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Juegos en silencio

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A aquella hora de la noche el guardián terminaba la ronda, asegurándose de que ninguna pareja de enamorados o ningún deportista de mediana edad, de esos que corren con camisetas promocionales de algodón, se quedaban a propósito o por despiste en el interior del parque.

El lugar gozaba de bastante fama entre los habitantes de la ciudad, que acudían a diario a pasear, a hacer algo de ejercicio o, sencillamente, a disfrutar del tiempo libre. Contaba con amplias extensiones de césped, un rocódromo, un circuito para hacer deporte e incluso un pequeño lago con una cascada de agua donde vivían media docena de patos y cisnes que parecían no aburrirse nunca de su anodina vida. Las familias acudían a merendar, y los bancos de madera se ocupaban con gente que miraba pasar a otra gente. Aunque diversos carteles alertaban de la prohibición de alimentar a los animales, estos acudían al encuentro de las personas porque sabían que era la única forma de variar la dieta.

A pesar de toda la oferta de actividades al aire libre, la principal atracción del parque era la zona infantil. Dividida en dos áreas —una para niños menores de cinco años y otra para los mayores—, recibía cada día la visita de muchos chiquillos, que llenaban el lugar de alegría, carreras y experiencias divertidas. Columpios, toboganes y diversos conjuntos modulares de juegos equipados con puentes, pasarelas y escaleras. Balancines y remos para uno o varios críos, casetas de pequeño tamaño y un suelo acolchado capaz de amortiguar las más aparatosas caídas y que, muy a menudo, aparecía pintado con tiza, listo para jugar al tejo. Una valla con tablones de colores delimitaba el perímetro de la zona de juegos, que contaba, además, con varios carteles que advertían a los adultos de las medidas de seguridad y las normas de uso. Nada de pelotas. Nada de carreras. Nada de patines. Nada que no se pudiera incumplir.

A aquella hora de la noche, el viento mecía las ramas de los árboles que, de día, ofrecían sombra a los bancos repartidos por el parque y que, por la noche, entonaban su lamento a las almas tristes. Un cántico dedicado a las ánimas que no encontraron nunca consuelo. Las farolas, repartidas aquí y allá como si de un acto de caridad se tratara, emitían una luz tenue y tímida, más propia de los jardines de un sanatorio. El guardián del parque acababa cada noche el turno cerrando la verja principal de entrada al recinto, dos puertas enrejadas cuyos goznes chirriaban tan agudos como el grito de los cerdos en el matadero justo antes de cortarles el cuello de oreja a oreja. Las puertas chocaban una sobre la otra y quedaban definitivamente atrancadas al pasar el cerrojo, tal y como se hace con las puertas del cementerio.

A medianoche, las farolas se apagaban por la acción de un reloj programable y el agua de la cascada dejaba de caer. Solo los árboles continuaban con sus cánticos, aderezados a veces por el susurro de las hojas secas que, caídas al suelo, eran arrastradas por el viento nocturno.

A partir de esa hora venían ellos. O los otros. Aparecían en el parque infantil flotando etéreos entre colores primarios. Espectros. Fantasmas. Apariciones. Espíritus de niños que acudían a vagar entre columpios y toboganes con la mirada perdida. Jugando a su manera. En silencio. Sin risas ni llantos. Sin gritos alborotados. No jugaban a la gallinita ciega ni al escondite. Ni saltaban a la comba. No hacían el juego del pañuelo ni había juegos con las palmas de las manos. Solo ánimas mudas que deambulaban entre el mobiliario urbano, conservando aún sus rasgos mortales. Aquel que había muerto de cáncer y lucía calva y ojeras. Aquel otro que, habiendo caído a la piscina sin que nadie se diera cuenta, murió ahogado y mostraba todavía la piel arrugada y los labios amoratados. Alguno que sufrió la frustración de un padre cobarde y presentaba, fresca, la marca de las manos del fratricida alrededor del cuello y las hemorragias petequiales en los ojos. Niños. Niñas. De cinco años. «Yo tengo casi seis». De siete. De ocho y de nueve. Y de un año, que recién aprendieron a caminar cruzaron inocentemente el asfalto y ahora se movían por el parque infantil sin dolor ni cojeras, exhibiendo su masa encefálica a través del cráneo fracturado. Subían y bajaban. Se cruzaban entre ellos. Los columpios se balanceaban sutilmente y el muelle de los balancines apenas emitía sonido alguno.

La noche avanzaba entre juegos en silencio, bajo la atenta mirada de la luna que, allá arriba en el firmamento, cuidaba de las almas atribuladas. Hasta que los pájaros despertaban y los patos graznaban al alba reclamando su dosis de comida. Entonces, los niños se disolvían en el viento. Poco a poco. De uno en uno. Como pompas de jabón que explotan al azar. Y para cuando el parque abría sus puertas, ni los árboles cantaban ya.

Y así pasaban los días. El sol salía y el parque abría de nuevo sus puertas para recibir a los empleados de mantenimiento. Al cuidador de las aves. A los jardineros que cortaban el césped. Al personal de limpieza de los baños y al que barría las hojas secas. Aquellas que quedaron agotadas en el pavimento tras una larga noche de cantos funerarios.

Pronto llegan los primeros usuarios. Jubilados que hacen sus estiramientos y grupos de practicantes de yoga que extienden sus esterillas sobre la hierba y gestionan sus centros de energía. A media mañana, cuando el sol recorta la sombra de los árboles, llegan los primeros niños, a bordo de sus carros o sobre sus bicicletas de plástico con ruedas anchas. Los más pequeños son siempre los más madrugadores, algo que se ve en la expresión resignada de sus padres. Y el parque infantil se llena otra vez de vida. De gritos y de juegos. Los niños corretean entre las atracciones sin saber que en ellas han estado jugando ellos. O los otros. El enfermo. El ahogado. El ahorcado y el atropellado. El que murió de forma súbita y solo gateaba. Y el otro que se cayó, con tan mala suerte que su cabeza se estrelló en una esquina. El que falleció de meningitis y el que salió volando del coche en una de las vueltas de campana por no llevar el cinturón de seguridad.

Así, el parque se llena a medida que pasan las horas y la actividad infantil va en aumento, como pasa con el agua que se pone al fuego y empieza a calentarse, hasta que aparecen unas pequeñas burbujas que anuncian que pronto comenzará la ebullición. Tal y como ocurre con la hormiga que encuentra una mosca muerta y corre a anunciar al resto que hay trabajo que hacer, y pronto el número de insectos es tal que cargan con los restos del díptero como si de una procesión profana se tratase.

Ahora no es la luna quien custodia a los infantes, sino sus padres y madres y abuelas y tíos y hermanos mayores. Vigilan a los niños sin darse cuenta de que más allá de las vallas de colores, por detrás del respaldo de los bancos de madera, hay una presencia fantasmagórica de hombres y mujeres adultos. Siempre a la sombra de los árboles, discretos, observando con tristeza cómo juegan sus hijos. Aquellos que se quedaron sin progenitor y que crecerán sin el recuerdo real de papá o de mamá. Allí está, bajo la luz dorada del sol, aquel que bebió demasiado antes de coger el coche. Aquella que, deprimida, saltó del noveno piso. Y el que, sin razón aparente, fue reclamado de improviso por las fuerzas cósmicas. Acuden cada día a ver a sus hijos. En sus caras, esa media sonrisa triste de payaso, amarga como un trago de decepciones. Los ven crecer. Se alegran de sus pequeños logros y gozan escuchando sus risas, sabiendo que tarde o temprano cambiarán el parque por otro tipo de entretenimientos, y ya no habrá razón para volver.

Para cuando el guarda comienza a avisar del cierre de las instalaciones, los fantasmas adultos se disuelven en el aire, como el vapor de azufre en los confines del averno. Y la luna vuelve a estar alta y las farolas se apagan. Entonces, los fantasmas infantiles regresan y se alegran de ver que en el suelo alguien hizo dibujos con tiza.

Paraguas rotos

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