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¿CUÁLES SON LAS CARACTERÍSTICAS COMUNES DEL ASI?

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La falta de una mínima comprensión de las características que tiene el ASI lleva generalmente a una falta de empatía brutal con el sufrimiento de las víctimas y a intervenciones que lo único que hacen es ahondar el dolor. En este sentido, la ignorancia no solo es atrevida, sino además muy hiriente. Muchas veces, por ejemplo, fui testigo de cómo se dudaba de la veracidad de los testimonios de algunas víctimas. Los cuestionamientos son siempre los mismos: «¿Y por qué no hablaron antes?; ¿por qué ahora, después de tanto tiempo?»; «¿Y cómo no se defendieron, si ya eran mayorcitos?». El caso de James Hamilton, una de las víctimas del sacerdote chileno Fernando Karadima, en el que los abusos continuaron durante muchos años, estando incluso casado y ya con hijos, suscitaba aún más incredulidad. La gente decía: «Vale, entiendo que, siendo un menor, haya podido haber sido abusado. Pero ¿por qué no cortó siendo ya adulto? ¿No será que en el fondo era gay y se casó para ocultar su homosexualidad?». Otros, en tono más irónico, afirman: «Para mí que era bisexual y le gustaba…».

La primera pregunta que le hicieron a James Hamilton en la entrevista del programa de Tolerancia cero fue precisamente esa: «¿Qué hace que una cosa como esta pueda suceder?». Sin duda es la pregunta que muchos se hacen: «Si te estaba haciendo tanto daño, ¿cómo permites que te case, bautice a tus hijos y encima sea el padrino de uno de ellos?». Recojo aquí parte del testimonio de James Hamilton 1:


Es la pregunta que yo mismo me he hecho durante años… No tanto qué le pasa a él, sino qué le pasa a uno para haber vivido esta experiencia que te hace perder el centro […] que provoca dentro de uno un quiebre interno total hasta que finalmente te transformas en un perverso… ¿Por qué uno engaña y persiste tanto tiempo? Soy el primero que me lo planteo 2.


En su testimonio, el doctor Hamilton cuenta cómo los abusos no solo se daban en la habitación del cura, sino esporádicamente en su propia casa, con la excusa de revisiones médicas. Su despertar comenzó cuando, en una ocasión, al salir de la misa, uno de sus hijos pequeños se perdió. Él salió como un loco en su búsqueda, y el primer lugar al que fue a mirar fue la habitación del párroco. El niño estaba allí, pero, gracias a Dios, estaba solo. Esta reacción fue sentida por su mujer, Verónica Miranda, como muy extraña, y se convirtió en la ocasión para que él pudiera romper al fin su silencio con ella. Verónica fue clave en todo el proceso, especialmente a la hora de iniciar y dar continuidad a las denuncias. En otro lugar de la misma entrevista comenta Hamilton:


Otra de las dudas que la gente expresa es: «Esto es un tema de homosexuales…». La gente no tiene ni idea, la gente comenta con mucha liviandad. Nunca he sido homosexual, pero me lo he llegado a cuestionar, y ha sido terrible.


En el párrafo que viene a continuación deja entrever algunas respuestas que profundizaremos más tarde:


Tantas veces intenté alejarme, y, cuando él veía eso, mandaba a conversar conmigo a sus sacerdotes más cercanos (Barros, Arteaga), que me decían que estaba haciendo sufrir al Padre con mi actitud y lejanía. Así, al final no aguantaba más la presión y terminaba yendo de nuevo a la habitación… Él era como un papá hacia el que sentía amor y odio… Tenía miedo de perder el favor de Dios… Hay un momento en el que estás tan desorientado y tienes tanto odio hacia ti mismo que todo te da igual… Te sientes basura, que te use.


Muchas otras víctimas suelen preguntarse por qué, a pesar de todo el terror que les provocaba el abusador, no terminaban de cortar el vínculo con él y volvían una y otra vez a la escena del crimen, en la que el abusador seguía haciendo de las suyas. Mi objetivo en este capítulo es adentrarnos en la dinámica del abuso. En casi todos los casos veremos además que hay un mismo patrón de conducta, con elementos que constituyen un denominador común. Ojalá nos sirva para empatizar con su dolor y su lucha y no ser de esa gente que comenta con liviandad. Sin más preámbulos, vamos a ello.

Las principales características, comunes a toda relación abusiva son cinco: la primera, lo que podríamos llamar el proceso de vampirización; la segunda, el secreto; la tercera, las amenazas y represalias ocultas; la cuarta, la confusión, y la quinta, la responsabilidad única y exclusiva del abusador.

Estoy seguro de que después de este capítulo ya tendremos elementos suficientes para entender por qué las víctimas suelen tardar tanto en romper su silencio y por qué la relación abusiva en algunos casos se extiende durante tantos años.


1. ¿Cómo es posible que el abuso se extienda en algunos casos durante años? El proceso de «vampirización» y «síndrome del hechizo»


La expresión «proceso de vampirización» es de Barudy, y me parece genial para ilustrar el proceso de seducción por medio del cual la víctima termina cayendo rendida en las redes del abusador. Barudy afirma que este proceso es «comparable al proceso de lavado de cerebro, utilizado en países totalitarios para lograr una sumisión incondicional de sujetos rebeldes sin utilizar violencia física» 3.

La otra expresión que seguro ayudará mucho para comprender cómo el abusador logra el control absoluto sobre su víctima es la del «síndrome del hechizo». El hechizo es definido como la influencia que una persona puede ejercer sobre otra sin que esta última se dé cuenta de ello 4.

No hace mucho, en España fue noticia el caso de una joven de 18 años que se escapó de su casa para vivir con un supuesto gurú en la selva del Perú. Sus familiares la encontraron, junto a su bebé, en condiciones lamentables. La chica estaba como ida, en un estado como de trance que la mantenía en cautividad, habiendo perdido todo sentido crítico, mostrándose indiferente a las muestras de cariño y de cuidado por parte de su familia. Con ella había otras chicas. Se trataba sin duda de un grupo sectario. El líder fue detenido por las autoridades de Perú. Esta dinámica de anular casi por completo la voluntad de las personas para así dejarlas a merced del arbitrio del líder es típica de las sectas, y también de las relaciones abusivas, especialmente cuando las víctimas son adolescentes o adultos vulnerables.

El abusador gana poco a poco el afecto y la confianza de la víctima –también de su familia– y se va apoderando, en una dinámica creciente, de su conciencia y voluntad. A estos primeros momentos se les llamado «fase de seducción», en la que el abusador manipula la relación de dependencia y la confianza de la víctima. Comienza un acercamiento sistemático, en ocasiones con regalos o expresiones de cariño. El abusador tratará de convertirse en una figura paterna más. Se vale de juegos, obsequios para engatusar a los niños y captar su atención, buscando la ocasión para quedarse a solas con el menor. El niño lo detecta como algo natural, sin llegar a ver el grave peligro que le amenaza.

Para hechizar a su víctima, el abusador se sirve de la mirada, el tacto y la palabra. Para Perrone y Nannini, citados por las autoras del informe UNICEF, la mirada del abusador sexual, al carecer de palabras explícitas que la acompañan, favorece la confusión respecto a lo que verdaderamente significa: «Es frecuente escuchar a los niños víctimas de abuso sexual describir el impacto y el poder de la mirada de los ofensores sexuales. Algunos incluso la describen como la capacidad para hipnotizarlos». En cuanto al tacto, los contactos físicos generan confusión cuando están asociados al juego o al cariño como modo de acceder al cuerpo del niño. La palabra, finalmente, «será el vehículo por medio del cual el ofensor generará no solo amenazas, sino distorsiones cognitivas en el niño a través de la tergiversación del sentido de sus acciones» 5.

Cuando se llega a concretar el primer abuso, no es porque al abusador le haya sobrevenido una calentura imprevista y repentina; él, como un cazador, que poco a poco va acorralando a su presa, lo tiene todo pensado y premeditado.

Estamos ya a un paso de la interacción sexual abusiva. Aquí, el abusador, de forma gradual y progresiva, comienza a realizar persistentemente con la víctima actos que le satisfacen sexualmente. Generalmente, en un principio, estos actos van desde la exposición de los genitales por parte del abusador, o mirar los de la víctima, hasta tocar y hacerlos tocar, incluyendo la masturbación. También todo lo referente a exponer al niño o la niña a situaciones sexuales que no corresponden a su edad, como la exposición de material pornográfico, comentarios y relatos eróticos, etc. En una fase más avanzada y crónica, el abuso deriva en sexo oral, en penetración (con objetos, anal o vaginal) y otras aberraciones inimaginables.

En el caso, por ejemplo, de las víctimas de Karadima, este proceso es también muy evidente. Tanto Hamilton como Cruz reconocen que en su infancia y adolescencia padecieron una carencia significativa de la figura paterna. El abusador suele centrarse en niños que no reciben la suficiente atención en casa, que sufren carencias emocionales o hijos de padres solteros que no les pueden dedicar el suficiente tiempo. Karadima aprovechó muy bien esa carencia para ofrecerse como el papá que no habían tenido; ellos afirman que se autoadoptaron como sus hijos, fascinados ante el hecho de que semejante personaje, tan importante y con tanta fama de santidad, se fijara en ellos, que eran unos pobres «cabros» –chavales–, y los invitara a ser parte de su círculo más íntimo. Y es que, en contra de lo que la gente suele pensar, el abusador puede llegar a ser un tipo encantador. Con su carisma, su simpatía, su grandilocuencia, y desde su rol de sacerdote con fama de santidad, que decía haber sido discípulo del P. Hurtado, es capaz de «encantar», hechizar, embrujar a sus víctimas, haciéndolas incondicionalmente dóciles a sus caprichos y perversiones. El mismo James Hamilton, en la entrevista ya señalada, comenta con mucha lucidez:


Tardas en reconocer que por lo menos [el abuso] es algo inadecuado. Y tienes que volver a reubicarlo en la casilla de lo que está bien o mal… Acá, lo impresionante es que te borran el sistema valórico. Estoy seguro de que [quienes rodean a Karadima y lo defienden] son buenas personas, pero con un servilismo brutal… el abuso psicológico es brutal.


Desde aquí me atrevo a afirmar que muchos que defendieron a capa y espada al P. Fernando Karadima, que se la jugaron por su inocencia y pusieron la mano en el fuego por él, en el fondo lo hacían desde su condición de ser también víctimas. Así, Mons. Juan Barros – cuyo nombramiento como obispo de Osorno traería tanta polémica–, Mons. Andrés Arteaga, el P. Esteban Morales y muchos otros, aunque no hayan sufrido abusos sexuales –al menos que se sepa– por parte de Karadima, en mi opinión sufrieron un verdadero lavado de cerebro en el que perdieron todo –o casi todo– juicio crítico hacia «el santo». Sus actitudes y acciones eran incuestionables. Es más que probable que ellos también hayan sido víctimas abusadas en su conciencia y manipuladas. Por lo mismo, aunque vean, no ven. O, si ven, se minimiza, se quita importancia o se justifica. El fenómeno de vampirización, en el fondo, tiene semejanzas con lo que sucede en el enamoramiento patológico. Se idealiza y se encumbra tanto a la persona amada y admirada que no se ven los defectos o, si se perciben, no se les da importancia. Si más tarde se produce una apertura de ojos, esta suele ser dolorosa, y la persona suele recriminarse haber sido tan tonta de haber confiado tan ciegamente y haberse dejado manipular. No solo tiene que afrontar el posible perdón hacia su abusador, sino sobre todo hacia sí misma por no haberme dado cuenta antes. Ahora bien, si con el tiempo y ante tantas evidencias no reaccionas, terminas pasando de víctima a cómplice, que es lo que, en mi opinión, y seguramente sin quererlo, les ha pasado a algunos de los más cercanos colaboradores de Karadima.


2. ¿Cómo es que las víctimas no hablaron antes? La imposición del secreto


El abusador sabe que lo que está haciendo no es adecuado, y es un delito. Por eso buscará el secretismo e impondrá la ley del silencio: «Este es nuestro secreto, solo entre tú y yo… nadie más lo sabrá…». Además, el niño tiene la convicción impuesta de que sus vivencias son incomunicables. El abusador manipula el poder y carga a la víctima con la responsabilidad del secreto, lanzando mensajes a su víctima, como: «Nadie te creerá; iré a la cárcel, y tú, al reformatorio; tu mamá se morirá de pena», etc. El niño o adolescente termina aceptando el silencio como una manera de sobrevivir; suelen entrar en la dinámica del chantaje, con lo que obtienen favores, regalos y privilegios por parte del abusador. Esto «aumenta el círculo infernal que permite la desculpabilización del abusador y, al contrario, aumenta la culpabilidad y vergüenza de la víctima» 6. Ahora podemos ya entender por qué en muchos casos pasan años antes de que la persona abusada pueda romper su silencio. El caso paradigmático de James Hamilton, que estamos siguiendo, es muy iluminador en este sentido. Escuchémosle de nuevo:


No tenía duda de que la culpa era mía, porque una persona con tanta fama de santidad, con tantas vocaciones, sacerdotes, obispos, ¡qué sé yo!, no puede hacer mal. Lo que pasa es que él tiene una debilidad provocada por mí… Hay algo diabólico en uno que genera en él una debilidad que no puede tolerar. Por tanto, yo soy el culpable; ahí entras en la magia de todo este tema: yo soy malo y él, que es el representante de Dios, quien me puede absolver de mi maldad. De esta forma logra tener absoluto control sobre uno. Me di cuenta a los 39 o 40 años, después de tres años de terapia… Tardas en darte cuenta de que no eres culpable, sino víctima.


Recuerdo también el caso de Estrella, la mujer con la que comenzábamos el libro. Fue abusada por dos de sus primos. El primer abuso sucedió cuando apenas tenía cinco años. Su manera de explicar el abuso era: «Llegué a la conclusión de que algo había en mí que hacía que los hombres de mi familia no pudieran contenerse. Me decía a mí misma: “Debe de ser que yo soy quien les provoco”».

El silencio del niño no solo protege al abusador, sino a sí mismo y a su familia. El informe que ya hemos citado de UNICEF Uruguay afirma que, en el caso del ASI intrafamiliar, lo primero que se puede decir es que siempre desata un conflicto de lealtades:


Si quien abusa es un padre, están en juego las relaciones afectivas de los otros hijos y la madre. Si quien abusa es un abuelo o un tío, está en juego el universo emocional del progenitor relacionado con quien abusó. No hay forma de que el descubrimiento del abuso sexual intrafamiliar no desate una fuerte e inevitable turbulencia emocional. Por otro lado, el abuso intrafamiliar produce un mayor nivel de rechazo social, pero también de negación. Si socialmente ya cuesta entender que pueda haber una persona que se sienta atraída sexualmente por los niños, y que no tiene necesariamente que ser un enfermo ni estar «loco», cuando se trata de un abuso sexual intrafamiliar, mucho más 7.


Esta es una de las principales causas por las que el ASI, sobre todo cuando es intrafamiliar, es tan poco denunciado. En muchos tribunales, desgraciadamente, este silencio se ha interpretado como complicidad del niño con el abusador, por no comprender el abuso de poder que está detrás. Además, históricamente, todos los asuntos que sucedían en el seno de una familia eran considerados como «asuntos privados»; esto ha sido un gran factor de impunidad para este tipo de delito 8.

Si las víctimas logran comunicar su experiencia indecible, entonces pasamos de la fase de la imposición del secreto a la fase de divulgación: esta puede ser accidental o premeditada, por causa del dolor o por proteger a otro más pequeño (hermanito, sobrino…). En esta fase, el niño logra contar a un adulto que le parece confiable lo que le está ocurriendo, o algún adulto se da cuenta de que algo raro pasa y conversa con el menor. Sin embargo, el niño abusado sexualmente no hablará fácilmente del problema, y pueden pasar días, meses o años hasta que revele su secreto. Esto no significa que el niño no comunique a través de su cuerpo y ciertas conductas extrañas su sufrimiento. En esta fase de la divulgación, la familia es un pilar fundamental de contención que puede resultar decisivo para lograr un psiquismo menos dañado. Es terrible, sin embargo, cuando la madre u otros adultos significativos no creen –o no quieren creer– los relatos del niño.

Una vez que el niño ha podido divulgar lo que le pasa, se ha estudiado un fenómeno conocido como fase de represión o retractación. En esta fase, la familia busca imperiosamente recuperar el equilibrio para mantener la cohesión; la crisis provocada por la divulgación puede ser insoportable para todas las personas implicadas; por lo mismo, generalmente se culpa al niño de la situación, no se da importancia a lo ocurrido, se transforma en fantasía o se evita definitivamente. Este fenómeno ha sido conocido como el síndrome de acomodación de Summit 9; en él, la víctima niega el hecho o lo justifica racionalmente para invalidarlo. Cuando el niño –o el adulto– percibe el tsunami que ha provocado al romper su silencio, es muy posible que se retracte como una forma de frenar las consecuencias de su divulgación. Por eso es muy triste ver cómo en los tribunales los niños desmienten el abuso. Si el juez y los profesionales que están a cargo de su caso desconocen este síndrome, tenderán a dejar sin cargos al agresor, dejando así desprotegido al menor y a merced de nuevos abusos.


3. ¿Por qué el menor llega incluso a proteger a su abusador? Las amenazas y la inversión de roles


Para imponer el silencio de manera eficaz, el abusador suele servirse de la amenaza, ya sea de matar a su víctima, o a su madre, o a sus hermanos, o incluso de matarse a sí mismo. He acompañado a un adulto que, cuando era niño, de los 9 a los 12 años, fue abusado por un seminarista (que fue expulsado del seminario, aunque habría sido más correcto que también la institución lo denunciara). Los padres de este niño eran trabajadores contratados por el seminario. El depravado abusaba de su víctima en el taller del seminario –¡impresiona que nadie se diera cuenta!–, donde durante algunos momentos encendía la sierra eléctrica cuando él manifestaba algún tipo de rebeldía y resistencia. Lo hacía entre risas y como si fuera un juego, pero, como se puede comprender, el pobre niño quedaba petrificado por el terror. Sin duda, en este caso, el abusador tiene rasgos de psicópata. Por supuesto, no en todos los casos las amenazas son así de explícitas; la mayoría de las veces el abusador las impone de forma implícita, generando en el menor la convicción de que, si dice algo, la familia se destruirá. El menor debe «ser bueno», y para ello no debe comunicar el secreto del abuso, ya que, de lo contrario, se produciría una gran ruptura familiar, el padre sería acusado y castigado; los hermanos, separados, etc. Estos niños abusados, el día de mañana tendrán una tendencia general a exagerar su propia responsabilidad y a convertirse en chivos expiatorios, con una tendencia a asumir culpas que no les corresponden.

Esta dinámica introduce una inversión de roles con efectos demoledores, donde resulta que el menor abusado es quien acaba teniendo el poder de destruir o no a la familia y la responsabilidad de mantenerla unida. En vez se ser cuidado y protegido, el menor se convierte con su silencio en cuidador y protector, asumiendo roles que ni mucho menos le corresponden. Es el niño o niña, y no el padre u otro miembro significativo de la familia, quien debe movilizar su altruismo y autocontrol para asegurar el bienestar de los otros. Se produce así una verdadera inversión de normas morales: si dice la verdad y desvela el secreto, está haciendo algo malo, y si sigue accediendo a las relaciones sexuales y ocultando la verdad, actúa bien. En definitiva, el menor tiene que autosacrificarse para así poder sobrevivir y seguir creciendo. A esto añade Barudy que «el abusador delega una misión en la víctima: esta tiene que sacrificar sus necesidades y deseos para satisfacer los suyos» 10.

Reynaldo Perrone, psiquiatra y terapeuta familiar, introduce el concepto de represalia oculta, la cual significa que, para el niño abusado, resulta evidente que cualquier intento de cambiar el statu quo le perjudicará a él y a su familia. La represalia oculta conlleva la idea de que el mal y sus consecuencias se originan en la defensa de la víctima. Y lo ilustra de esta manera: «Es como si alguien que estuviera atado corriera el riesgo de asfixiarse al tratar de moverse» 11. Este mensaje es el que provoca mayores trastornos en la víctima. Lo terrible es que muchas de estas amenazas a veces se cumplen cuando la víctima rompe su silencio. Es bastante común el que madre e hija acudan al tribunal a retractarse de su denuncia cuando el padre o familiar cercano está preso. Estas amenazas explican por qué una víctima puede volver al lugar donde se encuentra el abusador, exponiéndose así a nuevos abusos. En algunos casos parece sorprendente que la niña abusada llegue incluso a cooperar con su abusador, o hasta buscarlo ella misma. Esto se explica porque muchas veces la relación incestuosa es la única manera que tiene el menor de recibir algún tipo de afecto y atención, que de otra forma no sería posible. Además, vive con la fantasía, cada vez más real, de que sin la relación incestuosa no habría familia 12.

En el caso de las víctimas de Karadima, era muy evidente este temor: podían perder el trabajo, las amistades y, sobre todo, sentir encima el desprecio y el rechazo de muchos católicos, que los acusarían de falso testimonio y de dañar gravemente a la Iglesia. Juan Carlos Cruz, por ejemplo, afirma que una de las dificultades que tuvo que afrontar para llevar adelante las denuncias era «el sentimiento de estar siendo un mal hijo de la Iglesia».


4. ¿Por qué el relato de las víctimas suele tener incongruencias? La confusión


Es muy normal que la persona abusada encuentre muchas dificultades a la hora de relatar lo que le ha sucedido. Además, el mecanismo de defensa de la escisión hace que la víctima tenga una memoria selectiva para poder sobrevivir. El terror de la experiencia vivida impide recordar con detalle. Según Gilverti, citado por Rozanski:


La desmesura le deja sin palabras, porque se produce una situación traumática: es el fenómeno de lo indecible, aquello que no puede mencionarse, porque lo desborda la investidura del terror 13.


La mezcla de sentimientos y emociones es tan intensa que lo que sintetiza la vivencia de la persona abusada es la confusión; en efecto, la culpa, la autorrecriminación, la ira, el amor y el odio, el miedo, «se mezclan en la mente de la persona abusada como un rompecabezas que no está en condiciones de armar» 14.

Por su parte, Barudy argumenta que la confusión se produce porque los niños abusados «se enfrentan a un cambio inesperado en su cuadro de vida habitual que conduce a la pérdida de puntos de referencia». Además, «el carácter traumático del abuso sexual altera la percepción y emociones respecto a su entorno, y crea una distorsión de la imagen que tiene de sí mismo, de su visión de mundo y de sus capacidades afectivas» 15. Esta confusión juega a veces en contra de la persona abusada a la hora de enfrentarse a los tribunales, y puede poner en duda si realmente ha habido un acto de violencia sexual o no.

En el camino de sanación, los supervivientes de abusos tendrán que vencer la confusión permitiendo que puedan aflorar recuerdos que pueden ser muy dolorosos. Aunque sea difícil, esto les ayudará a clarificar hechos y sentimientos. Escuchemos nuevamente a Estrella:


Empezaron a aparecer no ya recuerdos, sino imágenes nítidas, de mi primo encima de mí, de lo sucedido, que no las podía sacar… Esta fue una imagen cruda, yo no podía seguir; ahí ya accedí a la terapia: tengo fe, sé que Dios me puede sacar de esto, pero me doy cuenta de que necesito otro tipo de ayuda.


Cuando Estrella, siendo ya una joven universitaria, cuenta por primera vez su historia a su madre, recibe un dato muy interesante que la ayudará mucho en esta superación de la confusión:


Fue importante la conversación con mi madre, porque tuve otro punto de vista de lo que yo había visto. Un miembro de la familia, a quien quiero mucho, vio un día lo que me estaba haciendo mi agresor. Lo contó, pero no le creyeron, incluso le dieron una paliza por decir que inventaba mentiras. Esto es importante, porque Dios sí que intentó ayudarme. Hubo personas que sí habían intentado ayudarme, más allá de lo que consiguieron hacer. Que haya habido un testigo es importante, porque esto habla de que no fue un invento mío ni de mi imaginación.


5. La responsabilidad del ASI


La responsabilidad del ASI es siempre del abusador; esta afirmación no admite cuestionamiento alguno. La dependencia del niño es un elemento definitorio y necesario de la infancia, y los niños tienen derecho a vivirla siempre con confianza. La transgresión de este derecho especial constituye siempre un abuso. Esto es importante para desmitificar la idea de que fue la niña o el niño quien sedujo al abusador. En muchos tribunales, esta racionalización por parte del abusador persigue atenuar, cuando no excluir, la total responsabilidad del adulto. Este mito de la niña seductora o excesivamente cariñosa es inadmisible y falso. Es imprescindible que los acompañantes y agentes pastorales tengan siempre esto muy claro. He conocido de cerca casos en los que, cuando la víctima contaba su relato a su acompañante, lo que recibió de vuelta fue una intervención desubicada y cruel: «A lo mejor fuiste tú quien le provocaste». Obviamente, ahí se interrumpe cualquier posibilidad de una relación de ayuda constructiva. Hay que insistir: la responsabilidad es siempre del adulto. Tampoco es excusa para el abuso que el adulto tenga problemas conyugales y económicos, o que haya tenido traumas en su infancia, o que él mismo haya sido víctima de algún abuso, o que padezca alguna adicción, etc. Es verdad que todo lo anterior puede un ser factor facilitador del abuso, pero no por eso se niega la responsabilidad del abusador.

Hasta aquí las características típicas y comunes de la relación abusiva. Entremos ahora a ver cuáles son las consecuencias y las huellas –esas heridas que nunca prescriben– que deja el ASI en sus víctimas.

Ya no te llamarán abandonada

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