Читать книгу Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo - Страница 12

Prueba de admisión

Оглавление

Miro la pared mientras espero a que me llamen.

La puerta se abre y pasa la siguiente, tiene el pelo recogido y da la impresión de un gran trabajo manual, de al menos una media hora su mamá y ella aplicadas al pelo, concienzudamente, pero distraídamente también, aplicadas a eso, a sólo eso. La madre se queda afuera y la puerta se cierra detrás de su hija. Apenas veo, como última cosa, un vuelo pequeño de su pollera, un vuelito de nada, casi como una mano de niña saludándome, pidiéndome perdón por entrar ella primero.

La próxima soy yo. No me imagino adentro, y si lo hago soy yo fingiendo. Sin embargo, no me detengo en eso, quizá porque tengo esperanzas de que suceda otra cosa, algo distinto, algo inesperado. La prueba de baile es para niñas con ilusiones; sale esa frase de mi cabeza y trato de no hacerle caso. La prueba de baile es sólo para niñas con grandes ilusiones.

Llega otra más. Se desploma en la silla al lado mío, pregunta la hora y se queda quieta mirando la pared.

-Un cuadro de caballos, al menos -dice.

-¿Qué?

-Hubiesen puesto al menos un cuadro de esos, con caballos -dice y señala la pared vacía.

-Sí, por lo menos -digo yo y pienso en el cuadro y el vuelo de la pollera, en el vuelo de la pollera y el cabello, sujetado allí arriba como un monumento.

-¿Qué edad tenés? -pregunta después, mirándome fijo.

-Doce.

-Qué chica.

-¿Vos?

-Diecisiete, estoy en el límite.

-No sabía que aceptaban de diecisiete.

-Sí. Es el tercer año que me presento, como es público.

-¿Qué tiene que sea público?

-Es gratis. No hay que pagar.

-Ah.

La madre de la niña se acerca y se aleja de la puerta, avanza y retrocede con un ritmo de danza exótica. Le veo los ojos y pienso que no ve nada, que no está viendo nada, sólo se traslada apretándose los nudillos, los codos salientes en punta, como con ansias de volar.

-¿Vos es la primera vez?

-Sí.

-¿Te gusta bailar?

-No sé. Creo que sí.

La puerta se abre y la pollera sale, se arremolina con rapidez contra el cuerpo de la madre y así, ambas abrazadas, representando no sé qué drama de ilusiones no realizadas, parecen un monstruo de dos cabezas, concienzudo y conservador, como todo lo demás en ellas. En eso la puerta se abre y una cara se asoma, dice algo sobre una segunda oportunidad, sobre una vez más, sólo una vez más. El monstruo se deshace y la pollera escapa, dubitativa, no ligera, hacia la puerta, y la madre se queda así, como una estatua pálida y de brazos abiertos.

La chica de diecisiete me mira.

-Otra oportunidad -dice, con tono neutro pero buscando complicidad. La complicidad entre extraños tiene algo de obsceno, pienso, y entonces no contesto nada, no agrego nada, sólo miro a la madre, su perfil fijo en la puerta cerrada.

-A mí me gustaría otra oportunidad -dice ella y esta vez la miro; quisiera poder ocuparme de ella, pero no puedo, estoy cansada y nerviosa, abrumada por la posibilidad de entrar y dar la prueba. Entrar y no poder recuperar nada, ni la calma, ni la gracia, ni la valentía. La niña va a salir en cualquier momento y será mi turno, por orden de llegada; pienso eso y la miro a ella, la chica de diecisiete con experiencia en esto, ni siquiera nerviosa, ni siquiera ansiosa por ser aceptada, sólo allí, deseando un cuadro de caballos.

-¿Querés entrar vos primero? -le pregunto.

-Como quieras -me dice con naturalidad, sin sorprenderse.

-Debe tener nueve, diez años como mucho -oigo que dice después.

-Sí, por ahí.

-Está en el límite también.

La miro y le muestro mi cara. Ella me mira y se repliega, vuelve la cara a la pared blanca y quizá se pregunte qué estaba haciendo ella a los diez años, qué cosa estúpida estaba haciendo.

-¿Cómo te enteraste de la escuela?

-Por una prima que viene.

-¿En qué año está?

-En primero.

-¿Y? ¿Le gusta?

-Sí, creo que sí.

Todos dicen Va a la Escuela Nacional de Danza y esa frase es como un cartel, un anuncio de algo mejor, algo que vendrá, inevitablemente, y que será mejor de una manera progresiva y cadenciosa, casi como una obra de arte.

-A ver los pies.

-¿Qué?

-Mostrame los pies.

Levanto un poco los pies y me pregunto yo también por qué no habrán puesto un cuadro de caballos, salvajes, no desbocados, avanzando en grupo, ordenados, hacia un sitio donde habrá comida, sombra y agua.

-¿Cuánto calzás?

-Treinta y cinco.

Ella levanta los pies y se los mira.

-Qué suerte. Yo calzo treinta y ocho. Tengo pies de gigante.

-Están bien. No tiene nada que ver.

-Tiene. Los pies son fundamentales.

Le miro los pies un poco más y la imagino dentro de unos años haciendo pruebas de admisión para cualquier otra cosa.

Miro a la madre. La veo estrujarse las manos y girar un poco en la sala de espera, clavando a cada vuelta los ojos en la puerta; es un ritual, arcaico e inútil, admonitorio. Si estuviese en el cuadro de caballos, ella iría atrás, iría última, deseosa de tomar la delantera. Ella sería el caballo con un brillo raro en los ojos.

Se abre la puerta. La niña sale. Por su cara me doy cuenta de que no le han contestado todavía, de que lo están pensando más, un poco más. Esta vez ella se queda cerca de la puerta y es la madre la que tiene que acercarse. Se quedan de pie, algo separadas, y en silencio.

-Qué nervios -dice la chica de diecisiete, como si hablara por la niña.

-Qué nervios -repite.

De golpe la puerta se abre y la cara sale y dice, moviendo las manos, que no alcanza. Que no alcanzó. Y que lo lamenta mucho. Madre e hija asienten con la cabeza, o las cabezas asienten mientras allí dentro se espesa, se resume, se define todo aquello: el temor y la certeza, la intuición y la superstición, todas las cosas que podían significar o reflejar, hasta ese momento, la esperanza. Qué engaño, finalmente. La cara retrocede y la puerta se cierra. La madre abraza a la hija y la hija se deja abrazar, a pesar de que eso es lo último que quiere.

-Mala suerte -dice la chica de diecisiete.

-Otra vez será -insiste, como consolándose a sí misma.

Miro cómo los volados se agitan un poco y cómo el monumento en el pelo se va desarmando a través de las manos de la madre. Eso es lo último que veo antes de irme; eso y el pelo de ella que le llega hasta la cintura; eso y cuatro, cinco horquillas repiqueteando contra el piso; eso y la chica de diecisiete apurándose a levantar las horquillas y ofrecerlas, como una muestra, pienso, de lo liviano que es todo; lo infinitamente liviano que es todo.

Tenerlo por escrito

Подняться наверх