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ОглавлениеINTRODUCCIÓN
LA LEYENDA POLÍTICA DE UN ANALFABETO
Hombre con nobles y ricas vestiduras, tendrá la cabeza ceñida por una serpiente, y con la mano izquierda sostendrá un cetro con un ojo en lo alto, y el brazo y el dedo índice de la mano derecha extendidos, como suelen hacer los que tienen dominio y mandan. La serpiente era un signo notable de dominio entre los romanos; como confirman los ejemplos de Severo y el joven Maximiliano, cuyas cabezas rodeadas de serpientes que no atacan ni hacen daño son moneda de futura grandeza. El ojo simboliza la vigilancia, la que el gran Príncipe tiene que tener si quiere el dominio absoluto sobre el pueblo.
CESARE RIPA, Iconología, 1603[1]
José Doroteo Arango Arámbula fue bandido, albañil y leñador sin estudios, pero construyó una de las narrativas políticas más interesantes, duraderas y universales del siglo XX. Un relato que aún hoy reproducen sin saberlo niños de todo el mundo cuando se disfrazan en las fiestas infantiles y cubren su cabeza con un sombrero charro, calzan botas de montar y cuelgan pistola al cinto. El mito de José Doroteo, Pancho Villa para la posteridad, fue por él mismo construido con minucia. Comienza la leyenda con el misterio de su origen (¿fugitivo de la justicia tras asesinar al terrateniente que había violado a su hermana?, ¿simple hijo ilegítimo que adopta nuevo nombre y apellido para ocultar su nacimiento vergonzante?) y se extiende hacia la eternidad en miles de imágenes millones de veces reproducidas, esculturas urbanas, canciones, estampitas, biografías, novelas, cómics, y no menos de 33 películas de televisión y de cine en las que el mito es representado por actores del caché de Antonio Banderas o Yul Brynner.[2]
El relato de Pancho Villa es muy poderoso: guerrero habilidoso, audaz y escurridizo, que se levanta en armas contra el invasor y contra el rico en defensa de sus hermanos pobres. Es una narrativa universal: la de los rebeldes españoles que inventan la guerrilla para desalojar a los franceses, la de otros defensores de la emancipación latinoamericana (empezando por Simón Bolívar y terminando con el último mito vivo del siglo pasado, Fidel Castro, y en el pequeño mito televisivo hoy desvanecido del mexicano escondido tras el pasamontañas, el subcomandante Marcos) y la de muchos personajes de todo el mundo que protagonizan el relato del débil contra el fuerte. De la revolución contra los poderosos y los invasores vivieron y murieron guerrilleros contemporáneos en movimientos armados más o menos legitimados, como los tupamaros uruguayos, las FARC colombianas, Sendero Luminoso de Perú, el IRA irlandés, la ETA española o tantos otros: pretendidas encarnaciones, cada cual a su manera, del mito británico de Robin Hood. A cualquiera de los cachorros de esas organizaciones hoy llamadas simplemente terroristas por las autoridades respectivas, les elevaría el espíritu leer las palabras con que Paco Ignacio Taibo habla de los primeros años de la construcción del mito villista:
Si bien [Villa] no construye reconocimiento social en esos años, sí construye la red y la ética, las reglas del juego y los odios a la oligarquía. La palabra se cumple, no se traiciona a un compadre, no se le roba a un pobre (a no ser que haya extrema urgencia, porque además hay poco que robar), no se viola a una mujer y sí en cambio se la seduce, se casa uno con ella, por la iglesia, por el juez, con varias si es necesario; no se respeta a los ricos ni a los curas sino a los maestros de escuela; se protege a los niños. Junto a esta ética, Villa creó un estilo: cambia de nombre como de sombrero; si va a dormir en una casa, que sea una que tenga patio y ventana para salir huyendo; no duerme uno en el lugar donde se acuesta; el caballo debe estar presto; la pistola, cargada y uno debe aparecer donde nadie lo espera.[3]
Interesa el caso de Villa porque sorprende su precocidad y su ambición en la puesta en circulación de su propia narrativa, de su propia leyenda. Por pura intuición. Sin apenas leer. Sin asesores de imagen: sus precursores, los agentes de prensa, están naciendo en esas fechas en Nueva York, pero es de locos pensar que Villa podría haber contado con uno.
Sin embargo, el día de Navidad de 1913, la revista Leslie’s, una de las más influyentes publicaciones de la época en Estados Unidos, que tiró en aquella ocasión más de 400.000 ejemplares, dedicó su portada al «audaz líder “bandido”», con una bella fotografía del guerrero montado y armado. Solo un mes después, los representantes de Villa firmaron un contrato con la poderosa productora Mutual Film Corporation. Por parte de la compañía firmó el abogado Gunther Lessing, que luego sería vicepresidente de los estudios Disney. Los productores filmarían sus batallas con él como protagonista. El revolucionario se reservó un 20% de los beneficios de explotación de la película y recibió un anticipo de 25.000 dólares (unos nada despreciables 400.000 euros de hoy). La Mutual rodó aquella película muda, que se estrenó en Nueva York, aunque en México pasara desapercibida. Luego vinieron otras, hasta cuatro, en las que Pancho Villa se representaba a sí mismo.
El líder no olvidó a la prensa escrita como apoyo a su causa. Ese mismo año se fundó en Chihuahua el periódico Vida Nueva, un diario al servicio de la causa villista, que se publicaba en la zona controlada por el caudillo y su División del Norte. Años más tarde, otro Robin Hood mítico, Ernesto Che Guevara, declararía que «la presencia de un periodista extranjero, de preferencia estadounidense, tenía para nosotros más importancia que una victoria militar».[4]
José Doroteo Arango Arámbula, jinete habilidoso, inculto y mujeriego, pasó a la historia como un libertador audaz defensor de la causa del pueblo. Construyó su propio mito de manera personal. Dispuso para ello de los medios de comunicación a su alcance: un cine incipiente y mudo, unos periódicos y revistas leídos aún solo por una minoría. Y millones de personas dispuestas a relatar y exagerar sus hazañas en la tradición oral. Y así, gracias a la fascinación nueva de las imágenes en movimiento y también de las conversaciones, canciones y relatos de la gente corriente y analfabeta y de las imágenes millones de veces impresas,
este nuevo líder montado y con espuelas representaba la rebelión contra la desigualdad de la riqueza. Cada peón deseoso de un pedazo de tierra en Chihuahua se emocionaba con una indirecta satisfacción cuando robaba ganado a los Terrazas, o cuando confiscaba fábricas o propiedades después de las batallas e imponía a los ricos contribuciones forzosas. En Villa confluían los anhelos de todo un pueblo oprimido, con ansia de venganza y con sed de justicia. La satisfacción de esos anhelos que Villa les proporcionaba a sus soldados, lo colocaba ante ellos como un ser carismático y adorable. Era una representación de ellos mismos decidiendo sobre su propio futuro. Era el poder en las manos de uno de ellos.[5]
Según Taibo, Villa estaba menos fascinado por los medios estadounidenses que estos por él, pero como mínimo el revolucionario fue muy consciente de la importancia de la prensa y el cine en la extensión de su leyenda, vistos los acuerdos que firmó con la Mutual, los posados ante las cámaras, las llamadas que hacía a los directores de los periódicos para corregir informaciones, y que su hermano afirmara, años más tarde, que «el indómito Pancho Villa temía más un ataque de la prensa que perder una batalla». Incluso aceptaba ponerse un uniforme que le prestaba la Mutual para dotar a las imágenes de un aire más marcial.
Interesa Villa porque sus hazañas reales e inventadas se difundieron como una epidemia por el México empobrecido de la época, y se proyectaron luego en todo el mundo.
Interesa porque detrás hay un relato conscientemente construido. Villa alimentó su propio mito utilizando para ello a los cronistas de su tiempo, a los fotógrafos, a los escritores y a los camarógrafos que aprendían entonces a grabar para el cine.
Cuando ya en 1921 está retirado después de decenas de batallas, recibe a una periodista estadounidense, redactora del New York Tribune, con quien conversa largo y tendido. Interesa Pancho Villa porque, hasta en esas conversaciones cansadas y nostálgicas, su actitud con la periodista es también rabiosamente moderna: el político envejecido que reniega del retrato que de sí mismo encuentra en la prensa. Dice el cansado guerrero:
Villa el bandido, Villa el asesino, Villa el enemigo de los americanos. Señorita, yo no soy un bandido, no soy un asesino y no soy enemigo de los norteamericanos [...]. Esta injusticia pesa. Me gustaría que en vez de que me juzgaran los periódicos, me juzgara un tribunal.
Interesa Pancho Villa porque su cadáver fue causa de disputa, como tantas veces ha sucedido a lo largo de la historia con hombres y mujeres controvertidos. Si en nuestro tiempo el presidente Obama aprobó que los restos de Bin Laden fueran echados al mar después de darle muerte al villano, para que su tumba no se convirtiera en lugar de peregrinación, tampoco el gobernador de Chihuahua le concedió al Villa muerto la dignidad de la cripta que él mismo había comprado en la capital del estado. Tras su asesinato (150 balazos contra su coche) fue enterrado en una modesta tumba.
Villa interesa porque la leyenda perdura en el tiempo, y se funde con teorías de la conspiración que llegan hasta hoy. Alguien profanó su sepulcro y le arrancó la cabeza tres años después de muerto. Se dijo, y nadie lo confirmó nunca, que el cráneo se exhibió en el circo Ringling, o en el Museo de Historia Natural de Nueva York... Algunos dicen que el expresidente Bush hijo sabe dónde está, porque, afirman, su fraternidad universitaria, Skull and Bones («Calavera y Huesos»), fue quien pagó por el cráneo y lo guarda en su sede principal. Ni siquiera hay constancia fehaciente de que los restos que supuestamente están en el Monumento a la Revolución en la Ciudad de México, después de larguísimos y enconados debates políticos en el país, sean realmente los de Pancho Villa.[6]
Es interesante el caso de Pancho Villa por el relato, por la simbología, por el contagio de la historia entre la gente, por la fascinación que genera, por la construcción del mito, por la confusa combinación de lo cierto con lo falso, por la transmisión colectiva de valores y fundamentos morales, por la difusión de disparates... Porque es, en fin, un interesante caso de creación, contagio y pervivencia de una historia política entre la gente, que es el objeto de este libro.
UN FENÓMENO UNIVERSAL
En lo esencial —la construcción social de historias compartidas y su difusión a través de los símbolos y del lenguaje—, la era de Internet no es muy distinta de la de Pancho Villa, ni muy distinta de cualquier otra. El caballo, por ejemplo, ha sido símbolo del poder desde la Antigüedad. En todas las civilizaciones los líderes simbolizaban su poder en representaciones que los retrataban montados y preparados para la batalla. Esa tradición se consolida a lo largo de la historia, no solo en Europa sino en todo el mundo. En los últimos años se han exhibido montando a caballo el presidente francés Nicolas Sarkozy, el colombiano Álvaro Uribe, el ruso Vladimir Putin, el rey de Marruecos Mohamed VI y otros muchos líderes contemporáneos.
El caballo se une así a los símbolos ancestrales del poder: la corona —circular, símbolo de la luz y la perfección— de origen anterior incluso a la versión de laurel utilizada en los juegos olímpicos; el cetro —el bastón que simboliza el mando y la guía— presente en el Egipto de los faraones, y aún utilizado hoy en todo el mundo en versiones diversas; así como el trono, que representa elevación, equilibrio y solidez, y que vemos también en la iconografía religiosa, o la púrpura y la piel de armiño, tan presente en la historia de las dinastías imperiales europeas. (Los defensores de los animales y los críticos del exceso de pompa vaticana protestaron cuando en 2005 el papa Benedicto XVI sacó del baúl un viejo camauro, un gorro parecido al de Papá Noel forrado de piel de camello, y también su esclavina, el manto que cubre el pecho y la espalda, símbolos ambos de majestad.)[7] La llave y la espada, el águila y el león adornan asimismo las innumerables pinturas, esculturas, relieves y representaciones que desde el momento mismo en que empieza a existir la sociedad humana, hasta hoy, ayudan a escenificar el poder.[8]
En los 3.500 años que discurren entre el desarrollo de las civilizaciones antiguas y el siglo XVI, en el que aparece la prensa periódica, el público y la información de masas, la comunicación política es mítica y está vinculada a la comunicación religiosa. El ciudadano sabe que en algún lugar remoto existe un rey que no verá en persona ni escuchará jamás, pero que representa a través de sus símbolos la tradición, los anhelos y las frustraciones de un pueblo. En la medida en que la imprenta, el telégrafo, la radio, el cine, la televisión e Internet fueron extendiéndose, la iconografía política va cambiando y haciéndose menos mágica, menos mítica, menos pomposa, más cercana. Pero resulta algo cómico proclamar, como hizo en 1997 el prestigioso politólogo italiano Giovanni Sartori, la llegada del Homo videns, como degradación del Homo sapiens, y la videopolítica como versión empobrecida de la política a secas.[9] Si algo ha hecho siempre el ser humano ha sido ver. Y si algo ha sido siempre la política es política visual. Si algo tiene el poder político es su manejo de lo simbólico y no solo de lo instrumental. Podemos imaginar un mundo perfecto en el que unos tecnócratas bien adiestrados pueden encontrar las mejores soluciones a los desafíos colectivos sin dejarse llevar por emociones y responder así ante un ciudadano medio racional, ilustrado, reflexivo y equilibrado. Pero eso no será política; no será al menos la política que el mundo ha conocido hasta hoy.
Si la videopolítica no es nueva, tampoco lo es el aparentemente vanguardista storytelling, del que se habla mucho en la actualidad, muchas veces para denostarlo. El término ha servido a algunos para darle nombre y actualización a la práctica que los políticos vienen ejecutando con más o menos pericia desde hace milenios: la narración y la puesta en escena de relatos colectivos con el fin de mantener con ellos el poder o conquistarlo. Y la costumbre de la gente de guiarse y construir y propagar ella misma esos mismos relatos. Otros, en lugar de identificar en el storytelling la ancestral práctica de las historias de caza que cuenta la tribu alrededor del fuego, llenas de guerreros valientes, héroes que unieron a la comunidad y enemigos perversos que la desafiaron, se rasgan las vestiduras anunciando «el declive de lo político», como lo describe uno de los más destacados críticos, Christian Salmon:
Las próximas campañas electorales de Europa, inspiradas por estas técnicas que se concibieron en 2008 y que asocian un cierto dominio de la retórica, el poder de escenificación, el arte del relato y las nuevas tecnologías digitales, probablemente se parecerán mucho a la que se ha convertido en la madre de las batallas electorales: la campaña de Obama. [...] Las campañas electorales se han convertido en festivales de narración durante los cuales más que ideologías se enfrentan personajes y donde el voto sanciona no tanto las competencias de un actor-candidato, sino más bien sus resultados, su capacidad para captar la atención y suscitar emoción. La experiencia política cede su lugar a la competencia ficcional. La retórica prima sobre los programas políticos, y las cualidades que se exigen a un futuro presidente abandonan el terreno administrativo, jurídico, económico o ético para instalarse en la performance narrativa.[10]
Convendría quizá aportar algunos matices a la profecía: esas técnicas se concibieron hace miles de años y son intrínsecas al ejercicio de la política. Las tecnologías digitales, por su parte, son una herramienta más para su práctica, y con seguridad menos revolucionaria, a estos efectos, de lo que lo fueron en su día la prensa, la radio y, desde luego, la televisión. No hay constancia alguna de que en otro tiempo la mayoría de la población —que por lo demás ni siquiera sabía leer hasta hace algo más de un siglo— se guiara por otra cosa que no fueran los relatos que le contaban y la simpatía hacia sus personajes. Quizá la trampa esté en tomar la parte por el todo. Renegar de las falsedades, los engaños y las imposturas de quienes no te gustan —como en el caso de Salmon los presidentes Bush y Sarkozy— y dejar fuera de la quema a quien sí te gusta es como renegar de la totalidad del arte de la cocina porque no te gustó lo que te sirvieron en el último restaurante. Hay historias mentirosas, políticos sin escrúpulos, traidores y egoístas, y los hay también con buena voluntad, honestos y generosos, como hay narrativas inspiradoras y sublimes. Las técnicas narrativas son similares, sin embargo, en todos los casos, como dejaron patente, con otros muchos, Gandhi, King o Mandela y no solo Hitler o Stalin.
Las preguntas fueron y serán siempre las mismas. Por qué la gente se somete de forma voluntaria a los mandatos de los líderes; cuáles son las bases físicas, psicológicas y sociales para que se produzca esa disposición; cómo se construyen los estados de opinión que subyacen a los movimientos y tendencias sociales y políticos; cómo se expanden las ideas, las leyendas, los mitos, las teorías conspirativas, los rumores, las opiniones; por qué la ciudadanía aprueba unas cosas y rechaza otras; cuáles son las condiciones en las que la gente se moviliza; cómo se logra atraer la atención del público y de qué forma se canaliza en beneficio de los gobernantes o sus opositores; qué papel tienen los medios de comunicación en esos procesos de construcción de la opinión pública y de seducción colectiva; cómo manejan los poderosos esos impulsos y corrientes.
LA POLÍTICA COMO DRAMA
La metáfora del espectáculo —la política como puesta en escena— es la que mejor explica los principios y procesos de la comunicación política. A fin de cuentas, la mayor parte de la gente ve la política hoy desde el sillón de su casa y habla de ella como si se tratara de una representación ajena. La inmensa mayoría no participa nunca; si lo hace, es a duras penas votando cada cuatro años. Los gobernantes se saben actores cuyo desempeño depende no tanto de lo que hacen como del resultado final de su representación. Y los medios, sus propietarios y sus trabajadores son conscientes de que, por serios y responsables que pretendan ser, deben ofrecer un espectáculo si quieren captar la atención de la audiencia de la que dependen económicamente.
Espectáculo no es aquí un término peyorativo. La tercera acepción del Diccionario de la Real Academia Española lo define como una «cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles».[11] Un debate presidencial televisado encaja bien en esa definición; también una toma de posesión, un mitin electoral, los episodios en los que se va narrando del desarrollo de una política pública, o la respuesta de un líder ante una crisis. La política toda puede encajar en esta definición.
La política es para la mayoría de nosotros un desfile pasajero de símbolos abstractos, aunque un desfile en el que la experiencia nos hace sentirnos como una fuerza benevolente o maligna que puede ser casi omnipotente. Puesto que la política puede conferir bienestar, arrebatar la vida, encarcelar y liberar a la gente y representar una historia con fuertes asociaciones emocionales e ideológicas, sus procesos se convierten en objetos en los que fácilmente se desplazan las emociones privadas, especialmente fuertes ansiedades y esperanzas.[12]
Si la política es un espectáculo, podemos extender la metáfora dramática al contenido de las iniciativas y proyectos para hablar de los relatos de los líderes y de los guiones que estos representan conforme a una escenografía casi siempre diseñada según una narrativa secuencial. Y de los políticos mismos como personajes que actúan en un drama que se representa ante los espectadores generalmente pasivos en los que tratan de suscitar ciertas emociones. Hace ya sesenta años que el filósofo y teórico del lenguaje Kenneth Burke sometió la motivación humana a cinco elementos que resultarían muy familiares a cualquier dramaturgo y también a cualquier reportero, porque coinciden con las famosas preguntas, esas que les enseñan el primer día de clase en la universidad. Dice Burke:
[...] Cualquier afirmación sobre motivos ofrecerá algún tipo de respuestas a estas cinco preguntas: qué se ha hecho (acto), cuándo o dónde se hizo (escena), quién lo hizo (agente), cómo lo hizo (agencia) y por qué (propósito)... Acto, Escena, Agente, Agencia, Propósito. Aunque, a lo largo de los siglos, los hombres han mostrado gran pericia e ingenio al reflexionar los asuntos de la motivación humana, uno puede simplificar el asunto con este quinteto de términos clave, que se entienden casi de un vistazo.[13]
Como el arco del proscenio en el teatro o el marco de un cuadro en la pintura, los medios de comunicación fijan los límites de lo que se ve. Las historias periodísticas construyen y reconstruyen las concepciones que una sociedad tiene de sí misma, los significados de lo que pasó y de lo que está por venir.
Tomemos, por ejemplo, el ataque a las Torres Gemelas, el evento político con el que comienza el tercer milenio, y el desarrollo de los acontecimientos que sacuden el mundo en su primera década. Podríamos hacerlo desde la perspectiva de la geopolítica, y estudiar los ataques y las guerras de Afganistán y de Irak como la tensión política entre dos fuerzas desiguales: el yihadismo islamista y Occidente. Cabe también un análisis económico: la batalla por el control de un recurso aún fundamental en el momento, como es el crudo de los yacimientos de Oriente Próximo. Caben múltiples aproximaciones.
Pero ninguno de esos análisis, ninguno que pudiera hacerse, debería prescindir de la forma en que los actores ponen en escena sus posiciones ante los espectadores. La mayoría de nosotros, sabiéndonos influidos por aquellos acontecimientos, tan solo hemos participando en ellos poniendo una papeleta en una urna, y quizá saliendo a la calle atendiendo a la llamada de alguna organización política.
Hemos sido espectadores de un drama vibrante construido en una secuencia bien definida por sus actores, aunque fuera un drama escrito sobre la marcha. El ataque aquel fatídico día de septiembre y los hitos posteriores no son solo eso, pero desde luego sí son episodios en un relato escrito, narrado y representado por actores convertidos en héroes, villanos, víctimas, verdugos, jueces y testigos; en escenarios diversos: trincheras, bombardeos nocturnos, desiertos lejanos, estrados judiciales, muertos, manifestaciones callejeras, salones con moquetas y banderas, remotos escondites de terroristas con la cara cubierta y lastimosos rehenes... Esos relatos, esos actores y esos escenarios han sido definidos por sus protagonistas para persuadir a sus públicos. Hay una gramática del acontecimiento y de los motivos, como diría Burke. Esos acontecimientos no simplemente reflejan la realidad, sino que la construyen.[14]
Visto desde Occidente, el relato es muy poderoso, y su argumento central, muy simple: unos villanos (los talibanes) nos atacan y nos humillan matando a miles de los nuestros. Respondemos unidos tomando el país de los villanos (Afganistán) y buscando a su líder (Osama Bin Laden). Pero no lo encontramos. Entonces, una parte de los nuestros traslada su persecución a un amigo del villano (Sadam Husein), pérfido como él, y decide invadir su país (Irak). Pero eso a algunos (a casi toda Europa) les parece un exceso y una excusa, y mostramos un fuerte rechazo (en forma de manifestaciones masivas y castigo electoral a los líderes que se embarcan en la invasión). Finalmente, el héroe inicial (Bush) termina por desprestigiarse porque, aunque se encuentra y se elimina al nuevo villano, la batalla no acaba de ganarse y el viejo y originario sigue fugitivo. Finalmente, el país atacado mata al villano originario, lo arroja al mar y celebra en la calle la venganza.
Como es natural, aunque los seres humanos no suelen hablar —a veces ni siquiera los conocen— de los relatos de otros grupos, la narrativa es muy distinta en función del grupo que la cuenta. Para un saudí, toda esa historieta es inverosímil. También para un turco o un iraní. El villano maligno es para ellos Bush, y el atentado del 11-S bien podría haber sido causado por él mismo. Tan importantes son los valores colectivos que esas narrativas alternativas transportan que podríamos hablar de una «geopolítica de las emociones», que es la propuesta de Dominique Moïsi, un profesor francés, que nos dice que mientras unos actúan bajo la influencia del miedo (Occidente), otros lo hacen bajo la humillación (el islam) y otros con esperanza (Asia).[15]
No hablaríamos de relato si no hubiera una constante actividad narrativa en los protagonistas de los acontecimientos. Visto desde Occidente, los villanos atacantes saben bien del impacto simbólico de su acción y eligen las Torres Gemelas, el Pentágono y, según parece, el Capitolio, iconos de los tres poderes de los infieles: económico, militar y político. Entre los líderes de las víctimas, uno, el alcalde Giuliani, pasa a la historia por representar de manera extraordinaria su compasión, su fuerza y su tenacidad apareciendo en el lugar del ataque al instante, decisión claramente innecesaria —y de hecho cuestionada— desde el punto de vista logístico, pero imprescindible desde una perspectiva narrativa. Bush decide tomarse el ataque como una declaración de guerra, a la que él llamará cientos de veces, promoviendo un marco específico, «guerra contra el terror». Tanto la Guerra de Afganistán como la de Irak, que se inician tras el atentado, son transmitidas en directo con unas afinadas condiciones para la propaganda: hay periodistas «empotrados» que cubren las batallas junto a los soldados, imágenes definitorias cuidadosamente manufacturadas y difundidas, como el nefasto cartel que reza MISIÓN CUMPLIDA tras un Bush pretendidamente triunfante, la revisión de la dentadura del capturado y confuso Sadam Husein o aquellas bolsitas llenas de ántrax en manos de las autoridades que aparecieron en las pantallas de todo el mundo para concretar visualmente la amenaza que debía justificar la invasión.
Nos parece que tales cosas simplemente sucedieron en realidad, pero está claro que fueron manufacturadas para suceder de tal forma, como parte de un relato. Sus protagonistas eran actores en la puesta en escena de esa narrativa.
Para decepción de quienes creen que solo manufacturan la comunicación los mentirosos, veremos en estas páginas decenas de causas hoy tenidas por nobles, cuidadosamente escenificadas. No fueron menos fabricadas las comunicaciones del presidente Roosevelt durante el New Deal, del reverendo Martin Luther King en la década de 1960, de las mujeres defensoras del sufragio universal, de Nelson Mandela y los luchadores por el fin del apartheid en Sudáfrica o de Mahatma Gandhi durante la lucha por la independencia de India. Los medios que aplicó cada cual variaron conforme a la disponibilidad tecnológica del momento y el contexto de su comunicación. Pero los principios fueron en todos los casos idénticos: un relato de poder que narrar, un público a la escucha al que persuadir, una puesta en escena que organizar, unos líderes convertidos en protagonistas de su propio guion histórico.
Desde que existe, es decir desde el nacimiento mismo del ser humano, el poder se ha expresado a través de símbolos: utilizando la palabra en el discurso, el arte en todas sus formas, el simbolismo que expresaba el orden jerárquico y la identidad y los anhelos de los pueblos y sus líderes. El poder siempre se ha puesto en escena. De hecho, la dramaturgia del poder es intrínseca al poder mismo. La mujer y el hombre necesitan construir estructuras simbólicas y narrativas que expliquen su origen y su destino y que alivien la angustia existencial, dotando de sentido y previsibilidad a los acontecimientos. Tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas, las prácticas rituales, las liturgias públicas, el simbolismo artístico son parte de la construcción mítica que nos permiten orientarnos. Esos rituales pueden ser sencillos, inadvertidos o prosaicos, como el primer ministro de hoy que desciende de su atalaya para comer con los menesterosos en Navidad, o el ministro que se somete a una sesión de control parlamentario, o el candidato que entra en un estadio al son de la música del partido en una campaña electoral. O pueden ser ritos grandiosos, como el preciosista y acompasado desfile del ejército chino en el 60 aniversario de la Revolución, la solemne investidura en el Capitolio de los presidentes estadounidenses, o un debate electoral que suscita la atención de millones de electores.
Los científicos sociales coinciden en reparar «en la existencia del instinto de alcanzar la trascendencia y crear nuevos universos culturales innato en el ser humano, un instinto que se activa sobre todo cuando el orden establecido se encuentra amenazado».[16] Por mucho que las sociedades humanas quieran distinguirse unas de otras, la panoplia de símbolos es sorprendentemente limitada en lo esencial, como explica un psiquiatra:
Toda experiencia esencial de la existencia humana se representa por medio de símbolos y relatos que, a pesar de su diversidad, se parecen de forma sorprendente entre sí, independientemente del lugar donde se hayan originado [...] El simbolismo es una lengua que trasciende la raza, la geografía y el tiempo. Es el esperanto natural de la humanidad. [...] Lo más sensato es afirmar que la propensión a crear [esos mitos] se encuentra implícita en la mente y en el cerebro humanos.[17]
Su origen remoto está en la bioquímica animal del ser humano, con pulsiones tamizadas luego por su cerebro peculiar. Desde ahí, en forma de expresiones culturales, de ritos y de estrategias de poder, adquiere las formas que hoy conocemos. Hay un viaje fascinante por recorrer desde las más instintivas bases del comportamiento político hasta las sofisticadas expresiones políticas que vemos cada día en la televisión.