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EL PRECIO DEL ALMA DE CONSERVADORES
Y PROGRESISTAS
Los dos partidos que dividen el Estado, el partido del conservadurismo y el de la innovación, son muy antiguos y se han peleado la posesión del mundo desde que se creó. Esta disputa es el tema principal de la historia cívica. El partido conservador estableció las jerarquías veneradas y las monarquías del mundo más antiguo. La batalla, entre el patricio y el plebeyo, el Estado paternal y la colonia, los viejos usos y la aceptación de los hechos nuevos, entre los ricos y los pobres, reaparece en todos los países y tiempos. Esta guerra no solo se libra en los campos de batalla, en los consejos nacionales y en los sínodos eclesiásticos, sino que también agita el interior de cada hombre con sentimientos opuestos en cada momento. Mientras tanto, el viejo mundo sigue girando; en ocasiones uno de los impulsos gana, en ocasiones el otro y, sin embargo, la lucha se renueva cada vez como si fuera la primera, bajo nuevos nombres y con apasionados personajes. Un antagonismo tan irreconciliable debe, por supuesto, ser igualmente profundo dentro de la misma constitución humana. Es la oposición entre el pasado y el futuro, la memoria y la esperanza, el entendimiento y la razón. Es el antagonismo primario, la aparición en pequeño de los dos polos de la naturaleza.
RALPH WALDO EMERSON, 1841[1]
Un progresista vende su propia alma por menos dinero que un conservador. Digamos que el alma de los conservadores es más cara, o al menos eso creen ellos. Así lo han demostrado el psicólogo social Jon Haidt y sus colegas investigadores en Virginia y Nueva York.
En una de sus numerosas investigaciones sobre los fundamentos morales de la política preguntaron a 8.193 personas de todo el mundo cuánto dinero exigirían por firmar y entregar un papel que dijera: «Por la presente vendo mi alma a quien tenga este pedazo de papel después de mi muerte». Añadieron otros indicadores de lo que ellos llaman Pureza/Santidad; es decir, la creencia de que existe una trascendencia y un orden natural y espiritual en el ser humano, del que deriva la resistencia a la «contaminación» del cuerpo en sus diversas formas. Los otros indicadores consistieron en preguntar por cuánto dinero «cocinarían y se comerían a su propio perro tras una muerte por causas naturales», «se someterían a una cirugía plástica que añadiera cinco centímetros de crecimiento a su columna vertebral», «se someterían a una transfusión de sangre compatible y libre de enfermedad procedente de un abusador de menores», o «asistirían a una representación en la que los participantes (incluido el encuestado) tendrían que actuar como animales durante 30 minutos, arrastrándose desnudos y orinando en escena». Los voluntarios podían responder que lo harían gratis, que no lo harían por ninguna cantidad de dinero por alta que fuera, o exigir cualquiera de las cifras intermedias: diez, cien, mil, cien mil o un millón de dólares.
En efecto, los que se autoproclamaban muy conservadores vendían mucho más caras —unos 500.000 dólares de media— su alma, la limpieza de su sangre, su altura natural y su dignidad como seres humanos que no se comen a sus animales de compañía y que no orinan en público aunque estén haciendo un papel en una obra de teatro. Los autodenominados muy progresistas estaban dispuestos a renunciar a su «pureza» y a la santidad de su cuerpo y su alma por unos 35.000 dólares, menos de una décima parte. Curiosamente, cuando en el análisis se eliminaba la influencia de la práctica religiosa, aún se mantenía la diferencia entre progresistas y conservadores. El hecho de practicar una religión es un factor adicional para que uno venda más cara su alma, pero aun no asistiendo al templo, los conservadores son más celosos de su pureza y de la santidad de su cuerpo que los progresistas.
Este estudio forma parte de la llamada Teoría de los Fundamentos Morales,[2] de la que Haidt es precursor destacado, y que trata de reducir la amplia panoplia de valores humanos a un conjunto más manejable de constructos o dimensiones básicas. La Pureza/Santidad es uno de ellos, pero hay otros cuatro. Para encontrar esas dimensiones básicas, el propio Haidt y otros psicólogos estudiaron las teorías anteriores sobre esa misma materia, listaron las virtudes de numerosas culturas y momentos de la humanidad, y analizaron las taxonomías morales descritas por los antropólogos, los psicólogos y los biólogos evolucionistas. Estudiaron lo que otros analistas habían descubierto en las sociedades de primates, y trataron de describir las bases morales que son universales, constantes en cualquier sociedad humana. Algunas de ellas están presentes también en ciertos animales con cerebro grande, como algunos simios, los elefantes y otras especies. En su versión inicial aparecieron cinco. En una versión posterior, muy reciente, una más.
Dos dimensiones básicas, dos fundamentos morales universales a todo ser humano sano, de cualquier tiempo y lugar, aparecieron con facilidad. La primera dimensión universal es una cierta visión de la justicia, la equidad y la reciprocidad. La segunda, la preocupación humana —también presente en los primates más evolucionados— por el cuidado y la protección de los vulnerables frente al daño. Estos dos fundamentos morales habían sido ya ampliamente tratados por filósofos, biólogos, psicólogos y antropólogos a lo largo de la historia. Algunos habían hablado, de hecho, de una ética de la justicia y de una ética del cuidado. A estos dos primeros fundamentos morales Haidt los llamó Justicia/Reciprocidad y Daño/Cuidado (aquí los llamaremos Justicia y Protección, respectivamente).
Pero ahí no acababa la historia. La mayoría de las culturas no limitaban sus virtudes a esas dos dimensiones de la justicia y del cuidado. Aparecían siempre otras tres. Una cierta visión de la lealtad al grupo, de patriotismo, de sacrificio por los miembros de la comunidad a la que uno o una pertenece o de la que se siente parte. También su contrario: una universal vigilancia de quienes traicionan al grupo. A esta dimensión tercera la llamaron Pertenencia/Lealtad (la llamaremos Pertenencia).
La cuarta dimensión, el cuarto grupo de virtudes presentes en toda sociedad humana (y también en muchas sociedades de otros animales), se denominó Autoridad/Respeto (digamos Autoridad), y agrupaba los conceptos de obediencia, subordinación y jerarquía: la medida en que una persona se acomoda a su lugar en la escala social, la reverencia con que se tratan las normas procedentes de quienes mandan, sean los padres, los viejos del lugar, los jefes, los gobernantes o la autoridad religiosa.
Por último se describió y nombró un quinto fundamento moral, esta vez también constante en toda sociedad humana, pero ausente en otras especies animales: la mencionada idea de Pureza/Santidad (lo llamaremos Santidad), que tan importante resulta en todas las culturas del mundo sin excepción, y que sugiere una cierta visión de la trascendencia del cuerpo humano, de la resistencia a la contaminación, de un orden moral de la naturaleza, y de evitación de las tentaciones de la carne, apelando a principios espirituales.
La flexibilidad mental de progresistas y conservadores ante esta última dimensión, Santidad, es lo que medía Haidt con sus preguntas sobre el perro cocinado, la venta del alma, la cirugía plástica, la transfusión de sangre de un acosador de niños o la vergüenza de presentarse desnudo como un animal en público. Ya sabemos que los progresistas eran en esta dimensión significativamente menos exigentes, y estaban dispuestos a vender su pureza por mucho menos dinero que sus colegas conservadores.
¿Qué pasó con los otros cuatro fundamentos morales? También hubo diferencias estadísticamente significativas entre los conservadores y los progresistas.
Igual que sucedió con la dimensión Santidad, cuanto más conservadores eran, los 8.193 encuestados de todo el mundo estaban menos dispuestos a vender su sentimiento de Pertenencia, medido por la cantidad de dinero por la que estaban dispuestos a apostar públicamente contra su equipo deportivo favorito, quemar sin que nadie los viera una bandera de su nación, criticar a su país en una radio extranjera, romper toda comunicación con su familia por un año, renunciar a la ciudadanía del propio país o abandonar el club, grupo social o equipo por el que más aprecio sentían. Los progresistas volvían a mostrar un sentido más vulnerable de la pertenencia y de la lealtad al propio grupo. Además, cuanto más progresistas, menos sentimiento de pertenencia se expresaba.
Los conservadores también se distanciaron de sus conciudadanos progresistas al valorar económicamente la dimensión Autoridad. Para medirla se preguntó por cuánto dinero eran capaces de insultar a sus padres a la cara (pudiendo explicarlo todo solo un año más tarde), maldecir a los fundadores y héroes de su patria en privado, hacer un gesto insultante a un jefe o a un profesor, lanzar un tomate podrido a un político al que no se aprecia o dar una bofetada al padre con su permiso como parte de una representación cómica. El umbral de aceptación (el dinero que se estaba dispuesto a recibir por ejecutar cada acción) bajó en este ámbito notablemente para unos y para otros. Pero lo importante no es tanto la cifra, que depende del grado de maldad de cada propuesta, sino las diferencias entre progresistas y conservadores. Y lo que unos, los primeros, hacían por una media de unos 700 dólares, los segundos, los conservadores, solo estaban dispuestos a hacerlo por 12.000. De nuevo, cuanto más conservadores, mayor valoración de la autoridad.
Tanto conservadores como progresistas apreciaron especialmente el valor de la Justicia, que se midió preguntando cuánto dinero se pedía por hacer trampas en un juego de cartas con desconocidos, robar a un pobre y usar el dinero para hacer un regalo a un rico, negar la ayuda en una mudanza a un amigo que el mes anterior te había ayudado a ti, eliminar una urna en unas elecciones para ayudar a tu candidato o firmar un compromiso secreto de contratar en tu empresa solo a gente de tu color. De hecho, en este caso, tanto unos como otros exigieron en torno a un millón de dólares por traicionar sus principios y hacer las maldades propuestas. Para decepción de los progresistas, los conservadores valoran también muy alto la Justicia, aunque, una vez más, ambos son distintos: los progresistas ponen más énfasis en ella que sus adversarios políticos.
Por último, Haidt y los suyos midieron la tolerancia o resistencia en la dimensión Protección preguntando por cuánto dinero los entrevistados pegarían con fuerza a un perro en la cabeza, por cuánto matarían a un animal de una especie en peligro, se mofarían de una persona con sobrepeso, pisarían un hormiguero matando a miles de hormigas o clavarían un alfiler en la mano de un niño desconocido. En este caso, más tolerantes son los conservadores, dispuestos a hacer daño por menos dinero que los progresistas (una media de 17.000 dólares frente a los 150.000 exigidos por los progresistas). De nuevo, lo importante no es la cifra, que es de hecho irrelevante a efectos del análisis, sino los cambios en esa cifra a medida que la gente se considera más a la derecha o más a la izquierda, más conservadora o más progresista.
Esta investigación complementa no menos de dos docenas de otras hechas por los mismos profesores. A las cinco dimensiones inicialmente estudiadas, luego añadieron en el modelo una sexta: la dimensión Libertad. Los conservadores puntúan más alto en Libertad negativa, es decir, la que implica ausencia de intervención por parte de las autoridades, y los progresistas son más sensibles a la Libertad positiva, es decir, en el sentido de adoptar el estilo de vida que cada cual quiere. Todas las conclusiones de sus investigaciones apuntan en la misma dirección, con consistencia sorprendente, y nos permiten hablar de un interesante mecanismo con el que contamos todos los seres humanos desde que nacemos, a menos que nuestras facultades mentales estén dañadas: un auténtico ecualizador político.[3]
LAS SEIS BANDAS DEL ECUALIZADOR POLÍTICO
Igual que tenemos papilas gustativas para apreciar los sabores, cuerdas vocales para emitir sonidos o una retina con la que procesar las imágenes, así como decenas de otras características que son universales en el ser humano y, en parte, en otras especies, nacemos equipados con un ecualizador moral de seis bandas: Justicia, Protección, Pertenencia, Autoridad, Santidad y Libertad (esta última con dos bandas a su vez: una para la Libertad positiva y otra para la Libertad negativa).
El hambre, la necesidad de comer y las papilas gustativas existen en todo ser humano. A partir de ahí, las sociedades crean a lo largo de su historia convenciones y ritos alimentarios, tradiciones gastronómicas y costumbres en torno a la comida. De manera análoga, nuestro ecualizador y sus pistas son idénticos en cualquier persona, aunque hay cientos de variedades en su configuración: entre sociedades distintas y, dentro de una misma sociedad, entre unos grupos y otros y entre cada individuo.
La posición de las clavijas del ecualizador moral también cambia en unos u otros momentos históricos. Por ejemplo, hay sociedades y grupos que valoran de manera especial la lealtad al propio grupo. Tienen elevada la clavija de esa pista del fundamento moral que hemos llamado Pertenencia. Pensemos en los israelíes o en los palestinos, o en los partidos nacionalistas en las democracias contemporáneas. Otras comunidades valoran más el respeto a las normas fijadas verticalmente, y en su ecualizador tienen alta la pista Autoridad. Pensemos en los ejércitos, en las iglesias o en países de fuerte tradición religiosa o patriarcal en los que se valora el respeto a los preceptos divinos. En algunos países, como los nórdicos, el resto de Europa o los países más desarrollados del mundo, como Estados Unidos o Canadá, el ecualizador tiene bien alta la clavija correspondiente a la Justicia. Otras naciones o comunidades marcan alto en Protección, y cuidan mucho de no hacer daño a los suyos. La mayoría de los ciudadanos y ciudadanas del mundo —el islam, India y el resto de Asia, África, también buena parte del Occidente cristiano— pertenecen, en fin, a sociedades con una elevada dosis de Santidad, en las que las normas de la pureza —reveladas por Dios y por la tradición— están frecuentemente marcadas a fuego.
El ecualizador de los Estados Unidos de Obama no es el de los Estados Unidos de Bush (están más bajas las bandas Autoridad, Pertenencia y Pureza, y más altas las de Protección y Justicia). Pero tampoco es igual el ecualizador predominante en California o Nueva York, en comparación con el que se intuye en Texas o Florida. Y por supuesto, cada cual tiene su propia configuración, de manera que en una misma familia una hermana puede apreciar especialmente la Pertenencia y la Autoridad, por ejemplo, en tanto que otro hermano valora más la Protección, la Justicia y la Santidad. El ecualizador de los españoles en 2004, en un país con alto crecimiento económico y alta valoración de los derechos sociales, es distinto al ecualizador de solo cuatro años después, en medio de una crisis económica brutal, momento en el que la clavija de la Autoridad se eleva, como veremos.
Si imaginamos, como nos propone Haidt, que cada una de esas seis bandas del ecualizador —Protección, Justicia, Pertenencia, Autoridad, Santidad y Libertad— tiene diez posiciones (de 0 a 10, por ejemplo), entonces tenemos cientos de miles de posibles configuraciones. Hipotéticamente, podríamos encontrar a alguien (imaginemos un hippy radical o un humanista recalcitrante) que tuviera un 10 en Protección, un 10 en Justicia y un 10 en Libertad (positiva) y que, sin embargo, no valorara nada (es decir, que tuviera sus otras cuatro clavijas en 0) las dimensiones Autoridad, Pertenencia o Santidad. Pero la realidad de nuestras sociedades resulta afortunadamente más sencilla, y encontramos así dos configuraciones clásicas, dos ecualizadores tipo, dos maneras muy frecuentes de entender el mundo: una progresista y otra conservadora.[4]
Los progresistas puntúan más alto que los conservadores en Protección, en Justicia y en Libertad (al menos en Libertad positiva): son más sensibles ante el daño infligido a los demás, se preocupan más por la protección y son más compasivos ante el dolor. También muestran una sensibilidad superior ante conceptos como la equidad, la igualdad y el equilibrio entre los poderosos y los vulnerables. En consecuencia, se rebelan más ante la injusticia social. Son también más hedonistas y más tolerantes ante la variedad de usos y costumbres.
Los conservadores, por su parte, además de puntuar (aunque menos que los progresistas) en las bandas de la Protección, la Justicia y la Libertad, tienen típicamente una configuración con las clavijas elevadas en las bandas Pertenencia, Autoridad y Santidad. El ecualizador moral de los conservadores señala un mayor sentido de Pertenencia al propio grupo (un mayor patriotismo, si se quiere, y también un temor mayor al contagio del extraño y más sensibilidad ante la traición), un respeto más acentuado por la Santidad de las normas establecidas por la tradición o por Dios (y, por lo tanto, una mayor resistencia al cambio) y un sentido de la Pureza de las cosas como son, que no debe alterarse (del que deriva una preocupación mayor que la de los progresistas por cuestiones relativas al sexo o las llamadas «leyes naturales» en otros órdenes).
Aunque los conservadores están dispuestos a negociar algo de Protección, Justicia y Libertad si es a cambio de Pertenencia, Autoridad y Santidad, tienen una «ventaja» sobre los progresistas, y es que piensan con un ecualizador con las seis clavijas elevadas. Los progresistas valoran mucho más, desproporcionadamente, podría alguien decir, la Protección, la Justicia y la Libertad, y casi desprecian —en comparación con los conservadores— la Pertenencia, la Autoridad y la Santidad.
PADRES Y MADRES COMO GOBERNANTES
El modelo de Haidt combina bien con otro que se ha hecho célebre en los últimos años, y que ha sido pensado y difundido por George Lakoff, el pionero del estudio de las metáforas y su incidencia en la cognición. Su librito No pienses en un elefante[5] no solo habla de la importancia de las metáforas y de los marcos como «estructuras mentales que conforman nuestro modo de ver el mundo», sino también de las dos grandes narrativas que operan en los conservadores y los progresistas.
Lakoff explica que hay dos grandes marcos, dos narrativas, dos metáforas políticas universales, derivados de nuestra socialización en la primera unidad política que todos encontramos, que es la familia. Tenemos así el «marco del padre estricto» y el «marco de los padres (padre y madre) protectores». Como sugiere la metáfora del ecualizador, cualquier persona nace equipada para entender los dos marcos y aplica uno u otro en función de su educación y también de las circunstancias.
El marco del padre estricto (strict father) hunde sus raíces en la idea de que el mundo es un lugar peligroso habitado por gente que es potencialemte mala. Los niños son egoístas y solo la claridad de las normas, la disciplina y el castigo pueden evitar la desviación. Una autoridad fuerte marcará con claridad las normas y las impondrá. Si el niño respeta las normas, entonces hay que dejarle libre. La interferencia es mala si las normas están claras. Solo el respeto a las normas establecidas bajo una autoridad fuerte mantiene a la familia unida. Gracias a la disciplina y el esfuerzo personal, las personas prosperan y son bendecidas con el éxito económico y social.
Las virtudes y modelos políticos derivados de la aplicación de este modelo son evidentes: autoridad, sentido de pertenencia, rigor económico, austeridad, penalización de la desviación, tradición (también religiosa), normas claras (procedentes de la tradición y de la divinidad), patriotismo, valor, valentía, libertad negativa, en el sentido de no interferencia, iniciativa privada, ética del esfuerzo. Se trata del conjunto de virtudes típicas del arquetipo conservador y que se corresponden con las bandas conocidas del ecualizador moral: Pertenencia, Autoridad, Santidad, Propiedad y Libertad negativa. La degeneración del modelo es el autoritarismo y la belicosidad, los fantasmas del conservadurismo.
El marco de los padres protectores (nurturant parents) define una idea distinta de la familia. Las personas nacen buenas y podemos hacerlas aún mejores. Para ello es bueno que la educación tenga como principios la empatía, la capacitación y el diálogo más que la mera disciplina. Habrá que proteger especialmente al hijo que más dificultades tiene, y darle incluso ventajas sobre los demás. Será conveniente dialogar para establecer junto con los hijos las normas que han de regir el hogar, para que las entiendan y las asuman como propias y no impuestas.
En su traslación a la política, el modelo de los padres protectores implica intervención pública (quizá a cuenta de la propiedad privada y de la libertad negativa) para la capacitación y la protección, cooperación, discriminación positiva, solidaridad, respeto por la diferencia, tolerancia, integración de las minorías, pacifismo. Son virtudes alojadas en las bandas que también conocemos de nuestro ecualizador político de serie: Protección, Justicia y Libertad positiva (en el sentido de respeto por el estilo de vida de cada cual). La degeneración del modelo de los padres protectores es la debilidad y la anomia, fantasmas del progresismo.
La coherencia de la Teoría de los Fundamentos Morales y de los dos modelos familiares de Lakoff fue contrastada en 2007 por un equipo de investigadores de la Universidad de Northwestern. Tomaron un grupo de 128 personas muy religiosas, conservadoras o progresistas, a las que se les pidió que relataran doce momentos y escenas importantes en su vida. Los analistas suponían que los conservadores evocarían recuerdos relativos a la autoridad, y los progresistas, memorias de la protección. Así fue: los conservadores se acordaron de figuras imbuidas de autoridad que les inculcaron una moral estricta a través de la disciplina. Se refirieron también con frecuencia a la jerarquía, la pertenencia al grupo y al carácter sagrado de sus usos y costumbres. Los progresistas, por el contrario, identificaron su aprendizaje con la apertura y la empatía, y sus recuerdos tenían más que ver con las virtudes de la justicia y la protección frente al daño. Progresistas y conservadores, aun siendo en la investigación todos ellos muy religiosos, tenían una manera muy distinta de ver el mundo. Y eso podía observarse aplicando una sencilla metáfora de modelos familiares o un simple ecualizador imaginario con siete bandas:
Cuando se les pidió que describieran en detalle los episodios más importantes de su propia narrativa vital, los conservadores contaron historias en las que la autoridad impone reglas estrictas y los protagonistas aprenden el valor de la disciplina y la responsabilidad personal, mientras que los progresistas recordaron escenas autobiográficas en las que los protagonistas principales desarrollan la empatía y aprenden a abrirse a nueva gente y perspectivas ajenas. Cuando se les pide que justifiquen el desarrollo de su propia fe religiosa o sus creencias morales, los conservadores subrayan sus sentimientos profundos sobre el respeto a la autoridad, la pertenencia al propio grupo y la pureza del ser, en tanto que los progresistas enfatizan sus sentimientos profundos sobre el sufrimiento humano y la justicia social.[6]
Un ciudadano medio no sabrá verbalizar qué significa ser progresista o ser conservador. Probablemente ni siquiera se sienta una cosa ni la otra. Pero sabe muy bien cuáles son los principios de cada uno de esos tipos ideales. Cuando le preguntamos a la gente, como hicimos en España en 2011, nos dice que los valores más defendidos por los conservadores son, por este orden, el respeto por la religión, la defensa de la tradición, el patriotismo, la disciplina, el respeto a la autoridad, la defensa de la propiedad privada, la limpieza y la pureza, la austeridad, la firmeza en la persecución de los delincuentes, el respeto por la vida y el ensalzamiento del mérito y el esfuerzo personal.
A los progresistas se les concede, de nuevo por orden decreciente de importancia, la libertad para hacer lo que cada uno quiera, la tolerancia de lo distinto, el fomento de la igualdad de oportunidades, la defensa de los derechos sociales, la protección de los animales y la naturaleza, la defensa de los débiles, la resistencia ante la opresión, la solidaridad, la defensa de lo público, la libertad en el sentido de no intervención del Estado, la protección de los demás y el respeto por todas las creencias.[7]
De manera más prosaica y menos científica podemos decir que el rigor es conservador, y la creatividad, progresista; la música clásica conservadora, y el rock, progresista; el frío conservador, y el calor progresista; Estados Unidos es conservador, y Europa, progresista (aunque gobiernen un progresista allí y una amplísima mayoría conservadora aquí); las matemáticas son conservadoras, aunque no tanto, a diferencia de la poesía que es claramente progresista; por eso también, aunque un tercio de la gente no sabe decantarse, el 1 es conservador, y la A, progresista; lo vertical es conservador, y lo horizontal, progresista; el círculo se percibe progresista, y la línea recta, conservadora; el espermatozoide es identificado mayoritariamente como conservador, frente al óvulo que se identifica con lo progresista; son más, en fin, los que creen que el café es progresista y más los que creen que el té es conservador.[8]
La lista de símbolos y metáforas conservadoras/progresistas podría haberse extendido al campo frente a la ciudad, a Barbie (la clásica muñeca de estilo canónico y modo de vida de rica californiana) frente a las Bratz (las rebeldes muñecas de la competencia de estilo ecléctico, hedonista y desenfadado), a Coca-Cola frente a Pepsi, a Viena frente a Nueva York, al azul frente al rojo (aunque en Estados Unidos el código es el contrario: azul para los demócratas y rojo para los republicanos), a Dios frente al diablo, a la puntualidad frente a la impuntualidad, a la cicatería frente a la generosidad, al silencio frente al ruido, a la seriedad frente a la alegría, a Mercedes frente a Prius, al realismo frente al surrealismo...
Podemos explicar las posiciones de progresistas y conservadores en cualquier asunto en función de esas clavijas del ecualizador que suben y bajan en el cerebro de la gente; también entender los desacuerdos entre esas dos visiones del mundo.
Así, cuando los progresistas defienden los derechos de los homosexuales, lo hacen porque creen que es bueno procurar Protección a una minoría oprimida, por un lado, porque creen que es de Justicia garantizar a todos y todas igualdad de derechos y porque defienden la Libertad para que cada cual haga lo que quiera. Los conservadores pueden compartir en cierto modo esas mismas ideas, pero ellos aprecian más, y por tanto los priorizan, el sentido de Pertenencia (ven a los gais como extraños), el de Autoridad (los homosexuales amenazan a la familia tradicional) y el de Santidad (la homosexualidad es un pecado, o al menos es impura, antinatural, sienten ellos).
La oposición a un gobierno grande, típica de los conservadores, tiene como base la creencia de que la gente debería cuidarse sola (baja la clavija Protección), y que son las comunidades y autoridades tradicionales (las familias, las iglesias, las asociaciones civiles..., alta la clavija de Pertenencia y de Autoridad) las que deben garantizar el bienestar colectivo, sin que nadie tenga derecho a meterse en la vida de la gente, y menos aún exigiendo dinero —impuestos— para ello (alta idea de la Libertad negativa y de la Propiedad). El apoyo clásico de los progresistas a la intervención gubernamental se asienta en una alta estima por la Justicia y la Protección, que justifica los grandes programas y actuaciones públicas destinados a nivelar la desigualdad.
En un ámbito algo más prosaico, cuando los progresistas parecen adorar el arte contemporáneo, lo hacen porque valoran más la Libertad de creación, lo nuevo, lo que rompe las barreras de la Autoridad y la Pertenencia a grupos o tradiciones estándar, mientras que sus contemporáneos conservadores valoran el arte tradicional, que se corresponde mejor con las normas de la Autoridad clásica, con la Pertenencia ancestral y con la Santidad de las formas consideradas canónicas.
Al oponerse a la mezcla de lo religioso con lo civil, los progresistas expresan su idea de la Justicia como predominio de los derechos individuales, y de la Libertad positiva, frente a la imposición de cualquier dogma. La justificación conservadora de la enseñanza de la religión en la escuela tiene su origen en su alta valoración de la Pertenencia («nuestro país tiene raíces cristianas», por ejemplo), Autoridad (la que procede de Dios o la tradición) y Santidad (vivimos bajo ciertos mandatos sagrados).
El ecualizador moral puede explicar incluso las contradicciones aparentes existentes en el discurso político. Curiosa paradoja, por ejemplo, es que los conservadores de medio mundo (en Francia, en España o en Reino Unido, e incluso en Siria) se pronuncien en contra del uso del velo integral islámico (el niqab y el burka) en espacios públicos. Teóricamente son los progresistas los que están en contra de la mezcla de lo religioso y lo civil y quienes defienden la igualdad de hombres y mujeres. Al prohibir el velo en las calles, las escuelas y las oficinas, los conservadores se protegen del extraño (Pertenencia), defienden la Santidad de sus propias normas (la primacía del cristianismo; por eso no prohíben el velo a las monjas ni mandan a la cárcel a la jerarquía de la Iglesia católica que vulnera la igualdad de mujeres y hombres) y dan muestra de Autoridad (la del poder civil instituido). Además, pasan por la izquierda a los progresistas porque pueden presumir de Protección (de las «pobres» mujeres encerradas en sus velos) y de Justicia (igualdad de hombres y mujeres).
Los progresistas intuyen la jugada, pero se debaten en la contradicción. Por un lado, han de defender los principios que les son familiares: la Libertad de cada mujer a vestir como le dé la gana, la igualdad de todas las creencias (Justicia) y la Protección (frente a la opresión masculina). Por otro lado, rechazan el nacionalismo (Pertenencia) tanto de unos (sus compatriotas conservadores) como de otros (las autoridades islámicas ultraconservadoras) y el predominio de los símbolos religiosos (la Santidad) de cualquier tipo. Con la debilidad de su propia contradicción, con un ecualizador débil, los progresistas tratan de evitar el debate señalando que es inoportuno, interesado o exagerado. Con un ecualizador con cinco clavijas en su máxima potencia, los conservadores ganan el debate, y el 75% de los ciudadanos aprueba la prohibición del burka y del niqab en espacios públicos con un símbolo, la prohibición del velo integral,[9] que sin palabras expresa una buena lista de fundamentos morales: Protección de las mujeres frente al machismo, Justicia en la igualdad de todas las creencias, Autoridad del Estado frente a las minorías e, implícitamente, Santidad de lo cristiano frente a lo musulmán. Los progresistas, acomplejados, solo elevan con su posición una clavija: la Libertad de las mujeres para ir como les dé la gana.[10] Como dice Haidt, «los conservadores tienen intuiciones morales que los progresistas puede que no reconozcan».[11]
Y así sucesivamente: esta suerte de ecualizador político resulta sumamente práctico para explicar el mundo, para que nuestras posiciones resulten coherentes y para elaborar un juicio sencillo sobre cualquier política pública aunque sea muy complicada de entender en profundidad. Al tratarse de fundamentos morales muy básicos, de emociones muy poderosas, que se generan en el Sistema 1 de nuestro cerebro, intuitivo y rápido, la ideología se convierte así en un genuino, rápido y cómodo atajo para entender y dar sentido al mundo, para componer un relato coherente. Luego vendrá la racionalización del Sistema 2, el que se encarga de desarrollar los impulsos del Sistema 1, como vimos. El Sistema 2 desarrolla las leyes y los debates sobre su contenido, por ejemplo, pero a partir de los fundamentos morales que de manera ultrarrápida evoca la parte más intuitiva y emocional de nuestro cerebro. Un conservador no necesita saber que tiene ahí en su cerebro un ecualizador. Es probable que ni siquiera sepa verbalizar por qué es conservador. Pero ante unas imágenes de mujeres con el niqab paseando por Barcelona, las bandas de la Pertenencia, la Santidad, la Autoridad y la Justicia (y quizá también la de la Protección) se activan de inmediato. Luego se encargará su parte más reflexiva del cerebro de buscar un relato coherente, pero eso viene después.
A LA BÚSQUEDA DEL GEN PROGRESISTA
Fascina pensar por qué esa distinción entre conservadores y progresistas, o, si se prefiere, la línea imaginaria que va de la derecha a la izquierda, ha sido una constante en el tiempo y en el espacio. Existen mucho antes de que la Convención Nacional francesa situara a los jacobinos revolucionarios a la izquierda del presidente de la Cámara y a los girondinos moderados y acomodaticios a su derecha. Y existen también en todo el planeta. Basta con revisar la lista de los partidos miembros de la Internacional Socialista (la mayor asociación de progresistas del mundo) y la de la Unión Internacional Demócrata (los conservadores). Cualquiera que trabaje en la política puede saber con bastante certeza a quién ha de llamar y con quién va a congeniar en cualquier parte del mundo, en función de esa sencilla división entre progresistas y conservadores.
La persistencia de la ideología en todas las culturas y en todos los momentos invita a pensar que probablemente tenga una base genética, aunque la simple idea de que el ser humano pueda nacer ya con una predisposición política determinada puede parecer extraña, excéntrica y perversa. Preferimos pensar que los valores políticos son transmitidos por la educación en los colegios, los padres en sus casas y la interacción más o menos armónica de los expertos, los políticos y los medios de comunicación. Así es también, de hecho. Por poner un ejemplo curioso, seis de cada diez estadounidenses creen que los pobres son vagos, una idea que solo es compartida por una cuarta parte de los europeos. Unos investigadores estudiaron esa diferencia y encontraron un posible motivo en los contenidos de los libros de texto que los niños europeos y los niños estadounidenses estudian en los colegios. En los primeros se ofrece sistemáticamente una causa estructural a la pobreza. En los libros estadounidenses, por el contrario, se subrayan las causas individuales.[12]
Los estudios enfatizan de manera muy variable y poco definida la influencia de la socialización temprana o de las influencias posteriores en la vida: uno es progresista o conservador por sus vivencias cuando era niño o niña, o por los acontecimientos que luego encontró en la vida.[13] A prácticamente nadie se le ha ocurrido pensar que podríamos nacer ya con una herencia genética conservadora o progresista. Pero hay alguna excepción.
Tres profesores compararon dos muestras muy amplias de gemelos: 24.905 en Estados Unidos y 20.945 en Australia. Aquellos gemelos, monocigóticos y dicigóticos, pasaron el extendido test de Watson-Patterson de conservadurismo, que se aplica de manera muy simple: se presentan varias decenas de palabras y conceptos y se pregunta si el individuo está de acuerdo, en desacuerdo o sin opinión. Algunos de los conceptos que los conservadores aprueban más que los progresistas son «formación militar», «astrología», «segregación», «capitalismo», «vivir juntos», «energía nuclear», o «mayoría moral»; y algunos de los que puntúan menos son «impuesto a la propiedad», «pacifismo», «sindicatos», «derechos de los gais», «divorcio», «liberación de la mujer», «fiesta del pijama» o «campamento nudista».
El estudio de gemelos, por otro lado, es la práctica más frecuente para observar la influencia de la genética, porque los gemelos monocigóticos comparten el 100% del código genético, de manera que las diferencias estadísticas entre ellos y los gemelos dicigóticos serán necesariamente genéticas. Tras un complejo tratamiento de los datos, los autores llegan a una conclusión intrigante:
Dejando aparte el importante y especial caso de la identificación de partido, encontramos que las actitudes políticas están influidas de manera mucho más fuerte por la genética que por la socialización de los padres. En lo que respecta al índice de conservadurismo político, la genética produjo aproximadamente la mitad de la variación de la ideología, en tanto que el ambiente compartido, incluyendo la influencia de los padres, influía en un 11%.[14]
En otras palabras, parece que la mitad de nuestra orientación política —conservadora o progresista— está ya en nuestros genes antes de nacer. Eso no quiere decir que nazcamos ya «de un partido o de otro». Como explican quienes han estudiado la genética de la religión,[15] un niño hijo de dos miembros del Opus Dei tenderá a ser miembro del Opus Dei no porque porte un gen del Opus Dei o tenga una personalidad del Opus Dei, sino por la influencia educativa de sus padres. Los niños quieren pertenecer a los grupos de sus padres y los padres quieren que sus hijos los sigan. La identificación con los grupos religiosos y políticos no tiene mucho que ver con la genética. Pero la genética sí cuenta, probablemente con la mitad de la influencia, en las actitudes políticas —y religiosas— previas, y ahí, por el contrario, los padres tienen ya poco que hacer una vez que dejaron su herencia en el ADN de sus hijos. Esos dos imaginarios padres del Opus Dei no dieron en herencia un gen del Opus Dei, pero sí probablemente un ADN propio de la mentalidad ultrarreligiosa.
En otro estudio más reciente, un conjunto de investigadores estudiaron no ya la actitud política de los gemelos monocigóticos, sino directamente el genoma completo de una amplia muestra de 13.201 personas de 2.774 familias, a las que también se había preguntado por sus posiciones políticas. Al estudiar el genoma completo, compuesto por más de 20.000 genes muy desconocidos aún, los genetistas saben identificar qué regiones cromosómicas están implicadas en cualquier fenotipo o característica de un organismo, como son sus componentes físicos, su metabolismo, sus reflejos o sus conductas. Los genetistas encontraron tres zonas cromosómicas en las que había diferencias significativas o sugerentes entre conservadores y progresistas, que son las relativas a la flexibilidad en el procesamiento de la información y la cognición y la regulación de la ansiedad y la angustia.
Los autores niegan expresamente el determinismo genético en su propuesta, pero con la misma rotundidad concluyen que los genes importan:
Nuestros resultados no defienden que los genes tengan más efectos que los del ambiente. Este no es el caso, ciertamente. Más bien, empezamos desde dos finales opuestos en un proceso muy complejo: en un extremo, el ADN, de alguna manera la materia básica de la que están hechos los organismos vivos; y en el otro extremo una compleja conducta (la ideología política). La conducta es el producto final de todo lo que significa ser humano, interactuando en un ambiente complejo y cambiante, durante la vida [...]. La conducta humana surge de la interacción de genes, socialización y estímulos ambientales [...]. Lo que los datos sugieren es que una teoría y un método que incluya las influencias genéticas, sean grandes o pequeñas, aportará explicaciones sobre la orientación conservadora o progresista que los modelos exclusivamente ambientales no ofrecen.[16]
Incluso los investigadores que han demostrado la existencia de lo que algunos impropiamente han llamado el «gen progresista», el DRD4 que regula la dopamina y que se relaciona con la búsqueda de la novedad y la apertura, advierten que «los efectos genéticos tienen lugar en una compleja interacción con otros genes y ambientes, y es probable que sea la combinación de cientos, cuando no de miles, de genes interactuando mutuamente y con los estímulos externos, lo que influye en las actitudes y la conducta política». Pero de igual manera, los científicos son tajantes al afirmar que «a la luz de [nuestros] hallazgos y los de otros, los politólogos no pueden seguir viendo la ideología como un constructo estrictamente social, completamente maleable y completamente sujeto a las cambiantes circunstancias históricas».[17]
No tenemos por qué elegir entre el «determinismo genético» y una teoría más humanista del «libre arbitrio». Ambos no son incompatibles. Como explica Richard Dawkins:
[Nuestros críticos dicen que] o bien debemos ser «deterministas genéticos» o creer en el «libre arbitrio»; no se puede creer en ambas cosas. Pero [...] es perfectamente posible decir que los genes ejercen una influencia estadística en la conducta humana y, al mismo tiempo, creer que dicha influencia puede modificarse, anularse o invertirse por obra de otras influencias. Los genes deben ejercer una influencia estadística en cualquier pauta de conducta que surja por selección natural [...]. [E]l deseo sexual humano se ha desarrollado por selección natural, en el mismo sentido en que todo se ha desarrollado por selección natural. Por lo tanto, [...] ha habido genes que han influido en el deseo sexual —en el mismo sentido en que los genes han influido en todo—. Pero es de suponer que los deseos sexuales [se pueden] contener cuando es socialmente necesario hacerlo. ¿Qué hay de dualista en esto? Obviamente, nada. [...] Nosotros, es decir nuestro cerebro, estamos lo suficientemente separados e independizados de nuestros genes como para rebelarnos contra ellos.[18]
No existe probablemente un gen progresista ni uno conservador, y menos aún tenemos un gen en contra de los impuestos o a favor de la pena de muerte. Pero nuestra genética sí produce predisposiciones. Y con respecto a estas cuestiones hay indicaciones científicas de la existencia de un conjunto de genes que marcan la personalidad de conservadores y progresistas. De la compleja y aún misteriosa combinación genética, los expertos suponen la existencia de dos fenotipos ideales:
Uno se caracteriza por un recelo relativamente fuerte hacia los grupos externos (por ejemplo, inmigrantes), un anhelo por la unidad del propio grupo y un liderazgo fuerte, especialmente si hay una amenaza externa («no cuestionemos al presidente mientras estamos en guerra con los terroristas»), un deseo de códigos morales y de conducta clara y firme [...], un gusto por el castigo rápido y severo de las violaciones de esos códigos (pena de muerte), una afición por la sistematización (preferencia por las cuestiones procedimentales), una tendencia a tolerar la desigualdad (oposición a las políticas redistributivas) y una visión inherentemente pesimista de la naturaleza humana (la vida es desagradable, salvaje y corta).
El otro fenotipo se caracteriza por unas actitudes relativamente tolerantes hacia los grupos externos, un deseo de entender la conducta adecuada más en función del contexto que en función de las normas (preferencia por las cuestiones sustantivas), una visión inherentemente optimista de la naturaleza humana (a la gente hay que darle el beneficio de la duda), un recelo de los castigos preestablecidos (hay circunstancias atenuantes), una preferencia por la convivencia pero no necesariamente la unidad («podemos llevarnos bien incluso aunque seamos bastante diferentes»), un recelo de la jerarquía, de las certezas y de los liderazgos fuertes (cambiar de opinión no es debilidad de carácter), un rechazo de la desigualdad (por ejemplo, apoyo a un impuesto gradual sobre los ingresos), y una tendencia general a la empatía (rehabilitar, no castigar).[19]
Esta descripción no cuadra solo para la política, sino para una multiplicidad de ámbitos. En política tenemos, respectivamente, a conservadores y progresistas, pero en medicina tenemos a los defensores de la medicina tradicional y a los defensores de la medicina holística; en el arte, a los aficionados al arte de siempre (música clásica, arquitectura antigua, pintura y escultura consagrada...) y a los defensores del arte contemporáneo (rock y jazz, nuevas tendencias, formas de vanguardia...); en religión, a los fundamentalistas y a los humanistas seculares, en derecho y educación a los defensores del rigor de las normas y los procedimientos y a los defensores de la contextualización y la integración de disciplinas... y así probablemente en muchos más ámbitos.[20]
TEMEROSOS CONSERVADORES
A la genética se le está sumando en los últimos tiempos la neurología, para descubrir que, también en la configuración de sus cerebros, conservadores y progresistas son distintos. Los conservadores podrían tener una amígdala mayor y también un cíngulo anterior más pequeño, según dicen los expertos. Tres neurólogos lo demostraron en un estudio muy interesante.[21] Casi como un juego estudiaron el cerebro de dos miembros del Parlamento británico, uno conservador y otro laborista, pero luego también de 90 estudiantes voluntarios. Se analizó su posición ideológica y se los sometió a una resonancia magnética para analizar la estructura y la actividad de su mente. En efecto, había una correlación entre la posición ideológica y el tamaño de la amígdala derecha, más grande en los más conservadores. La amígdala es un órgano en forma de almendra situado en el centro del cerebro y que se cree asociado a la ansiedad y la emoción, de tal manera que quienes la tienen más grande son más temerosos ante el cambio y lo desconocido. El hallazgo vendría a confirmar las sospechas de que el temor genera conservadurismo. Ya antes se había identificado la amígdala como un elemento decisivo en la articulación de las emociones políticas en culturas diversas, en un estudio que comparaba a japoneses y estadounidenses votando en una situación simulada pero con candidatos reales[22] y también en otro estudio en el que se presentaban caras amenazantes a personas de ambas nacionalidades:[23] la amígdala, ese lugar crucial para la regulación de la emoción, tenía un papel principal, lo que constata una vez más que la política es más emocional que analítica.
En la observación con los estudiantes y los diputados ingleses, los conservadores tenían también un cíngulo anterior más pequeño. En este caso se trata de un órgano que podría tener la misión de monitorizar la incertidumbre, de manera que su menor tamaño podría sugerir una menor tolerancia a la ambigüedad y mayor necesidad de certitud por parte de los conservadores. Esa posibilidad había sido también planteada en un estudio de 2007. Se observó en encefalogramas la actividad neuronal de conservadores y progresistas mientras se producía un conflicto en la pantalla de su ordenador, en forma de órdenes «ir-no ir» que los sujetos tenían que resolver. Los progresistas resultaron más sensibles a la situación de conflicto cognitivo. Su cíngulo anterior, la zona asociada a la vigilancia de la coherencia, registraba al tiempo más actividad.[24]
Cuando los líderes de opinión progresistas acusan esa tendencia suya a enredarse en los detalles, a atormentarse con los matices y a resultar demasiado elitistas y analíticos, probablemente reflejan una realidad neurológica: su cerebro es más sensible a los matices y está menos necesitado de certezas. Quizá por eso los progresistas reniegan de la supuesta simplicidad con que los conservadores cuentan sus historias. Por ejemplo, el crítico cultural francés Christian Salmon, un hombre por lo visto progresista, puso entre los libros más vendidos en la Europa de 2007 y 2008 su obra Storytelling, la máquina de fabricar historias y formatear las mentes,[25] en la que denuncia los ejercicios narrativos e interpretativos del mesiánico Bush o del hiperactivo Sarkozy (y algo también de Obama). Para muchos progresistas esa tarea orwelliana de contarle al mundo un relato persuasivo y de ponerlo en escena resulta simplista, engañosa y manipuladora. Mientras tanto, es frecuente escuchar a los progresistas quejarse amargamente de las dificultades que tienen para hacer llegar su relato. Es aún muy especulativo, pero pudiera ser que a los progresistas les cueste más que a los conservadores simplificar sus historias, porque su cerebro esté peor preparado para ello.
Quizá nadie pueda explicarlo mejor que Clinton, cuando en el invierno de 2010, en medio de la gran crisis económica mundial, en una reunión de líderes progresistas en Nueva York, contó al medio centenar de asistentes lo que distingue a los conservadores: cuando hay angustia —dijo más o menos literalmente— la gente quiere volver a casa. Los conservadores le dicen a la gente: «Vamos, entra en casa, el fuego está encendido». Mientras, los progresistas complicamos nuestros argumentos racionales hasta la náusea.
La neurología, con su descubrimiento de las amígdalas más voluminosas, también viene a dar vuelo a la intuición generalizada de que los conservadores son más temerosos. Y ahí también los progresistas tienen un desafío, porque por mucho que traten de aliviar el miedo de sus conciudadanos apelando a la fría razón, se encontrarán un porcentaje importante de población que tendrá siempre más temor que ellos: cosas de la herencia, de las hormonas y de su recorrido por la amígdala y otros misteriosos rincones del cerebro conservador.
Los científicos que entienden de ello no saben si la cognición conservadora es fruto de esa distinta configuración física o si la configuración física es fruto de la cognición, porque según parece el cerebro se moldea en función de lo que hacemos con él. Probablemente sean ambas cosas. Pero la investigación parece indicarnos de manera consistente que conservadores y progresistas son distintos no solo mental sino también físicamente.
Algunas preguntas adicionales han surgido en los últimos años, y otras nuevas están surgiendo cada mes: ¿predomina en el pensamiento conservador, en comparación con el pensamiento progresista, el hemisferio derecho que se empeña en encontrar sentido a los sucesos de la existencia, a través de una más acentuada tendencia a la narración religiosa, pero también política? Los conservadores tienden a preferir beneficios a corto plazo en lugar de beneficios diferidos: ¿será porque su sistema dopaminérgico, el encargado de regular la satisfacción, y presente más en el hemisferio izquierdo, es más activo? Y viceversa: ¿será la preferencia de los progresistas por las recompensas diferidas el resultado de una mayor acción del sistema serotoninérgico, presente en el hemisferio derecho? En otras palabras, ¿será el hemisferio derecho el cerebro de los progresistas y el izquierdo el de los conservadores?[26]
Puede parecer maligna esta búsqueda científica de la diferencia física entre unos tipos de seres humanos y otros, en esta incipiente disciplina que aún con mucha timidez se llama neuropolítica. De hecho, es posible que los primeros experimentos sobre la cognición política fueran del «psicólogo jefe» de los nazis, Erich Jaensch, que en la década de 1930 trataba de justificar la solidez de los principios nacionalsocialistas en una manera integrada de comprender el mundo, en tanto que los críticos con el proyecto nazi (léase progresistas) le resultaban al investigador gente indeseablemente inestable.[27] La supuesta estabilidad mental de los nazis fue desmontada luego por Theodor Adorno y Else Frenkel-Brunswik, entre otros, que en el exilio estadounidense y tras la guerra, más bien tipificaron las características de la mentalidad nazi como la manifestación de la que llamaron «personalidad autoritaria», que daba título a su célebre y también controvertido libro colectivo.[28] Pero lo cierto es que hoy no hay duda de que, busquemos en los genes, en la configuración del cerebro, en el comportamiento hormonal o directamente en la personalidad, conservadores y progresistas son distintos.
El conservadurismo en particular puede ser explicado como la necesidad de reducir el miedo, la ansiedad y la incertidumbre; de evitar el cambio, la disrupción y la ambigüedad, y de explicar, ordenar y justificar la desigualdad que existe entre los individuos y los grupos. En una impresionante revisión de toda la literatura científica sobre esta cuestión, que acopia 88 estudios en 12 países y con un total de 22.818 individuos, los profesores Jost, Glaser, Kruglanski y Sulloway concluyen con muy poco margen para la duda que los conservadores se preocupan más por la inestabilidad, toleran menos la ambigüedad, están menos abiertos a experiencias nuevas, revelan mayor necesidad de orden, de estructura y de cierre, evitan la complejidad en el pensamiento y son más temerosos de la amenaza, la pérdida y la muerte. Los valores centrales y universales del conservadurismo —la resistencia al cambio, la justificación de la desigualdad, el deseo de orden y estabilidad, la preferencia por los cambios, en todo caso, graduales, el respeto por las normas existentes, la idealización de la autoridad, la dureza en el castigo de los desviados, la resistencia ante lo extraño— se integran para dotar al conservador de una excelente manera de encontrar sentido en un mundo muchas veces difícil de comprender de otra manera.[29]
Quizá por eso los conservadores se sienten más felices: la orientación política conservadora es por sí sola un buen predictor de la sensación subjetiva de bienestar. Se ha medido como mínimo en Estados Unidos, España, Alemania, República Checa, Nueva Zelanda, Noruega, Eslovaquia, Suecia, Finlandia y Suiza. Incluso cuando se controlan variables como el nivel socioeconómico, el matrimonio o la religiosidad (coadyuvantes del conservadurismo), los conservadores se dicen más felices. Una variable que parece explicar esa satisfacción con la vida es la racionalización de la desigualdad, que es una característica central del pensamiento conservador. La sensación de desigualdad crea insatisfacción. Justificarla apelando al mérito personal, a la meritocracia, actúa como una suerte de amortiguador emocional. Si, por otro lado, se ha demostrado que las sociedades más igualitarias reportan un mayor grado de felicidad, entonces estaremos tentados a pensar que la división del mundo entre conservadores y progresistas tiene una inteligente función evolutiva, con una parte del mundo, a lo largo del tiempo y el espacio, promoviendo una mayor igualdad, y otra parte justificando la desigualdad.[30]
Esta visión de nuestra comprensión del mundo en esos dos grandes universales que, aplazando por el momento los puntos medios y los grises, hemos llamado «progresista» y «conservador» tiene una interesante utilidad evolutiva. Parece más que verosímil pensar que estamos programados para la tensión permanente, quizá eterna, entre quienes promueven la igualdad —generalmente la mayoría— y quienes prefieren conservar los privilegios; el conflicto ubicuo entre la empatía por los semejantes, pero también el castigo de los desviados o el desprecio de los distintos; el gusto por el progreso y la búsqueda de experiencias nuevas, pero también la resistencia al cambio y la tendencia a la conservación; la reclamación de libertad, pero también la sumisión ante la autoridad que la mayoría está dispuesta a aceptar; la aversión por el riesgo, pero también la curiosidad y el interés por lo nuevo; la necesidad de explicación de lo incomprensible, pero también una mítica búsqueda de la verdad científica; la necesidad de certidumbre, pero al tiempo la asunción de la complejidad de las cosas.
¿Será este contraste universal entre las dos maneras típicas de entender el mundo una plasmación de la evolución del ser humano durante miles de años y una forma, que solo se da en nuestra especie, de canalizar los instintos de reproducción y protección de la especie, motivo por el cual nuestros genes y nuestro cerebro han integrado las pulsiones básicas de la política, que son la protección de los nuestros, por un lado, y la voluntad de dominio, por otro? ¿La necesidad de cambio que se enfrenta con el instinto de preservación de lo viejo?
Que haya dos grandes universos ideológicos que, con un montón de matices, se observan en el mundo entero y a lo largo de la historia, parece tener una buena justificación evolutiva. Los dos grandes relatos ideológicos de la humanidad articulan la dialéctica entre dos grandes antagonistas: por un lado, quienes prefieren la seguridad de lo conocido y las certezas del pasado y le tienen aversión al cambio, a la anomia y la debilidad. Por otro lado, quienes prefieren lo nuevo, lo creativo y lo ambiguo, rechazando los dogmas, la simpleza y la desigualdad.
Quizá, puede continuar la especulación, los ciclos políticos observados en Occidente obedecen a esa dinámica ya prevista en nuestros genes y nuestro cerebro, y culturalmente desarrollada en esas dos narrativas que hoy llamamos conservadora y progresista. Dice Arthur Schlesinger, el estudioso de los ciclos políticos:
La decepción es la enfermedad universal de la modernidad. Es también un manantial básico del cambio político. A lo largo del curso de los ciclos políticos, estén dominados por el interés público o por el interés privado, se genera de manera infalible el deseo de algo distinto. Esto siempre sucede después de un cierto «tiempo para el cambio»... las políticas de clase se hunden; la política cultural —raza, religión, estatus, moralidad— empieza a destacar. Estos son también tiempos de consolidación, en los que las innovaciones del período anterior son absorbidas y legitimadas. Las épocas del interés privado también siembran contradicciones. Estos períodos están caracterizados por corrientes subterráneas de insatisfacción, crítica, fermento, protesta. Hay segmentos de población que quedan fuera en la carrera por la propiedad. Los intelectuales se alejan... La gente se cansa de la motivación egoísta... La gente empieza a buscar sentido a su vida más allá de sí misma. Preguntan no lo que su país puede hacer por ellos, sino lo que ellos pueden hacer por su país. Están preparados para el sonido de la trompeta. Un asunto detonante —algún problema que crece como amenaza y más allá de la capacidad de la mano invisible del mercado— al final conduce a una ruptura hacia un nuevo ciclo político.[31]
Las narrativas políticas de la modernidad y las de siempre son la articulación simbólica de esas contradicciones tan humanas que se producen más en el plano de las emociones básicas que en el de las políticas públicas específicas.
NI SIEMPRE ROJOS NI SIEMPRE AZULES
Hasta aquí llega el maniqueo. Nos resulta muy útil esta distinción de conservadores y progresistas como tipos ideales, como modelos, tal como hablamos de cristianos y musulmanes, o de personas enfermas y sanas, olvidando todos los matices, todos los híbridos y todas las combinaciones posibles, que son de hecho muchos y determinantes. La historia observó cómo los nazis alemanes promovían un diabólico modelo de exterminio de aquel que consideraban extraño, al tiempo que desarrollaban unas inclusivas políticas de protección de los que consideraban propios: no puede decirse que aquella aberración histórica fuera genuinamente conservadora, y menos aún progresista. Pero sí podemos decir que tenía elementos conservadores y elementos progresistas, y entendemos bien cuáles son unos y cuáles los otros. Al mismo tiempo veíamos a un presidente progresista como Roosevelt aplicar políticas nacionalistas muy conservadoras, como la promoción del consumo de productos nacionales, mientras promovía políticas económicas de corte socialista, como una intensa inversión pública siguiendo los consejos de Keynes.[32] Clinton, un progresista, redujo el déficit (una política aparentemente conservadora), y Bush, un conservador, luego lo elevó a niveles históricos. En España, Zapatero tuvo que adoptar políticas conservadoras de recortes de beneficios sociales, y Aznar no retrocedió (aunque tampoco las promoviera) en políticas sociales que estaban vigentes cuando llegó al poder. Hoy vemos a populistas de izquierda en Latinoamérica, como Chávez, mostrarse más nacionalistas y más religiosos que sus homólogos conservadores del continente, como Piñera en Chile o Santos en Colombia. Estos, a su vez, son más progresistas que aquellos autoritarios de izquierdas, en la defensa de los derechos sociales y políticos, o en la defensa de la laicidad del Estado, por ejemplo.
Lo mismo pasa con la gente común. Es difícil imaginar a una mujer cien por cien progresista o a un hombre cien por cien conservador, como lo es imaginar a una persona cien por cien judía o cien por cien sana, por ejemplo. Hay infinidad de puntos intermedios, y de hecho hay amplísimos grupos de población que no se sienten ni conservadores ni progresistas. En España, como en toda Europa, en torno a una cuarta parte de la población no se identifica con esas etiquetas;[33] en Estados Unidos, un tercio de la población se dice «independiente»; en buena parte de Latinoamérica, ni siquiera se utilizan frecuentemente esas palabras.
Sin embargo, esos conceptos resultan muy útiles como tipos ideales, y para entender cómo entiende la gente la política y cómo se aplican los líderes en su comunicación. Para describir la eterna tensión entre lo nuevo y lo viejo, la identidad y la diferencia, el mérito individual y la solidaridad, la sociedad y el individuo, y así sucesivamente. Los dos conceptos, conservadurismo y progresismo, resultan no solo útiles, sino también necesarios, para dar cuenta de esas tensiones y su traslación a la política y su manejo desde ella.
Es necesario entender qué hay detrás de esos dos imaginarios convencionalmente llamados «conservadurismo» y «progresismo» tal como, utilizando una metáfora, es útil saber qué significa «B» y qué significa «13», si bien la diferencia entre ambos, a causa de las trampas y fascinantes cualidades del lenguaje, puede pasar desapercibida.