Читать книгу Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo - Страница 9
Mar
ОглавлениеDesde nuestra ventana podemos ver la pequeña plaza, mil veces, todos los días. Y enfrente, el mar siniestro. Chato y gris, la mayor parte del tiempo. Mueren los ancianos, sus mascotas, y el mar sigue allí, plano, ni siquiera rugiente. Abrimos los postigones cada mañana y lo vemos. Los entornamos los mediodías de verano y aun así seguimos viéndolo. Sólo un golpe fuerte, violento, lo esconde por completo. Y entonces nos sentimos súbitamente asfixiados.
De pie y algo incómodos, apostados en el pequeño y macizo balcón, miramos alternativamente el mar, la plaza y, lejano, un brumoso retazo de ciudad. Ese es todo nuestro panorama desde este sitio, un edificio curvo, que simula ser un barco (nuestra alma náutica).
En tardes como la de hoy, él vuelve a preguntarse si deberíamos irnos del país. Él se pregunta eso, a veces. Y no llega, no llegamos a ninguna conclusión aceptable. Entonces hace una mueca y mira el mar, otra vez. Pero es siempre lo mismo. Es siempre el mar allí, plano y casi quieto, quieto y casi simpático, como desinteresado de todo mensaje.
-Si nos fuéramos a vivir a otra parte, estaríamos siempre un poco somnolientos. Ciegos, somnolientos.
Así intento convencerlo a él de no emigrar.
-Y al volver, en caso de regresar un día a nuestro rectángulo natal, nadie nos tocará el hombro para reclamarnos. A nadie le importará si nos vamos o si venimos. Podemos regresar de visita, un día, o podemos no regresar nunca. Podemos tomar cualquier decisión al respecto y cualquier decisión estará bien.
Digo eso mientras él mira el mar y yo miro la plaza, sus tres hamacas rotas, el herrumbrado tubo de metal, la estructura de madera casi derruida. El viento que avanza ahora como un protagonista y un perro merodeando el banco solitario.
-Llovió mucho ayer -dice él-. Llovió tanto que se miraron entre sí los animales –dice y los dos nos reímos de eso. El arca de Noé y Noé, cualquier comentario sobre las últimas cosas.
Dejo de mirar aquello, desvencijados bancos, pastos crecidos y precarias hamacas, y busco otra imagen, una imagen mejor. Y entonces me recuerdo de muy joven, volviendo un día a la ciudad. Es la primera vez que tengo conciencia de haberme ido, de estar volviendo. Me veo haciendo aquel recorrido, ese conocido trayecto que volveré a hacer después, miles de veces: vacas y ovejas, plateados silos, árboles amontonados (la noche se cierra completa sobre las cosas). Y casi enseguida: cuadras de anchas veredas, casas con balcones y redondas ventanas, como insólitos barcos encallados. La ciudad, mi biografía.
Es probable, es muy probable que no nos vayamos nunca, pienso entonces. Lo miro, miro su perfil, la mirada soñadora ubicada siempre un poco más allá; casi triste, casi nostálgica.
-Tenemos que dejar de pensar en eso –le digo y espero su reacción–. Tenés que dejar de pensarlo.
Él me mira. Parece que va a decir algo pero sólo hace esa mueca indefinida.
-Yo soy de esos niños –dice después.
Niños. Bueno, qué niños.
-Cuando estaba contento y entretenido con algo, mi madre siempre venía y me ofrecía hacer otra cosa, algo distinto de lo que estaba haciendo -dice, sin dejar de mirar el mar.
Yo continúo atenta a la plaza. Un hueco oscuro, ahora. Y miro también el oscuro esqueleto de cada cosa; su zona de sombra.
-Si me veía contento jugando en un parque, ella venía y me proponía ir a jugar a otro parque. El parque de enfrente o el parque de al lado. Siempre era así, siempre tenía que haber algo más.
-La señora insaciable, la dueña de la insaciabilidad –remato yo y espero, espero el contundente efecto, como el de una ola del mar.
-Es una posible explicación –dice él, varias horas después. Está de espaldas a mí y hace algo en la cocina, quizá intente abrir una lata de atún con un cuchillo.
-Es eso y el edificio con forma de barco –dice.
-Y los barcos –agrega.
Los vemos pasar, uno tras otro, entrar y salir de puerto, buscar algo en la línea del horizonte.
Los señores insaciables, los dueños de la insaciabilidad.