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EL PRINCIPIO ES UN CÓCTEL DE HORMONAS
Las maniobras de dos contra uno confieren a las luchas de poder entre los chimpancés su riqueza y peligrosidad. Las coaliciones son clave. Ningún macho puede imponerse por sí solo, al menos no por mucho tiempo, porque el grupo como totalidad puede derrocar a cualquiera. Los chimpancés son tan inteligentes a la hora de formar bandas que un líder necesita aliados para fortificar su posición, así como la aceptación de la comunidad. Mantenerse en la cúspide es un acto de equilibrio entre afirmar la propia dominancia, tener contentos a los aliados y evitar que la masa se rebele. Si esto suena familiar es porque la política humana funciona exactamente igual.
FRANS DE WAAL[1]
El palacio evoca grandeza, como lo hacen la madera y el cuero del hemiciclo. Emociona el sonido del himno. Y un debate electoral suscita empatía con alguno de los contendientes.
Pero todo empieza en la química. En una compleja combinación de unas cuantas hormonas identificadas desde finales del siglo XIX: la adrenalina y la noradrenalina, la dopamina, la serotonina, el cortisol, la testosterona... Los elementos que circulan por el cuerpo recompensando el placer, activando el miedo, motivando a luchar o a rendirse, promoviendo el cuidado de los nuestros, también tratando de imponerse sobre ellos, generando la sospecha sobre el distinto. Todo hace suponer que la política, y por lo tanto su representación, tiene una fuerte base bioquímica, como sucede en el resto de los comportamientos humanos.
Durante la competición aumentan los niveles de testosterona. Se observó primero en unas 60 especies de pájaros: los machos de especies monógamas mantienen altos niveles de la hormona mientras ocupan su territorio y forman su familia. Los pájaros polígamos, a los que la vida exige un esfuerzo mayor para encontrar pareja, tienen siempre la testosterona en los niveles extremos. Algún interesante experimento ha demostrado que los implantes de testosterona en especies monógamas de aves puede inducir a la poligamia. A ese fenómeno general se le llamó «hipótesis del desafío»: los niveles hormonales suben para responder a la presencia de otros machos, lo cual aumenta el comportamiento asertivo del pájaro.[2]
Se confirmó más tarde observando el comportamiento endocrino en algunos mamíferos, como la hiena, el suricata o el licaón, una especie de perro salvaje africano. El estudio pasó posteriormente a los chimpancés. Los antropólogos de Harvard Martin Muller y Richard Wrangham hicieron el desagradable trabajo de tomar muestras de la orina de una colonia de chimpancés ugandeses en su hábitat entre 1997 y 1998 y concluyeron de manera rotunda que los niveles de testosterona estaban asociados no solo a la conducta sexual de los monos, sino, más específicamente, a la conducta agresiva relacionada con la competición con otros machos. Los chimpancés de mayor rango tenían más altos sus niveles hormonales probablemente porque se veían obligados a mostrar su estatus de forma continua, amenazando y peleando con otros machos de categorías inferiores de la escala social. Los monos superiores tenían que poner en escena su poder político en el grupo y se veían impelidos a ello por el efecto que aquellas hormonas disparadas producían en su cerebro.[3]
Finalmente, la endocrinología de la política pasó a los seres humanos, de género masculino y también femenino. En 1996, por ejemplo, un experimento observaba qué efectos tenía el insulto y la humillación en la conducta de los jóvenes, y comparaba las reacciones a la ofensa en dos grupos de estudiantes: en el sur de Estados Unidos —con una cultura del honor más acentuada— o en el norte. La testosterona y el cortisol de los insultados del sur aumentaban, y su conducta se volvía más irritable, más desafiante y más dominante. La testosterona y, por lo tanto, la efervescencia del carácter subieron también en tres decenas de estudios realizados con ganadores en partidos de tenis, rugby o baloncesto; afortunados en la lotería; victoriosos en competiciones de ajedrez; licenciados en Medicina el día de su graduación; jugadores a punto de salir al campo en partidos de fútbol (más aún si son en casa y contra un rival duro) o combatientes de lucha libre o judo. Esos efectos son más claros entre individuos asertivos y desinhibidos.[4]
Curiosamente, la asertividad, la moral de victoria y el espíritu guerrero no solo se elevan entre quienes saltan al campo de juego. Como notan los hooligans británicos o los simpatizantes de un partido político ganador en la noche electoral, los efectos hormonales de la victoria también operan en aquellos que no participan en la contienda y son meros espectadores. Unos investigadores midieron los niveles de testosterona de quienes votaron a Obama, el candidato ganador en las elecciones presidenciales de 2008, y resultaron ser superiores a los de quienes votaron por el perdedor.[5] Muchos votantes del presidente Obama lo celebraron esa noche y durante la siguiente a su manera: el consumo de pornografía, medido por las búsquedas en Google, aumentó en los estados en que hubo mayoría de votos al Partido Demócrata, en comparación con los estados de mayoría republicana. El consumo de pornografía (y la segregación de testosterona) siguió esa misma pauta entre los ganadores en las elecciones presidenciales de 2004 (en este caso los fogosos fueron los votantes a Bush) y en las intermedias de 2006.[6]
La relación entre el sexo y la actitud dominante de los hombres ha sido comprobada reiteradamente. Si excitas la mirada de los machos con fotografías de mujeres bellas u otros estímulos sexuales, los hombres se muestran más temerarios jugando al blackjack, por ejemplo, o más confiados con respecto a riesgos futuros, o más generosos al donar dinero, o al gastarlo, o más agresivos en su conducta belicosa. En un experimento muy cómico pero de resultados nítidos, los hombres a los que se hablaba de sexo eran más proclives a lanzar dardos a un tipo en una foto que quienes no habían sido estimulados. Los hombres, ante la mirada de las mujeres, se muestran más «valientes» al cruzar una calle con semáforo en rojo o al tomar un autobús en el último segundo. Después de las batallas, las guerras y los conflictos aumenta la tensión sexual de los machos (animales y humanos). Se ha demostrado en varias investigaciones con militares y también con gánsteres. En un análisis del comportamiento sexual de los soldados en operaciones desde la Segunda Guerra Mundial, se calculó que un soldado llega a tener ocasión de mantener relaciones con unas cien mujeres a lo largo de una vida activa de cincuenta años. Eso viene a ser diez veces más que los diez encuentros sexuales que tienen los hombres occidentales de media en época de paz en toda su vida.
Por fortuna, la cultura y la larga lucha por la igualdad de mujeres y hombres ha rebajado esa pulsión tan animal, pero lo cierto es que por su origen animal, la relación entre la dominación, el ímpetu guerrero y el sexo es muy cercana: en todas las especies animales, y también entre los humanos, un guerrero es más atractivo sexualmente que un debilucho. Y los guerreros lo saben y lo potencian. Quizá sea excesivo afirmar, como dicen cuatro profesores de la Universidad de Hong Kong, que «la selección sexual provee una explicación última sobre el origen de la guerra»,[7] pero lo cierto es que hay una importante relación entre ambas. Sexo, guerra y política tienen un origen común no exclusivo, pero sí relevante, en ese instinto de dominación tan animal y también tan humano.
Hay quien ha buscado en otra hormona, la dopamina, una posible explicación de la personalidad de algunos líderes: impulsivos, acelerados, megalómanos, orientados a un objetivo concreto. Alejandro Magno, Napoleón, también Colón o Einstein, serían dopaminérgicos, según especula un científico provocador.[8]
Quizá si se hubiera hecho un análisis clínico en profundidad a dos machos alfa del siglo XXI, Berlusconi y Gadafi, podríamos encontrar las causas endocrinas de ese pavoneo machista de orgías privadas, bunga bunga y escoltas de sexo femenino. No tenemos muestras bioquímicas de ellos, pero lo cierto es que tras el análisis minucioso que Arnold Ludwig ha hecho de los 1.491 gobernantes de 199 países en el siglo XX, concluye que «entre los distintos tipos de gobernante parece haber una relación entre el nivel relativo de su autoridad y el grado de su promiscuidad sexual, que, en consecuencia, tiene un efecto sobre su prole. Los monarcas y los tiranos, por ejemplo, que parecen considerar que la fertilización de mujeres núbiles es una obligación sagrada, son mucho más fecundos que los líderes de las democracias emergentes o establecidas, que ejercitan un menor poder».[9]
Los guerreros —y las guerreras— se ablandan, sin embargo, cuando nacen sus crías, cuando las oyen llorar o cuando las acunan, de manera que, cuentan los endocrinólogos, el subidón hormonal de las competiciones y las victorias se convierte en una suave relajación cuando se trata de padres y madres al cuidado de sus hijos recién llegados: la testosterona baja entre las madres y los padres que acaban de tener un bebé o cuando se preocupan por él,[10] como les ocurre también a otros animales.[11]
Los esposos más cariñosos con sus parejas muestran también un determinado perfil hormonal, asociado con la protección, distinto del que caracteriza a los esposos dominantes.[12] Hay no menos de 14 estudios que vinculan la personalidad asertiva, la fuerza y el poder individualista con una determinada combinación hormonal, y se ha descubierto en particular que quienes tienen más elevada la testosterona más resistentes se muestran cuando alguien frente a ellos trata de romper algún estereotipo y desafía de esa manera el statu quo. Los neurólogos afirman también que la alta testosterona se asocia con una más acentuada necesidad de dominar al prójimo, y que quienes la tienen son más extravertidos, más sociables, más impulsivos, más ambiciosos, más espontáneos y más emocionales. Hay incluso quien busca el origen de esas actitudes en la constitución hormonal prenatal, algo que hoy por hoy es meramente especulativo,[13] pero que resulta cuando menos verosímil si pensamos que aproximadamente un 30% de las cualidades del liderazgo parecen estar ya en los genes, como explican algunos estudios realizados con hermanos gemelos.[14]
LAS GALLINAS NORUEGAS Y LOS ENTREVISTADOS DE LARRY KING
La bioquímica es la base de un comportamiento observado en innumerables especies de animales sociales: la búsqueda y manifestación del estatus, el deseo de reconocimiento, la ambición de poder. En el ser humano se ve con claridad, y la política es uno de los ámbitos en los que se articula. Pero hasta un niño podría observar la lucha por el estatus mirando qué hacen los animales en una granja. Fue un crío noruego de diez años, Thorleif Schjelderup-Ebbe, quien observó a principios del siglo XX cómo sus gallinas picoteaban el alimento con un determinado orden: primero la jefa, luego la siguiente, y así sucesivamente, en forma de curiosos triángulos jerárquicos. Convirtió años más tarde las observaciones tomadas en sus libretas infantiles en una tesis doctoral, y formuló su teoría del pecking order, que en 1921 constituyó una hermosa referencia biológica de la lucha por el poder.[15]
Hay un inmenso abismo conceptual que separa la endocrinología de los funerales de Estado, las guerras u otras contiendas políticas, pero la ciencia nos permite hoy saber que el origen remoto de un debate parlamentario no es muy distinto del orden con que comen las gallinas o las peleas entre los monos:
Lo que consiguen los chimpancés con sus cargas intimidatorias —con el pelo erizado, golpeando sobre algo que amplifique el sonido, arrancando arbustos—, el macho humano lo consigue de manera más civilizada haciendo picadillo los argumentos de algún otro o, más primitivamente, no dando a los otros tiempo de abrir la boca. La clarificación de la jerarquía es una prioridad absoluta.[16]
Los tamaños y la magnificencia de las oficinas y los palacios, toda la parafernalia de los galones, el ritual de las precedencias y las reverencias en el protocolo, el número de escoltas acompañantes, las puertas por las que se entra o se sale, son señales todas ellas de la búsqueda y la definición social del estatus, de la autoridad, como lo son de sumisión los gemidos cortos, la cabeza gacha y los brazos extendidos de los chimpancés ante el macho dominante.
Hay una base biológica en esa prosaica vanidad humana (similar a la de otros muchos animales) de querer aparentar ser más alto, por ejemplo. En el caso de los nuestros, con banquetas, tarimas o alzas en los zapatos. Los grandes suelen ser más poderosos en el reino animal, y también en nuestra especie: los líderes nacionales suelen tener una estatura superior a la media de sus súbditos, y hay una cierta relación entre la altura física y la victoria electoral. La talla media de los presidentes de Estados Unidos es casi cinco centímetros superior a la media de la población adulta masculina. Desde que se popularizó la televisión en las campañas en Estados Unidos, en las elecciones Nixon-Kennedy de 1960, el candidato más alto ha ganado ocho veces, y el más bajo, solo cuatro,[17] motivo por el cual, cuando hay debates electorales, los candidatos bajos quieren debatir sentados, y los altos, de pie.[18]
Los lobos aúllan por las tardes para prepararse para la caza, y también por la mañana para preparar el día. Aúllan proclamando su poder. Los aullidos de los lobos poderosos son seguidos por el resto, pero no así los de otros lobos de estatus inferior. Los humanos también ajustan su voz en función del estatus.
Stanford Gregory se especializó en el estudio de ese fenómeno a finales de la década de 1990. En uno de sus curiosos estudios analizó el espectro de voz de varias decenas de invitados en el famoso programa de entrevistas de Larry King, en la televisión estadounidense, y lo comparó con el espectro de voz del presentador. La voz resultó ser un fuerte indicador de la jerarquía social, como Gregory y sus colegas ya habían previsto a la luz de investigaciones anteriores. Los entrevistados que habían sido calificados por un grupo independiente de espectadores como de menor nivel, como, por ejemplo, el poco vigoroso vicepresidente Dan Quayle, ajustaban su tono al de King. Por el contrario, ante invitados del estatus de Bush o Clinton, que habían sido calificados como de más alto nivel por los mismos evaluadores independientes, fue el anfitrión quien ajustó su voz.[19] El investigador volvió a estudiar el efecto de la voz en la escenificación inconsciente de la jerarquía, y esta vez se centró en los debates electorales en Estados Unidos entre 1960 y 2000. En todos los casos ganó el candidato que mantuvo el dominio de su timbre de voz frente a su contrincante. Como el lobo que aúlla primero, como el concertino de la orquesta al que los demás ajustan sus instrumentos, el dominio se expresaba también a través del oído.[20]
Como los monos y otros animales, cuando un humano ocupa más espacio en su pequeño entorno en la interacción con otros, extendiendo los brazos, ocupando la mesa con sus papeles o poniéndose a una altura mayor, está lanzando una poderosa señal de dominio que los demás perciben (por eso el tamaño de los despachos es proporcional a la posición jerárquica que se ocupa). Si el líder gesticula como líder, es probable que los demás se moderen en los gestos. Si el líder se modera en los gestos, es probable que los demás sean más expresivos con su actitud gestual.[21] Se han hecho decenas de experimentos sobre el efecto de tocar al prójimo. Basta con que roces suavemente a alguien en el antebrazo o el codo para que quien ha sido rozado sea más proclive, por ejemplo, a devolverte el dinero que has perdido,[22] a darte una propina mayor,[23] a ayudarte a recoger algo que ha caído,[24] a contestar un cuestionario[25] o a mostrarse más predispuesto a comprarte un coche.[26] Sin siquiera ver el roce, y siendo este muy leve, las personas sabemos distinguir bastante bien si el toque indica enfado, miedo, rechazo, amor, gratitud o simpatía.[27] No es lo mismo un bonobo —el sociable y pacífico animal similar al chimpancé preferido por muchos primatólogos por su parecido con el ser humano— que un mandril, más arisco y egoísta. Tampoco es igual un hombre de Marruecos que uno de Polonia —más reticente este último al tacto de otro hombre—. Ni una ciudadana del sur de Europa es igual a una del norte. Pero es evidente que a través del tacto se proyectan señales sociales en todas las culturas humanas y en muchas especies animales.
QUÉ SENTIDO TIENE LA SUMISIÓN
La representación de las jerarquías estables en las sociedades resulta muy práctica porque evita estar en permanente situación de conflicto. Los códigos del poder señalan quién es el macho alfa (o, con menos frecuencia, la hembra alfa). La transmisión en directo de la llegada a la Luna, y, por lo tanto, de quién gana la carrera espacial, o la victoria de un país en un campeonato mundial de fútbol son códigos de poder. Hay un asertivo comportamiento alfa, con importantes dosis de testosterona haciendo efecto, en cada una de esas muestras de fuerza y orgullo colectivo. La ordenación de la comunidad y del orden jerárquico dentro de ella y en relación con otras comunidades tiene una función muy interesante que explica bien De Waal:
Cuanto más clara está la jerarquía, menos necesita reforzarse. En los chimpancés, una jerarquía estable elimina tensiones y reduce las confrontaciones, pues los subordinados evitan el conflicto y los superiores no tienen motivo para buscarlo. Todo el mundo está mejor. Los miembros del grupo pueden deambular juntos, acicalarse unos a otros, jugar y relajarse, porque nadie se siente inseguro [...] Los rituales de rango entre los chimpancés no tienen que ver solo con el poder; también con la armonía. Tras una exhibición perfecta, el macho alfa se planta altanero con el pelo erizado, sin apenas prestar atención a los subordinados que se postran ante él con vocalizaciones respetuosas, besando su cara, pecho o brazos. Al inclinar el cuerpo y mirar de abajo arriba al macho alfa, el de rango inferior deja claro quién está arriba, lo que posibilita unas relaciones apacibles y amistosas. Es más, la clarificación de la jerarquía es esencial para una colaboración efectiva. Por eso las empresas humanas más cooperativas, como las grandes corporaciones y la milicia, tienen las jerarquías mejor definidas.[28]
Una vez fijadas las jerarquías iniciales, se producen alianzas y traiciones. En la política humana están a la orden del día, pero también en la política del chimpancé. De Waal narra en sus historias de simios las alianzas que se forman entre los individuos para hacerse con el liderazgo, para guerrear, incluso para buscar mediación. «Dependiendo del respaldo que cada rival reciba de los otros, emergerá una pauta que sellará el destino del líder si resulta tener menos apoyos que su retador —cuenta el biólogo—. El momento crítico no es la primera victoria del retador, sino la primera vez que el otro se somete. El anterior macho alfa puede perder muchos asaltos, huir despavorido y acabar gritando en lo alto de un árbol, pero mientras no rehúse levantar la bandera blanca en la forma de una serie de jadeos graves acompañados de la inclinación ante su retador, nada se habrá decidido. [...] [El insumiso es como] un soldado que se dirigiera a un superior sin el saludo preceptivo. Solo cuando el nuevo orden jerárquico se asienta, los rivales se reconcilian y se restaura la calma».[29]
Al saludar, al hablar, al actuar, vemos esa política de los gestos por doquier en la política humana. No es igual recibir a un líder en el despacho del presidente que en la antesala. Con toda la simpatía que pueda sentir un país occidental por el Dalai Lama, es muy probable que el «país alfa» que China es hoy imponga que al rebelde líder del Tíbet se le niegue una reunión oficial, se baje el rango del encuentro o se le haga entrar o salir de incógnito, como sucedió en 2010 cuando el líder tibetano visitó la Casa Blanca y se le hizo salir «por la puerta de atrás». Quedarse sentado ante el paso de una bandera, como hizo Zapatero con la estadounidense siendo jefe de la oposición como protesta por la Guerra de Irak, puede ser un poderoso símbolo de insumisión, como el del mono que se enfrenta al macho dominante. Los candidatos que pierden las elecciones primarias en sus partidos casi siempre se ponen públicamente a disposición del ganador, reconociendo su dominio y, quizá, esperando mejor momento, que no haya represalias, o ambas cosas.
Pero la política animal, y la humana, no son solo búsqueda del reconocimiento, competición y articulación del dominio y la sumisión. También son empatía y sentido corporativo. En el agudo aullido del lobo por la mañana hay una manifestación de estatus. Pero no solo eso: hay también una llamada a la acción conjunta, a la unión del grupo. El especialista Erik Zimen lo describe así:
Esta restricción a los de dentro parece indicar que la ceremonia refuerza la cohesión de la manada. Los lobos confirman, por así decirlo, sus sentimientos mutuos de amistad y cooperación. También los momentos en que aúllan sugieren que esto sirve para sincronizar y coordinar la inmediata fase de actividad. Los lobos que se acaban de despertar son mentalizados rápidamente para emprender la acción conjunta.[30]
Las bandadas de pájaros y los bancos de peces son una expresión no muy distinta de las manifestaciones callejeras o los mítines de los partidos políticos. Quien porta el megáfono para gritar una consigna que luego es seguida por el colectivo no se distingue mucho de las cornejas que indican con sus graznidos a la bandada si hay que ir hacia el bosque o dirigirse a campo abierto. El apasionado ondear de las banderas en los mítines cuando el líder llega al escenario podría parecerse al silencioso y sincronizado movimiento de un cardumen de sardinas. Y en el canto al unísono de un himno, en la utilización de un lenguaje común («compañeros y compañeras», «camaradas»...), o en el uso compartido de insignias, camisetas o gorras en las fiestas políticas, hay reminiscencias del comportamiento imitativo de los animales.
Incluso en la tendencia, tan constante en la política, de beneficiar a los familiares (o de poner límites a que se haga) hay una interesante base natural: los animales apoyan a sus parientes según el nivel de cercanía genética. Se ha constatado científicamente la propensión animal a la «selección parental»: se beneficia a los parientes; se prefiere a los hijos, a los padres o a los hermanos. Ignoramos más a aquellos que se alejan de nuestro árbol genealógico.[31] Como el carácter asertivo, la lucha por el poder o el instinto gregario, el nepotismo está también en la bioquímica que marca quiénes son «los tuyos», y quiénes, «los otros».
Estamos programados para la competición, pero también para la empatía. En la década de 1990, una serie de investigaciones en animales, que fueron luego aplicadas también en humanos, parecieron demostrar la existencia en ciertas partes del cerebro de las llamadas «neuronas espejo». Sentimos dolor cuando alguien siente dolor por efecto de estas neuronas tan recientemente descritas. Nos alegramos cuando alguien se alegra gracias a ellas, tal como bostezamos o sonreímos inconscientemente cuando otros lo hacen.[32] No es necesario tener científicos especialistas en neuronas espejo entre el personal del Gobierno para intuir que las imágenes de las familias dolientes de los soldados que llegan en féretros a los aeropuertos militares no favorecen la causa de la guerra en la opinión pública; o que despejar una plaza pública a porrazos contra los manifestantes desarmados produce una inmediata cercanía del espectador con la víctima de los golpes.[33] Esas expresiones de condolencia por el sufrimiento de los demás, que los gobiernos fomentan o aplacan con sus actuaciones, tienen una fuerte base animal.
LA LLEGADA DEL GENETISTA
Si la bioquímica está en el inicio de la política de los animales y de los humanos, esta última habrá de estar expresada también en los genes. En los últimos años, también los genetistas han participado activamente en el análisis de las pulsiones sociales y políticas básicas. Con estudios generalmente hechos comparando hermanos gemelos, los investigadores han descubierto, por ejemplo, la influencia específica de dos genes: el MAO-A y el 5-HTT. Explican los científicos que ambos transcriben elementos neuroquímicos que ejercen una influencia fuerte en el sistema serotoninérgico en partes del cerebro que regulan el miedo, la confianza y la interacción social, particularmente la amígdala y el cingulado anterior. Las deficiencias de esos genes, a su vez, parecen estar asociadas a conductas antisociales.
De ahí deriva una consecuencia interesante, y es que esos dos genes pueden estar relacionados, por ejemplo, con la participación electoral. Dos investigadores de California quisieron confirmarlo. Para ello tomaron una muestra de más de 15.000 personas estudiadas en tres oleadas entre 1994 y 2004. Sus conclusiones fueron que esos dos genes en particular pueden contribuir a la participación, por sí solos, en un 5%. Puede parecer poco, pero eso es más de lo que cabe prever de la influencia de ningún otro factor conocido. Los autores señalan la importancia de no menospreciar la influencia de la genética en la política:
Aunque el ambiente es extremadamente importante para la participación y para otros actos políticos, quizá incluso más que los genes, no podemos seguir actuando como si los genes no importaran nada. Es muy probable que las diferencias genéticas tengan importantes consecuencias en un conjunto amplio de comportamientos políticos [...]. Incluso si uno concede que los genes influyen en la conducta política, es tentador pensar que, como no están próximos a los comportamientos observados, pueden ser tranquilamente ignorados a efectos prácticos. Sin embargo, este razonamiento es equivocado. Los genes son las instituciones del cuerpo humano: constriñen la conducta individual tal como las instituciones políticas constriñen la conducta de los grupos.[34]
En esos veintitantos mil genes misteriosos que componen el ADN humano, y en la decena de hormonas que el cuerpo procesa, están ya las bases de nuestro comportamiento político. Quizá nadie lo expresó de manera tan elocuente como Richard Dawkins en su libro pionero, El gen egoísta:
[El] comportamiento animal, ya sea altruista o egoísta, se encuentra bajo el control de los genes solo de una manera indirecta, pero en un sentido muy poderoso. Al dictaminar la forma en que las máquinas de supervivencia y sus sistemas nerviosos son construidos, los genes ejercen un poder fundamental en el comportamiento. Pero las decisiones inmediatas y la continuidad de ellas son tomadas por el sistema nervioso. Los genes son los diseñadores de la política primaria; los cerebros, sus ejecutivos. A medida que los cerebros evolucionan y se tornan altamente desarrollados, se hacen cargo, cada vez en una mayor medida, de las decisiones respecto a la política a seguir y para ello utilizan trucos y simulación. La conclusión lógica de esta tendencia, aún no alcanzada en especie alguna, sería que los genes le dan a la máquina de supervivencia una sola instrucción general de la política a seguir, que sería más o menos esta: haz lo mejor que te parezca con el fin de mantenernos vivos.[35]
HISTORIAS DE LA TRIBU
De manera que la moral, la política, la religión, están ya en nuestra biología, como probablemente intuía Darwin. Esas materias primas que son la bioquímica y la genética han sido llamadas por De Waal «sillares de la moralidad».[36] La comunicación política hunde sus raíces en pulsiones muy anteriores al ser humano, compartidas con otros animales.
Claro que la humanidad no se quedó ahí: si así hubiera sido, el trono no habría sustituido al risco, ni el protocolo a los aspavientos del mono dominante. Hay un largo camino que empieza con la conjunción de la religión y la política hace unos 40.000 años. De esa época parece que son las pinturas rupestres encontradas sobre todo en Europa, las cuentas multicolores que podrían ser adornos primitivos y esas Venus, las abundantes figuritas de mujeres orondas que se encuentran en muchos asentamientos prehistóricos.
El arqueólogo Randall White estudió tres tumbas encontradas en Sungir, Rusia. Un adulto de sesenta y seis años y un niño y una niña yacían allí desde hacía unos 28.000 años. Sus cuerpos estaban adornados con miles de cuentas. Según sus cálculos, para decorar los cuerpos de semejante forma habrían hecho falta entre 18 y 54 meses de trabajo sin interrupciones. Demasiado tiempo para suponer que tal empeño fuera meramente estético. Es más probable que esos enterramientos tuvieran un sentido religioso y político, señalando ya, por un lado, la existencia de un determinado orden social expresado hasta en los enterramientos y, por otro, la creencia en una vida posterior. En las cuevas de Les Trois-Frères, en el sur de Francia, se encontró a quien parece ser un chamán, cubierto de piel de un herbívoro, con cola de caballo y cornamenta, y en las montañas de Jura, en Baviera, a otro individuo ataviado como un felino. Estos y otros descubrimientos traen a la imaginación contemporánea la imagen de unos primitivos jefes de tribu, con capacidad para influir en los suyos por medio de la puesta en escena de su supuesta capacidad para el control de las fuerzas sobrenaturales y de la utilización de artilugios rituales. He ahí, en la infinidad de manifestaciones religiosas prehistóricas que encontramos dispersas por todo el mundo, las primeras manifestaciones simbólicas, culturales y no solo instintivas, del poder de los humanos sobre sus congéneres.
Para que tal cosa ocurriera, señalan los antropólogos, era necesario inventar el lenguaje y el relato, iniciado probablemente en forma de mito. Los animales responden de manera inmediata a su entorno y viven su vida completamente en el presente. No «tienen» pasado ni futuro. La humanidad ha trascendido esa limitación gracias al lenguaje: es capaz de recordar y contar su pasado y también de anticipar su futuro, incluso de proyectarlo en el más allá. De las pesquisas de los arqueólogos se deduce que los mitos sobre el origen y el destino del individuo y de su comunidad estaban relacionados también con una estructura social primaria, y que existiría en la cima «una casta especial, cuyos miembros serían una combinación de gobernantes, sacerdotes y científicos».[37] Quizá la primera expresión notable de ese poder total de quien controla los cuerpos y las almas esté en los megalitos, que proliferan no solo en Europa, sino en todo el mundo, entre 5000 y 3000 antes de Cristo. En vertical, en horizontal, en forma de mesa, alineadas en círculo, estas enormes piedras prehistóricas (menhires, dólmenes, crómlech), no son solo sepulcros y templos. Dejan entrever ya la presencia de la narrativa mítica que marcaría a la humanidad el resto de sus días.[38]
Es imposible separar la palabra del mito. En la antigua Grecia —por ejemplo en los poemas de Homero, ochos siglos antes de Cristo— mito significa «palabra», «discurso» o «narración», y aunque se considera de manera general que la historia universal desde entonces ha sido un recorrido del mito al logos, o, si se quiere, de las pasiones y las ficciones a la razón y la verdad factual, lo cierto es que las sociedades humanas siguen construyendo cada día relatos sobre su origen y sobre su destino.[39]
Expresados ya en aquellas piedras prehistóricas, los mitos (quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, qué fuerzas desconocidas nos amenazan, cómo aplacarlas) y los ritos (qué cosas hacemos para recordar lo que nos une y para protegernos) son las primeras expresiones políticas del ser humano. Debió de ser relativamente fácil que uno entre los demás —quizá algún viejo venerable o un macho especialmente fuerte— se arrogara capacidades especiales, superiores a las de los demás, para interpretar a los dioses o los espíritus, para hablar con ellos, y para imponer en su nombre normas y costumbres. De ahí a que unos cuantos «sabios» inventaran mecanismos tecnológicos («secretos de los dioses») para abrir mágicamente las puertas del templo, por ejemplo, e impresionar así y someter a sus súbditos, va solo un pequeño salto tecnológico.[40] Y no debió de resultar difícil que los demás le creyeran. Ese orden religioso es con seguridad el origen del orden político, de manera que en la expresión religiosa podemos ver también las primeras formas de comunicación política.[41]
Esos mitos religiosos y políticos primitivos son la expresión solemne de la capacidad única de los seres humanos para narrar, para contar historias. No existe sociedad humana alguna en la que no exista un «imaginario social», un conjunto de símbolos que son definidos y redefinidos constantemente para dotar de sentido nuestra existencia.[42] México, Boston o Palestina no son otra cosa que los mexicanos, los bostonianos o los palestinos; pero ninguno de ellos son nada tampoco sin sus entidades colectivas. Esas entidades son construcciones narrativas, como la de cualquier otro país, ciudad o colectivo, que, en un origen remoto, son la respuesta a las pulsiones humanas —y en parte también animales— que portan nuestra genética y nuestra bioquímica: la protección de los nuestros, la defensa contra los otros, la supervivencia de nuestra especie.
Teniendo un origen biológico no muy distinto, es evidente que una cumbre de jefes de Estado o una batalla, con sus soldados y sus tanques, requiere un salto conceptual abismal respecto de las bandadas de pájaros en sus migraciones, el aullido de los lobos al atardecer o las luchas agónicas de los chimpancés. Pero
un cuerpo impresionante de pruebas empíricas revela que las raíces de una conducta prosocial, incluyendo sentimientos morales como la empatía, preceden a la evolución de la cultura. Los datos neuropsicológicos sugieren con fuerza que la moral tiene su origen en la biología [...]. No se ofrece desde arriba por las autoridades religiosas o los filósofos, sino que se eleva desde abajo como consecuencia de los procesos evolutivos del cerebro.[43]
Claro que, entre la manifestación primaria, instintiva y animal de las pulsiones políticas básicas del ser humano (la lucha por la superviviencia a través del dominio y la protección, el conflicto y la concordia) y las elaboradas expresiones políticas de la historia de la humanidad hay una distancia inmensa. Ese abismo que separa a las bandadas de pájaros de los asistentes a una manifestación callejera se explica por las peculiares características del cerebro humano, y, en particular, por una capacidad que no tiene el cerebro de ninguna otra especie: la habilidad para narrar.