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Evangelio según Judas Iscariote

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El olor continuaba adherido a su glándula pituitaria como un parásito chupasangre a la piel de un perro callejero. Por más que el ritual incluyera una ducha caliente y una exfoliación de restos orgánicos ajenos, el olor permanecía y le hacía compañía en los más íntimos quehaceres de su rutina.

Cada noche, antes de meterse entre sábanas, después de otra jornada más sin tocar fondo, se sentaba a solas en el borde de la cama, con la luz tenue de la mesilla de noche como única guía de su alma. Un faro sin farero. Un barco sin capitán. Un mar embravecido en una noche sin luna. Y lloraba. En silencio.

Lloraba a solas y en silencio. Derramando lágrimas que no recibirían consuelo. Unas lágrimas que brotaban de un corazón roto sin remedio. Roto hacía demasiado tiempo. Y recordaba lo que una vez tuvo. Y lamentaba lo poco con lo que se conformaba. Mientras las lágrimas caían estériles en una inmensidad de oscuridad y silencio. Un terreno baldío donde los sentimientos alienantes florecían igual que la mala hierba en un campo infantil descuidado. Así hasta que el llanto iba dejando paso a una calma extraña, como la arena de una playa azotada por una pleamar violenta.

Antes de apagar la luz se preguntaba si conseguiría algo arrepintiéndose ante Dios por todo aquello que, un día más, había hecho. Devolver las treinta monedas de plata, llevar un escapulario con la imagen de la Virgen del Rosario o purgar el cuerpo portando un cilicio. Pero hacía tiempo que Dios se había jubilado.

Cada noche, el sueño llegaba a través de un camino largo y ventoso. Y por ese camino transitaba, llevando a la espalda la leña obtenida en los bosques de la autoestima y la dignidad. Y justo antes de dormirse, prendía la madera. Y el fuego lamía su espíritu. Pero el olor a quemado nunca llegaba. Y aquel otro olor permanecía adherido a su ser. Restos orgánicos ajenos. El fuego purificador le mortificaba en sueños. Crepitaba violento azuzado por la conciencia.

Todas las noches transcurrían de igual forma. Hasta que la oscuridad de la madrugada ganaba la batalla y extinguía el fuego redentor, convirtiendo los remordimientos en cenizas y los malos pensamientos en sueño.

Y así, día tras día, en una espiral difuminada hacia el vacío más absoluto de una existencia fallida.

Paraguas rotos

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