Читать книгу El río de la sangre - Luis A. Pellanda - Страница 5

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El río fluía a través de la verde llanura. Bajaba caudaloso desde lo alto de las montañas y luego de varios kilómetros aquietaba sus aguas frente a la casona ubicada en la colina. Más allá, seguía su sinuoso derrotero hasta desembocar en el mar, lejano, volcando en él todo lo que había arrastrado en su largo trayecto.

Era verano. El calor levantaba del suelo una tenue calina que velaba los reverdecidos prados llenos de dientes de león. Una suave brisa bajaba desde las zonas altas y hacía que los pequeños «panaderos» se elevaran livianos y ligeros dando vueltas en el cálido aire de la mañana.

Las dos niñas corrían atravesando con rapidez la suave pendiente desde la casa hasta la orilla. Las faldas de sus blancos vestidos de algodón subidas por encima de sus rodillas mostraban sus pequeños pies descalzos aplastando los húmedos tréboles que crecían tapizando de verde las márgenes del río.

La casita construida en el viejo árbol quedaba cerca. Al llegar a ella, subieron con destreza por la escalera de soga hasta la pequeña plataforma de madera y se sentaron una al lado de la otra con sus piernas colgando, vacilantes, sobre el agua cristalina.

—¿Qué quieres ser cuando seas grande? —preguntó una.

—Bueno, yo creo que lo que más me gustaría sería casarme con el mejor hombre del mundo, tener un hermoso hijo y ser una excelente mamá. ¿Y tú? —quiso saber la otra.

—No sé. Pero lo que más deseo es ser libre. Poder ir donde me plazca, sin pedir permiso a nadie y llegar a ser una mujer importante y hacer mucho bien a las personas –respondió, mientras tiraba ramitas al río.

—Cualquier cosa que hagamos o lleguemos a ser algún día, lo que si estoy segura es que siempre te querré tener cerca —exclamó la niña que había hablado primero.

—Oh, por supuesto, querida hermana, siempre voy a cuidarte. Aunque tengamos que separarnos algún día, en cualquier momento estaré de nuevo contigo, eso te lo puedo asegurar -agregó la pequeña que imaginaba que, sobre los trocitos de madera que se llevaba la corriente, iba ella viajando a lugares desconocidos.

Ambas se miraron a los ojos. Brilló el amor en ellos y entrelazando sus respectivos dedos meñiques sonrieron y pronunciaron su secreta promesa.

El río fue el mudo testigo de ese juramento mientras el sol brillaba entre las hojas.

Julia y Patricia se abrazaron y como siempre jugaron a preparar el té para sus dos queridas muñecas que esperaban ser atendidas sentadas en la mesita de juguete.

La luz estridente del mediodía se posó sobre el viejo tronco de la casita del árbol e iluminó la inscripción tallada en la corteza dos veranos atrás: “J y P para siempre”.

En unos cuantos meses más el torrente se volvería blanco. El intenso frío convertiría sus aguas en una superficie dura y resbalosa y los tempranos atardeceres la teñirían de rojo.

Entonces se parecería a un río de sangre, pero eso por ahora a las dos hermanas no les importaba. Para las dos pequeñas todavía no existía el paso de las horas porque ellas mismas eran el tiempo.

El río de la sangre

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