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CAPÍTULO 2 No todo lo que reluce es oro

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Rosa González entró al bar después de hablar con la policía y se puso a llorar, desconsolada. Se sentó en una de las sillas cercanas a la barra y con la cabeza baja se quedó un largo rato ahogando su llanto en silencio.

Así la vio Pedro. Llevaba en una de sus manos el estuche donde guardaba su saxofón. Lo dejó sobre una de las mesas. La mujer levantó su rostro marcado con dos finos surcos de rímel, pegó un salto y lo abrazó quedando en puntas de pie.

—Lucio está muerto. ¡Es terrible! La policía ya estuvo acá. Yo, yo no sé qué decir, ¡pobre, pobre!

—Sí, ya lo sé. Acabo de llegar de la casa de Ricky y me he encontrado con la horrible noticia.

Pedro la apartó con suavidad y le pidió que le contara todo lo que sabía.

—No sé mucho. Él estaba afuera, en el auto, hermoso como siempre, pero inmóvil. Hoy vine temprano para dejar todo listo para esta noche. ¡Esto es horroroso! De no creer.

Rosa se llevó ambas manos a la cara y empezó a llorar otra vez.

—Bueno. Calma. Ve a la cocina a ver si está todo en orden. Yo necesito estar solo para pensar un poco en lo que pasó.

Sus pensamientos hervían esa mañana. Agarró una botella de Jack Daniel´s de la estantería y se sirvió una medida doble. Necesitaba algo fuerte para poder encarar el día. Apenas había pegado un ojo la noche anterior.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! –exclamó en voz baja, mientras apuraba un trago.

—¿Qué fue lo que sucedió? ¿Por qué mataron a Lucio y quién fue?

—A ver, tranquilo, tranquilo, ordena los pensamientos y pone a funcionar tu instinto de policía, se dijo a sí mismo.

Su cerebro comenzó a trabajar como en los viejos tiempos. Tratando de poner cada hecho en su lugar como si fueran las piezas de un gran rompecabezas que de a poco y con mucha paciencia irían dando forma a la figura final que le daría sentido al todo. Empezó a hablar en voz alta.

—Él vino a verme ayer a la noche. Estaba un poco excitado. Me siento con suerte, amigo, me dijo.

—Sí, sí, lo recuerdo bien. Estaba vestido muy elegante, como para una importante ocasión y estaba muy resuelto. Por eso logró que le prestara un poco de plata.

—¡Maldición! Siempre confié en él. Desde chicos, cuando jugábamos a las cartas debajo del pupitre, a escondidas, durante las clases de catequesis de la hermana Consuelo y él me decía, tranquilo gallina, que yo te aviso si veo que viene la hermanita. Siempre sonriendo y jugando al peligro, mi querido Lucio.

¿Quién ha sido el responsable de su muerte? ¿En qué andaba metido?

Los pensamientos de Pedro iban muy rápidos. Debía encajar bien todas las piezas, una a una. Esta madrugada Lucio se iba a encontrar con alguien en el bar. ¿Con quién? ¿Qué había pasado?

¿Acaso la afinación de su saxofón en casa de Ricardo Berstein, su amigo músico y lutier, no hubiera podido esperar a más tarde?

«Si me quedaba un rato más, después de tocar, tal vez Lucio ahora estaría vivo», pensó con culpa Pedro.

Tantas preguntas rondaban en su cabeza, cuestiones de y si… y podría… y si hubiera… que por ahora no tenían respuestas.

No tenía sentido ponerse a cavilar de esa manera. Había pasado lo peor y él no pudo hacer nada para evitar el triste final de su amigo, ¿o sí?

La tremenda realidad era que estaba muerto y su cuerpo ya estaría a esas horas a oscuras y helado dentro de algún gabinete de metal en la morgue de la ciudad.

De repente, vino a su recuerdo aquel día en que Lucio se enojó con su amiga y compañera de curso María Carpentier y le había hecho aquello tan horrible. Los dos fueron a estudiar en su casa para el examen trimestral de Química pero en realidad ni abrieron los libros. María era un bocho y ellos dos siempre esperaban que ella les pasara las respuestas en los exámenes de casi todas las materias. A cambio la llevaban a bailar o a dar vueltas los fines de semana.

El caso fue que el día del examen María no apareció en la escuela y los dos muchachos lo desaprobaron.

Enojado, Lucio le pidió que lo acompañara hasta la casa de su amiga. Sus padres tenían una panadería a unas pocas cuadras del colegio sobre una de las avenidas principales del barrio.

Cuando encontraron a María en la cocina de la casa y le preguntaron por qué no había ido al examen aquel día ella les contó que su cobayo Coby, regalo de su padre, se había puesto muy enfermo esa mañana. Como su cuerpo temblaba todo el tiempo se quedó a cuidarlo y por eso faltó a la prueba.

Les mostró el animal que estaba en su jaula tiritando de tal manera que parecía que se moría.

Lucio, viendo aquello no tuvo mejor idea que decirle que esa noche cuando su padre apagara el horno de la panadería pusiera al cobayo detrás para que el calor que quedaba lo calentara un poco.

Seguro que a la mañana siguiente estará mucho mejor le dijo el muy hijo de su madre, guiñándole un ojo a su amigo.

Pedro, ante el recuerdo se emocionó y volvió a servirse otro vaso de whisky.

Lo cierto es, que al día siguiente, María tampoco fue al colegio. Ambos amigos, al término de las clases, fueron hasta su casa para averiguar qué le había pasado.

Grande fue la sorpresa de Pedro cuando María les contó, con lágrimas en los ojos, que hizo con Coby lo que Lucio le propuso. Al terminar la última horneada, envolvió el animal en una mantita de franela y con delicadeza lo puso entre la pared y el horno, en un huequito.

Después se fue a descansar, pero con tanta mala suerte que al día siguiente se quedó dormida y no pudo sacar al cobayo de detrás del horno a tiempo, antes de que su padre lo encendiera para hacer el primer pan. El resultado fue que el animalito terminó rostizado, quemado vivo. Ese había sido el motivo de por qué ella no asistió al colegio.

Pedro recordó que después de contarles el triste final, María lloraba y Lucio sonreía. El muy hijo de puta disfrutaba de la desgracia ajena.

Así era él. Tan de cagarse en los sentimientos de los demás. Pedro no sabía porque carajos lo quería tanto, pero se sentía como su hermano mayor y siempre lo sacaba de los problemas e intentaba que siguiera el buen camino.

Nunca tuve demasiado éxito, esa es la verdad. Al fin y al cabo hacía lo que quería porque como le gustaba decir «hoy me siento con suerte, amigo».

—Y ahora está muerto. ¿Qué fue lo que pasó en la madrugada? –Se preguntó en voz alta.

Ofuscado, golpeó con los puños la mesa de la barra haciendo tintinear las copas apoyadas en un costado.

—¡Epa! ¡Epa! ¡Cuidado hombre! Un golpe más como ese y tiras abajo toda la cristalería —dijo la oficial Lucía Morales que entraba justo en ese momento.

Sobresaltado, Pedro se dio vuelta y vio que se acercaba una mujer alta que vestía una chaqueta y una pollera oscura. Era delgada, con un fino rostro moreno enmarcado por una cabellera color negro azabache que le caía, abundante, sobre los hombros. De su cuello colgaba una identificación dorada de la Policía Federal.

—¡Lucía! ¡Es un placer volver a verte! –exclamó Pedro mientras acudía a su memoria el recuerdo de su trabajo juntos.

Fueron compañeros durante casi cinco años en la División de Homicidios. Hacían muy buena pareja y por un tiempo fueron amantes. Había química entre ellos como se dice, pero la verdad era que ambos se enfrentaban casi todos los días a situaciones tan tremendas que sus sentimientos muchas veces quedaban como anestesiados. Era muy estresante intentar resolver casos que siempre eran pura mierda de tal manera que casi no les quedaba tiempo para dedicarse a ellos mismos.

Sin embargo todo iba relativamente bien así hasta que Pedro tuvo que enfrentar una delicada situación. Se lo acusó de haber actuado con exceso de autoridad al tratar de defender a una víctima de asalto. Disparó sin aviso al atacante provocando que este muriera en forma instantánea.

Si bien Lucia estuvo con él en el lugar de los hechos, declaró durante la audiencia que ordenó el juez a cargo del sumario interno, que no había visto nada. Ella se había quedado atendiendo a la víctima, un hombre de mediana edad, extranjero, que había recibido tres puñaladas. Se encontraba agonizando tendido en la vereda. Así que dejó claro que su compañero estaba solo cuando persiguió al delincuente unas cuantas calles. Fue el mismo Pedro quien le dijo que había tenido que disparar en defensa propia matándolo de un balazo en la cabeza.

La víctima del asalto, de nacionalidad norteamericana, al final se salvó después de casi seis meses de recuperación hospitalaria. A él le hicieron un sumario y le dieron la opción de seguir en la fuerza si aceptaba ser reten de guardia en alguno de los bancos de la ciudad.

Esa fue como la estocada final. La gota que derramó el vaso. Cuando terminó toda la investigación presentó el pedido de baja y dejó de pertenecer a la policía.

—Hola, ¿cómo estás? Ha pasado un poco de tiempo, ¿no? Encontramos a este tipo muerto justo enfrente del bar. La camarera nos ha dicho que su nombre es Lucio Estrella y que era muy habitué de tu local y que anoche estuvo aquí tomando unas copas hasta tarde. Nos comentó también que ustedes eran buenos amigos. ¿Sabes algo que pueda explicar su muerte?

—No sé por qué lo mataron, si a eso te refieres. Sí, era mi mejor amigo. No sé quién le pudo haber hecho algo así, te lo juro. ¡Esto es terrible!, Lucía.

—Tranquilo, hombre. ¿Sabes si anoche estuvo con alguien sospechoso o en qué andaba metido? Debió ser algo gordo para que terminara así, asesinado de varias puñaladas en medio de la madrugada. Ya lo averiguaremos, seguro. Tarde o temprano casi todo se sabe ¿no?

—Decime, ¿dónde estabas ayer a la noche? –le preguntó Lucía mientras se sentaba en el alto butacón y cruzaba sus hermosas piernas enfundadas en unas medias color obispo.

—Estuve acá, tocando con los muchachos como hasta las doce, una de la mañana. La hora exacta te la puede confirmar Mimí. Después me fui a lo de Ricardo Berstein, él me ayuda de vez en cuando a afinar mi saxofón. Es un viejo amigo. A veces me quedo a dormir en su casa después de tocar algo juntos o beber y charlar hasta muy avanzada la madrugada. Eso hice.

—Bien. Hablaremos con él más tarde para comprobar tu historia. Es lo que se debe hacer, ¿lo entiendes no es así?

—Por supuesto. He dejado de ser policía, pero no me he olvidado de los métodos que deben seguirse. Está todo bien, en serio. Además este es tu trabajo, aunque ahora con la placa de teniente como veo, ¿verdad?

—Claro. La mierda sigue siendo mierda, pero tengo más responsabilidad que antes para tratar de sacarla de las calles. Sabes muy bien que siempre intento actuar bajo la ley y las reglas. Es importante para mí respetarlas y hacerlas cumplir, es como que así este desquiciado mundo se ordena al menos un poco.

—Lo sé. Siempre serás la honesta y correcta mujer policía, ¿no es cierto? En fin, te extraño algo, igual. Eso es verdad.

Lucía lo miro y sintió que tal vez aún quisiera a ese hombre, pero ese sentimiento no le duró mucho. Sabía que ya nada podía volver a ser como antes entre ellos. De alguna forma se había generado un espacio, una grieta, que separaba la vida de ambos.

Era como si cada uno estuviera frente a frente, separados por un precipicio. Se podían ver, se podían escuchar y hasta percibir en la distancia, pero nunca podrían volver a estar juntos de la misma manera como cuando fueron compañeros y enfrentaron la cruda realidad de los crímenes.

—Así es la vida, Pedro –dijo de pronto Lucía acomodándose en la butaca y aceptando la taza de café que le ofrecía Rosa.

—Otra cosa, ¿Por qué crees que querrían matar a tu amigo?

Pedro la miró durante un instante, los ojos verdes de la mujer eran muy intensos, su mirada era hipnótica y después de unos segundos tuvo que apartar la vista.

—No tengo la menor idea. Lucio estaba bien cuando lo encontré el viernes a la noche en mi oficina —respondió Pedro nervioso mientras se tragaba otro poco de licor— Hasta me confió que se había enamorado.

—¿Enamorado? ¿Sabes de quién? –inquirió Lucía tomando un sorbo de café.

—No lo sé, de verdad. No me dijo el nombre. Pero me contó que era una mujer hermosa y no agregó nada más haciéndose el misterioso como era su costumbre. Nunca pensé que iba a terminar muerto.

—La señora que se encarga de la barra, Mimí, nos comentó que tú amigo se quedó después de que ella se fue, a eso de la una de la mañana. Le dejó las llaves para que cerrara. Estrella le dijo que se iba a encontrar con alguien en el reservado, ¿sabes con quién?

—No sabía eso. Recién llego, no tuve tiempo de hablar con ella.

—Aja. ¿Dónde queda el reservado?

—Por ese pasillo al fondo. ¿Quieres ir a ver?

—Por supuesto.

Ambos se dirigieron entonces hacia el fondo del bar y se detuvieron frente a un importante reguero rojizo que salía desde la entrada al reservado y se extendía a lo largo del pasillo hasta llegar a la puerta de emergencia que daba al callejón. Pedro abrió despacio y de inmediato vieron el suelo con manchas de sangre.

—¡No toques nada! Este lugar también lo debemos considerar como parte de la escena del crimen.

Lucía tomó su celular y marcando el número de la central se puso en comunicación con Mike La Monde, quien le aseguró que ya salían rumbo al bar con el equipo de criminalística. Cerró la llamada.

—¡Deténgase!, ¡No dé un paso más, por favor! –le grito de repente a Rosa al ver que esta caminaba como hipnotizada por el pasillo hacia la puerta trasera.

—¡Salgamos todos de acá, ya! –indicó Lucia, mientras se volvía sin percatarse de que Pedro se agachaba y tomaba algo del piso y luego de darle un vistazo lo guardaba dentro del bolsillo de su pantalón.

Los tres volvieron sobre sus pasos y se quedaron parados mirando hacia el lugar en donde Lucio Estrella había encontrado la muerte.

—Bien Pedro, debo volver a la oficina, por favor quédate por acá ¿sí?, usted también Rosa, pronto llegará el equipo forense y querrá hablar con los dos.

—No toquen nada por favor –dijo la hermosa investigadora.

—Lucía, yo que vos averiguaría con quién se encontró Lucio.

Lucía se detuvo un segundo y luego siguió caminando hacia la salida mientras alzaba su mano derecha con el dedo pulgar alzado en dirección a Pedro.

—Gracias. Lo tendré presente.

Ya afuera se dio cuenta de que la mañana había avanzado llegando casi al mediodía y el fuerte sol de enero presagiaba un cálido día. La embargaba una sensación extraña. El encuentro con Pedro le había traído viejos recuerdos. Mientras se dirigía hacia su coche sintió un déjá vu, fue como si la música de una olvidada canción ya conocida comenzara a sonar insistente dentro de su cabeza.

Pensó que el pasado a veces vuelve de manera tan intensa que puede llegar a nublar el presente y hacerle sentir que todo había sido mejor a pesar de que sabía que ese tiempo ya era un tiempo muerto.

Puso en marcha el auto. Se aferró al volante con ambas manos. Dejó que su vista vagara por un instante en el fluido tránsito que recorría la calle y salió rumbo a la Central de Policía.

La agente Bianca temía interrumpir a su jefa. No quería que la investigadora la sacara carpiendo creyendo que lo que tenía que decirle carecía de importancia.

Lo cierto es que esa misma mañana había recogido un hermoso reloj de bolsillo que sostenía la mano del muerto hallado en el puerto, antes de hablar con la camarera.

Era muy brillante, parecía ser de oro, con una llamativa cadena engarzada en eslabones muy finos.

«Sin dudas no se trataba de un asesinato por robo. Ese reloj debía valer mucho dinero», pensó.

Entonces ¿por qué nadie se lo llevó? ¿Cuál era el motivo del asesinato del joven?

A pesar de sus resquemores se animó y golpeó la puerta de vidrio de la oficina de la teniente Morales mordiéndose los labios.

—Sí, adelante.

—Permiso… soy yo jefa.

—Ah, ¿Qué es lo que querés? –dijo Lucía, levantando la vista de unos papeles que estaba leyendo.

—Le traigo este reloj que encontré en la escena del crimen —Yoli levantó la bolsa de plástico.

—¿Por qué no lo dejaste en el laboratorio para su análisis?

—Es que me pareció importante que supiera antes que nadie que lo encontré. No creo que el móvil del asesinato del tipo del bar haya sido un robo. ¡Mire lo que es este reloj!, debe valer bastante.

—¿Dejame ver?

La jefa de homicidios se puso un par de guantes de látex color azul que sacó del cajón del escritorio, abrió el precinto plástico, con cuidado extrajo el llamativo reloj y su cadena y los puso sobre la mesa. Los observó con atención. Reparó que en la tapa estaba escrito: Skopje– Joyería La Bell.

—Pero, espera un momento. Acompáñame —dijo.

Ya en el laboratorio, colocó con cuidado parte de la cadena con uno de sus eslabones en la platina del microscopio que estaba sobre la mesa de trabajo y lo enfocó con ayuda del gran ocular.

En medio del campo del microscopio apareció con claridad una filigrana sobre el eslabón con la forma del símbolo del infinito.

Lucía alzo la vista hacia su ayudante.

—Esto es importante. Busca en la base de datos el nombre La Bell, por favor.

La agente salió como una bala hacia su escritorio mientras Lucía miraba el reloj de Lucio Estrella. Un muerto que tal vez tenía que decir mucho más ahora, desde el más allá, que lo que había podido en toda su puta existencia.

—«En definitiva el cuerpo de un cadáver siempre habla», pensó.

—¿Cuál habrá sido el motivo para asesinar a este pobre tipo? –se preguntó.

—Okey, jefa –dijo Yoli interrumpiendo sus pensamientos.

—Acá está. El reloj pertenece a una de las mejores joyerías de la ciudad. Es muy exclusiva. El nombre de su dueño es Hadar La Bell. Es un inmigrante judío que llegó a nuestro país, procedente de Los Balcanes, huyendo de los nazis. Aquí tengo toda la información –dijo y agitó unas hojas impresas.

Lucía se incorporó de golpe de su escritorio, y sin querer, se volcó encima un poco del café negro y sin azúcar que se acababa de servir de la máquina eléctrica ubicada sobre una pequeña mesita.

—«Mierda, tengo que dejar de tomar tanto de esta porquería o me quedaré, primero sin ropa y, después sin hígado. Pero soy adicta al café negro y fuerte, que le voy a hacer», pensó.

Mientras se secaba la camisa blanca con una servilleta de papel que sacó de uno de los cajones de escritorio percibió la interrogación en su agente.

—¿Eh? –Yoli la miró desconcertada.

—Nada, nada, guardá esos datos en el archivo y dame la dirección de esa joyería. El lunes voy a hacerle una visita. Nunca se sabe que nos puede traer la marea. ¿No es cierto? –agregó mientras tiraba los guantes de látex en el papelero.

La joyería de los La Bell efectivamente estaba en una de las partes más exclusivas de la ciudad. Era el lunes por la mañana y Lucía Morales se dirigía en su auto hacia el lugar para indagar acerca del reloj de bolsillo.

Estacionó su automóvil en la calle Junín cerca de la Avenida Alvear en el Barrio de la Recoleta donde se ubicaban las joyerías más caras y las tiendas de importantes casas de ropa que se extendían hasta cerca del Centro Artesanal de Plaza Francia sobre la Avenida del Libertador.

La tienda que buscaba se encontraba justo al lado de la famosa casa italiana Bulgari. Al abrir la puerta del negocio se escuchó un alegre tintineo de campanillas. Lucía entró en el amplio salón lleno de vitrinas de cristal empotradas en las paredes y con un gran mostrador de vidrio, en el medio, en donde se exhibían joyas de todo tipo muy bellas.

Contra una de las paredes, se encontraba un sillón de tres cuerpos de Ratán y enfrente de él una mesita baja con tapa transparente con sus cuatro patas en madera negra labrada semejando las garras de algún tipo de felino. Una mullida alfombra roja con bordes dorados cubría todo el piso de la habitación.

Una mujer de espaldas, subida en una pequeña escalera, se encontraba acomodando unos brazaletes y anillos en una de las estanterías.

—Un momento, ya estoy con usted.

Bajó de la escalera, la plegó y la colocó en un costado, detrás de las cortinas que daban al depósito de mercaderías.

—Buenos días ¿En qué puedo servirla?

—Buenos días. ¡Qué joyas más hermosas!

—Sí, tratamos de tener lo mejor de lo mejor. Nuestra clientela es muy exclusiva.

La mujer escrutó a la persona que tenía enfrente. Se percató que no vestía como las ricachonas que visitaban su tienda. Se la veía elegante y formal llevando un pantalón color gris, una chaqueta del mismo color y una camisa blanca abierta en el cuello. Sin un solo anillo, brazalete, o cadenita como bijouterie.

—Claro, por supuesto –dijo Lucía– admirando la belleza de la joven que le sonreía. Llevaba su cabello pelirrojo recogido en un rodete que dejaba al descubierto su rostro de líneas definidas y muy delicadas. Sus ojos, de un azul profundo, tenían una mirada astuta.

—¿En qué puedo ayudarla? ¿O desea tomarse un tiempo para elegir algo de nuestra colección? Tenemos anillos, pulseras, gargantillas, relojes. Para usted o para cualquier tipo de ocasión, como un regalo, por ejemplo. ¿Necesita algo en particular para alguien especial? ¿Un regalo de compromiso? ¿Algo para usted, quizá?

La mujer movía sus delicadas y blancas manos señalando hacia cada uno de los lugares del negocio en donde se guardaban las lujosas joyas que había ido mencionado.

—No, no. Más bien quiero mostrarle este objeto –señaló Lucía, sacando del bolsillo derecho de su chaqueta una bolsa de plástico que depositó con suavidad sobre el cristal del mostrador.

La joyera vio que contenía un reloj y una cadena.

—Tenemos varios de este tipo en venta, ¿desea usted cambiar la que tiene? ¿O quizá no ande bien el mecanismo y necesite una reparación? Si ese es el caso mi abuelo podrá verlo, pero no hoy, él ha tenido que salir temprano hasta el banco para realizar algunos trámites.

Lucía, prestó mucha atención a la reacción de la joven cuando le mostró el objeto que había pertenecido a la víctima. Sin embargo no pudo percibir ninguna señal de alarma en ella.

—Muy bien. Vea señorita…

—Puede llamarme Jazmín.

—Sucede que este reloj tiene grabado en forma muy delicada las palabras Skopje, Joyería La Bell.

La joyera la miró sin pestañar. Luego volvió a bajar la vista al envoltorio.

—Bueno, si tiene ese grabado es indudable que pertenece a nuestra casa. ¿Qué necesita?

—Vea usted, este reloj se encontró en la escena de un crimen ocurrido en el puerto el fin de semana.

—Permítame presentarme, mi nombre es Lucía Morales, soy teniente de homicidios –dijo mostrándole la credencial del Departamento de Policía.

Jazmín pudo ver una foto de la mujer que tenía delante de sí con su nombre escrito en letras negras, bajo el cual se leía Teniente División de Homicidios, Policía Federal.

—¡Pero, qué espanto! Igual sigo sin comprender ¿qué es lo que usted desea de mí?

—¿Reconoce entonces el reloj?

—Bueno, no sé, debería verlo mejor, claro, pero si en él están grabadas las palabras Skopje, Joyería La Bell como dice, sí seguro que lo reconozco, lo fabricamos nosotros.

—¿Es posible que alguien lo comprara en otra joyería que no sea esta? –preguntó Lucía sin dejar de observar con atención a la muchacha.

—Eh, no, eso es imposible. Los únicos que vendemos estos relojes en Buenos Aires, es más, en toda la Argentina, somos nosotros. Su manufactura es muy especial y proviene de una tradición artesanal muy ancestral de nuestro pueblo.

—Muy bien. ¿Tiene registradas las últimas ventas?

—Bueno, sí, seguro. Archivamos todo en la computadora. Creo recordar que hará más de un mes agregamos, a un reloj muy parecido a este que usted me muestra, una cadena de oro puro con eslabones que yo misma engarcé con filigrana en plata con el símbolo del infinito en cada uno de ellos.

Fue para un hombre elegante que se presentó aquí diciendo llamarse Lucio Estrella. Habló conmigo y con mi abuelo y dejó encargado el trabajo para retirarlo al día siguiente. Ahora lo recuerdo.

—Bueno, que bien que lo recuerde porque ese es el hombre que asesinaron.

—¡Oh qué horror! Parecía un hombre tan lleno de vida esa tarde en la que estuvo aquí en nuestro negocio.

—Bueno, sí, a veces así sucede ¿no?, un día estamos acá y al otro día estamos unos metros bajo tierra. Así es la vida de este tipo de personas. Por lo que hemos podido averiguar se trataba de un jugador de cartas que siempre andaba dándose aires de gran millonario.

—¿Es posible que ese hombre haya adquirido el reloj en algún otro sitio?

—Como ya le dije, solo nosotros lo vendemos.

—Entonces, ¿podría existir la posibilidad de que sea una copia?

—En realidad, si fuera así, la misma debería ser muy buena. Es muy difícil adulterar nuestros originales, todos llevan una marca personal casi imposible de repetir.

—Muy bien, entiendo. Seguro que voy a necesitar más información así que si llegara a encontrar el comprobante de la venta le pediría que nos lo haga saber, por favor.

—Bueno, esa es una información confidencial. Como usted comprenderá no puedo dársela oficial a menos que traiga una orden.

—Por supuesto.

—Bueno, creo que si no tiene más preguntas volveré a mi trabajo.

—No por ahora señorita La Bell, claro que podría necesitar contactarla y, quizá también a su abuelo, por si aparece algún otro dato que deba corroborar con ustedes.

—No hay problema, cuando guste. Siempre me encontrará aquí durante el horario comercial. Pero si debe ver a mi abuelo sería mejor que nos llame primero. Él suele salir a menudo a realizar algún que otro trámite o trabajo particular. Tome, aquí tiene nuestra dirección con los números telefónicos en ella –dijo Jazmín, y le ofreció una tarjeta de color blanco con bordes dorados.

—Muchas gracias.

Lucía agarró la tarjeta que le entregaba y la guardó en uno de los bolsillos de su pantalón.

—De todas maneras ya tenemos su dirección en nuestros registros —agregó.

—Tome, aquí tiene mis números, por si recuerda algo más. Todo es importante para nosotros. Me puede llamar a cualquier hora. ¡Ah, otra cosa! Quizá le parezca atrevida mi pregunta, pero ¿tiene usted novio?

—Creo que esa es una pregunta muy personal, ¿no le parece? ¿Por qué razón quiere saberlo, teniente?

—Bueno, es usted hermosa, debo decirlo, muy atractiva. No sé, imagino que debe estar cansada de que algunos de sus clientes masculinos se le tiren lances ¿no? –dijo Lucía, observando atentamente su reacción.

—Bueno, no es tan así. Le agradezco el cumplido, pero no, nuestra clientela es muy respetuosa y ubicada. Que tenga un buen día.

Muchas gracias.

Lucía se dirigió hacia la salida. Abrió la puerta y volvió a escuchar el sonido cantarín de las campanitas pensando que no todo lo que reluce es oro.

El río de la sangre

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