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LA CAPTURA DE BIN LADEN

Y EL BRAZO FANTASMA

No es que tengamos pensamientos y sentimientos fundamentalmente humanos pese al diseño improvisado, poco elegante, feo, chapucero pero funcional del cerebro, tal como lo han ido modelando los giros y las vueltas de la historia evolutiva, sino que precisamente los tenemos gracias a esa historia.

DAVID LINDEN[1]

En los días previos a las elecciones al Parlamento Europeo, en junio de 2009, el profesor de la Universidad de Stanford James Fishkin reunió en Bruselas durante un fin de semana a 348 ciudadanos en una muestra científicamente escogida, es decir, representativa de los distintos estratos de la población europea. El objetivo del encuentro era que aquellos ciudadanos discutieran pacíficamente sobre las mejores opciones políticas en torno a dos asuntos: inmigración y cambio climático. Es probable que no fuera un fin de semana muy excitante, pero de eso se trataba: de discutir como «gente razonable» sobre política, y ver qué efecto tenía esa discusión en sus opiniones y en su intención de voto. No faltaron medios para un intenso trabajo cerebral: se discutió en plenarios y en grupos más pequeños en un total de 21 lenguas, se aportó documentación equilibrada y los invitados pudieron preguntar al presidente de Estonia Toomas Hendrik Ilves, al exprimer ministro de Italia Giuliano Amato, a un parlamentario danés y a una exvicepresidenta belga.

¿Qué pasó con las opiniones de aquellos voluntarios? ¿Salieron de allí con una opinión distinta de aquella con la que entraron? Antes de discutir, el 22% creía que había que «enviar a los inmigrantes ilegales a sus países», y el 40% creía que «habría que legalizarlos». El porcentaje a esas preguntas (nada neutrales, por cierto) no cambió en nada tras la discusión. En cuanto al cambio climático, sin embargo, los ciudadanos se volvieron algo más exigentes, y la discusión hizo subir los porcentajes de apoyo a las políticas de control en unos 10 puntos. En ningún caso hubo un cambio de opinión de más de 12 puntos porcentuales, una transformación solo relativamente grande después de tamaña inversión.

Cuando se preguntó antes y después de la discusión a qué partido se tenía intención de votar, los Verdes tuvieron una subida de 10 puntos. Quizá alguna influencia tuvo que se decidiera hablar de cambio climático, y otra cosa habría sucedido si se hubiera hablado de crisis económica. El experimento vendría así a constatar algo evidente: si los partidos ecologistas lograran que se hablara más de cambio climático en Europa y que la gente percibiera la importancia del asunto, tendrían más votos. La intención de voto a los demás prácticamente no cambió. Lástima para los Verdes que la gente «ignorante» que no fue invitada a pasar dos días en Bruselas se empeñara en aquellas elecciones europeas en votar a los conservadores, que obtuvieron una mayoría aplastante de escaños.

El problema de las experiencias de esta llamada «democracia deliberativa», que observan el comportamiento racional de la gente cuando la pones a discutir de política, es que las cosas no funcionan así. Esas condiciones no suelen darse en la vida de la gente común: no consta en el reporte de Fishkin si se pagó o no a los participantes por los dos días de deliberación, pero la sola oportunidad de ver la Grand Place de Bruselas y comprar unos chocolates belgas ya es un aliciente para asistir a la convocatoria, muy ajena a la vida cotidiana de la gran mayoría. Por lo demás, son pocos los que hablan dos docenas de lenguas y menos aún los que van por ahí con un traductor simultáneo. La mayoría del personal no tiene tampoco a un político a mano para despejar sus dudas. Buscar un documento corto y equilibrado de cualquier tema es una tarea bastante complicada. Y cuando tenemos que tomar una decisión o dar una opinión, no solemos reunirnos con una muestra aleatoria de desconocidos para sopesar argumentos.

Si obviamos el efecto de la propia reunión —querer agradar a quien te invita, el simple hecho de hablar de un asunto ya incrementa su importancia percibida, etc.—, lo cierto es que la democracia deliberativa de Fishkin es un invento poco realista y, sobre todo, más bien inútil, a pesar de que el profesor (y sus fuentes públicas de financiación) ha invertido millones de dólares y dos décadas en extender el modelo por el mundo, incluso con un improbable experimento en China (¡con participación de las autoridades locales del Partido Comunista!).[2]

LA INGENUIDAD DE LA ILUSTRACIÓN

La democracia deliberativa estaría muy bien si los seres humanos fuéramos ciudadanos perfectos, de libro de texto, tal como hace tres siglos esperó de nosotros la Ilustración europea. La democracia contemporánea nace como reacción ante el absolutismo y los dogmas religiosos. Se supone que al hombre y la mujer, sugestionados por los dogmas irracionales o sometidos al mandato de los tiranos, se antepone la luz de la razón. Al desenfreno de las pasiones humanas se opone el juicio racional desapasionado, el conocimiento científico, la deliberación juiciosa, los hechos fríos frente a los prejuicios. Se supone que hay una verdad ahí fuera, y que el objetivo del conocimiento científico y de la deliberación es simplemente desentrañarla y defenderla.

En la teoría clásica de la democracia, aún predominante, la razón está, por decirlo así, en un lugar distinto de la emoción, y lucha contra su desenfreno. La cabeza trata de imponer equilibrio ante los embates sin freno del corazón. Ser fríos y cerebrales es bueno para la toma de decisiones; dejarse llevar por el fuego de la pasión es malo. La razón ha de predominar en el debate sosegado de las alternativas políticas. La emoción es incapaz de tomar decisiones acertadas.

Empezando por Kant y terminando por Habermas, la mayoría de los filósofos del Occidente moderno cree que la emoción no es buena para la política. Por ejemplo, los seres humanos, cuando votan, lo hacen sabiendo bien cuál es su interés particular, y el bien público es la acumulación de esos intereses racionales individuales. En consecuencia sería imprescindible contar con una ciudadanía fría, equilibrada e informada.

Esta teoría de la acción racional, tan del gusto de algunos economistas, ha sido exportada también al análisis de la política, de manera que cuando se pregunta a los expertos cómo puede mejorar la democracia, la respuesta suele ir siempre en el sentido de incrementar la discusión, el debate y la racionalidad, y aminorar la relevancia de la emoción.

En 1998, un grupo selecto de expertos en ciencia política publicó sus recomendaciones para unas campañas electorales que mejoraran la calidad de la democracia. Sus propuestas fueron todas ellas para elevar el protagonismo de la razón y reducir el papel de la emoción. Propusieron un periodismo más responsable, que dedicara más tiempo a los temas y menos tiempo a los eventos de campaña y la competición entre los candidatos; indicaron que era bueno controlar la publicidad política, y especialmente la publicidad negativa; defendieron la existencia de más «y mejor» (¿?) debate entre los candidatos en todos los ámbitos; exigieron tiempo gratuito en los medios para los candidatos y una reforma de la financiación de las campañas; propusieron la distribución gubernamental de folletos entre los votantes y una mejora de la educación para jóvenes y mayores.[3]

En buena parte de Latinoamérica este principio se lleva hasta el punto de que 48 horas antes de una elección no se permite el despacho de bebidas alcohólicas. No hay tales normas en Europa, pero al otro lado del Atlántico se cree que de esta forma se fomenta la racionalidad del elector.

El número de especialistas que se han decantado por ensalzar la razón como elemento central de una democracia mejorada es impresionante. También impresiona ver qué pocas veces se evoca la emoción como elemento positivo para la política. Si alguien habla de la emoción, casi siempre es para despreciarla. En una obra contracorriente, el politólogo George Marcus concluye:

La mayoría de las propuestas actuales de reforma, dado que es inevitable contar con la emoción, parecen aceptar sus efectos perversos y buscan evitarlos ganando control del espacio público (por ejemplo, reformando los medios, reformando campañas, fijando normas sobre la publicidad política) para minimizar la evocación de la pasión y realzar la función de la racionalidad. El esfuerzo ha sido alentar al ciudadano desapasionado: un ciudadano que verá debates razonables, leerá detallados documentos de posición sobre los diversos asuntos, leerá los periódicos para obtener información rigurosa sobre los hechos que subyacen las muchas políticas públicas; un ciudadano o ciudadana que no estará tan inclinado a votar como en el pasado, sino a «sopesar los asuntos», cumpliendo con el mandato ideal de Hobbes; un ciudadano que responderá menos al atractivo de los candidatos y se guiará más por sus programas; un ciudadano que estará menos distraído por las cosas de la representación pública, los patinazos o los lapsus, y será más consciente del historial de servicio público del candidato. Ante todo, lo que se reclama es una ciudadanía más seria, más razonable y menos pasional.[4]

El problema es que la ciudadana o el ciudadano estudioso, frío, calculador, equilibrado, desapasionado, no es el ciudadano normal.[5] El individuo que se construye una opinión a partir de pruebas y la va cambiando en función de las nuevas evidencias que va encontrando, con racionalidad bayesiana, es una rara avis. Más bien sucede lo contrario: es frecuente encontrar en la política comportamientos que más parecieran orientados por fuertes emociones, conductas contrarias a la lógica, decisiones equivocadas. ¿Qué tiene de «racional» tomarse la molestia de entrar en un colegio electoral, esperar una cola, acercarse a una urna y poner allí un voto, cuando sabes que la utilidad de tu decisión es de una entre varios millones? ¿Qué tiene de «racional», en el sentido tradicional del término, ponerse a agitar una bandera en un mitin en el que te repiten las mismas simplezas que ya has escuchado decenas de veces? ¿Qué extraño cálculo «racional» de coste y beneficio han hecho los jóvenes que arriesgan su vida desafiando a los tanques del dictador en la plaza de Tahrir en El Cairo de 2011, o mucho antes en Tiananmen, Pekín, en 1989? ¿Cómo es posible que haya tanta gente que siga creyendo patrañas —como teorías de la conspiración o inverosímiles negaciones de probadas actividades corruptas— a pesar de la abundancia de pruebas que demuestran que lo son?

NO ME VAS A CONVENCER

Si es para sopesar con asepsia argumentos políticos y llegar a la mejor solución posible, el cerebro es una máquina con muchos defectos. Las pruebas son abrumadoras.[6]

Para empezar, es muy difícil convencer a alguien de que está equivocado, por muchas pruebas que le presentemos para constatar su error. En el aforismo 46 de su Novum Organum, escrito tan pronto como en 1620, el racionalista Francis Bacon ya lo advertía con elegancia:

El espíritu humano, una vez que lo han seducido ciertas ideas, ya sea por su encanto, ya por el imperio de la tradición y de la fe que se le presta, se ve obligado a ceder a esas ideas poniéndose de acuerdo con ellas; y aunque las pruebas que desmienten esas ideas sean muy numerosas y concluyentes, el espíritu o las olvida, o las desprecia, o por una distinción las aparta y rechaza, no sin grave daño; pero preciso le es conservar incólume toda la autoridad de sus queridos prejuicios. Me agrada mucho la respuesta de aquel a quien enseñándole colgados en la pared de un templo los cuadros votivos de los que habían escapado del peligro de naufragar, como se le apremiara a declarar en presencia de tales testimonios si reconocía la providencia de los dioses, contestó: «Pero ¿dónde se han pintado los que, a pesar de sus oraciones, perecieron?». Así es como procede toda superstición, astrología, interpretación de los ensueños, adivinación, presagios; los hombres, maravillados de esas especies de quimeras, toman nota de las predicciones realizadas; pero de las otras, más numerosas, en que el hecho no se realiza, prescinden por completo.

En uno de los estudios que inauguraron el estudio científico de este llamado «sesgo de confirmación», en 1979, se preguntó a una muestra de 151 estudiantes si estaban a favor o en contra de la pena de muerte, si creían que esta evitaba el aumento del crimen o no y si consideraban que había suficientes pruebas científicas que demostraban que así era. Las preguntas se hacían dentro de un cuestionario más amplio. Unos cuantos días después se escogió a 48 de los encuestados: la mitad eran defensores de la pena de muerte, creían que disuadía a los criminales y también que existía investigación científica que lo demuestra; la otra mitad era de detractores que pensaban lo contrario. Luego se les entregaban supuestos estudios que demostraban que la pena de muerte no reduce el crimen, en un caso, y en otro caso, que sí lo reduce. ¿Cómo evaluaron la metodología y la veracidad de esos estudios que contradecían sus criterios? Los que estaban en contra de la pena de muerte cuestionaron más la validez del estudio que demostraba la utilidad del castigo. Los que estaban a favor despreciaron el estudio que demostraba su inutilidad. Los dos estudios eran metodológicamente idénticos e igual de veraces a los efectos de la investigación. Una vez más, los ciudadanos se mostraron muy reticentes a dar por válidos argumentos que contradecían su opinión inicial, sus posiciones políticas previas. Concluyen los investigadores: «Como habíamos previsto, tanto los defensores como los detractores de la pena capital evaluaron aquellos resultados y procedimientos que confirmaron sus propias creencias como más convincentes y fidedignos». Pero no solo eso: el efecto neto de los cambios que se produjeron en las opiniones de la gente fue incluso peor de lo esperado: «El efecto neto de las evaluaciones y de los cambios de opinión fue el incremento de la polarización de las actitudes». Aun con pruebas en sentido contrario, los defensores de la pena de muerte salieron de allí aún más convencidos de su posición, y los detractores también.[7] Durante la Guerra de Irak, un estudio sobre la evolución de la opinión pública demostraba que los demócratas sistemáticamente evaluaban las pérdidas de vidas de soldados estadounidenses como más altas que los republicanos. Que no se encontraran armas de destrucción masiva fue justificado por los progresistas en el hecho de que tales armas nunca existieron, y por los conservadores en la suposición de que fueron ocultadas o destruidas por Sadam. Cuando la información iba confirmando las suposiciones de los progresistas, estos utilizaban dicha información para confirmar sus creencias, pero los conservadores la usaban para resistir. Los autores del estudio concluyen que

estamos inclinados a pensar que conocer los hechos relativos a una decisión política es preferible a no conocerlos. Sin embargo, nuestros resultados desafían la asunción extendida, a menudo implícita, de que la gente que conoce tales hechos generalmente los usa. Las interpretaciones motivadas por el partidismo pueden interponerse entre creencias y opiniones incluso factualmente precisas. De hecho, en lo que puede ser una paradoja central en la política de masas, aquellos que adquieren más información sobre una política y sus consecuencias son también quienes más tienden a racionalizar sus opiniones previas. Ellos tienen la motivación y la capacidad para utilizar las interpretaciones con ese propósito. Los hechos desempeñan un papel más pequeño en la vida política que el que han mantenido generaciones de estudiosos.[8]

Buscamos la información que está en línea con nuestras opiniones, la interpretamos como nos interesa y recordamos más lo que es coherente con nuestros juicios. El efecto suele ser que de un debate racional sobre asuntos públicos, con argumentos a favor y en contra, salimos más polarizados de lo que entramos. Los investigadores lo han constatado sistemáticamente,[9] pero lo sabe cualquiera que lee su periódico preferido cada mañana, que escucha la tertulia de radio de la noche o que se alegra cuando los suyos arrollan con argumentos a los otros en el debate semanal de la televisión. En ese sentido, después de decir en una frase hipercitada que «el medio es el mensaje», el propio McLuhan afirmó que «el medio es el masaje»,[10] porque nos ofrece cada día una confirmación suave y placentera de que el mundo sigue siendo tal como lo imaginamos. Por cierto, ni siquiera la formación ayuda: cuanto más sabemos de política, más tendemos a confirmar nuestras posiciones previas frente a las pruebas en sentido contrario. El sesgo de confirmación no es mayor entre la gente con menor formación: más bien al contrario. Se atribuye a Churchill la cita según la cual «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio», que, en efecto, suele ser un individuo muy poco informado, como se verá; pero lo cierto es que un votante supuestamente «superior», en tanto que más formado y activo, demostrará desde el primer minuto lo poco dispuesto que está a cambiar de opinión.

La búsqueda de relajación emocional ante las contradicciones racionales —como cuando se nos presentan datos que desmienten nuestras creencias— tiene como base la conocida evitación de lo que los psicólogos llaman disonancia cognitiva:[11] la tensión que se produce en el cerebro cuando hay una contradicción entre lo que se cree y lo que es, que inmediatamente genera en la mente la necesidad de restaurar el orden, minimizando el desacuerdo. Hay disonancia cognitiva, sesgo de confirmación y efecto de polarización, por ejemplo, cuando los seguidores se encuentran con pruebas irrefutables y sorpresivas de que su líder es un corrupto. El conflicto se soluciona ignorando u olvidando la información incriminatoria y buscando excusas: «es víctima de los ataques de sus adversarios», «se está magnificando», «sería un desliz»... Lo emocional («es de los nuestros», «me gusta», «le soy leal»...) puede sobre lo racional («hay pruebas de que es un corrupto»). Por mucha evidencia veraz que se presente en su contra, un político corrupto rara vez aceptará públicamente su culpa, porque sabe que los suyos encontrarán más verosímiles sus justificaciones, más fuertes sus pruebas y más emotivo su victimismo.

Se ha comprobado que la gente dedica más tiempo a evaluar un argumento que contradice su posición inicial y que la mayor parte de ese tiempo se dedica a encontrar contra-argumentos que refuercen aquella posición inicial, ya sea cuestionando la validez o la fuente de quien presenta los datos o utilizando alguna otra argucia cognitiva.[12]

Por eso de poco le sirvió al equipo de Obama, durante la campaña de 2008, publicar una copia del certificado de nacimiento que demostraba que había nacido en Hawái y no en Kenia, como pretendía la ultraderecha. Tampoco le sirvió de mucho presentar solemnemente y en persona una copia ampliada tres años después. Por cada prueba que Obama mostraba, había entre los republicanos conservadores una nueva «confirmación» de la conspiración procedente del otro lado: se argüía que faltaba el sello del documento, aparecía supuestamente la abuela paterna confirmando el nacimiento africano, una hermana hablaba de dos hospitales distintos en Hawái, se mostraba un cartel en Kenia que daba la bienvenida «a la tierra de Obama»... Los defensores del nacimiento extranjero de Obama, del que derivaba la ilegalidad de su candidatura presidencial, no dieron un solo paso atrás: cuanto más se negaba con evidencias la magnitud de la tontería, más se empeñaban los llamados birthers en buscar pruebas a favor de sus posiciones.[13] Lo que resulta en particular preocupante es que con toda probabilidad la mayoría de los birthers creían lo que decían, y que cuanto más se les contradecía con información veraz, más fuertes se hacían en sus posiciones.

Es imposible que la Casa Blanca no supiera que es inútil tratar de convencer a los creyentes en las conspiraciones imaginarias. Uno de los más reconocidos expertos en la materia, el profesor Cass Sunstein, autor del librito Rumorología,[14] trabaja allí como director de la Oficina para la Información y Asuntos Regulatorios. El profesor Sunstein explica que cuanto más tratas de evitar que una teoría de la conspiración se asiente, más se refuerza entre los devotos. Sucede algo parecido cuando alguien trata de evitar que algo se vea. Esto se ha denominado «efecto Streisand»: la conocida cantante trató de evitar en 2003 que se mantuviera en Internet una fotografía de su mansión en Malibú, para lo cual demandó al fotógrafo que la publicó pidiendo 50 millones de dólares como compensación por la violación de su intimidad. En cuanto la polémica se hizo pública, la gente se lanzó en masa a buscar la fotografía en la red, multiplicando su difusión en infinidad de lugares. Allí sigue, por supuesto. En España, el presidente Zapatero sufrió el mismo fenómeno cuando los servicios de la Moncloa trataron de evitar la publicación de una fotografía privada en la que sus hijas posaban junto con las del presidente Obama, que había estado por error algunas horas en Internet. La legítima intención del presidente de salvaguardar la intimidad de las menores quedó arrasada por la fuerza de la curiosidad pública irrefrenable, alimentada por el fragor de la polémica tal como era comentada en los medios de masas. La foto se puede ver aún en infinidad de versiones aportadas por la creatividad de la gente.[15]

Un buen número de investigaciones[16] explican que, ante las refutaciones, los creyentes se refuerzan en la creencia: «¿Ves?... si hasta el propio presidente tiene que explicarse es que algo hay...»; «El certificado es falso, y falso seguirá siendo por mucho que lo muestren...»; «Todo esto no es más que la prueba de que hay poderes ocultos ahí arriba capaces de todo»... No, no es probable que la Casa Blanca confiara en convencer a los incrédulos. Es más probable que Obama quisiera reforzar entre los suyos la idea de que no se calla ante la estupidez, que los del otro lado son unos lunáticos, y que él prefiere dedicarse a asuntos más importantes, como dijo en su declaración a los medios de comunicación al presentar de nuevo su partida de nacimiento en 2011. (A la semana siguiente, él y su equipo fueron testigos, y la fotografía del momento fue primera página en todo el mundo, de la operación que dio muerte a Bin Laden. Un curioso epílogo que no hace cambiar la opinión de los birthers pero sí refuerza la de los seguidores del presidente.)

CREER PARA VER

Una máquina inventada y extendida a principios de la década de 1990 ha contribuido de manera definitiva a que el cerebro y su química pasen por fin a ocupar el papel que les corresponde en la comprensión de la política. Ese túnel horizontal blanco que vemos en los hospitales permite grabar la actividad del cerebro con colores brillantes que aparecen y desaparecen en la pantalla, que en realidad tan solo simbolizan en el software del resonador la actividad de las neuronas en determinadas partes del cerebro. Son Imágenes por Resonancia Magnética funcional (IRMf suele escribirse). De manera que sabemos como nunca antes qué partes se activan, y si esas zonas son las relativas al miedo, a la angustia o al placer, por ejemplo.

En 2004, Drew Westen, un psicólogo clínico de la Universidad de Emory, y sus colegas probaron la máquina para observar el sesgo de confirmación. Hicieron un interesante experimento en plena campaña electoral, la que enfrentó a Bush con Kerry. Escanearon el cerebro de 15 demócratas convencidos partidarios de Kerry y de 15 republicanos fieles seguidores de Bush. A todos ellos se les presentaron 18 conjuntos de frases claramente contradictorias sobre lo que habían hecho o dicho su candidato preferido y el candidato adversario. Se incluyeron, como control, otras frases de figuras políticamente irrelevantes (el actor Tom Hanks, por ejemplo).

Mientras se les aplicaba una resonancia magnética, demócratas y republicanos respondieron en qué medida veían que su candidato y el líder adversario entraban en contradicción con ellos mismos. Los demócratas no tuvieron ningún problema en identificar la contradicción de su contrario, el presidente Bush, pero no reconocieron la de su propio líder, el candidato Kerry. Exactamente lo mismo pasó con los republicanos, que vieron con rapidez la contradicción de Kerry, pero no reconocieron la de Bush. Cuando se les preguntó por las contradicciones de las figuras políticamente irrelevantes, no hubo diferencias entre ellos. En otras palabras, en lugar del famoso «ver para creer», se invertía la secuencia, y aquello era más bien «creer para ver»: los republicanos no admitían sus propias contradicciones pero veían las del contrario, y los demócratas veían las de los republicanos pero no las suyas.

El cerebro de los 30 individuos sometidos al experimento reflejó en los colores de las imágenes de su cerebro el estrés de la contradicción. El cerebro en esas circunstancias registra el conflicto entre el dato y el deseo y busca maneras de desactivar la tensión. El proceso es rapidísimo. Antes de llegar a la tercera diapositiva, los sujetos ya han suprimido la contradicción de su líder: la han olvidado inconscientemente o la han despreciado. No solo eso: en su cerebro se activan las zonas que buscan la confirmación de sus sesgos, las mismas que en los drogadictos se satisfacen cuando obtienen su ansiada dosis. Eso, dice Westen, da un nuevo significado al término «yonqui político», muy alejado del ciudadano soñado por los racionalistas.[17]

Más o menos al mismo tiempo, otros investigadores hacían un estudio similar,[18] probando qué efecto tenía mostrarle a un grupo de 84 republicanos pruebas contundentes —incluyendo una declaración del propio Bush— de que Sadam Husein no tenía vinculación alguna con el ataque a las Torres Gemelas, aunque en aquel momento, y aún hoy, son muchos los que creen lo contrario. Antes de aquellas elecciones que dieron la reelección a George Bush, había una notable correlación entre la creencia de que Sadam estaba implicado en el 11-S y el voto por el presidente Bush. Es fácil pensar, en consecuencia, que la información determinaba el voto, una deducción muy lógica para los racionalistas. Pero ¿cuál de los dos venía primero: la información o el voto? Según demostró la investigación, parece que más bien el voto: ser republicano y querer votar a Bush determinaba la información que se creía y la que se descartaba. Solo uno de los encuestados se portó como un «buen» ciudadano cartesiano y racional y cambió su opinión cuando se le pusieron las pruebas delante, aunque, por cierto, afirmó que votaría a Bush igual. Las argucias cognitivas de los demás fueron varias. Unos cuantos negaron haber dicho que Sadam tuviera algo que ver cuando se encontraron cara a cara con los investigadores, desdiciéndose de lo que habían marcado en el cuestionario previo. Otros contraargumentaron frente a las pruebas, y la mayoría de ellos las despreciaron y reforzó su posición, defendiendo al presidente en su decisión. Unos cuantos pasaron de discutir por completo («No sé, no tengo ni idea... paso... bueno, puedo tener mi propia opinión»). Una buena parte justificó su opinión sencillamente porque había sido la decisión de su presidente. Algo así como «si nos hemos metido en una guerra debe de haber algún motivo que Bush debe de conocer. Y si tomó la decisión equivocada fue sin querer...».[19]

La reciente llegada de los neurólogos a la política (muchos de ellos con apellido italiano: Gallese, Iacoboni, Rizzolatti, Gazzaniga...) ha producido una abundante literatura científica, una pasión desmedida por la neuropolítica (como por la neuroeconomía o el neuromarketing o incluso la neuroestética), y una desbordante corriente a favor del énfasis de lo emocional en la vida de las personas.[20]

Según indican esos curiosos estudios que llevan fotografías de políticos y frases de discursos a las salas de hospital, podemos decir aún de manera muy provisional, pero sugerente, que hay como mínimo dos redes distintas que interactúan en el cerebro. Una se encarga de las asociaciones rápidas, estereotipadas y emocionales, y se ubica en la amígdala, en los lóbulos temporales laterales y en los ganglios basales. La otra se ocupa del conocimiento reflexivo y deliberativo y se sitúa en el lóbulo prefrontal, en el cingulado anterior y en el lóbulo temporal medio.[21]

Esas dos redes se utilizan para elaborar historias. A través de ellas se dota de coherencia y sentido a la experiencia. La composición de esas historias puede ser muy rápida. Más rápida aún, más intuitiva, entre quienes tienen una mayor implicación política, como sugiere uno de los científicos destacados en el campo de la neuropolítica, Marco Iacoboni. Por ejemplo, cuando se presentan fotografías de políticos a un grupo de militantes de un partido, se activan en su cerebro más rápidamente las zonas de actividad de las neuronas espejo. En el cerebro de los más desinformados, eso ocurre en menor grado y a menor velocidad. De forma que cuanto más se implica uno en política, más emocional es, por decirlo de manera sencilla.[22]

No es que los políticamente inactivos no tengan valores, sino que tienen menos información para interpretar lo que sucede en función de esos valores. Cuando hay un esquema sencillo de interpretación del mundo, es fácil y rápido recurrir a él. Así, cuando en las encuestas encontramos que los políticamente activos dan respuestas más sólidas y los políticamente inactivos responden más al azar, no es porque los últimos no tengan principios, sino porque carecen del conocimiento rudimentario que les permite ubicar lo que se les pregunta dentro de un esquema de valores simple.[23] En muchas ocasiones la gente no entiende bien a qué valores afecta una determinada cuestión política. Por eso es tan relevante, por ejemplo, nombrar las iniciativas de manera que evoquen esos valores. Una «ley del aire limpio», por ejemplo, provocará una activación positiva en el cerebro más rápida que una «ley de regulación de emisiones atmosféricas».

Por eso es imprescindible también promover imágenes que construyan una narrativa que la gente pueda rápidamente comprender. Si la presidenta de Argentina Cristina Fernández de Kirchner obtuvo el favor de sus ciudadanos tras mostrarse impertérrita al lado del féretro de su marido, es porque hasta el más políticamente pasivo de los argentinos tuvo en su cerebro una inmediata actividad de neuronas espejo, que en muchos casos promovieron la empatía y la condolencia hacia la viuda.

Daniel Kahneman, el brillante premio Nobel de Economía, explica en un libro imprescindible cómo esas dos redes o sistemas cerebrales, uno rápido e intuitivo, lento y reflexivo el otro, interactúan en el cerebro humano. El Sistema 1 nos permite intuir a toda velocidad y sin que medie nuestra voluntad que una «ley del aire limpio» debe de ser algo bueno, o que la presidenta Fernández de Kirchner debe de ser una buena persona porque está largas horas de pie al lado del féretro de su esposo muerto, o que tal o cual político debe de ser fiable por su manera de mirar o de actuar, o que algo es malo porque lo dice alguien que no nos gusta... El Sistema 2 requiere más tiempo, es más lento, obliga a pararse y pensar. Es el que utilizamos para hacer los cálculos matemáticos más complicados, el que se utiliza en la deliberación «racional», el que usamos cuando vamos a comprar un coche o una casa, el que nos hace cambiar de voto después de haberlo pensado mucho o emitir una opinión tras haber estudiado en alguna medida los beneficios y perjuicios de ella derivados.

El Sistema 1 suele sugerir qué hacer al Sistema 2, y este suele hacerle caso la mayor parte del tiempo. Dice Kahneman:

El Sistema 1 genera sugerencias continuamente al Sistema 2: impresiones, intuiciones, intenciones y sentimientos. Si el Sistema 2 lo aprueba, las impresiones e intuiciones se convierten en creencias, y los impulsos se convierten en acciones voluntarias. Cuando todo marcha con suavidad, que es la mayor parte del tiempo, el Sistema 2 adopta las sugerencias del Sistema 1 con poca o ninguna modificación. Por lo general crees tus impresiones y actúas según tus deseos, y eso está bien... generalmente. Cuando el Sistema 1 tiene dificultades, llama al Sistema 2 para que se implique en un proceso más detallado y específico que pueda resolver el problema del momento. El Sistema 2 se moviliza cuando surge una pregunta para la que el Sistema 1 no tiene respuesta, como te ocurre cuando te enfrentas a un problema de multiplicar como 17 × 24.[24]

¿UNA MÁQUINA DEFECTUOSA?

Sabemos ya que nuestro cerebro está preparado, a diferencia del cerebro de cualquier otro animal, para contar historias, para producir relatos más o menos estructurados. Esas narrativas son casi siempre bastante simples. La mente está más preparada para observar de forma global las cosas que para fijarse minuciosamente en todos los detalles. Está programada para rastrear, comprender y producir textos e imágenes con una secuencia lógica.

Al mirar un cuadro o ver cualquier otra cosa estática, el ojo humano se mueve decenas de veces, escaneando el objeto, en una danza rápida de movimientos llamados «sacádicos». Sin embargo, el cerebro prescinde de toda esa información y la desprecia para quedarse con una imagen coherente y única. Una experiencia sencilla nos permite entenderlo. Nos miramos al espejo. Fijamos la atención en nuestro ojo derecho, luego en el izquierdo, luego en el derecho... Notamos cómo los músculos se mueven. Somos conscientes de que movemos los ojos. Pero nuestro cerebro no ve ese movimiento. Lo desprecia. En nuestra cabeza los ojos se mueven, pero en el espejo no lo vemos. El movimiento sacádico, que pasa desapercibido para el cerebro, es una indicación fisiológica de que nuestra mente necesita dar estructura y coherencia. Vemos así a la Gioconda en una sola imagen que es la que ahora guardamos en la memoria, pero para fijarla nuestros ojos antes han escaneado el cuadro en una decena de puntos.

Nuestros sentidos no están hechos en absoluto para darnos una imagen «exacta» del mundo exterior. Más bien, a lo largo de millones de años de bricolaje evolutivo, los sentidos han sido diseñados para detectar e incluso exagerar determinados aspectos y rasgos característicos del mundo sensorial e ignorar otros. Nuestro cerebro entonces mezcla con emoción todo ese caldo sensorial para crear un único relato de la experiencia en curso, susceptible de ser interpretable. Nuestros sentidos se dedican a seleccionar aquello que les resulta más relevante y a procesar ciertos aspectos del mundo exterior para que los tengamos en cuenta. Además, no podemos tener experiencia del mundo de una manera puramente sensorial porque, en muchos casos, cuando llegamos a ser conscientes de la información sensorial, ya se ha entrelazado con emociones y planes de acción. Dicho lisa y llanamente, en el mundo sensorial, nuestro cerebro se enreda con los datos.[25]

Michael Gazzaniga, uno de los padres de la neurología cognitiva, sugiere que la moral y la ideología tienen su origen en una determinada interacción de nuestro hemisferio cerebral derecho con nuestro hemisferio izquierdo. Ambos tienen funciones distintas, aunque muy interconectadas: el hemisferio izquierdo, en particular, que Gazzaniga llama «el intérprete», se encarga de dar coherencia y sentido en forma de historias y relatos.

Los experimentos con pacientes con cerebro dividido revelan con qué rapidez el intérprete del cerebro izquierdo puede crear historias y creencias. En un experimento, por ejemplo, cuando se presentaba la palabra andar solo a la parte derecha del cerebro de un paciente, él se levantaba y comenzaba a andar. Cuando se le preguntaba por qué lo había hecho, el hemisferio izquierdo (que almacena el lenguaje y al que no se había presentado la palabra andar), rápidamente inventó una razón para la acción: «quería coger una Coca-Cola».[26]

Tan fuerte es la propensión del cerebro a dar sentido y coherencia a las cosas que, con frecuencia, una persona a la que se le ha amputado un miembro sigue sintiendo que lo tiene, y suele sentir dolor «en él». Estos «miembros fantasma» existen solo en la mente de quienes perdieron los reales, pero duelen igual. El dolor a menudo se disipa cuando se pone al paciente frente a una caja de espejos que permite ver su brazo izquierdo o su pierna izquierda, como si estuviera ahí, gracias a la imagen reflejada de la pierna o el brazo derechos. Ver el cuerpo completo alivia en el cerebro el dolor, para ayudarle a ir asumiendo la pérdida del miembro amputado.[27]

¿Qué podrían tener en común la muerte de Bin Laden, muerto por un grupo de soldados de élite estadounidenses en su guarida de Pakistán en 2011, por un lado, y la caja de los espejos para la recuperación de los «miembros fantasma», por otro? ¿Quizá la necesidad del cerebro humano de completar relatos coherentes? Los psicólogos lo han llamado «necesidad de cierre»: la motivación para encontrar una clausura a nuestras narrativas que sea segura, estable y permanente. Una manera de plantar cara a la incertidumbre, la ambigüedad y el caos. Ver el brazo amputado en su sitio parece eliminar el dolor de su pérdida, como saber de la muerte de Bin Laden ayuda a eliminar el dolor de la agresión sufrida en el corazón de Manhattan diez años antes. No tiene mucha lógica salir a la calle a celebrar la liquidación del villano sin ningún respeto por el procedimiento debido, el derecho a un juicio justo y la aplicación de la pena que determine el código penal. Si el Sistema 2 predominara es probable que los estadounidenses no celebraran la liquidación de una persona sin un juicio justo previo. Pero lo cierto es que lo celebraron concentrándose alegres en las calles del país y comprando tazas, gorras, camisetas y otras baratijas a unos 15 o 20 dólares, con leyendas como OBAMA 1-OSAMA 0 o LE CAZAMOS, MADE IN USA. Con toda esa vulneración evidente de los principios consagrados en el derecho internacional y en la Constitución estadounidense, no hubo prácticamente disenso aquel día 1 de mayo de 2011: algunos líderes se opusieron al magnicidio, como los propios talibanes, el Gobierno de Irán, el siempre excéntrico Chávez en Venezuela o los más radicales de Hamás en Palestina, pero otros líderes del muy democrático Occidente celebraron la operación como «la victoria de la paz» (Merkel en Alemania), «el resonante triunfo de la justicia» (el israelí Netanyahu), «el gran éxito de que [Bin Laden] haya sido encontrado y de que no pueda continuar su campaña global de terror» (Cameron en Reino Unido), o «el paso decisivo y determinante en la lucha contra el terrorismo» (el español Zapatero). El intuitivo Sistema 1, que nos trae a la memoria con rapidez las imágenes de los aviones estrellándose en las Torres, y nuestra necesidad de cierre actúan para justificar lo injustificable desde un punto de vista racional.

El fin de Bin Laden clausuraba, al menos simbólicamente, quizá en forma de una ilusión como la que proporciona al mutilado la caja de los espejos, el cierre de una narrativa dolorosa para los estadounidenses. «Se ha hecho justicia... Que Dios bendiga América», dijo Obama: 56,5 millones de estadounidenses viéndole en directo aquella noche en el discurso más seguido de su mandato. Nueve minutos y treinta y tres segundos para cerrar el relato con el final que se espera en un largometraje del Lejano Oeste. El presidente de Estados Unidos no está produciendo en su gente un efecto muy distinto del que generaba al final de sus películas John Wayne, cuando se alejaba solitario del pueblo, tras haber cazado a los cuatreros. Es el cierre de una narrativa, un requisito, como la necesidad misma de narrar, alojado en nuestra mente y facilitado por un intrincado nudo de conexiones neuronales.

ARGUMENTAR PARA GANAR

Si, cuatrocientos años después del inicio de la Ilustración, el cerebro humano sigue prefiriendo buscar en los recónditos rincones la confirmación de sus prejuicios antes que mirar la luz de la verdad que los contradice, quizá sea hora de ver la política de otra manera. Una maquinaria tan pobre para generar decisiones racionales y tan empeñada en confirmar y reconfirmar sus propios errores, disimulándolos para que parezcan aciertos, engañándose a sí misma, justificándose, dejándose llevar por impresiones e intuiciones vagas, no puede estar hecha para esa visión idílica de la democracia que, al menos en los libros de texto, se nos presenta como el ideal de la razón. O el cerebro no está hecho para esa democracia (al menos por ahora y unos cuantos de miles de años más), o esa democracia deliberativa, informada, desapasionada, inexistente excepto en algunos experimentos, no está hecha para nuestro cerebro. Puestos a elegir, claro, es más probable esto último. Puede que lo que esté defectuoso no sea nuestro cerebro, sino esa vieja idea de la política que algunos teóricos han defendido en los últimos dos siglos. Una política que, por lo demás, no aplican ni los políticos ni los ciudadanos, equipados con un cerebro caprichoso, testarudo e impresionable.

Muy recientemente, dos profesores franceses, Dan Sperber y Hugo Mercier, han presentado una idea mucho más realista que llaman «nacionalidad limitada»:

Nuestra hipótesis es que la función del razonamiento es discutir. Es concebir y evaluar argumentos que pretenden persuadir. El razonamiento así entendido es adaptativo, dada la excepcional dependencia que los humanos tienen de la comunicación y lo vulnerables que son a la desinformación. Podemos reinterpretar mejor el amplio conjunto de pruebas de la psicología del razonamiento y de la toma de decisiones a la luz de esta hipótesis. El pobre rendimiento en las labores típicas de razonamiento se explica por la ausencia de un contexto de discusión. Cuando los mismos problemas se ponen en una situación de discusión adecuada, la gente resulta ser buena discutiendo. Sin embargo, los polemistas hábiles no buscan la verdad, sino argumentos que apoyen su visión.[28]

En otras palabras, nuestra mente está más preparada para pelear y tratar de ganar discutiendo que para buscar la verdad en los argumentos del contrario. Claro que es cierto que podemos cambiar de opinión, pero esa no es la función principal del razonamiento. Los pies de un plantígrado como nosotros presentan un diseño mejor para andar que para correr, y, por lo tanto, su función prioritaria es caminar, aunque los humanos también podamos correr. De igual manera, la mente está más preparada para reforzar sus posiciones y para utilizarlas acomodándose a las opiniones de quienes piensan igual, y peleando contra quienes piensan distinto. Ocasionalmente, el razonamiento corrige errores y se adapta a nuevos datos y nuevas circunstancias. Por supuesto. Pero eso es mucho menos frecuente que lo contrario. Lo normal es que al razonar busquemos la confirmación de nuestra visión del mundo, que adoptemos decisiones no necesariamente buenas, sino decisiones que podamos justificar; también que nos rebelemos con mil argucias contra las visiones contrarias. Esta versión peleona y polemista del razonamiento es muy racional, en el sentido de que es funcional, porque nos ayuda a reforzar lazos con los nuestros y a diferenciarnos de los demás, y porque es un mecanismo adecuado para la lucha por el reconocimiento: nuestro propio reconocimiento y el que buscamos por parte de los otros. Lo mismo que hacen otras especies animales, pero de manera mucho más sofisticada.

El cerebro político deja de ser así defectuoso y se convierte en una máquina bastante precisa para unir a la gente en torno a unas ideas comunes, para defenderse frente a las ideas discrepantes y para tratar de buscar el predominio de nuestro grupo frente a otros grupos. Para sobrevivir, en definitiva. De forma que podemos explicar fenómenos en apariencia tan absurdos como que la gente vote, cuando la utilidad individual de votar es prácticamente cero, que en los parlamentos casi nunca se aplauda al portavoz del partido contrario aunque haya dicho cosas rotundamente razonables, que los partidos políticos muy rara vez concedan que quien tiene razón es el adversario, que en un mitin el momento más vibrante sea siempre el del ataque furibundo y simplista al contrario, o que tras un debate las encuestas den ganador no a quien más fiel fue a los hechos, sino a quien más seguidores tenía al comenzar a debatir, o simplemente a quien estuvo más encantador. Que la política no consista en convencer con razones sino persuadir con emociones.

Simplificando algo la neurofisiología, uno puede entender el proceso de alcanzar una opinión o tomar una decisión como una colaboración entre dos regiones del cerebro: el área límbica, que siente las emociones, y la corteza prefrontal, que controla el procesamiento de las ideas y la información. Las dos áreas trabajan en tándem: los pensamientos provocan sentimientos y, a la vez, la intensidad de esos sentimientos determina cómo los pensamientos son valorados [...] Las pasiones que se arremolinan en las elecciones no son guiadas por un profundo compromiso con los asuntos. No estamos luchando por el futuro del país; estamos luchando por nuestro equipo.[29]

El reconocimiento del protagonismo que tienen las emociones en la política no significa que renunciemos a la racionalidad. Manuel Castells lo explica muy bien:

Esto no es un llamamiento al triunfo de la política emocional ni mucho menos a la toma de decisiones irracional. Más bien es un reconocimiento de la forma en que la gente procesa las señales a partir de las cuales toma sus decisiones [...] Desde el momento en que la democracia es esencialmente una cuestión de procedimiento, la forma de decidir no determina lo que se decide. Diseñar e implantar una política (por ejemplo, una política sobre la paz y la guerra) es un proceso crucial que debe realizarse en el ejercicio de todas las facultades cognitivas de las que podamos disponer [...] Estos procesos son en gran medida emocionales, se articulan en torno a sentimientos conscientes y están conectados a decisiones que provocan un conjunto complejo de respuestas dependientes de los estímulos recibidos de nuestro entorno de comunicación. Como los políticos profesionales o los líderes natos saben cómo provocar las emociones adecuadas para ganarse la mente y el corazón de la gente, el proceso de ejercicio del poder se solapa con los procedimientos formales de la democracia, condicionando así en gran medida el resultado de la contienda. El análisis racional de los procesos del ejercicio del poder comienza con el reconocimiento de los límites de la racionalidad en el proceso.[30]

Con esta visión de la política menos idealizada pero más realista, podemos entender que para gobernar no basta tener a los mejores funcionarios, o que estos estén subordinados a los criterios menos científicos y más apasionados de sus jefes: los políticos. El prejuicioso, peleón y tramposo cerebro que argumenta para ganar explica la existencia universal de las ideologías, la expresividad ritual de la política, los enfrentamientos irredentos: también la guerra y esa disposición humana, tan poco racional, a dar eventualmente la vida por una bandera.

El poder político en escena

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