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CAPÍTULO 1 El reloj de bolsillo

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A Lucio Estrella le gustaba creer en el azar a pesar de que la suerte a veces le era un poco esquiva. Tal vez por esa razón presentía que las cosas comenzarían a irle un poco mejor después del encuentro que había pautado para la madrugada. Mientras esperaba, sentía como si una corriente eléctrica atravesara sus venas poniéndolo en estado de alerta.

Le gustaba mucho el juego y se la pasaba todo el tiempo levantando apuestas y timbeando en cuanta mesa de póker pudiera. A veces le iba bien, a veces mal. Pero cuando levantaba mucha guita le gustaba comprarse buena pilcha y darse todos los lujos. Solo se vive una vez, era su lema. Pero se había enamorado y ahora sentía que era posible dejar su antigua vida atrás. Quería cambiar. Al fin pudo conocer a la mujer de sus sueños y lo que más anhelaba ahora era poder estar con ella para siempre.

Pero ya se sabe que a veces las cosas no salen como uno quiere y que en las cuestiones del amor el destino puede llegar a jugarnos una mala pasada.

Estaba en la oficina que Pedro Fonté tenía arriba del bar La Carta Marcada. Encendió un cigarrillo y apoyó las piernas sobre el escritorio.

«Tal vez, el encuentro que tuve con la misteriosa gitana no fue casualidad», pensó.

Desde chico, le asustaban esas mujeres. Las veía raras y le chocaba su forma de hablar. No le gustaban sus polleras hasta los tobillos, sus maquillajes desopilantes y sus desfachatadas sonrisas. Cuando se aproximaban sentía escalofríos, a tal punto que de inmediato trataba de esquivarlas pensando que le echarían una terrible maldición.

Recordó, mientras esperaba a su amigo, que dos meses atrás una hermosa cíngara se le acercó. Él estaba dentro de su coche estacionado frente al bar.

—Oye guapo, ¿cómo estás? A que te adivino la suerte buen mozo, ¡trae acá esa mano! –le había dicho cuando se inclinó para verlo mejor.

Todavía resonaban en su mente sus enigmáticas palabras: todos tus proyectos se cumplirán, pero debes saber que hay mucha envidia a tú alrededor y eso no es bueno. Ten cuidado de las flores y del tiempo cuando parezcan que se deslizan lentos en la noche.

Lucio, asombrado, sintió su magnetismo cuando miró sus intensos ojos color esmeralda. Revivió la sorpresa que experimentó cuando la escuchó decir aquello y vio el hermoso reloj que colgaba, atado con una fina cinta roja, de su cuello.

—¿Qué tienes ahí? –le había preguntado saliendo de su estupor inicial.

— ¿Esto? Es un reloj muy valioso pero no anda. ¿Lo quieres ver mejor? Te lo vendo si te gusta ¡guarro!

Fue como si en la habitación vacía resonara el recuerdo de aquella voz sensual y de la urgencia que transmitía.

— ¡Vamos, dame algo de plata y esta hermosa joya será tuya! ¡Te aseguro que te traerá suerte, majo! ¡Abre tu mano!

Acto seguido la mujer le había dado un pequeño paquete color marrón que él dejó en el asiento del acompañante. Fue en ese momento, sintiendo algo de temor y apuro por sacársela de encima, que le dio dos mil pesos. Ella los tomó con rapidez y sin darle las gracias se perdió entre la gente que pasaba.

Una sonrisa asomó en sus labios. Volviendo el tiempo atrás lo embargó la misma desazón que tuvo cuando abrió aquel envoltorio. Descubrió en su interior un grueso diente de ajo y un pedazo de papel que decía: ten siempre cerca este reloj y la suerte te acompañará. En la tapa tenía grabado Skopje– Joyería La Bell.

Mientras observaba las volutas del humo del cigarrillo elevarse hacia el techo volvió a pensar que a lo mejor no había sido tan casual aquel encuentro.

A veces le gustaba creer que por algo pasaban las cosas. Después de todo gracias a ese reloj fue que conoció al amor de su vida.

Miró la hora y bajó las piernas, dio una última pitada y apagó la colilla en un cenicero de cristal.

La intempestiva llegada de Pedro lo terminó de sacar de sus recuerdos.

—¡Ah, aquí estas! –exclamó su amigo entrando con paso enérgico.

Él era un ex policía y parecía que al caminar arrasaba todo a su paso como si fuera un furioso huracán. Se movía rápido, como buscando espacio para su humanidad. Con su metro noventa y dos de estatura y sus ciento diez kilos de peso imponía una poderosa presencia.

Se arrojó sobre el sillón de su escritorio estilo Luis XVI comprado en la última subasta del mercado de pulgas de San Telmo.

—¿Qué hay de nuevo? Hace bastante que no te veo.

Lucio se arregló su corbata amarilla de seda y se sacudió como con desdén las cenizas que se habían depositado sobre las solapas de su saco sport de Yves Saint Laurent color azul marino.

—Si es cierto, pasó un poco de tiempo. Es que estuve bastante ocupado. Pero lo nuevo, amigo mío, es que quiero que sepas que me siento distinto. Como que creo que la suerte al fin está de mi lado, eso es todo. Y mi sensación tiene que ver con haberme topado, hace tiempo atrás, con Ruby, la gitana que siempre anda por acá.

Ella se me acercó y me dijo que mis proyectos pronto se harían realidad –le confió entusiasmado Lucio esbozando una sonrisa que iluminó su cara como si fuera un niño a punto de recibir un hermoso regalo de cumpleaños.

Pedro lo miró frunciendo el ceño.

—Se te nota contento, pero espero que no le creas mucho.

—Está bien, está bien, a mí tampoco me gustan, nada de nada, eso ya vos lo sabes. Pero el caso es que no pude evitar que se me acercara aquella tarde. Me dijo algo muy interesante y además le compré en esa oportunidad este bello reloj de bolsillo. ¡Mira como brilla, es finísimo!

—Sí, tienes razón es hermoso. Pero vamos al grano que tengo cosas que hacer, ¿por qué querías verme?

El jugador se acomodó inquieto contra el respaldo del sillón y cruzó las piernas.

—Bueno, lo cierto es que necesito un poco de dinero.

—¿Dinero? ¿De nuevo? Te recuerdo que todavía no me has devuelto lo que te presté la última vez.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! Escuchame. Te aseguro que te lo voy a devolver. No puedo adelantarte nada ahora pero necesito que confíes en mí. Tengo la impresión de que voy a tener suerte esta noche.

Pedro encendió un cigarro cubano que sacó de una caja de madera lustrada.

—Te parece –en su tono había duda.

Espero que así sea. El negocio con el bar está yendo un poco mejor desde que toco los viernes y los sábados para ganar algo más de plata. ¡Lo sabes! pero no es que tengas que abusar de ello. ¿Por qué no vendes ese hermoso reloj? Debe valer bastante, ¿no?

—No, No, no quiero venderlo. Siento que cosas buenas me van a pasar si lo llevo conmigo, eso me dijo la joven. La verdad es que necesito ese dinero lo más pronto posible. Te juro que ya no volveré a pedirte plata.

Lucio lo miró y esbozó una sonrisa enorme que dejó al descubierto una hilera de perfectos dientes blancos. Esa actitud era contagiosa, lo sabía, era quizás su mejor arma para convencer e incluso seducir a cualquiera para lograr lo que deseaba. No le iba a decir toda la verdad. No quería.

Lo cierto es que no sentía ningún remordimiento por no ser sincero. Prefería dejarlo con la duda que ponerlo al tanto de sus planes. Cuanto menos supiera Pedro de sus negocios mejor para él.

Saliendo de su momentánea ensoñación, las palabras de su amigo lo volvieron a la realidad.

—Eso espero. ¿Cuánto necesitas esta vez?

Lucio se levantó del sillón y acercándose a la mesita de las bebidas se sirvió un vaso de whisky y otro para su compañero.

—Bueno solamente te pido un poco. El resto, lo pongo yo.

—¿De verdad no me vas a decir en qué andas?

—No. Confía en mí, en serio.

—Está bien, ahora te lo doy.

—Bueno. Gracias. Como ya te conté, Ruby, la gitana, me dijo que tendría suerte en mis proyectos. Quién sabe, yo no les creo mucho, pero te digo que hoy me siento con fortuna. Prestame esa guita y te prometo que apenas pueda te la devuelvo.

Pedro dejó su vaso sobre el escritorio y levantándose se dirigió a la caja fuerte que se encontraba en un costado de la habitación empotrada en la pared detrás de una copia del famoso cartel “La Goulue” de Toulouse–Lautrec. Marcando una serie de seis números abrió la puerta de la caja de seguridad y de su interior extrajo un fajo de billetes.

—Tomá, acá tenés. Lo único que te pido es que tengas cuidado. Sé que no siempre andas con gente, digamos, con las manos limpias, ¿cierto?, así que cuídate, no la vayas a cagar, te lo pido por favor.

—¡Ah, Pedro!, muchas gracias. Lo que sí puedo contarte es que estoy enamorado. De verdad, al fin encontré mi media naranja.

—¿Enamorado? Realmente no lo creo.

Lucio sonrió.

—De verdad, viejo.

—¿Y quién es si se puede saber?

—Lo único que te voy a decir por ahora es que es muy bella. Ya te voy a contar todo con lujo de detalles un día de estos.

Se levantó y guardó el dinero que le dio su amigo en uno de los bolsillos del saco y le estrechó la mano. Apuró el último resto de whisky que le quedaba y salió de la oficina rumbo al bar. Mientras bajaba las escaleras, se asombró una vez más de no sentir culpa por estar ocultándole el verdadero motivo por el cual necesitaba el dinero.

A veces las más oscuras pasiones nublaban el entendimiento de Lucio y por lograr alcanzar a toda costa el objetivo de sus más secretos desvelos era capaz de cualquier acción extrema. En realidad sentía que se había convertido en un hombre sin escrúpulos. Lo importante para él era que se notaba distinto esa noche y creía que pronto su sueño se haría realidad.

El bar La Carta Marcada era atendido por una mujer madura a quién todos llamaban Mimí. En esos momentos se encontraba ordenando las botellas en las vitrinas y limpiando enérgicamente la larga barra de madera lustrada. Ya entrada la noche del viernes el local empezaba a llenarse con los clientes habituales.

—¡Hola, Mimí!, ¿Cómo estás? —la saludó Lucio apoyándose sobre el mostrador mientras sacaba su reloj de bolsillo.

Todavía faltaba un rato largo para el encuentro que tenía planeado.

—¡Hola, Lu! ¡Qué hermoso lo que tienes ahí! –dijo Mimí. Es demasiado para este sitio. Algún día eso te podría traer problemas, amigo. Tú eres mucho para este lugar buen mozo. Con sus labios pintados de rojo y con la sombra de ojos oscura, su cara parecía una grotesca máscara de carnaval.

Lucio guardó el reloj pensando que todavía era temprano y aún tenía tiempo de tomarse otro trago.

—¡Ah que va Mimí! ¡Tienes razón, hoy te roban y te matan hasta por un par de zapatillas! A propósito, ¿te conté alguna vez la historia de la pobre madre alemana a quien le robaron sus anillos de oro y que perdió a su hijo en Venezuela mientras este estaba de vacaciones?

—No, Lucio, no me la contaste. Pero ahora no tengo tiempo de escucharla, debo atender los pedidos de las mesas. Hoy estoy sola. No ha venido a trabajar Rosa y esto en un rato más será un desastre de gente. Hoy toca Pedro con los muchachos.

—Bueno, como quieras. Por favor servime un J&B con dos hielos, ¡hermosa!

Lucio sintió de pronto, a través de la fina tela de su traje, el suave avance del segundero del reloj. Por un momento lo invadió la extraña sensación de percibir el movimiento de las agujas como si fuera el tenue latido de un pequeño animal atrapado entre sus ropas, expectante y al acecho. Su boca se llenó de un sabor amargo y hubo en su estómago un escozor, como si esmerilados cantos rodados, duros y helados, se movieran en su interior.

Sacudió los hombros mientras el tiempo marcaba el definitivo derrotero hacia lo que todavía no sabía que sería su terrible final.

Apuró de un trago el alcohol y se sintió un poco mejor, no mucho, pero lo suficiente como para infundirse más coraje para enfrentar el encuentro que tendría esa madrugada.

Rouge Vival había logrado al fin tener dinero y poder. No fue fácil, no, claro que no. Tuvo una infancia terrible. Con un padre golpeador y una madre alcohólica no hizo falta mucho tiempo para que un jovencito rubio, de facciones agradables y complexión atlética, acabara en malas compañías y se convirtiera en un punga.

Cuando no aguantó más escapó de su casa con tan solo doce años. Pasó por varios reformatorios hasta que al fin comprendió que no tendría mejor destino que empezar a ganar plata en las carreras de caballos del Hipódromo de Buenos Aires que manejaba El Rayo Rizo. Y allí acabó. Llevando las apuestas en un principio hasta ir ganado poco a poco la confianza del viejo Rayo y pasar a ser su mano derecha en el manejo de los negocios durante diez años.

Al morir Rizo, fue natural que Rouge quedara a cargo de todo. Con las ganancias que vinieron de las apuestas, las máquinas tragamonedas y del casino del hipódromo pudo generar el capital suficiente para empezar a invertir en más casas de juegos. Esto le dio la posibilidad de aumentar aún más su capital. Pasó entonces a la compra y venta de propiedades en los mejores barrios residenciales y en la zona del micro centro, es decir entrar de lleno en el lucrativo negocio inmobiliario.

Fue así que en los ocho años siguientes se hizo millonario. Aquel niño rubio que corría llevando los boletos y los talones con el nombre del caballo ganador de un lado a otro del hipódromo hoy se había convertido en un hombre con una mirada de un azul glacial y con muy pocos escrúpulos.

Con el tiempo Rouge supo ganarse la amistad de los políticos de turno sabiendo de antemano que lo férreo de sus maneras lo llevarían pronto a poder manipularlos para lograr sus objetivos. No en vano lo apodaban El Duro.

Hoy, después de muchos años de trabajo ganándose el apoyo de personas influyentes y corruptas que lo ayudaron a eliminar la indeseable competencia, contaba con bastante poder y riqueza lo que le permitía tener a su alrededor perros seguidores. Serviles y fieles, siempre y cuando, les tirara algo de las sobras de su avaricia.

Convencía a la gente, de una u otra manera, por las buenas o por las malas, de que era necesario dejarle a él el manejo de los asuntos más importantes, o sea del dinero.

Era de madrugada y Rouge El Duro estaba en el amplio despacho de su inmobiliaria. Con un grito llamó a sus dos hombres de confianza, El Chucho Anís y Juan El Demoledor, que se encontraban jugando a las cartas en la oficina contigua.

—¡Escuchen, muchachos! –ordenó.

—Debemos ir cuanto antes a ver a un tal Lucio Estrella en un bar del puerto. Me llamó por teléfono y me citó allí. Dijo que está en condiciones de pagar lo que me deben los dueños de la joyería de la Recoleta. No sé quién es, así que estén muy atentos, ¿me entienden?

—Entendido jefe –respondieron los dos hombres al unísono como un par de monos de circo que se cuelgan de un trapecio al silbido de su entrenador.

Los tres se levantaron de inmediato y salieron del edificio donde estaban las oficinas de la Inmobiliaria y Negocios Comerciales Rouge Vival SA, subieron a su coche y condujeron en silencio.

Lucio dejó sobre la mesa su último vaso de J&B y miró una vez más la hora, sonriendo pensó que ya era el momento de encarar la reunión con Rouge Vival mientras prendía un nuevo cigarrillo. Pedro y los muchachos ya habían terminado de tocar y después de un rápido saludo se retiraron del lugar.

El bar se encontraba casi vacío a esa alta hora de la madrugada y Mimí hacía rato que se había ido a dormir a su casa dejándole encargado que cerrara bien cuando se fuera.

—Después de todo eres el mejor amigo del dueño –le dijo Mimí al entregarles las llaves y saludarlo con un beso lleno de lápiz de labio.

Rouge Vival, seguido de sus hombres, entró a paso firme apenas dieron las cuatro de la mañana. Buscó con la mirada y divisó a Estrella sentado en la barra. Este al verlo, les indico con un movimiento de cabeza que lo siguieran hacia el fondo del pasillo en donde se encontraba el reservado.

—Bueno, bueno. Aquí estamos, pajarillo de feria. ¿Qué es lo que tenés para nosotros?

Chucho lo miró con una sonrisa socarrona y acarició el costado izquierdo de su chaqueta de cuero negro.

—Bueno, no voy a hablar con ustedes dos, pericos de parque de diversiones, sino solo con su amo –se envalentonó Lucio tirando su pitillo al piso y aplastándolo con la punta de uno de sus mocasines de cuero fino.

—¿Por qué no nos sentamos? –invitó Rouge entrando al reservado mientras con un gesto de su mano le indicaba a sus matones que salieran.

—Escuchame pibe. No te conozco. No sé quién sos. Me llamaste ayer a la noche para encontrarnos aquí diciéndome que tenías la plata que me deben.

—No sé porque te has metido en esto, pero la verdad es que eso a mí no me importa. Así que no perdamos tiempo y entrégame la guita ahora y a otra cosa mariposa, ¿te parece?

—Sí, sí, por supuesto, yo tengo tu plata Rouge –respondió Estrella, acomodándose en el sillón del reservado detrás de la mesa de madera. En realidad tengo parte del dinero, no todo. Esa es la cuestión que quería comentarte en persona. Tal vez puedas darme más tiempo para conseguir el resto ¿eh?

Al ver la fría mirada de Vival, sintió que estaba sobre arenas movedizas y que pudiera ser que no tuviera las mejores cartas con las que ganar aquel juego, pero la ambición es como una piedra atada al cuello de un hombre que camina haciendo equilibrio por un delgado alambre tendido sobre un abismo. Su propio peso lo hará caer.

—Mira, escuchame idiota, creo que has entendido mal, pero muy mal la situación. Yo quiero ahora todo el dinero de lo contrario no la pasarás bien –sonrió Vival mirando al que no creía en la suerte.

Tienen una deuda conmigo y las deudas se pagan, es lo justo, así que vos me vas a pagar ahora o creo que la cosa se te puede poner muy fea, ¿me captas?

—Escucha, Rouge, yo lo único que quiero es que me des un poco más de tiempo –exclamó mientras tocaba su costado derecho.

—¿Pero vos sos o te haces?, ¡Imbécil! –le gritó El Duro agarrándolo de las solapas.

El Demoledor se asomó por la puerta mascando un chicle y observó sin pestañar a Lucio secándose con el dorso de la mano un resto de saliva de la comisura de sus labios.

—¿Está todo bien, jefe?

—Tranquilos, muchachos, tranquilos, creo que nuestro amigo nos entregará ya mismo la plata y esto acá se termina –exclamó despacio Vival incorporándose y plantándose con sus manos puestas en los bolsillos de su pantalón.

—¡Dame la plata ya mismo, muchacho! Se me está acabando la paciencia y seguís haciéndote el boludo.

—Bueno, bueno no tan de prisa viejo, te la voy a dar.

El amigo de Fonté retrocedió unos pasos y vio que Rouge le hacía un gesto a sus guardaespaldas con la cabeza y, sacando las manos de sus bolsillos, salía del lugar.

—O nos das todo ahora pequeño renacuajo o pronto solo serás un gato muerto más en el callejón, ¿entendés? –arremetió El Demoledor agarrándolo del cuello.

—No es necesaria la violencia, amigo mío –exclamó agitado el muchacho.

Trató de aflojar el apretón pensando que la cosa se había puesto difícil. Deseó salir de allí cuanto antes.

—Justo aquí, en mi bolsillo tengo el dinero –señaló– y con un rápido movimiento extrajo del interior del saco su revólver y empujando al matón le disparó a quemarropa.

De inmediato un humo azul y un intenso olor a pólvora invadió el pequeño reservado del bar.

El Demoledor con un gesto de dolor se llevó la mano a su hombro derecho y trastabilló hacia atrás golpeando la espalda contra la pared mientras sacaba su pistola y le descerrajaba un tiro a Lucio que erró por un milímetro su cabeza y fue a pegar contra el marco de la puerta.

El Chucho Anís alertado por el ruido entró en la habitación. Un destello plateado surcó el aire enrarecido y su brazo describió un arco mortal mientras la navaja que empuñaba se hundía repetidas veces en el pecho de Lucio a la vez que con su otra mano desviaba hacia abajo el revólver que este sostenía.

El Chucho realizó entonces un rápido giro y con el impulso lo tiró al piso. Se agachó sobre el cuerpo del joven herido y sacó de un rápido manotazo el fajo de billetes que este llevaba en uno de sus bolsillos. Al incorporarse tomó el revólver caído no muy lejos y se lo guardó por detrás quedando ajustado a la cintura por el cinturón del pantalón.

Agarrando el brazo sano de su compañero lo empujó hacia la puerta y ambos matones abandonaron el reservado y, junto con su jefe que los esperaba en el callejón, subieron al coche y salieron a toda velocidad del lugar.

Sintiendo un dolor muy intenso en su costado izquierdo, cerca del corazón, Estrella salió tambaleándose. Se palpó la herida y sintió un calor líquido. Se dio cuenta que el fajo de dinero que llevaba ya no estaba.

—Maldición –dijo mientras de su boca salía un borbotón de sangre que le dejó un intenso sabor metálico.

Se limpió con la mano y a tropezones avanzó hacia la calle por el callejón aún a oscuras. Llevándose por delante un pequeño puesto de flores que ocupaba un rincón de la vereda se percató que un grupo de claveles blancos manchados de rojo caían al suelo. Con la vista enturbiada por el dolor los observó precipitarse, sangrientos, como en cámara lenta.

Apretando los dientes recordó las palabras de la gitana Ruby: … ten cuidado de las flores y del tiempo cuando parezca que se deslizan lentos en la noche. «Mierda, al final la maldición se ha cumplido y aquí estoy ahora, muriéndome», pensó.

Tratando de sacar de su mente ese pensamiento llegó hasta su auto estacionado en el lugar de siempre. Abrió con manos temblorosas la puerta del vehículo y se arrojó sobre el asiento, casi sin aliento.

Bajo la ventanilla, necesitaba un poco del aire fresco de la noche. Sintió que se iba cayendo, resbalando.

Cerró sus ojos y se vio a sí mismo sumergido en agua de un color carmesí hundiéndose en la rojiza profundidad apenas iluminada por unos delgados rayos de una intensa luz blanca.

Pudo, con el último soplo de vida, entrever en esa luminosidad la maravillosa silueta de su amada. Extendió sus manos hacia aquella figura acuosa pero vio que se alejaba con su rostro muy pálido.

Abriendo su boca de par en par, escupió y una gran mancha cubrió parte del parabrisas. Era un grito definitivo que ya no era nada. La suerte a veces llega, a veces no. En cualquier momento se nos puede acabar y la suya al parecer ya se había terminado.

¡Mierda! –alcanzó a murmurar en un último ramalazo de lucidez y tomando con su mano ensangrentada el reloj de oro que le había comprado a la gitana, extendió el brazo para mirarlo por última vez. Abrió muy grandes los ojos y volvió a ver a la mujer de sus sueños, pero esta vez su cara era la cara de la muerte que lo besaba en silencio.

A veces es verdad que se puede morir por amor.

El sábado, Rosa llegó puntual, a las ocho de la mañana. Había faltado sin aviso la noche anterior y no quería seguir enturbiando más las aguas con Mimí llegando tarde. Los sábados el bar se ponía bien caliente. Pedro tocaba el saxofón acompañado en el piano por Fredy. «Arman un buen dúo esos dos. Ojalá que algún día llegue a ser un excelente saxofonista», pensó.

Apuró sus pasos hacia la entrada del bar y advirtió el auto estacionado con la ventanilla abierta del lado del conductor. Preguntándose qué haría tan temprano allí, se acercó. Apretó la cartera de cuero contra su cuerpo y le pareció que de pronto la mañana se volvía más fría a pesar de estar comenzando el mes de enero. Teniendo una fea sensación, se animó a mirar dentro del coche.

Ahogando un grito, vio a Lucio en el asiento del conductor con los ojos abiertos y en su cara una rígida sonrisa. Su saco abierto dejaba ver la camisa blanca con una enorme mancha de color rojo oscuro.

Llevándose una de sus manos a la boca, dio media vuelta, entró corriendo en el bar y con su celular llamó al 911.

La policía estuvo en La Carta Marcada muy rápido, o así le pareció a ella. Un coche patrulla se detuvo, ya entrada la mañana, frente al bar. Dos policías, El Ruso Stanngen y Yolanda Bianca, alias Yoli, fueron los encargados de registrar el sitio.

Para El Ruso, curtido hombre de la ley, apenas vio el auto con un tipo tumbado dentro, el asunto no tenía muchas vueltas.

Mientras miraba el rostro sonriente del cadáver pensó, como siempre, que era muy triste terminar la vida de esa manera. Así, sin pena ni gloria, en un callejón oscuro de la gran ciudad que él amaba proteger.

Esa mañana había salido rápidamente de su casa, era su día franco, pero sus dos compañeros de guardia, Miguel Zapata y Roberto Antunes, habían acudido a un caso de pelea domiciliaria. Una mujer joven y su anciana vecina discutieron por los ladridos del perro de esta última. Parece que la primera salió con una escopeta y empezó a los tiros contra la casa de la vieja con tal mala suerte que una bala atravesó la ventana de la cocina y le pegó en la cara matándola en el acto.

Era un desastre toda la escena, terrible, y lo peor que el perro seguía ladrando a través de las rejas del patio y la chica más joven gritaba como loca en medio de la calle en un ataque de histeria hasta que llegaron los paramédicos y calmándola la condujeron al interior de su casa.

Así que Zapata lo llamó por el radio de la patrulla a su celular, le contó lo sucedido y le encomendó la tarea de asistir al lugar con Yoli.

—Escucha, Ruso. Es así, el tipo tiene una profunda herida de arma blanca que le atravesó el corazón y de esto hace muy poco tiempo. Todavía hay sangre fresca en sus labios y en casi todo el parabrisas del auto, ¿lo ves?

—¡Chocolate por la noticia! –exclamó El Ruso observando con atención.

—Pero, ¿qué mierda sostiene en su mano derecha? ¡Fijate! Es un reloj y entre los dedos asoma un pedazo de papel.

Yoli, colocándose unos guantes de látex reglamentarios, tomó con delicadeza ambos objetos. Cuando iba a intentar desplegar el papel con las pinzas de metal que saco de un maletín que había depositado en el piso, sintió un grito a sus espaldas, girando divisó, dirigiéndose hacia ella, a la teniente de homicidios que se acercaba a paso raudo.

—¡Eh! ¿Qué hacés? ¡Poné eso de inmediato en la bolsa Ziploc!

Lucía Morales. Muy eficiente. Meticulosa. Organizativa. Detallista al extremo. Si no le hacían caso sus superiores en su manera de llevar una investigación, seguía adelante, así nomás. Muchos la tildaban de individualista y de no saber, o no querer trabajar en equipo. Sin embargo, era la mejor investigadora del Departamento de Policía que se había conocido en muchos años.

—¡Está bien, está bien, jefa! ya está –dijo Yoli, mientras introducía con cuidado el reloj y el trozo de papel marrón dentro de la bolsa de plástico para evidencias.

—¿Qué tenemos? —preguntó Lucía.

—Hola, jefa. Un tipo apuñalado. No fue su día suerte, eso seguro –rio El Ruso con sarcasmo.

—Bien, ¿hay testigos?

—Bueno, la camarera del bar fue la que llamó a la seccional temprano esta mañana. Ella fue la que encontró el cadáver. Su nombre es Rosa González.

Nos dijo que conoce al muerto y que su nombre es Lucio Estrella. Ahí está ella, esperando que alguien le diga qué hacer –le respondió Yoli señalando con un movimiento de cabeza hacia la mujer parada en la puerta.

—Bien, hablen con ella. Quiero hacer esto rápido –exclamó Lucía, mientras pensaba dónde podría conseguir una taza de café.

—Que acordonen el lugar y que no pase nadie –ordenó.

Para la Teniente de Homicidios el fin de semana no empezaba bien.

El río de la sangre

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