Читать книгу Séneca - Obras Selectas - Lucio Anneo Séneca - Страница 9
Capítulo V
ОглавлениеEl divo Augusto, a quien los dioses concedieron más bienes que a otro alguno, andaba siempre deseando la quietud, y pidiendo le descargasen del peso de la república. Todas sus pláticas iban enderezadas a prevenir descanso, y con este dulce aunque fingido consuelo de que algún día había de vivir para sí, entretenía sus trabajos. En una carta que escribió al Senado, en que prometía que su descanso no sería desnudándose de la dignidad, ni desviándose de su antigua gloria, hallé estas palabras: «Aunque estas cosas se pueden hacer con más gloria que prometerse; pero la alegría de haber llegado al deseado tiempo, me ha puesto tan adelante, que aunque hasta ahora me detiene el gusto de los buenos sucesos, me recreo y recibo deleite con la dulzura de estas pláticas.» De tan grande importancia juzgaba ser la quietud, que ya no podía conseguirla se deleitaba en proponerla. Aquel que veía pender todas las cosas de su voluntad, y el que hacía felices a todas las naciones; ese cuidaba gustoso del día en que se había de desnudar de aquella grandeza. Conocía con experiencia cuánto sudor le habían costado aquellos bienes, que en todas partes resplandecen, y cuánta parte de encubiertas congojas encierran, habiéndose hallado forzado a pelear primero con sus ciudadanos, después con sus compañeros, y últimamente con sus deudos, en que derramando sangre en mar y tierra, acosado por Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia, y casi por todas las demás provincias del orbe, pasó a batallas externas los ejércitos cansados de mortandad romana, mientras pacifica los Alpes, y doma los enemigos mezclados en la paz y en el Imperio; y mientras ensancha los términos pasándolos del Reno, Eúfrates y Danubio, se estaban afilando contra él en la misma ciudad de Roma las espadas de Murena, de Scipión, de Lépido y los Egnacios, y apenas había deshecho las asechanzas de éstos, cuando su propia hija y muchos mancebos nobles, atraídos con el adulterio como si fuera con juramento, ponían temor a su quebrantada vejez: después de lo cual le quedaba una mujer a quien temer otra vez con Antonio. Cortaba estas llagas, cortando los miembros, y al punto nacían otras; y como en cuerpo cargado con mucha sangre, se alteraban siempre algunas partes de él. Finalmente deseaba la quietud, y en la esperanza y pensamiento de ella descansaban sus trabajos. Éste era el deseo de quien podía hacer que todos consiguiesen los suyos. Marco Tulio Cicerón, perseguido de los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos manifiestos, y otros no seguros amigos; mientras arrimando el hombro tuvo a la república que se iba a caer, padeció con ella tormentas; apartado finalmente, y no quieto con los prósperos sucesos, y mal sufrido con los adversos, abominó muchas veces de aquel su consulado tan sinfín, aunque no sin causa alabado. ¡Qué lamentables palabras pone en una carta que escribió a Ático después de vencido Pompeyo, y estando su hijo rehaciendo en España las quebrantadas armas! «¿Pregúntasme (dice) qué hago aquí? Estoyme en mi Tusculano medio libre.» Y añadiendo después otras razones, en que lamenta la edad pasada, se queja de la presente y desconfía de la venidera. Llamóse Cicerón medio libre, y verdaderamente no le convenía tomar tan abatido apellido, pues el varón sabio no es medio libre, siempre goza de entera y sólida libertad: y siendo suelto, y gozando de su derecho, sobrepuja a los demás, no pudiendo haber quien tenga dominio en aquel que tiene imperio sobre la fortuna.