéntrica que Narciso.

Cuando la mujer le puso una mano a Harrison en el hombro, este levantó la mirada y ella le entregó un vaso con un líquido ambarino que Blaire dio por hecho que sería bourbon, su favorito.

—Harrison, querido, esto te calmará los nervios.

Harrison agarró el vaso sin decir nada y dio un gran trago.

Hacía más de quince años que Blaire no veía a Georgina Hathaway, pero estaba prácticamente igual, sin una sola arruga en su aterciopelada piel, sin duda debido a los servicios de un experimentado cirujano plástico. Seguía llevando el pelo por encima de los hombros y estaba elegante con un traje negro de seda. Las únicas joyas que lucía aquel día eran un sencillo collar de perlas y el exquisito anillo de bodas, de esmeraldas y diamantes, que siempre llevaba encima.

Georgina le dedicó una sonrisa contenida.

—Blaire, qué sorpresa verte aquí. No sabía que Kate y tú siguierais en contacto. —Seguía hablando como el personaje de una película de los años 40, con un acento que era una mezcla de británico y escuela de élite.

Blaire abrió la boca para responder, pero Georgina se volvió hacia Harrison antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.

—¿Por qué no vamos a sentarnos en la zona del comedor?

Era evidente que no perdía el tiempo para intentar quedarse con Harrison, pensó Blaire, aunque esperaba que él tuviera la sensatez de no mantener una relación sentimental con ella. La primera vez que Blaire fue a casa de Selby, era un caluroso día de junio a finales del octavo curso, cuando Kate insistió en llevarla consigo para sentarse junto a la piscina. Nunca antes había visto una piscina de tamaño olímpico en una casa. Parecía algo propio de un hotel, con palmeras, cataratas, un enorme jacuzzi y una casa de la piscina con cuatro habitaciones decoradas con más despilfarro que la casa de Blaire en Nuevo Hampshire. Blaire llevaba un bikini de color verde lima que acababa de comprarse en el centro comercial y que le sentaba de maravilla. Era agradable sentir el sol en la piel, e introdujo un dedo del pie en el agua azul y cristalina de la piscina.

Después de nadar durante casi toda la mañana, el ama de llaves les había servido la comida en el jardín. Se sentaron en torno a una mesa de cristal, aún mojadas de la piscina, dejando que el sol las secara mientras se servían sándwiches de una bandeja a rebosar. Blaire se decantó por un sándwich de rosbif y pan suizo, y acababa de extender el brazo para alcanzar las patatas fritas del cuenco que tenía delante cuando oyó la voz de Georgina.

—Chicas, aseguraos de comer también verduritas crudas, no solo patatas —les dijo mientras se acercaba, tan elegante con aquel bañador azul marino de una pieza y el pareo.

Selby le presentó sin mucho entusiasmo a Georgina, quien le dirigió una sonrisa sin interés antes de quedarse mirándola durante unos segundos. Ladeó la cabeza.

—Blaire, querida. Ese traje de baño enseña demasiado, ¿no te parece? Está bien dejar algo a la imaginación.

Blaire dejó caer la patata que tenía entre los dedos y miró al suelo, con la cara roja de vergüenza. Kate se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada. Hasta Selby guardó silencio, para variar.

—Está bien, disfrutad de la comida. —Y, sin más, Georgina se dio la vuelta y volvió a entrar en casa. Ya entonces era una zorra, y Blaire apostaba a que seguía siéndolo.

Apartó ese desagradable recuerdo de su memoria al ver que Simon volvía a entrar en la habitación.

Se quedó mirándolo unos instantes antes de acercarse. Seguía tan guapo como hacía quince años, apoyado con disimulo en el marco de la puerta, con ese mechón de pelo rebelde acariciando su frente. Probablemente, las mujeres siguieran cayendo a sus pies. Y se fijó en que ahora todo en él sugería riqueza, desde el traje negro hecho a medida hasta los zapatos italianos de cuero. La primera vez que Kate llevó a Simon a casa en las vacaciones de Semana Santa, le confesó a Blaire que se sentía fuera de lugar. Él había crecido en la costa este de Maryland, en una familia modesta. La muerte de su padre por un ataque al corazón cuando Simon tenía doce años había destrozado a la familia, tanto emocional como económicamente. Su madre nunca llegó a recuperarse y, de no haber sido por las becas que conseguía Simon, le habría resultado imposible estudiar en Yale. Cuando Kate y él se casaron, por fin tuvo la oportunidad de darle a su madre una vida algo más acomodada, hasta que esta murió poco después de nacer Annabelle. Y era evidente que él también disfrutaba ahora de una vida más acomodada, consideró Blaire.

Una mujer joven y morena estaba a su lado. Era guapa, pero lo que llamó la atención de Blaire era el modo en que miraba a Simon, con una mezcla de adoración y expectativa. Simon sonrió por algo que dijo ella mientras le tocaba el brazo. Su lenguaje corporal dejaba claro que se conocían muy bien el uno al otro. Se preguntó hasta qué punto. Pasados unos segundos, Simon pareció poner fin a su conversación, aunque Blaire no oía sus palabras. La mujer lo siguió con la mirada cuando se acercó a Kate. Después se dio la vuelta y se marchó, aunque se detuvo durante largo rato frente a un aparador de caoba. Después de que abandonara la estancia, Blaire se acercó para ver qué habría llamado la atención de la mujer. Era un marco plateado con una foto de boda de Kate y Simon, ambos sonrientes, como si no tuvieran nada de lo que preocuparse.

Sonó una campana y un hombre uniformado anunció que era el momento de la comida. Simon estaba de pie al otro extremo de la habitación, solo, y Blaire aprovechó la oportunidad. Al acercarse, él la miró con desconfianza.

—Simon, hola. Siento mucho tu pérdida —le dijo con toda la sinceridad que pudo.

—Qué sorpresa verte a ti aquí, Blaire —respondió él, rígido.

Sintió la rabia por dentro como si fuera ácido, empezando en el estómago para subirle después por la garganta. El recuerdo de lo que había sucedido la última vez que lo vio la golpeó con la fuerza de un maremoto, pero se mantuvo en pie. Tenía que estar tranquila, mantener la compostura.

—La muerte de Lily ha sido una tragedia terrible —comentó—. No es momento para mezquindades.

Él la miró con frialdad.

—Qué amable por tu parte volver corriendo —le dijo.

Se inclinó entonces hacia ella y le puso un brazo en el hombro, un gesto que cualquiera habría interpretado como amistoso, y le susurró con rabia:

—Ni se te ocurra volver a intentar meterte entre nosotros.

Blaire retrocedió, irritada porque hubiera tenido el descaro de hablarle de ese modo, y sobre todo aquel día. Estiró los hombros y le dedicó su mejor sonrisa de escritora.

—¿No deberías preocuparte más por cómo lleva tu esposa el asesinato de su madre que por mi relación con ella? —le preguntó, y borró la sonrisa de su cara—. Pero no te preocupes, no volveré a cometer el mismo error. –«Esta vez me aseguraré de que tú no te interpongas entre nosotras», pensó mientras se alejaba.

Se dirigía hacia el cuarto de baño del primer piso para lavarse antes de la comida cuando algo de fuera llamó su atención. Se acercó a la ventana y vio a un hombre uniformado de pie en la sombra, junto al camino de la entrada. Tardó un minuto en reconocerlo: era el chófer de Georgina. ¿Cómo se llamaba? Algo que empezaba por R… Randolph, eso era. Él las llevaba en coche cada vez que a Georgina le tocaba encargarse del transporte de las niñas. Le sorprendió un poco que siguiera vivo. Ya le parecía anciano tantos años atrás, pero viéndolo ahora se daba cuenta de que por entonces debía de tener cuarenta y pocos años. Entonces vio a Simon acercarse y estrecharle la mano antes de sacar un sobre del bolsillo del abrigo. Randolph miró nervioso a su alrededor, después aceptó el sobre con un gesto de cabeza y se metió en su coche.

Simon ya se dirigía hacia la entrada, de modo que Blaire se apresuró a entrar en el tocador antes de que pudiera verla. No imaginaba qué asuntos podría tener Simon con el chófer de Georgina, pero pensaba averiguarlo.

La última vez que te vi

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