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PRÓLOGO

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«Era tarde y hacía frío. Un viento helado arrastraba unas gotas finas de lluvia que amenazaban con atravesar nuestra piel, como agujas de vudú congeladas por acción de las artes oscuras. El paraguas que empleábamos para protegernos de las inclemencias del tiempo estaba preparado para hacer frente a enemigos climáticos más benévolos, pero aquí, en el corazón del continente, se mostraba incapaz de mantenernos a salvo. Su estructura se doblaba y se retorcía como si estuviera siendo sometida a un exorcismo y la lluvia fuera agua bendita que caía de las mismísimas manos del Creador. Apretamos el paso con la intención de ponernos a salvo lo antes posible. ¡Lo que habríamos dado por un par de paraguas de calidad!

Nuestros pasos resonaban solitarios. La luz tenue de las farolas se reflejaba en el pavimento, formando una composición psicodélica de colores simples. El viento arrastraba a lo lejos una lata de refresco y provocaba un verdadero estruendo en la soledad de aquellas calles. Y nosotros avanzábamos, congelados bajo un manto nocturno tan denso como el contenido de las conferencias a las que asistiríamos al día siguiente.

Callejeamos medio perdidos hasta que, al fin, enfilamos una calle que parecía devolvernos al hotel. A derecha e izquierda, decenas de papeleras aparecían llenas de paraguas, de paraguas rotos. Como si fueran paragüeros funerarios, como si de los nichos de un cementerio de paraguas se tratara, los cubos de basura rebosaban de aquellos objetos tan necesarios como inservibles en este momento. Los había de plástico, de tela, plegables, de bastón, de colores vivos, de señora, de caballero, incluso con motivos infantiles; los había con mango de madera, de esos que se despliegan de forma automática con solo apretar un botón; los había manuales, grandes y pequeños. Pero todos estaban rotos; todos yacían rotos. Y nosotros estábamos calados de frío por la lluvia que arreciaba, implacable e insensible a nuestra sangre del sur.

Y ninguno de aquellos paraguas servía.

Solo nos quedaba tirar el nuestro y caminar hasta encontrar el hotel.

—¿Sabes? —dije a mi compañera—, ya tengo título para el próximo libro».

Sirva esta narración previa para contar el origen del título de la presente obra, escrita en parte a bordo de aviones, en habitaciones de hotel y en mesas ajenas; manuscrita a veces en libretas promocionales, en agendas de eventos y hasta en servilletas, entre junio de 2017 y enero de 2020.

Sin previo aviso, casi por sorpresa, se materializa esta nueva colección de relatos cortos, como si fuera una horda de qlifot invocada por un experimentado mago. Un total de veinte relatos divididos en cuatro bloques que giran en torno a una idea elemental: los sentimientos que despiertan la locura y la muerte.

Paraguas rotos es el tercer libro que publico. No hay dos sin tres, dice la sabiduría popular. Ni tres sin cuatro, espero.

Así que, por tercera vez me siento a escribir una breve nota de agradecimiento a todos aquellos que han contribuido, de una manera u otra, a que Paraguas rotos sea una realidad.

Mi agradecimiento y amor eterno a Esther Hernández Martín, David Santana García y Mayte Martín; mi trío favorito de ases literarios. Jamás podré corresponder, como se merece, a los ánimos y el apoyo que me han dado para avanzar por la espinosa senda de la creación literaria.

A María Yuste y a la familia de Ediciones Garoé, que han creído en este proyecto y han hecho que Paraguas rotos sea una realidad tangible. Extiendo este agradecimiento a Víctor J. Sanz, por su profesionalidad y cercanía; jamás un gerundio fue tan importante.

A mi familia y a mis amigos, gracias por toda esa energía, transformada y canalizada para idear muchas de las historias aquí contenidas. Gracias a Gloria Navarro, que inspiró el título de esta publicación.

Agradecimiento especial a mi familia más cercana, esa que se ve obligada a convivir con mis inseguridades, con las obsesiones del proceso creativo; la que sufre mis ausencias y mis frustraciones; la que comparte visceralmente las mieles del éxito más modesto: a Vanesa Valencia Santana y a mis tres mosqueteros: Elisa, Javier y Alberto.

Por último, mi más sincero y profundo agradecimiento a ti, lector, que apuestas por las editoriales independientes y los autores desconocidos.

Gracias por leer Paraguas rotos.

Luis Alberto Henríquez Hernández

Paraguas rotos

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