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Helechos

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Como un mundo aparte. Ser viuda, alcohólica quizá, ser vieja. Ser demasiado vieja para todo. Para cualquier cosa congruente. No responder ya a nada, ni a nadie. Una parte de su cuerpo, muriendo. Y la otra, también. En salud, incluso en salud. Mira el jardín que una vez improvisó. Lo repasa sin amor. Preguntándose cómo, a partir de qué idea, de qué impulso. Deambula un poco más. Con su alma arrastrada hacia atrás, como un resabio inútil, un lastre que no se desprende.

Mira los helechos, crecidos, creciendo aún. Mientras el cerebro registra otra actividad paralela. ¿Tiene algo para tomar, ahora, enseguida, después? Vieja y alcohólica, qué raro eso. Llegarán sus hijos, sus nietos, esos, los reporteros de su infortunio. Vendrán a almorzar, otra vez, como cada domingo. En masa, casi militarmente, con ese, y otros beneficios. Y ella fingiendo cuidar, todavía, los helechos. ¿Cuida, todavía, la abuela, los helechos? Alcanza con verlos, esas enormes cosas verdes, creciendo incluso así, solos, y apartados. Un dato (crudo) de la realidad.

Tendrá que cocinar, también. Incluso hablar. Ser congruente. Y no dejarles saber (nadie, nada, nunca) que ella es, ya, otra cosa. ¿Y qué, qué cosa es? Avanza por el patio insistiendo en nombrar esa planta, y la otra. Aliviada, o asustada, por poder recordar sus nombres. Llegarán y tendrá que estar atenta, un poco seria y un poco alegre, siempre maternal y eficiente. Le recordarán la vida, afuera. La obligarán a hacer ese repaso. La someterán a ese interrogatorio. Algunas consultas médicas, exámenes nunca hechos, resultados jamás retirados. Cuidar el cuerpo era otro dato (crudo) de la realidad.

Se queda viendo las plantas altas, colgantes, allí, junto al muro. Y enseguida aparece una vieja, una normal, del otro lado. La vieja la mira, le hace un comentario a medida, como si le guiñara un ojo. Ella le mira la cabeza y el pelo, ese enjambre aéreo, la graficación de un impulso, de una voluntad, de un deseo. Hablan a través de las plantas y ella siente que su voz y la voz de ella, del otro lado, son sólo un eco que el patio le devuelve. Otro eco, uno más. Como ellos, llegando en tropel un poco después del mediodía. Y ella atendiéndolos como si tuviese ese pelo, el de la otra, una taza flotante y plateada arriba de su cabeza. Una cosa prolija, y calculada, arriba de su cabeza. Haciéndoles creer que sí, que todavía. Piensa eso mientras mira la cara de la otra, hundiéndose ya detrás del muro, como un sol inútil.

Vuelve a la cocina, intenta concentrarse allí, revuelve aquello, le baja el fuego, lo mira, lo huele un poco. Sale, lo deja, lo olvida. Deambula por el interior de la casa, se queda de pie, en el centro del living vacío, mira alrededor y deja que se despierte esa idea. Sólo un aperitivo, así le llamaban las personas. Sólo ese empujón chico. La idea no le parece desatinada, así que deshace el camino y, en la cocina, se sirve tres dedos de vermú en una taza de café. Le tira un hielo, una lasca de frío, adentro. Lo toma de a sorbitos mientras mira el patio por la pequeña ventana y recuerda neblinosamente un diálogo que había tenido con su hijo mayor. Él había hablado, ella no había dicho nada, o casi nada. Era sobre el alcohol y el hábito, sobre la afición y el vacío, sobre ser digno, quizá, hasta el final. Ella cree, ella está casi segura de que había sido sobre eso, el diálogo. Porque todavía podía ver al hijo levantando la taza, oliéndola, una vez, dos veces, como para cerciorarse, mirándola a la cara después, largamente, desde un momento cualquiera del pasado y, probablemente, pensó ella, odiándola como se odia a las madres, cuando no están a la altura de las circunstancias. Así le pareció que había sido, así fue, seguramente, el diálogo.

Mira de reojo la olla y el vapor en la olla y piensa en riesgos y accidentes. En cosas que suceden porque sí, azarosamente. Lo contrario a un peinado de peluquería, piensa, sonriendo, y apaga el fuego. Vacía de un solo trago la taza, esa pequeña taza, sintiéndose mejor, sintiendo que algo se desprende, y jura enseguida, a sí misma o a alguien, que serán sólo tres dedos más. Se sirve una medida generosa, busca una referencia temporal en la luz, afuera. Hay tiempo todavía.

Sale al patio con su taza, y se sienta allí, como tantos otros mediodías. Mira alrededor, el pequeño jardín, repasándolo con amor, con los restos de ese amor, improvisado un día. Y entre los helechos, su taza, su lasca de tiempo, la parte alta de un peinado que aparece y desaparece detrás de uno de los muros, y los colgantes, verdes brazos crecidos, creciendo aún, ella siente de una manera irrefutable que su situación (nadie, nada, nunca) es bastante buena, es más que buena, y que daría tres, seis, todos sus helechos con tal de prolongar esa certeza.

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