Читать книгу Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo - Страница 11

Biografía

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Tiene su placa en la falda, se desliza, se cae, la traslada a la silla vecina, la deja allí, sentada, como a una niña. Lo miraban. Un gesto para nadie, recibido por alguien. No, no era para él, era detrás de él, una mano, un brazo moviéndose en lo alto, diciendo Yo. Quiso girar para asegurarse, pero no lo hizo. Se tocó el saco. Los bolsillos. Metió las manos. Miró la placa, transparente, disuelta un poco en el blanco del sobre, pero visible, visible a millas y millas de distancia. Enconada casi. La manoteó. La placa se agitó, se resistió en el aire; orgánica, densa, complicada. La volvió a su lugar, la dejó sentada allí, cómoda, pacífica, como una niña. Se toca la garganta ahora, mide un hueco del tamaño de un dedo, presiona. Se haría asmático, como para protegerse. Eso quisiera sí. Quisiera poder protegerse. Construirse ya otra biografía. Piensa algo parecido a eso cuando una señora o su hija, quizás ambas, le piden una silla, la silla que está frente a él. ¿Está libre? Se la llevan, rápido, antes de darle tiempo a contestar; se la llevan con alegría y con rapidez. Y él se queda viendo eso. Él se queda viendo que ya nadie podrá sentarse frente a él. De pronto ve a su padre. ¿Es su padre?, se pregunta. Allí, de pie, en la puerta, ¿entrando? ¿Ya avanzó el tumor? ¿Leyó demasiado? Ve al hombre de espaldas, lo ve de perfil, lo ve girar ahora, y ya de frente. Claro que no, claro que no es. Ni siquiera era viejo. Además, el tipo estaba muerto. ¿Tipo? ¿Dijo Tipo? No podía ser, él nunca lo llamaría así. Las puertas se cierran, se abren, nacen otra vez las personas. Allí, bajo la luz cenital, con esa desmesura, acercándose, oliéndose, golpeándose con los codos. Ahora alguien señalaba algo debajo de su mesa. ¿Es suyo?, preguntaron. Negó. Nada era suyo. Hasta ahora. Se torció para mirar, se dobló. No vio nada debajo de la mesa. No había nada. Apenas restos del anterior. El hombre que estuvo sentado en esa misma mesa, con su placa escurridiza, benigna, estadísticamente así. No caben, no cabemos dos en una misma tarde. ¿Cómo era tener cuerpo, no tener cuerpo, pasar de uno a otro con cierta elasticidad? Ser el hombre anterior. Mira para adelante y una vez más a la silla que tiene al lado. Quizá se la pidan también. La idea le da pánico. Vuelve a tocarse la garganta, se instruye su cerebro en ese tic nuevo, parsimonioso, ciego. Siente a su cerebro instruirse en tres cosas nuevas. Tres cosas nuevas. Repasemos. Salió de la consulta, tenía un tumor maligno, era viejo, no tenía hijos, en la ciudad había pocos bares, cada vez menos bares, su única hermana vivía en Rivera, él odiaba Rivera, salió de la consulta con esa cosa molesta en la mano, abanicándose insulsa, y enseguida empujándolo, y enseguida arrastrándolo, siempre unos pasos adelante, blanca, enorme, potente, una cosa poderosa y delgada, salió de la consulta desarmado, sin su winchester de brazo largo, diez kilos más flaco, muchos años más viejo, alucinando una avenida más ancha, calles con más tránsito, plazas como hangares, cada cosa dibujada a cientos de kilómetros, ubicadas en algún punto de un horizonte imposible, mientras el médico le preguntaba si tenía familiares y él decía En Rivera (no había librerías en Rivera, la última que hubo cerró porque nadie iba, no había cines en Rivera, no había nada en Rivera), y mientras lo decía sentía el calor agobiante de Rivera en verano, la sonoridad hueca ronca aguardentosa de la voz de su hermana, ebria a las diez de la mañana, llamándolo Reinaldo, Reinaldo, y él tratando de adivinar cuál de todos los hombres de ella se había llamado así y, en todo caso, cuál era su apellido. No, no repasemos. Se tocó el saco. Sintió que se le caía, que se le escurría de los hombros. O, quizá, ya no tenía hombros. Bueno, ¿y qué esperaban para llegar a sacarle la silla? ¿Qué estaban esperando?

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