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Los muertos también lloran

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Aquellos versos del poeta, leídos en la soledad de una noche de invierno, marcaron el final de mi vida. Sin esperarlo, los más temibles fantasmas del pasado se abrieron paso a través de mi ser; rasgaron la realidad, que se rompía como un espejo y me devolvía unas imágenes grotescas que, hasta hoy, eran armoniosas y cuerdas.

Los muertos, los pobres muertos, sufren grandes dolores,

y cuando octubre, podador de viejos árboles, lanza

su viento melancólico en torno a sus mármoles,

seguro que debe considerar muy ingratos a los vivos,

por dormir, como hacen, calientes bajo sus mantas,

mientras ellos, devorados por oscuros sueños,

sin compañía en el lecho, sin agradables charlas,

viejos esqueletos helados, comidos por los gusanos,

sienten cómo gotean las nieves del invierno

y cómo pasa el siglo, sin amigos ni familia

que cambien los jirones que cuelgan de su reja.

Leí y releí aquel poema sin título, arropado entre cojines y bajo un edredón mullido mientras, en el exterior, la lluvia tocaba con insistencia los cristales de las ventanas y el viento soplaba tímido pero constante. Por un instante, imaginé lo desolador que sería estar muerto. Muerto en un ataúd. En un ataúd alojado en un nicho. A solas y a oscuras, saturados los sentidos por la humedad, el frío y el crepitar de las cuadrillas de la muerte, esos insectos que acuden en orden para convertir diligentemente la carne en polvo y transformar el recuerdo en olvido.

¿Cuánto hacía que no llevaba flores a la tumba de mi padre? Con el libro aún abierto entre mis manos, intenté echar cuentas. ¿Un año? ¿Dos? Un profundo sentimiento de tristeza se agarró a mi garganta como si de un estrangulador se tratara, e hizo aflorar unas lágrimas contenidas que brotaron con dolor. Un dolor que había sido enterrado hacía tiempo, mucho antes incluso de que el viejo falleciera. Una ráfaga repentina de viento mandó la lluvia contra el cristal de la ventana. Las gotas se estrellaron en el vidrio con violencia. Una miríada de frías acumulaciones de agua que parecían mirarme con reproche para, inmediatamente después, deshacerse y desaparecer vidrio abajo formando una red de caminos tortuosos en un viaje a ninguna parte. Sobresaltado, decidí cerrar el libro y apagar la luz, resuelto a ir mañana al cementerio a llevarle flores a mi padre.

Pero esa noche el descanso me fue negado. Los remordimientos y el horror se lanzaron sobre mis sueños como una jauría de lobos negros sobre un cordero abandonado, sumiéndome en una vorágine de oscuras alucinaciones de las que no fui capaz de despertar. Asistí con pavor al proceso de descomposición del cuerpo de mi padre. Le vi hincharse como un sapo en celo. La expresión de su cara se deformó hasta el límite de sus tejidos y, a continuación, se abrió en canal y soltó una marabunta de gusanos y larvas de insectos variados que se retorcieron unos sobre otros mientras luchaban por un pedazo de carne muerta de mi padre. La arcada ascendió hasta mi garganta sin náusea previa, una contracción espasmódica del estómago producida por aquella nauseabunda visión. Notaba cómo el azufre se combinaba con el hidrógeno y saturaba mi centro olfativo de un olor putrefacto y vomitivo. Acto seguido, el viejo fue licuándose. Tomó un aspecto húmedo, ambarino, absolutamente repulsivo. Sus labios aparecían inflados y retraídos, mostraban una sonrisa siniestra a través de la cual asomaban lombrices blancas y voraces. El pelo se le caía de mechón en mechón. A través de sus fosas nasales, el cerebro escapaba disuelto y formaba un riachuelo de masa encefálica grumosa e inservible. Los ojos se hundían por momentos, los pómulos resaltaban formando ángulos quebrados que daban la bienvenida a la reducción esquelética del cadáver. Un ejército de polillas y escarabajos trabajaba sin descanso. Los insectos me atravesaban en sueños y llegaban hasta el cuerpo de mi padre, que poco a poco tomaba el aspecto del destino de todo ser humano. Las articulaciones se descoyuntaron una tras otra hasta que nada quedó de él más que una sonrisa desquiciada en su cráneo, a medio camino entre el dolor y la locura. Por un instante, me pareció que una lágrima se derramaba desde una de las cuencas orbitales vacías. Una lágrima de tristeza. De dolor. De soledad. Quién sabe. Una suave brisa de viento, fría como la propia ausencia, fue llevándose el polvo en que se había convertido mi padre, y yo sentí que me iba con él.

Al despertar, húmeda la cara por mi propio llanto y húmedo mi cuerpo por la intensidad de la pesadilla, vi que el vendaval y la lluvia habían vencido los pestillos de la ventana, y entraban en la habitación el invierno y quizá las partículas vitales a las que había sido reducido mi progenitor.

Llegué a las puertas del cementerio municipal antes de que abriera. Esperé en el coche con la calefacción puesta: intentaba en vano sacar de dentro de mi cuerpo un frío que iba más allá de la baja temperatura ambiental. Por fin, un funcionario del Ayuntamiento procedió a la apertura de las puertas del camposanto, pero fui incapaz de salir del coche.

¿Qué pretendía hacer?

¿Por qué estaba allí?

Fue entonces cuando me di cuenta de que si quería llevar flores a la tumba de mi padre primero tendría que comprarlas. Mientras esperaba a que los puestos ambulantes de venta de flores estuvieran operativos, decidí hacer tiempo en la capilla que estaba justo a la entrada del cementerio. Salí del vehículo arrebujado en mi abrigo. Subí las solapas de la chaqueta en un vano intento por protegerme del viento, que, implacable e incansable, soplaba frío y cruel.

Crucé el aparcamiento a grandes zancadas. Pasé bajo una serie de altas columnas y llegué a la puerta enrejada que había justo detrás. Una escalera breve como la existencia daba acceso a la entrada y, sobre ella, a gran altura, una inscripción en una placa de mármol anunciaba lo siguiente: «Templo de la verdad es el que miras. No desoigas la voz con que te advierte de que todo es ilusión menos la muerte».

Reflexionando acerca de la autoría y el profundo significado de aquellas palabras a la entrada de un cementerio, accedí a la pequeña capilla evitando mirar la extensión de tumbas y nichos que se desplegaba ante mí.

Una última ráfaga de viento pareció querer tirar de la solapa de mi abrigo justo en el momento en el que, a mi espalda, se cerraba la puerta de madera del adoratorio. Un silencio hueco y un fuerte olor a incienso y maderas viejas me dieron la bienvenida. El receptáculo estaba iluminado a medias por luz artificial y algunas velas, cuyas llamas habían abandonado su quietud al son de la ventisca y creaban sombras animadas que danzaban delante del Cristo como lo hacían las prostitutas en Babilonia. Dos pequeños ventanucos dejaban entrar la poca luz diurna que procedía de un sol censurado por las nubes de invierno. El lugar era pequeño. Contenía los elementos imprescindibles de la imaginería cristiana: un pequeño altar con un cirio encendido; una cruz con un Jesucristo doliente, ojos implorantes al cielo, muñecas sangrantes y corona de castigo; una imagen de santa Rita con un clavo incrustado en la frente y un hábito negro como el carbón de un horno crematorio; un sagrario; un ambón de madera; y una silla destinada al sacerdote durante el tiempo de reflexión tras la comunión, ese momento en el que el Creador toma el alma de los creyentes y se reafirma en la promesa de la salvación eterna de persistir en su fe. El espacio se completaba con dos hileras de asientos de madera con una capacidad para albergar a no más de medio centenar de feligreses. Avancé por el pasillo que quedaba en medio de los bancos y me senté. La madera se quejó bajo mi peso, como si quisiera alertar al mismísimo Dios de que el traidor había llegado y solicitaba audiencia. No supe qué hacer. Encaré al Cristo crucificado sin entender aquel sacrificio del que hablaba la leyenda. «Tanto dolor, ¿para qué?», murmuré. Hacía tiempo que transitaba el sendero de la mano izquierda, tan pedregoso y angosto como el otro. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo». Poco importaba continuar el salmo con «tu vara y tu cayado me sosiegan», que hacerlo con «la luz de la estrella de la mañana me guía». Si Caín le daba significado a Abel, y Goliat se lo daba a David, Lucifer era el complemento perfecto de Dios. A lo que no estaba dispuesto es a que se me negara comer del árbol prohibido, a que se me ocultaran las respuestas a las grandes preguntas y a que me amenazaran con un castigo eterno por querer vivir en libertad. Noté la soberbia y el orgullo ascender caliente por mis venas. Pugné contra la luz blanca que emanaba de aquella figura torturada. Apreté los dientes y proyecté unos cuernos de fuego que salieron de mi frente para derretir las cadenas de la sumisión. Aquel era un lugar de dolor. En la capilla solo se habrían celebrado misas de difuntos. Nadie había sido feliz y pleno bajo aquel techo.

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».

—Mentiroso —dije en voz alta. Y salí en busca de las flores.

Una mezcla de sentimientos perforaba mi espíritu, que oscilaba entre la aflicción y la ira como un péndulo que se mueve de forma perpetua en el vacío de una existencia que había perdido todo su sentido.

Por mucho menos de lo que me imaginaba, compré un ramo de crisantemos blancos y, armándome de fuerza, volví a franquear el conjunto que formaban las columnas, la inscripción de mármol y la puerta enrejada que daba acceso al cementerio. Bajé dos escalones eternos como la tortura de un reo inocente y pisé terreno sagrado.

Una amplia extensión de terreno aparecía ante mí; ocupaba una superficie cercana a las trece hectáreas. Originalmente situado a las afueras de la ciudad, en la actualidad había sido rodeado por la decadencia de la vida moderna y, como si fuera una especie en extinción, se veía acorralado por residenciales modernos, centros comerciales y hasta pabellones deportivos. No obstante, el tiempo parecía detenerse tras las puertas del cementerio municipal. Atrás quedaba el bullicio de una ciudad que, como todas, daba sus últimos coletazos y se ahogaba, sin saberlo, en un mar de desesperanza y deshumanización.

Pero allí nada de eso importaba. No importaba el sueldo que ganaras, el número de seguidores que tuvieras en las redes sociales o esas reuniones insoportables que tenías los lunes a primera hora. Allí no había lunes. Allí no había clases sociales ni jefes ni rebajas perpetuas ni horarios laborales draconianos. Lo único perpetuo que allí había era la quietud de la inexistencia. Allí no había que sonreír al vecino ni acudir a la cena de Nochebuena. Allí solo había muertos y silencio. Muertos en distintos estados de descomposición que, de alguna manera —se me ocurrió—, quizá establecería una especie de jerarquía entre los miles de restos humanos que yacían en el cementerio. Allí solo había muertos y silencio. Un silencio roto por el viento frío que soplaba y arrastraba las hojas caídas de los árboles y, como decía el poema: «se lanzaba melancólico en torno a las lápidas» y los nichos.

Avancé a través de una especie de paseo flanqueado por una hilera de cipreses descuidados. A derecha e izquierda, se extendían porciones de terreno que albergaban las tumbas más antiguas, aquellas que alojaban ataúdes en las entrañas de la tierra. Aquí y allá se alzaban algunos panteones propiedad de familias adineradas que pensaron que las apariencias sociales debían mantenerse más allá de la vida, sin saber que los gusanos, las polillas y los escarabajos se comerían la cara de sus difuntos igual que comían la cara de los mendigos. Allí no había clases sociales.

El paseo avanzaba cuesta abajo, de manera sutil parecía querer llevarme a las entrañas del cementerio sin que fuera consciente de que hacía esfuerzo físico alguno. Me arrastraba sin yo saberlo al corazón de la ciudad de los muertos. Pronto, los bloques de nichos se adueñaron del paisaje; se alzaban como rascacielos silenciosos en una ciudad sin alma. El viento movía las flores que adornaban las lápidas más altas y arrastraba por el suelo restos de una corona funeraria de algún entierro reciente. Una cinta ancha de color violeta y letras doradas se arremolinaba, perdida, en busca de su dueño muerto.

«Tus enemigos no te olvidan», me pareció leer, posiblemente, de forma errónea.

Giraba a derecha e izquierda entre los bloques de nichos. Ciudad de calles sin nombre. Sin detenerme, leía algunas inscripciones en las lápidas y contemplaba el diseño de las losas.

«Cuánto católico apostólico romano —pensé al ver una cruz en todas y cada una de las tumbas—. Cuánto seguidor de Cristo junto —reflexioné al ver un grabado de la cara del Mesías en un importante número de mármoles—. Cuánta hipocresía eterna» —me dije, vacío mi espíritu de toda empatía.

«Tu familia no te olvida».

«Vives en el recuerdo».

«No es morir el vivir en los corazones que dejamos tras nosotros».

«Siempre estarás en nuestros corazones».

Se me antojaban frases sin emoción, propias de un catálogo funerario de tres al cuarto. Otras inscripciones, sin embargo, eran algo más poéticas y elaboradas, aunque seguían pareciéndome frases indignas de estar escritas a perpetuidad en una lápida a modo de epitafio.

«Aunque el mundo no note tu ausencia, para nosotros ya no será lo mismo sin ti».

«Aunque se vayan de aquí, siempre estarán en mi mente. Nunca serán mi pasado, siempre serán mi presente».

«Me disteis tanto, me quisisteis tanto, que la vida sin vosotros ya no tiene sentido. Os amo».

«Quererlos fue fácil, olvidarlos, imposible».

Este tipo de dedicatorias adornaban de alguna forma las lápidas, cuyo diseño se completaba con los datos personales del difunto y la fecha del óbito. A veces, la leyenda era reemplazada por pasajes bíblicos. En ocasiones se incluían objetos personales de distinto origen, entre los que predominaban los objetos religiosos: más cruces, rosarios, velas y escapularios. Ocasionalmente, el grabado de la cara del Cristo era reemplazado por una foto del difunto.

Pensé en mi propia lápida y en cómo me gustaría que fuera.

Los mármoles lindaban unos con otros como un macabro rompecabezas. Los colores se alternaban —negro, mate o brillo; blanco, perlado o roto; o gris en todas sus variantes— y formaban un mosaico funerario sin aparente orden. Independientemente del diseño o del color, todas las lápidas estaban numeradas. De izquierda a derecha. De arriba abajo.

Decepcionado, vi cómo el nicho 666 no albergaba a ningún miembro de las huestes del averno. Era solo otra lápida más, importante únicamente para el puñado de familiares y amigos que quedaran vivos.

Algunos mármoles lucían orgullosos, en letra de molde y en mayúsculas, la palabra «PROPIEDAD».

¿Quién querría tener un nicho en propiedad? No parecía un buen lugar de veraneo, más por lo estrecho del habitáculo que por lo tranquilo del lugar. Ni siquiera podía uno venir a celebrar el divorcio de algún amigo o a despedir el año, más por los horarios de apertura y cierre del recinto que por lo tranquilo del lugar.

¿Qué más daba dónde lo enterraran a uno?

Una opinión que no parecía ser compartida por muchos, cuyas lápidas mostraban familias enteras metidas en el mismo nicho. Un sentimiento de claustrofobia me causó cierto mareo, al imaginarme a perpetuidad con hermanos, cuñados y demás familia, con los que no siempre uno se lleva bien, hueso contra hueso, compartiendo ataúd, mortaja y gusanos.

Me llamó la atención un elemento discordante entre toda aquella decoración mortuoria. Se trataba de una pegatina blanca en la que en letras rojas ponía:

AVISO

Estimado Sr./a:

Se ruega al titular de este nicho que, por favor, se ponga en contacto con el Ayuntamiento.

Gracias.

El anuncio incluía un número de teléfono local.

Por lo desgastado del elemento, no parecía que nadie hubiera hecho demasiado caso, y me pregunté cuánto tardarían en desalojar al muerto, y si se lo tomarían tan en serio como los desalojos de los vivos. Me preguntaba si habría organizaciones que protegieran a los muertos de los desahucios. O si, al contrario, a nadie le importaba lo más mínimo. Ni a los propietarios. Ni al Ayuntamiento. Ni al muerto.

El viento arreció en el pasillo donde estaba, empujándome a avanzar como si quisiera llevarme a alguna parte. Apreté el paso y resguardé el ramo de crisantemos contra mi cuerpo. Las nubes grises se arremolinaban en el cielo como un escuadrón que se agrupara y preparara para la ofensiva. Amenazaba lluvia.

Entre todo aquel mosaico de colores oscuros, llamaban la atención dos cosas. Por un lado, los nichos vacíos que, aquí y allá, esperaban turno para hospedar un nuevo cuerpo sin vida. Por otro, los nichos cerrados que carecían de lápida y que identificaban al muerto con el pertinente número, las iniciales del difunto y la fecha de nacimiento. Ni flores ni escapularios ni objetos personales de ningún tipo. Solo cuerpos olvidados detrás de un muro de cemento.

Pensé de nuevo en mi propia lápida y en cómo me gustaría que fuera.

Deambulaba a derecha e izquierda, invadido por una terrible soledad, en pos de la tumba de mi padre mientras pensaba que, a pesar del tiempo transcurrido, no había olvidado el lugar exacto donde yacían sus restos. La intensidad emocional del entierro había dejado una huella profunda en mi interior y estaba seguro de poder localizar aquel nicho a media altura situado casi al final del cementerio, en uno de los bloques de la derecha. Eso me decía, convencido de saber llegar al sitio. Hasta que tuve que aceptar que andaba desorientado y perdido en aquel lugar de cadáveres ordenados.

Maldije mi suerte. No me habría pasado aquello de no haber estado entretenido mirando dedicatorias y demás patochadas. «¿Cuánto tiempo llevo caminando?». Me fue imposible decirlo. Pensé en buscar el camino principal y regresar por donde había venido. Al fin y al cabo, el viejo estaba muerto y remuerto, y este manojo de estúpidas flores blancas no iba a traerlo a la vida.

A punto estaba de tomar esa decisión cuando me encontré, por primera vez en todo el trayecto, con alguien. De manera instintiva reprimí mis aspavientos y coloqué mis sentimientos contrariados en el asiento de atrás de la nave. El hombre parecía ausente, allí, de pie, frente a una de las tumbas. Vestía de forma elegante un traje bastante pasado de moda, con corbata ancha del tamaño de sus patillas, que destacaban sobremanera en una figura rocosa y espigada. Quise calcular la edad, pero no fui capaz.

—Perdone que le interrumpa, señor —dije de forma educada, con la intención de iniciar una interacción con un ejemplar desconocido de la especie a la que pertenecía—. Igual usted puede ayudarme.

Le di la fecha de defunción de mi padre. Supuse que los números de las lápidas debían correlacionarse de alguna forma con las fechas de fallecimiento, aunque los bloques de nichos no parecían seguir una secuencia lógica.

Como única respuesta obtuve un mutismo impasible.

Pensé que el señor rezaba, o bien que estaba demasiado compungido como para escuchar y contestarme.

Insistí. Esta vez alargué la mano para tocar ligeramente su hombro y reclamar así su atención. Las palabras quedaron atrapadas en mi garganta, atragantadas como las excusas de un mentiroso cogido en falta.

El suelo pareció abrirse bajo mis pies. Un vértigo indescriptible se llevó mi juicio al ver cómo mi mano no encontraba superficie sólida y atravesaba el cuerpo, como si aquella imagen fuera una proyección holográfica salida de lo más profundo de mi imaginación.

Justo en ese momento, la figura pareció retornar a la vida.

—Joven, debe usted aprender a respetar el descanso de los muertos. Sobre todo, cuando esperan pacientemente visita.

Solo fui capaz de mover los ojos en dirección al nicho ante el cual se situaba aquel, ¿cómo llamarlo? ¿Espectro? ¿Aparición? ¿Fantasma?

«Tu esposa no te olvida», rezaba la lápida.

Un fugaz vistazo a las fechas de nacimiento (19 de mayo de 1951) y defunción (14 de enero de 1994) me permitió calcular la edad: cuarenta y tres años.

—Sé que vendrá y me pondrá flores. Solía venir. Antes solía venir.

No podía explicar lo que veían mis ojos. Tras aquella frase, triste y llena de abandono, la figura pareció oscurecerse y desvanecerse. No supe qué decir. La situación era tan inesperada como fantástica. En el manual de buenas prácticas sociales no venía ningún capítulo sobre cómo consolar a los difuntos. La visión se plegó sobre sí misma y por el lateral de la mejilla vi correr una lágrima. Una única y solitaria lágrima que contenía toda la tristeza y la amargura de un alma atribulada. Era probable que la mujer a la que esperaba hubiera encontrado un nuevo compañero. Demasiado tiempo había pasado y de tener edades similares, sería joven en aquel entonces. Podía incluso darse el caso de que la mujer hubiera muerto igualmente, enferma y sola como lo estaba su difunto esposo, y que estuviera esperándolo amargamente en aquel mismo cementerio. Tan cerca y tan eternamente lejos.

Sin nada más que decir, vacío de toda esperanza, reanudé la búsqueda de la tumba de mi padre, guiado por mi instinto, empujado por el gélido frío bajo unas nubes cada vez más negras. Me alejé de aquel personaje espectral, calle abajo y sin mirar atrás. No sabía qué me daba más terror, si que siguiera allí o si que, al mirar, hubiera desaparecido.

Mis pasos me llevaron a un bloque de nichos con un diseño nuevo. Todas las lápidas eran del mismo tono de blanco, ninguna de ellas estaba identificada en modo alguno y todas tenían la omnipresente cruz cristiana, perfilada en negro de una manera muy sutil. Ni flores ni objetos personales ni nada de particular. Reflexioné acerca de aquello. ¿Quiénes yacían al otro lado de los mármoles? Los mendigos no merecían tan cuidado diseño. ¿Soldados caídos en el frente cuyos restos no habían podido ser identificados? ¿Víctimas anónimas del terrorismo de Estado? ¿Alienígenas? Sonreí al sentirme en la piel de un famoso agente del FBI amante de las teorías conspiratorias. De tener un amigo juez, le pediría que ordenara la exhumación inmediata de alguno de aquellos nichos.

Con más preguntas que respuestas, más por inercia que por iniciativa propia, giré a derecha e izquierda, pasando delante de más y más y más nichos. Lápidas negras, grises y blancas. Números correlativos que ponían orden de entrada al cielo. Y al infierno. Flores lustrosas, flores secas. Tumbas sin flores. Más tumbas sin flores. Más y más mensajes de despedida y de recuerdo. Mensajes de dolor a veces mal disimulado. Más y más muerte en estado de quietud. De normalidad.

«Tumba vacía», habían escrito sobre cemento en uno de los nichos que, curiosamente, aparecía sellado. ¿Tumba vacía? ¿Qué necesidad había de tapar la sepultura y escribir luego aquel mensaje? De haber estado a una altura más accesible, habría comprobado la verosimilitud del aviso. ¿Cabía la posibilidad de que la tumba no estuviera tan vacía como se quería dar a entender? No se me ocurría mejor forma de engañar a las funerarias y al Ayuntamiento que metiendo un ataúd y convencer luego al sepulturero de que pusiera aquellas dos palabras en el cemento que precintaba el nicho. Hasta muerto había que seguir pagando impuestos.

Una algarabía me sacó de mis pensamientos, que divagaban sin control ni freno. Un alboroto que solo los niños son capaces de producir. ¿Niños? Por instinto y curiosidad malsana, guie mis pasos en dirección al runrún que rebotaba entre las tumbas de manera extraña, impropia. Pensé en la posibilidad de que hubiera algún tipo de excursión en el cementerio.

—Niños, hoy iremos a visitar el cementerio —dijo la maestra de la guardería, que recibió como respuesta una ola de vítores alegres.

Desde luego, este contacto íntimo con las necrópolis no era común en nuestro país, pero me constaba que en otros países más al norte, los cementerios no solo eran un lugar donde enterrar a los vivos que habían dejado de serlo, sino que además eran lugares de agradables paseos, a donde se podía ir con el perro y que, en ocasiones, eran nombrados, incluso, patrimonio de la humanidad.

Los grititos y las risas estaban cada vez más cerca, al otro lado de la esquina. Curioso y precavido, eché un vistazo. Ciertamente, delante de un bloque de nichos se extendía una porción de terreno donde convivían cipreses y tumbas antiguas. Un puñado de críos jugaba al pillapilla, a la rayuela o con las palmas de las manos, mientras entonaban canciones tradicionales que mi memoria había olvidado. Un grupito de ellos jugaba al escondite. Así, mientras un chiquillo de apenas cuatro años, elegantemente vestido como si fuera a hacer su primera comunión, contaba de forma errática contra el mármol de los nichos, sus amigos, de edades parecidas, se ocultaban tras lápidas, cruces y ángeles de piedra en actitud piadosa.

Salí de mi esquina y me expuse a la vista de los chicos. No se inmutaron. Siguieron a lo suyo. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Miré los mármoles y comprobé que me encontraba ante un bloque completo de tumbas dedicadas exclusivamente a albergar niños. Los nichos vacíos dejaban ver unas oquedades más pequeñas. Se me encogió el corazón. A diferencia del resto de las lápidas que había visto, aquí todas rezaban de la misma forma: «Voló al cielo».

Aturdido, avancé en paralelo al bloque de sepulcros, dejando que los críos, en sus juegos, pasaran a través de mí.

«Voló al cielo».

«Voló al cielo».

«Voló al cielo».

Una lápida compartía dos difuntos, uno de seis meses y otro de dos años. Se me encogió el corazón, un poco más aún.

«En vida fuiste una bella realidad y ahora serás el más bello de nuestros recuerdos». «Voló al cielo». «Voló al cielo». «Voló al cielo».

Los objetos personales eran peluches, pequeños muñecos de colores quemados por el sol y chupetes. Se me encogió el corazón, un poco más, y más aún.

«Voló al cielo». «Voló al cielo». «Voló al cielo».

Flores blancas aquí y allá, como los crisantemos que llevaba para mi padre. Algunas tumbas lucían lustrosas, limpias y adornadas. Otras, sin embargo, aparecían descuidadas y olvidadas. «Voló al cielo». En aquel mural donde lucía sincera la injusticia, y la crueldad de la vida se llevaba sin piedad a los seres más inocentes; en aquel dique de huecos rellenos de pureza y candidez; en aquel bloque de tumbas destinadas a los niños, había un nicho que era diferente a todos, por su tristeza y su desdicha. Ni lápida ni cemento que sellara el hueco. Únicamente una montaña de escombros caídos tras la que había un ataúd blanco, de pequeño tamaño, raída la pintura, desamparado. Desolado. A la vista de todos. Sin peluche, sin chupete, sin flores blancas.

Se me rompió el corazón. Las lágrimas brotaron de mis ojos enrabietadas ante aquella ofensa, ante un olvido imperdonable. Un silencio sepulcral envolvió de pronto la escena y supe, de inmediato, que los niños que jugaban ya no estaban allí. El llanto rabioso dio paso a un llanto triste y, posteriormente, a un gimoteo de consuelo para aquella criatura abandonada y olvidada en su nicho derruido.

Tomé uno de los crisantemos blancos que llevaba en el ramo y lo deposité sobre la montaña de escombros.

—Vuela al cielo.

El viento frío azotaba mi piel, secando las lágrimas. Poco a poco, la calma pareció volver a mi espíritu, que se sentía derrotado y abatido ante tantas emociones intensas.

Noté que algo tiraba de la pernera del pantalón. Al mirar, un chiquillo de ojos enormes y manos regordetas señalaba insistentemente un bloque de nichos situado más abajo. De inmediato, reconocí el lugar. Allí estaba enterrado mi padre. Sin duda, aquel era el lugar. Cuando fui a darle las gracias al chiquillo, este ya no estaba. Me arrebujé dentro del abrigo y seguí la dirección dada, como una polilla que se dirigiera hacia la luz de una vela, donde, sin saberlo, moriría como Ícaro cuando intentó alcanzar el sol.

No había tenido la oportunidad de despedirme de él. Todo había sucedido de forma repentina; de una manera tan inesperada que había dejado una herida en mi alma que todavía supuraba resentimiento, rabia y soledad. El viento soplaba helado y el día se oscurecía por momentos, lo que creaba una sensación opresiva a mi alrededor. Los pasos resonaban huecos contra el suelo de cemento, un sonido que rebotaba en las lápidas para después ser arrastrado por el ventarrón y diluirse camino al firmamento, como el espíritu de los creyentes.

A medida que me acercaba, el estómago se encogía y la boca se me secaba. ¿Nervios? ¿Ansiedad? ¿Qué buscaba, en realidad? ¿Qué haría si el viejo se me aparecía? ¿Qué le diría? ¿Lo siento? ¿Siento no haber venido antes a visitarte? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me abrazaste más a menudo? ¿Por qué no recuerdo un «te quiero» tuyo? La garganta se me anudó y el llanto amenazó con regresar de nuevo.

Y de repente, allí estaba yo, delante de la tumba de mi padre, con un ramo de crisantemos blancos en una mano y el corazón roto en la otra. Por un instante me sentí ridículo. No supe qué hacer. Hacía mucho que había olvidado cualquier plegaria y se me antojaba ridículo hablarle al vacío. Si al menos estuviera allí, conmigo, como lo estuvieron los críos o el hombre de patillas anchas. Los segundos caían uno tras otro, haciéndome viejo, tiñéndome el pelo de blanco, arrugándome la piel y dejando opacos mis ojos.

—Papá —dije en un murmullo quedo—. Papá, ¿dónde estás?

El mármol negro lucía sucio. Los dos pequeños floreros destinados a mantener vivo el recuerdo aparecían vacíos y descuidados. Fui absolutamente consciente de que era demasiado tarde. Demasiado tarde para un abrazo. Demasiado tarde para una mirada de amor. Demasiado tarde para un «te quiero». Demasiado tarde para nada.

Caí de rodillas, derrotado, sobre el cemento, tan frío como el hielo, y empecé a llorar sin consuelo.

—Papá —dije gritando—. Papá, ¿dónde estás?

Notaba cómo mil pares de ojos me miraban, salidos de los nichos, de debajo de la tierra, desde arriba, en las alturas, más allá de las nubes.

Me incorporé, decidido a cerrar la herida de una vez para siempre. Toqué la lápida. Helada y húmeda, y recordé los versos del poeta.

Los muertos, los pobres muertos, sufren grandes dolores,

y cuando octubre, podador de viejos árboles, lanza

su viento melancólico en torno a sus mármoles,

seguro que debe considerar muy ingratos a los vivos […]

Tiré del mármol hacia mí, resquebrajando la lápida como Jesucristo había resquebrajado al morir el velo del templo de Jerusalén. Trozos de piedra negra y cemento se desprendieron, abriendo el nicho tal y como hiciera el ángel del Señor con el sepulcro del Mesías. El fuerte olor que salió de la oquedad no me impidió seguir con la tarea. Contemplé el ataúd de mi padre, madera rústica quebrada por el paso inexorable de la eternidad. Me encaramé al hueco escalando a duras penas sobre las lápidas que quedaban debajo. Empujando el féretro a un lado, busqué y encontré la manera de meterme allí dentro.

El sonido del viento se escuchaba ahora lejano y, sin esperarlo, me sentí en casa. El olor de los crisantemos perfumaba la estancia. Abajo, los niños reconstruían la lápida como si fuera un rompecabezas sencillo mientras el señor que vestía de forma elegante un traje bastante pasado de moda, con corbata ancha del tamaño de sus patillas y figura rocosa y espigada recolocaba la losa en su lugar.

Fuera empezaba a llover.

Y yo sentía ya a las cuadrillas de la muerte relamiéndose por el inminente festín.1

Paraguas rotos

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