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Animales y epidemias. La escuela de Vericel, profesores en veterinaria, influencia pasteriana *

El primer acto humano de acercamiento para aliviar el dolor del animal, quien constituía su fuente de abrigo y alimentos, era motivado por intereses de supervivencia, este acto se difuminó a través de las generaciones y sirvió para crear una actitud, un conocimiento, y con el tiempo una profesión. Fue un acto de generosidad y de dominio, plenamente humano, de investigación. Así nace una ciencia, que subraya la simbiosis humano-animal; protegiendo la salud animal, se alcanzaban beneficios tangibles para la supervivencia, y para el aprovechamiento de las especies animales.

Guillermo Páramo (1995)

En los capítulos anteriores se señalaron hechos y personajes que trataban de conformar y dinamizar el devenir del sector, el desarrollo de la institucionalidad y la influencia de otros países en su desarrollo. En este apartado se presentan logros y tendencias que marcaron el derrotero de la veterinaria europea y algunos aspectos que coincidieron, contribuyeron e hicieron posible el inicio de la veterinaria en Colombia.

La introducción de los animales de producción provenientes de Europa; la aparición de las epidemias en el Nuevo Mundo; el oficio veterinario y su paso a la profesionalización dentro de la universidad francesa; el surgimiento de la corriente fundacional en el continente americano; la fundación de la escuela en Colombia, así como los hechos y logros de los pioneros, rescatados de testimonios, conferencias y publicaciones varias, constituyen el objetivo de este capítulo.

Por diversas razones, en la cultura universitaria y en el seno de las mismas profesiones es poco lo que se conoce desde la perspectiva histórica y, lo más preocupante, desde la visión de la trayectoria y los logros de los mentores y primeros graduados.

Uno de los incentivos para perfeccionar el ejercicio profesional, aportar al conocimiento, a la solución de los problemas sentidos y al pensamiento colectivo, es la existencia de un sentimiento, una percepción positiva, acerca de la valiosa herencia que representan los aportes y logros de quienes nos antecedieron. Solo así se contará con los elementos para construir con seguridad el prospecto para las ciencias veterinarias del siglo XXI.

Poblaciones animales y epidemias en el Nuevo Mundo

La introducción de los animales domésticos fue un proceso lento, que inició con el segundo viaje de Colón (1493): por disposición de la Corona, todas las expediciones llevaron a La Española animales domésticos (caballos, asnos, cerdos, ovejas, cabras, conejos y gallinas). El embarque se hacía desde Sevilla y las Islas Canarias; el transporte era complicado y la mortalidad durante la travesía era alta al igual que en tierra firme, donde llegaban en condiciones deplorables, pues padecían el cambio de clima y de alimentación y, adicionalmente, se exponían a las plagas del trópico. No obstante, en la isla hubo tantas vacas, que daban la carne a quien desollara la res para obtener el cuero (Pareja, 2011).

El ganado constituyó la fuente de alimentación de los conquistadores. Los indígenas no tenían animales domésticos, y su alimentación provenía de la caza de especies silvestres y la pesca. Los españoles denominaron ganado mayor a los animales de grandes proporciones y altos rendimientos en su cría y manutención (vacunos, caballos y burros), y menor a los de inferior tamaño, como ovejas, cabras, cerdos y gallinas (Sourdis Nájera, 2008).

Con el recurso genético adaptado, la Corona organizó, en 1525, centros ganaderos adicionando vacunos andaluces, caballos de Granada y cerdos de Extremadura y de la isla Gomera. Rodrigo de Bastidas se convirtió en un importante ganadero de La Española: tenía más de 10.000 cabezas de ganado. En 1524 acordó con la Corona que para la conquista de Santa Marta llevaría 200 vacas, 300 cerdos y 25 yeguas (Friede, 1956). En 1525, el 29 de junio, día de Santa Marta, llegó a Colombia, al puerto que hoy lleva ese nombre y con aquel pie de cría inició la ganadería en la costa Caribe colombiana (Sourdis Nájera, 2008).

Posteriormente, continuó la importación de pie de cría Pedro Fernández de Lugo, quien desembarcó en La Guajira y pasó por el Valle de Upar, donde se escaparon algunos animales que dieron origen a ganados cimarrones. Para su expedición a la Nueva Granada Gonzalo Jiménez de Quesada se comprometió a llevar, comprándolos a sus expensas, 400 caballos, 300 yeguas, 500 vacas, 1000 cerdos, 3000 ovejas, cabras y gatos. El ganado llegó desde La Española hasta el puerto de Santa Marta; desde allí por el río Magdalena hasta Honda y, por tierra, hasta la sabana de Bogotá. La mayoría del ganado fue introducido por Miguel Díaz de Armendáriz, comisionado por el rey como juez de residencia, en 1546.

Con Fernández de Lugo viajaron veinte mujeres solteras, pues era necesario establecer familias en los nuevos territorios. En el altiplano se fundaron varias haciendas como el hato del capitán Subia, en Ubaté; las haciendas de Chapinero, El Salitre y la Dehesa en Bogotá (Sourdis Nájera, 2008).

En las llanuras naturales de la Nueva Granada los animales se adaptaron y se reprodujeron de manera vertiginosa; se formaron rebaños salvajes que deambulaban por los montes y, según las regiones, se conocían como cimarrones, mesteños, cerreros o baguales. Su adaptación al trópico originó animales resistentes y ágiles, y así se formaron los ganados “criollos”. La cultura del cuero floreció por la demanda de este para la exportación a España.

En opinión de Cordero del Campillo (2003), desde el punto de vista del desarrollo ganadero, el origen de los inmigrantes fue clave: el 20 % de León y Castilla; el 16 % extremeño, el 37 % andaluz, con algunos vascos, especialmente vizcaínos. Hubo personas con conocimientos agropecuarios —en especial estancieros—, con tradición en la lidia, el cuidado y la producción ganadera (del Río Moreno, 1998), que aplicaron su saber en los nuevos territorios y bajo las nuevas circunstancias. Las órdenes religiosas, en especial los jerónimos y los jesuitas, contribuyeron al excelente desarrollo pecuario en extensas haciendas proveedoras de ganado en diversas regiones del territorio.

Tanto los humanos como los animales llegados del viejo continente introdujeron enfermedades exóticas que sorprendieron a la población residente; la gripe, o influenza, fue la primera epidemia de origen europeo que afectó a las comunidades expuestas. En noviembre de 1493 los equinos y porcinos que Colón embarcó en la isla Canaria de la Gomera, en su segundo viaje, enfermaron de un proceso respiratorio compatible con influenza que afectó también a algunos tripulantes, entre ellos, al propio Colón. Se trató de una verdadera epidemia, con morbilidad y mortalidad altas entre los aborígenes y media en los europeos. Es la primera zoonosis de la que se tiene noticia y una de las enfermedades que, junto con la viruela y el sarampión, produjeron grandes bajas en los nativos del Nuevo Mundo (Cordero del Campillo, 2001a).

Los primeros escritos de los médicos señalaban diferencias en cuanto a la susceptibilidad frente a las enfermedades infecciosas. Diego Álvarez, médico que acompañó a Colón (citado en Cordero del Campillo, 2001b), describe cómo la influenza afectaba con mayor intensidad a los nativos que a los españoles, debido a la carencia de experiencia inmunitaria previa. Fray Bartolomé de las Casas describe que “murieron más de la mitad de los españoles y de los propios indios murieron tantos que no se pudieron contar”.

Laverde (2006) señala que los navegantes que vinieron con Colón fueron víctimas de fiebre amarilla en Isabela, en 1494, y en Santa María la Antigua del Darién, primera ciudad levantada en tierra firme, terminó la expedición de Diego de Nicuesa por la misma enfermedad.

Con respecto a la rabia, Cordero del Campillo (2001b) asume que no existía en el Nuevo Mundo antes de la colonización europea y que probablemente se introdujo con los perros que llegaron con los españoles. La primera noticia de un evento compatible con rabia ocurrió en 1668 y fue descrito por J. du Tertre en un perro de raza europea.

Por el contrario, Escobar (2004) afirma que existía antes de la llegada de los conquistadores; señala que la primera descripción de mordeduras de personas por vampiros y su posible relación con una enfermedad mortal (seguramente, la rabia) aparece en la crónica titulada Historia natural de las Indias, escrita en 1526 por Gonzalo Fernández de Oviedo, conquistador, historiador y naturalista español:

Los murciélagos en España, aun cuando muerden, ni matan ni son venenosos, pero en tierra firme, muchos hombres han muerto de sus mordeduras. En dicha tierra firme, se encuentran muchos murciélagos que eran muy peligrosos para los cristianos cuando Vasco Núñez de Balboa y Martín Fernández de Enciso llegaron allí para emprender la conquista del Darién. Aun cuando entonces no se conocía, hay un remedio sencillo y eficaz para curar la mordida del murciélago. En ese entonces, algunos cristianos morían y otros caían gravemente enfermos a causa de ello, pero más tarde los indígenas les enseñaron cómo tratar las mordidas. Estos murciélagos son exactamente iguales a los que hay en España, pero generalmente muerden por la noche, más comúnmente en el extremo de la nariz o en la punta de los dedos de las manos o de los pies, chupando una cantidad de sangre tan grande que es difícil de creer a menos que se haya observado. Tienen otra peculiaridad que consiste en que si muerden a un hombre entre cien, volverán a morder al mismo hombre en noches sucesivas, aun pudiendo escoger a muchos otros. El remedio para la mordedura consiste en sacar unas cuantas brasas del fuego, tan calientes como sea posible tolerar, y colocarlas en la herida. También hay otro remedio: lavar la herida con agua tan caliente como pueda tolerarse; la sangría entonces se detiene y en breve plazo la herida sana. La herida en sí es pequeña, ya que el murciélago hace un corte circular y muy pequeño en la piel. Me han mordido a mí y me he curado con agua caliente, tal como lo he descrito. (Fernández de Oviedo, 1526, citado en Escobar, 2004, p. 4)

La viruela (que entró también con los europeos), eliminó al menos un tercio de la población indígena. Este hecho, narrado por varios cronistas citados en Cordero del Campillo (2001b), resultó favorable para la conquista. Así lo indica el albéitar (término de origen árabe para denominar a quienes ejercían el oficio de veterinarios en el siglo XV) Suárez de Peralta, cuando señala que “fue mucha ayuda para los españoles”. Gómara describe el papel de la promiscuidad en los baños en la difusión de la viruela, mencionando con cierto sentido de revancha que “me parece que (los indios) pagaron aquí las bubas (sífilis) que pegaron a los nuestros” (Cordero del Campillo, 2001b, p. 604).

Con la expedición de Juan de Aguado, en 1495, entró el sarampión que los indígenas llamaron pequeña lepra (a la viruela la denominaron gran lepra). Las precauciones tomadas (eliminación de los baños comunitarios), fruto de la experiencia con la viruela, hicieron que el sarampión no tuviera tan mortíferos efectos.

Médicos y veterinarios llegados desde el viejo continente

Algunos médicos y albéitares participaron durante la colonización; los últimos acompañaban las expediciones debido a la importancia estratégica de los caballos para la guerra y el transporte; la alimentación, la salud y, sobre todo, el herrado eran prioritarios, y se requería personal idóneo para estas delicadas funciones. Las noticias sobre las actividades de los veterinarios de la época son tardías, pero se mencionan en diversas crónicas; así como su papel en la implantación exitosa de los ganados europeos, y su intervención en la inspección de alimentos y el establecimiento de mataderos en las grandes ciudades (Villamil et al., 2012).

En los registros históricos citados en Cordero del Campillo (2001a, p. 5), en Crónicas de Indias, se menciona que:

Los primeros “veterinarios” llegaron a La Española (Haití y Santo Domingo) y de allí pasaron a la Nueva España (México) adonde llegaron dos herreros que Cortés reclutó en Cuba. El primer albéitar llegado al Nuevo Mundo fue Cristóbal Caro, quien formó parte de la expedición de Juan Aguado (1495); en su contrato figura: el cuidado del ganado durante la travesía y el desembarco, el tratamiento de los enfermos, la reproducción y demás actividades veterinarias, con un salario de 1000 maravedíes mensuales, más los utensilios propios del oficio y las medicinas requeridas.

Otro albéitar llegado a La Española, en 1515, fue Juan Ruiz, quien acompañó a Francisco Vásquez de Coronado en su expedición en busca de las “míticas siete ciudades de Cíbola que, según la leyenda, estaba a tan solo 40 días de viaje al norte de La Nueva España”. A Cuba llegó Baltasar Hernández, requerido por Hernando de Soto, gobernador de la isla, para que estableciera la causa de la muerte de un equino. Arribó también Cristóbal Ruiz, quien llegó a la isla en 1518 y viajó a México al año siguiente, donde figuró establecido en 1525. A esta ciudad llegó también Francisco Donaire, eficaz colaborador de Hernán Cortés en la época de la conquista Cordero del Campillo (2001a, p. 5).

Con Gonzalo Jiménez de Quesada arribó el cirujano Antonio Díaz, quien prestaba sus servicios tanto a los europeos como a sus cabalgaduras, debiendo atender a las personas y a los equinos (Gracia, 2002; Reyes et al., 2004). Sánchez Ropero, que curaba animales y personas, terminó como encomendero en la sabana de Bogotá, donde crió con éxito ganado caballar, vacuno, lanar y porcino, después de haber participado en la expedición del capitán Díaz Cardozo.

En 1537 figura en Perú el albéitar Fernán Gutiérrez, quien practicaba con éxito la cirugía en animales y en humanos. Según Garcilaso de la Vega:

[...] el soldado Francisco Peña, recibió una herida craneal durante la guerra contra Gonzalo Pizarro, rebelado contra el virrey […] El albéitar que hacía de cirujano le arrancó el casco (cuero cabelludo) y curó sin calentura ni otro accidente, en la batalla de Guarina en 1547. (Cordero del Campillo, 2001a, p. 5)

En 1542, el grupo comandado por Alvar Núñez Cabeza de Vaca llegó a la ciudad de Asunción Juan Pérez, quien traía una fragua portátil. En 1609, en Buenos Aires, Juan Cordero Margallo fue denunciado por actuar como médico; no obstante, se le autorizó para tratar lamparones (escrófulas) y llagas viejas en los humanos. En 1786 se presentó ante las autoridades Gabriel Izquierdo, con título de albéitar, expedido por el Real Protoalbeiterato de la capital española.

De acuerdo con Cordero del Campillo (2001a, p. 6), un aporte importante a la veterinaria hispana lo constituye la obra del mexicano Juan Suárez de Peralta (pariente político de Hernán Cortés), quien escribió Tratado de Cavallería, de la Gineta y brida sevillana (1580), y un libro titulado Albaytería (1570), cuyo original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Según Velásquez (1931), Otón Felipe Braun, veterinario de la Universidad de Hannover, donde terminó sus estudios en 1817, participó en la guerra de la independencia de Colombia. En Santafé conoció al Libertador y se decidió a acompañarlo en sus campañas. Bolívar le concedió las medallas de Pichincha, Junín y Ayacucho, y recibió el título de Gran Mariscal de Montenegro.

La enseñanza de la veterinaria en el continente americano

La veterinaria, término mencionado en los inicios del siglo IV d. C. en la obra De re rustica (Los trabajos del campo), de Lucius Junius Moderatus, “Columela”, en sus orígenes y desarrollos presentó diversos aspectos históricos en los que confluyeron intereses comunes desde la perspectiva del saber médico, la salud de las poblaciones animales y sus repercusiones en las colectividades humanas y en el ambiente, como una consecuencia de las actividades ganaderas y agrícolas, factores que constituyen temas importantes y, a su vez, fundamentales en el conocimiento y en el ejercicio profesional.

El 4 de agosto de 1761, por orden de la Corona, Claude Bourgelat fundó la primera escuela veterinaria en Lyon, y en 1764 se le confirió el título de Real Escuela de Veterinaria. Hacia finales del siglo XVII se crearon escuelas de veterinaria en más de veinte ciudades europeas (Cottereau y Webber Goude, 2011).

Una frase extraída de los Reglamentos para las Reales Escuelas de Veterinaria de Francia (citada en Chary, 2011), refleja las preocupaciones éticas de este visionario, fundador de la profesión veterinaria:

Impregnados siempre de los principios de honestidad que habrán apreciado y de los que habrán visto ejemplos en las Escuelas, jamás deberán apartarse de ellos; distinguirán al pobre del rico, no pondrán un precio excesivo a talentos que deben exclusivamente a la beneficencia del Rey y a la generosidad de su patria y demostrarán con su conducta que están todos igualmente convencidos de que la fortuna consiste menos en el bien que uno posee que en el bien que uno puede hacer. (p. 6)

En 1821, medio siglo después de la creación de la primera escuela francesa, se aprobó en España el Reglamento General de Instrucción Pública, en cuyo artículo 60 se relacionan las cuatro escuelas de veterinaria en España y se amplía la relación de las proyectadas para los territorios de ultramar, confirmando las de México y Lima y añadiendo otras en Santa Fe de Bogotá, Caracas, Buenos Aires y Manila. Los diputados de entonces pensaban en la importancia de la fundación de escuelas de veterinaria en el Nuevo Mundo, pero ignoraban la tensa situación política que se vivía en los territorios ocupados haciendo inviable el mandato emitido en el viejo continente para sus colonias en ultramar (Cordero del Campillo, 2003).

La primera escuela de medicina veterinaria que se fundó, casi un siglo después de la de Francia en el continente americano, la creó el Gobierno de México en agosto de 1853, en el Colegio Nacional de Agricultura. La segunda fue la de Guelph, Ontario Veterinary College, Canadá, en 1862; posteriormente, en 1868, en la Universidad de Cornell se ofreció el primer curso de medicina veterinaria. En 1879, en Ames (Iowa, Estados Unidos), se fundó el Iowa State Veterinary College (Reyes et al., 2004).

La enseñanza de la medicina veterinaria en América del Sur se inició en 1883, en Argentina, con la Facultad de Ciencias Veterinarias de La Plata, en el Instituto Agronómico Veterinario de Santa Catalina, el cual fue elevado en 1889 a la categoría de Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Provincia de Buenos Aires. En Chile y con la llegada en 1874 de Julio Besnard de la escuela de Lyon (Francia), se organizó en la Quinta Normal un hospital de veterinaria, una estación de monta de equinos y el jardín zoológico, iniciándose la actividad profesional en el país. En 1888 nació la Facultad de Ciencias Pecuarias y Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile.

En 1902 se inauguró en Lima la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria, y en Uruguay la Escuela de Veterinaria en 1903. La enseñanza de la veterinaria en Cuba se inició en abril de 1907 con la fundación de la Escuela de Medicina Veterinaria, adscrita a la Facultad de Medicina y Farmacia de la Universidad de La Habana. En Brasil, por su parte, la educación veterinaria comenzó en 1913, en Río de Janeiro, y la Escuela de Sao Paulo se fundó en 1919.

En Venezuela los estudios de veterinaria tuvieron un origen inusual, pues desde 1934 se crearon los estudios en esta área como una dependencia del Ministerio de Agricultura y Cría (MAC), que otorgaba el título de Experto en Ganadería y, luego, el de Práctico en Veterinaria y Zootecnia. Una alta proporción de egresados salió a cursar veterinaria en el exterior, especialmente en Argentina y Uruguay. La escuela de veterinaria nació oficialmente en 1936 (Reyes et al., 2004).

Epidemias en Colombia, percepciones y saberes médicos

La terapéutica aplicada a lo largo de los siglos XVII y XVIII se basaba en la teoría de los humores. El origen de los fármacos era diverso:

[…] plantas utilizadas desde la antigüedad y descubiertas a través del método de ensayo y error, materias diversas de origen animal y mineral entre las que figuraban excrementos humanos y de animales, dientes de jabalí, conchas de caracol, cuernos de ciervo, semen y grasa de ballena, almizcle, cochinilla, marfil, manteca de puerco, tela de araña, piedra coral, alcanfor, alumbre, azufre, mercurio, magnetita, lapislázuli; semillas de adormidera o amapola, raíces, tallos, hojas, cortezas y resinas de alhucema, almendras, pulpas de frutos, anís, incienso, mirra, jengibre, ortiga. (Díaz Piedrahíta, 2012, p. 20)

Independientemente de su eficacia, eran la única alternativa para el tratamiento de enfermedades como comezones, peste, opilaciones, cáncer, fiebres, úlceras, infecciones, heridas y fracturas. El precio de los medicamentos era alto y el acceso a estos estaba limitado a los estratos más altos de la sociedad (Díaz Piedrahíta, 2012):

Entonces, como ahora, las medicinas no estaban al alcance de toda la población y los más pobres debían utilizar remedios caseros en forma de untos, ventosas, infusiones o baños aparte de dietas, enemas y sangrías. Las comunidades culturales más pobres, como eran las de los indígenas, los negros y los campesinos se valían de un saber terapéutico ancestral basado en el conocimiento de los recursos a su alcance, es decir una terapéutica indígena con influencia africana y europea. (p. 220)

A mediados de 1849 el cólera llegó a Cartagena, en las costas de la Nueva Granada. Se trataba de la misma epidemia que había invadido París en 1832, la cual causó un enorme pánico entre la población. En el periódico El Filántropo, el médico Bernardo Espinosa informaba que el “cólera morbo asiático” se entendía como un envenenamiento miasmático no contagioso pero que se adquiría en una atmósfera impregnada de esos principios morbíficos, reproducidos por los enfermos y los cadáveres:

Todos los cuidados debían dirigirse a mejorar las condiciones del aire. Para ello era preciso el aseo general, hacerlo renovar con frecuencia y dispersar materias propias para purificarlo de sustancias deletéreas. Para beber, debía utilizarse el agua que corría libremente. También se recomendaba la templanza, un régimen moral, la fijación de horas para dormir y el aseo personal: un baño general tibio, por lo menos, cada ocho días se consideraba excelente preservativo, además de “arreglar la imaginación para que desaparecieran los temores”. Según los conocimientos de la época, “habiendo tranquilidad de conciencia, aseo, sobriedad, templanza y método no da el cólera”. (Obregón, 1998, p. 113)

Las normas higiénicas que los médicos proponían para evitar el contagio eran preceptos de orden moral. Se suponía que la causa de la enfermedad era múltiple; por tanto, los remedios se creían múltiples también (Obregón, 1998).

El conocimiento de esa época estaba todavía lejos de las teorías de la era microbiológica que señalaba agentes etiológicos como generadores de enfermedad. Pero también lejos de los escritos de John Snow, conocedor de las teorías de los gases y reconocido anestesiólogo, quien en 1848 postuló una nueva teoría completamente diferente a la aceptada en ese entonces: el cólera era una enfermedad localizada en los intestinos y sus síntomas se debían a la pérdida de líquidos corporales. La causa entraba por la boca, se multiplicaba en el intestino y se eliminaba en las materias fecales, pasando a otras personas vía fecal-oral. Sus hipótesis no fueron bien recibidas por la comunidad científica del momento.

Snow después sugirió que la estructura de la causa desconocida podía ser de la forma y el tamaño de una célula; pero la ausencia de comprobación microscópica no le permitió generar más explicaciones. Las teorías de Snow se formularon treinta años antes de que Pasteur señalara la asociación de las bacterias con la enfermedad y de que Robert Koch descubriera el agente del cólera al que llamó el vibrión colérico. Snow había utilizado el método epidemiológico para identificar la causa y establecer métodos racionales y actuales para el control y la prevención. Por eso se considera como el padre de la epidemiología.

Otro episodio alteraba la rutina de los habitantes de la capital: una enfermedad desconocida del ganado que afectaba también a los humanos y causó pánico entre los habitantes de la sabana de Bogotá. El 18 de enero de 1869, en un hato del distrito de Fontibón, murieron siete vacas en un solo día. Los casos se aumentaron no solo en Fontibón: también se presentaron en Funza y en Usme. El rector de la recientemente fundada Universidad Nacional de Colombia, Manuel Ancízar, ordenó una investigación sobre la causa de dicha enfermedad:

Después de haber realizado el examen y la autopsia, los médicos diagnosticaron una fiebre carbonosa cuyo virus, afirmaban, era transmitido al hombre por una especie de inoculación que desarrolla la pústula maligna. Afirmaban que la fiebre carbonosa era siempre producida por miasmas pútridos y por la permanencia de los animales en lugares pantanosos y cenagosos. Citaban a veterinarios franceses, entre ellos a Joseph Davaine, quien sostenía que en la sangre de los animales atacados por enfermedades carbonosas se presentaban unos corpúsculos particulares que los micrógrafos llamaban bateridios. En cuanto sea posible es necesario separar los animales de los pantanos y de todo género de aguas detenidas y proporcionarles lugares sombríos a fin de evitar los efectos del fuerte calor, que es una de las causas de la enfermedad carbunclosa. (Obregón, 1998, p. 114)

Las teorías sobre las causas de enfermedad no se modificaron radicalmente, en lo que hoy es Colombia, durante gran parte del siglo XIX; los “miasmas” y el clima como productores de epidemias y de enfermedades constituían las referencias conceptuales.

Claude Vericel llega a Colombia. Nace la escuela veterinaria

El veterinario debe ser un hombre de su tiempo, un conocedor de los caminos del arte y la literatura, para aprender la hermosura del mundo y los frutos de la mente humana, vamos a hacer historia amigos míos, poniéndonos al lado de la vida... los veterinarios tenemos en nuestras manos la responsabilidad de velar por la salud humana, debemos tener la mente alerta para anticiparnos al ataque del mal.

Claude Vericel (1885)

Colombia, durante el siglo XIX, se caracterizaba por una economía basada en la agricultura, escasa participación en el comercio internacional, fragmentación regional, hacienda extensiva e inestabilidad política.

Desde 1870 se intentaba —sin éxito— formalizar la educación agrícola; para ello se dictaron algunos cursos en la Universidad Nacional de Colombia, en la Escuela de Ciencias Naturales. En 1874 el departamento de Cundinamarca estableció la primera Escuela Agrícola y, en 1878, Boyacá intentó sin éxito fundar la escuela en la Villa de Leiva. Otros intentos se llevaron a cabo en el Estado de Santander. Juan de Dios Carrasquilla propuso elevar el estatus de las escuelas al nivel de las de Ciencias Naturales y Medicina que se ofrecían en la Universidad Nacional (Bejarano, 2011).

Como se señaló, en 1884 fue creado el Instituto Nacional de Agricultura en Bogotá, con el cual se buscaba iniciar la enseñanza agrícola y veterinaria, pero en el país no se contaba con el personal idóneo. Juan de Dios Carrasquilla, Salvador Camacho Roldán y Jorge Michelsen Uribe iniciaron los trámites para la contratación del personal necesario. Carrasquilla insistía en que los estudios agrícolas y la veterinaria científica debían ofrecerse al mismo nivel superior que la medicina y las ciencias naturales.

Era una situación delicada y prioritaria, pues el Gobierno nacional comisionó a su embajador en Francia, José Gerónimo Triana, para iniciar las gestiones necesarias. Probablemente se pensó en Francia por diversas razones relacionadas con la formación médica, su liderazgo en veterinaria como escuela profesional y el gran atractivo que para los santafereños implicaba todo lo que tuviera que ver con Europa y en particular con este país (Gracia, 2009).

Conseguir un veterinario, investigador, que se comprometiera a dictar cursos de medicina veterinaria, a estudiar las enfermedades de los animales en Colombia, establecer un hospital para animales, regentar las cátedras de elementos de patología e higiene en el Instituto Nacional de Agricultura y aclarar situaciones complejas referentes a la salud pública parecía un imposible.

En la embajada de Colombia en París contactaron a un joven doctor en veterinaria: Claudio Vericel Aimar, graduado de la escuela de Lyon, quien estaba familiarizado con los métodos y técnicas desarrollados por la escuela microbiológica pasteriana, con las técnicas ganaderas y la ciencia veterinaria (Gracia, 2009; Luque, 1985; Román, 1997; Velásquez, 1938). Sanmartín (1986) señala lo siguiente acerca de Vericel:

Era Vericel conocedor de su profesión, persona de un acendrado amor a los animales, de gran generosidad, interesado en transmitir su saber y convencido de la necesidad de formar jóvenes en las disciplinas de su arte. Aun cuando no hay evidencia de que fuera discípulo de Pasteur, no hay duda de que venía imbuido de sus ideas y preparado convenientemente en la microbiología que entonces se iniciaba. (p. 35)

El joven veterinario llegó a Colombia, acompañado por su pequeña hija Jeannette (su esposa había muerto recientemente) y su fiel perro Paysan. Al igual que Humboldt, durante su viaje por el río Magdalena y el ascenso hacia la ciudad de Bogotá, se maravilló con la diversidad y la belleza del trópico.

Traía instrumentos para el examen y la cirugía de los animales; reactivos de laboratorio y medios de cultivo bacteriológico; también uno de los primeros microscopios que había llegado al país, tal vez el primero que se utilizara en microbiología y laboratorio clínico. “Utilizando el microscopio que trajera consigo —al parecer el primero que llegara a estas tierras—, abrió Vericel los ojos de una generación asombrada, a esos organismos diminutos que Sedillot bautizara como ‘microbios’” (Sanmartín, 1986, p. 35).

Afrontaba un alto reto: ser el pionero de la enseñanza de la veterinaria. Eran varios los proyectos inconclusos que otros iniciaran antes de su llegada; por tanto, debía cristalizar la enseñanza de la veterinaria y resolver un posible problema de salud pública: los médicos observaban unas extrañas malformaciones que suponían propias de la tuberculosis zoonótica en el intestino de los bovinos que se sacrificaban para el consumo en Bogotá (Gracia, 2009).

En este país —al que amó tanto como el suyo— la ciencia veterinaria era una ficción y la investigación microbiológica algo más que una quimera (Román, 1997). Descubrió en estas tierras una geografía y un recurso humano que lo animó a dedicar toda su vida y su conocimiento a la construcción de la intelectualidad veterinaria colombiana.

Con la llegada de Vericel el 12 de junio de 1884 (con más de un siglo de diferencia con respecto a la escuela francesa), se formaliza la enseñanza veterinaria y comienza la escuela veterinaria en Colombia; el Gobierno nacional ratificó las cláusulas de su contrato y estableció el plan de estudios que se debería seguir en el curso de Veterinaria en el instituto (Gracia, 2002, 2009).

Los fracasos de las anteriores iniciativas estaban en la mente de los representantes del Gobierno; tal vez por eso las exigencias fueron altas. Según Gracia (2002), el contrato de Vericel tenía los siguientes compromisos:

•Dictar un curso oral, diario (excepto domingos y festivos), alternativamente sobre las ramas que abarcaba la medicina veterinaria.

•Dar todos los días la enseñanza práctica de la ciencia veterinaria en el lugar designado por el Gobierno.

•Dar lecciones diarias teóricas y prácticas sobre el arte de herrar los animales, en la fragua designada por el Gobierno.

•Estudiar las enfermedades de los animales en Colombia y dar informes al Gobierno, indicando etiología, sintomatología, profilaxis y tratamiento.

•Establecer un hospital para animales, si así lo determinaba el Gobierno, y hacerse cargo de la dirección.

•Cuidar en todo caso los animales enfermos que le confiara el Gobierno.

•Examinar una vez al mes la carne de los animales domésticos destinados al consumo.

Se emitió el Decreto 550 del 8 de julio de 1884, por medio del cual se reglamentaba el contrato firmado por Vericel en París. Los estudiantes debían tener como requisito, bien en el Instituto, o bien en la Universidad Nacional, los cursos de Botánica, Zoología, Física y Química Elemental. El plan de estudios estipulado se hacía en tres años, con las siguientes materias (Bejarano, 1993):

•Primer año

–Anatomía General

–Anatomía Especial

–Fisiología

–Patología General

•Segundo año

–Nociones de Cirugía y Herraje

–Patología Externa I

–Patología Interna I

–Exterior de Animales

•Tercer año

–Terapéutica

–Patología Externa II

–Patología Interna II

–Obstetricia

Era, en términos generales, una malla curricular con doce espacios académicos distribuidos en tres años, con la que se seguía un programa parecido al actual. La formación partía de una visión individual, donde el caballo era el modelo animal; las estrategias de intervención correspondían a la patología y la terapéutica. Es relevante señalar que los primeros egresados son reconocidos por sus labores y aportes a la salud pública e higiene de alimentos, aspectos no explícitos en la malla (Gracia, 2009), pero implícitos en la naciente escuela. Las actividades académicas comenzaron en el Instituto Nacional de Agricultura, en la Quinta de Ninguna Parte de Alfredo Valenzuela, la cual estaba localizada en la calle 4 con carrera 12 en Bogotá (Gracia, 2002, 2009). Según refiere Román (1997), dicha quinta se distribuyó como una miniatura de la Facultad de Lyon: el gran solar de atrás era equivalente al patio de hospitales con establos, perreras y caballerizas; el primer patio era análogo al área de patología médica y quirúrgica, con un laboratorio para toma de muestras y análisis microscópico, y un gran salón con piso de ladrillo donde se impartían las clases de anatomía.

Finalizando el mismo año el instituto dejó de funcionar, obligando la adscripción de la escuela a la Facultad de Medicina y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia; se creó entonces la Escuela Nacional de Veterinaria, como un organismo anexo a esa Facultad. Allí continuaron su formación profesional varios estudiantes, quienes posteriormente se distinguieron y llegaron a ser hombres notables en todo el país: Ifigenio Flórez, Ismael Gómez Herrán, Delfín Licht, Federico Lleras Acosta, Jorge Lleras Parra, Mercilio Andrade S., Moisés Echeverría, Epifanio Forero, Amadeo Rodríguez, Jeremías Riveros, Ignacio Flores y Juan de la Cruz Herrera (Velásquez, 1938).

En 1889, los egresados recibieron el título de Profesor en Veterinaria (los títulos de doctor y profesor eran sinónimos de inclusión y participación social y política); ejercieron con mística y dedicación en diferentes campos de la profesión, especialmente en la salud pública; la inspección e higiene de los alimentos; la producción de sueros y vacunas, y el diagnóstico de las enfermedades bacterianas y parasitarias. La era microbiológica emergió como una alternativa para alejar la teoría miasmática tan común para la época.

Este importante proyecto educativo se suspendió en 1889, al estallar el conflicto de la Guerra de los Mil Días, lo que obligó el cierre de la Escuela y condujo a otros hechos difíciles como el abandono del campo, las finanzas en bancarrota y la producción agrícola casi desaparecida (Gracia, 2009; Luque, 1985).

Pero el comienzo fue difícil; no se tenía una idea clara y para muchos no se comprendía el papel del veterinario. El profesor Lesmes (1942) señala lo siguiente:

Duros tiempos aquellos para el veterinario que luchaba por disipar el concepto oscuro que de la profesión se formaban algunas gentes en esa época, como sucede aún, entre los individuos incultos.

Refieren las consejas que no faltaba quien se imaginase al veterinario como un jayán capaz de detener con la soga al potro salvaje o al toro bravío, y de amansar con las piernas al más indómito de los mulos. Y que no eran raros tampoco quienes mostrasen su hilaridad al recibir del médico de su gozque, vaya de ejemplo, el diagnóstico de una neumonía, o la prescripción de unas cucharadas, como si los pulmones, sus enfermedades y esa vieja medida posológica, fuesen patrimonio exclusivo del hombre… Mas, por fortuna, los gobiernos de entonces y la clase culta de la sociedad que veían la importancia de la nueva carrera, la impulsaban aprovechando a la vez sus servicios. Así fue como el Concejo Municipal de Bogotá estableció la Oficina de Inspección de Carnes en la ciudad, mediante el Acuerdo número 29 del año de 1890. (pp. 508-509)

Durante las deliberaciones del Simposio Internacional sobre Inmunización y Producción de Vacunas, llevado a cabo en Bogotá el 29 de septiembre de 1985, el profesor Eduardo Sanmartín (1986), a nombre de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina, señalaba lo siguiente con respecto a la labor del fundador de la veterinaria en Colombia y de uno de sus discípulos:

Correspondió a Vericel introducir la bacteriología a Colombia y a su discípulo Federico Lleras asentarla sobre bases firmes y acreditarla definitivamente como rama de la medicina; es también cierto que hubo médicos que se interesaron por ella y siguieron atentamente la trayectoria de Pasteur y los adelantos de la ciencia que él iniciara. (p. 36).

El Dr. Vericel trajo al país el primer microscopio; incorporó en el pensamiento veterinario la dedicación y la actitud del científico; trajo los primeros reactivos de laboratorio y los medios de cultivo bacteriológico, dando inicio a una nueva era en las ciencias médicas y la salud comunitaria, mediante el aislamiento y la identificación de los agentes patógenos, algunos comunes a los humanos, otros a los animales y varios compartidos; contribuyó a la producción de las primeras vacunas para humanos y animales; con ayuda de sus alumnos sentó las bases de la microbiología médica y veterinaria y la salud pública, y su gestión para la importación de bovinos de Francia, Holanda y las Antillas Británicas constituyó un aporte al mejoramiento genético de la ganadería lechera del país (Gracia, 2009).

Dentro de sus investigaciones se destaca la identificación del agente causante de las “extrañas lesiones intestinales” de los animales que se consumían en la ciudad: el Oesophagostomun colombianum, primer hallazgo que permitió descartar de plano la sospecha de la temida tuberculosis. Los resultados se presentaron durante el Primer Congreso Médico de Bogotá en 1893 (Román, 1997).

Asimismo Vericel dirigió su clínica particular, bautizada por él con el nombre de Spei Domus (Casa de la esperanza), en una edificación de angosto zaguán y patio de enredaderas y curubos que perfumaba el poleo (Espinosa, 1998). La clínica funcionó desde 1905 hasta 1938, y difundió ampliamente el conocimiento en la industria pecuaria y sirvió de centro del saber para profesionales y ganaderos.

Francia le otorgó la Cruz de La Legión de Honor, la medalla al Mérito Agrícola y la Cruz de las Palmas Académicas. La nación colombiana lo distinguió con su máxima condecoración: la Gran Cruz de Boyacá, en el grado de Caballero, y la ciudad de Bogotá le otorgó la Medalla del Cuarto Centenario. Las academias de Medicina y Medicina Veterinaria lo distinguieron como Miembro Honorario (Román, 1997). El 15 de agosto de 1938 murió en la ciudad que lo vio llegar en 1884 con su pequeña hija, su perro y la semilla de una escuela pasteriana para el inicio de la ciencia veterinaria colombiana.

En términos generales, se señala de manera importante el legado de Claude Vericel, como uno de los aportes más sobresalientes a la economía nacional, a la microbiología médica y veterinaria, a la salud pública colombiana y a la educación universitaria, mediante la fundación de la primera escuela y la formación de profesionales éticos y competentes:

Después de largos años de labores y de un noble y desinteresado ejercicio particular de su profesión, murió Claude Vericel en 1938 en Bogotá. En él reconoce la medicina veterinaria a su iniciador y maestro. Colombia y en particular Bogotá, le recuerdan como un amable y bondadoso hijo de Francia que dejó su patria para radicarse definitivamente en la nuestra. (Sanmartín, 1986, p. 35)

Logros y realizaciones de los discípulos de Vericel

Los discípulos de Vericel se congregaban en el laboratorio donde actuaban como auténticos pioneros, diseñando instrumentos para obtener y procesar muestras de tejidos y de parásitos; inoculando bacterias y virus, alumbrados con lámparas de aceite, generaron conocimiento científico con vocación y consagración constante (Espinosa, 1998; Román 1997).

De acuerdo con Gracia (2009), la mayoría se distinguió por sus aportes: Ifigenio Flores escribió Tratado de veterinaria práctica, e Ismael Gómez Herrán (quien heredó la clínica de Vericel) se interesó por la salud pública, en especial por la higiene de alimentos, disciplina a la que dedicó su vida.

Según Lesmes (1942), Eladio Gaitán escribió Manual de medicina veterinaria homeopática y alopática, obra para la cual, con fecha 16 de enero de 1893, Rafael Pombo escribió el prólogo:

No solo ha creado el Señor los animales para servicio y alimentación del hombre y para su recreo y compañía, imponiéndonos desde luego el correlativo deber de velar por ellos como miembros de nuestra familia; no solo son nuestros consocios, cooperarios de nuestra fortuna, cuya parte de beneficios es criminal rehusarles, sino que, por su analogía con nosotros, la ciencia estudia en ellos, a costa de su tormento y vida, nuestras enfermedades y cómo curarlas o precavernos de su azote; y el mundo animal es como una escuela impersonal pero viviente que el Creador nos proporciona para el desapasionado ejercicio de la inteligencia y de la virtud. (p. 509)

Laboratorio clínico, elaboración de vacunas, cultivo del bacilo de Hansen

Federico Lleras Acosta recibió la herencia valiosa de la bacteriología y la serología, y fundó el primer laboratorio clínico de Bogotá, ofreciendo sus servicios de diagnóstico para los médicos y sus pacientes (Luque, 1985).

Tal como señala Obregón (2004), Federico Lleras Acosta fue un científico austero, asceta, disciplinado y riguroso, así como un polemista combativo. Sin embargo, sus luchas no eran contra enemigos corrientes, pues tenía en mente el mensaje de su mentor: libraba su batalla contra “los invisibles”, poniéndose así al lado de la vida, haciendo historia al producir conocimiento en el mundo de los microbios, estudiado en sus inicios por Louis Pasteur y Robert Koch, a finales del siglo XIX.

Este médico se graduó con la tesis titualda “La inspección sanitaria de las carnes”, dirigida por el Dr. Vericel. Por aquellos días, aparte de los experimentos emprendidos por Vericel, el empleo del microscopio y de los métodos de laboratorio como complemento de la medicina, eran en la práctica desconocidos en Colombia; por esa época, los médicos tradicionales formados en la clínica desconfiaban del laboratorio. Lleras contribuyó, de manera significativa, a establecer la medicina moderna, pues estaba familiarizado con los procedimientos y metodologías aprendidas de Vericel (Obregón, 2004).

Invirtió sus ahorros en la importación de un moderno microscopio con platina, aparato de iluminación, y tornillo de enfoque rápido y lento. Provisto de los conocimientos adquiridos en la Escuela de Veterinaria y de este magnífico instrumento, fundó en 1906 un laboratorio que se convirtió en eficaz auxiliar para los médicos que habían estudiado en Europa las nuevas concepciones de la práctica médica y el apoyo del laboratorio (Espinosa, 1998; Obregón, 2004). Sanmartín (1986) comenta al respecto lo siguiente:

Su laboratorio particular, el primero que hubo entre nosotros para estudios bacteriológicos, jugó un papel importante pues a él acudían los médicos en busca de orientación y ayuda para un mejor ejercicio de su profesión. En una época cuando estuvieron en boga las vacunas bacterianas, fuimos muchos de mi generación los que acudimos al Dr. Lleras, quien nos tomaba una muestra de aquellas tenaces piodermitis de la adolescencia, para entregarnos a los pocos días la ansiada autovacuna. (p. 35)

La investigación se iniciaba con un sesgo etiologista, el interés se centraba en la búsqueda de agentes de enfermedad, los cazadores de microbios (bacterias, insectos y parásitos) se dedicaban a dicha labor, tuvieron amplio reconocimiento profesional y social; pero en ese discurrir, pasaba desapercibida la correlación con el territorio, el clima, la alimentación, la calidad de las viviendas y las diversas interacciones entre el ambiente, los humanos y los animales. Avanzábamos en el aislamiento de agentes, pero poco en las relaciones de los mismos con las poblaciones, los servicios sanitarios y el ambiente.

De acuerdo con Obregón (2004), en 1906 se presentó una epidemia en el ganado, a la cual Lleras hizo frente: publicó varios artículos en la Revista Nacional de Agricultura en los que señaló que se trataba de una fiebre carbunclosa o carbón, la misma enfermedad que había causado la epidemia en los bovinos de la sabana de Bogotá en 1869, similar a la descrita por Davaine desde 1850. Pero los ganaderos no compartían esa opinión e insistían en la llamada ranilla. El profesor Lleras, en compañía del médico y bacteriólogo Roberto Franco, investigó a fondo el caso. Documentó y comprobó la distinción entre carbón sintomático y fiebre carbunclosa, y describió la bacteria específica que correspondía a cada una de estas enfermedades. Con este aporte fue recibido como miembro de número de la Academia Nacional de Medicina en 1907.

Estableció que la tierra donde había ganado enfermo de carbón estaba también infestada. Por tanto, recomendó la cremación obligatoria de cadáveres, lo que atenuó la virulencia del agente, y produjo vacunas que resultaron más activas y eficaces que las importadas.

Asimismo analizó la calidad bacteriológica del agua de Bogotá: estudió los hematozoarios de los bovinos; la presencia del bacilo de Koch en la orina; combatió una plaga de langosta que, por ese entonces, afectaba el territorio colombiano causando estragos en las zonas agrícolas y ganaderas; realizó aportes al diagnóstico de la peste desde la perspectiva del laboratorio; incursionó en la indagación del efecto en el tratamiento del tabes (neuropatía sifilítica), empleando el suero salvarsanizado, y también afrontó la epidemia de enterocolitis que se presentó entre los niños en Bogotá. La producción de vacunas y sueros hiperinmunes constituyen otro de sus aportes. Fue el profesor de bacteriología en la Facultad de Medicina, la cual lo nombró profesor honorario (Obregón, 2004).

Entre 1913 y 1914 se presentó en Santa Marta una enfermedad infecciosa de elevada mortandad, cuyas características clínicas hicieron pensar a los médicos locales que se trataba de peste. Se declaró el estado de alerta, pero luego se afirmó que no se trataba de esta enfermedad. Un bacteriólogo norteamericano, contratado por la compañía bananera United Fruit Company, estuvo treinta horas en la zona bananera y diagnosticó neumonía. Sin embargo, algunos médicos locales dudaron de este diagnóstico. Federico Lleras recibió, para confirmación por su laboratorio, muestras de los enfermos, y descubrió que se trataba de peste bubónica. Publicó un artículo en el cual describía cuidadosamente el bacilo de la peste, identificado por Shibasaburo Kitasato y Alexandre Yersin en 1894, y los detalles técnicos para su observación y cultivo, con el fin de realizar un diagnóstico bacteriológico correcto. Se había dado el paso de entender las epidemias a través de los fantasmas de los miasmas deletéreos al conocimiento de los agentes; la era microbiológica estaba en el pensamiento tanto de los médicos como de los veterinarios (Obregón, 1998):

Lleras era un devoto pasteriano; como veterinario, no podía tratar pacientes de lepra, pero como bacteriólogo, era consciente del significado potencial de lograr el cultivo del bacilo de Hansen, como meta para producir una vacuna. Como veterinario, Lleras estaba condenado a producir vacunas contra el carbón (ántrax) en su laboratorio privado y a prácticas clínicas rutinarias, ya que este era uno de los pocos laboratorios privados de Bogotá. Pero como bacteriólogo, un mundo de posibilidades fascinantes que incluían contactos con la comunidad científica internacional y gloria nacional, se abrían para el entusiasta pasteriano, convencido de que la profilaxis de la lepra estaba determinada por la bacteriología. (Obregón, 2002, p. 288)

Gran parte de su vida la dedicó a buscar el método para el cultivo del bacilo de la lepra. El 16 de agosto de 1934, el recién posesionado presidente Alfonso López Pumarejo creó el Laboratorio Central de Investigaciones de la Lepra (hoy Instituto Dermatológico Federico Lleras Acosta) y encargó a Lleras de su dirección.

“Correspondió a Vericel introducir la bacteriología a Colombia y a su discípulo Federico Lleras asentarla sobre bases firmes y acreditarla definitivamente como rama de la medicina” (Sanmartín, 1986).

Murió en Marsella, Francia, el 18 de marzo de 1938, cuando se dirigía al Congreso de Leprología del Cairo, acompañado por dos de sus hijas; por ese entonces Carlos Lleras Restrepo (uno de sus hijos) era ya un importante político (Jiménez, 1938; Obregón, 2002, 2004).

La imagen que Lleras se había hecho de sí mismo jugó un papel importante. No por azar los discursos pronunciados en sus funerales lo comparaban con Pasteur: científico y patriota, santo y sabio, soldado de la ciencia, apasionado por la verdad, fueron algunas de las cualidades que se le atribuyeron. Lleras pretendía, quizás como la mayoría de los científicos de su tiempo, imitar a Pasteur. Aun su enfermedad, que le obligaba a usar un cuello ortopédico, lo asemejaba al investigador francés que padecía de hemiplejía. También su espíritu polémico, la obsesión por servir a su patria, su catolicismo y la convicción de poseer la verdad, le hacían semejante al famoso químico. Como él, también Lleras fue Caballero de la Legión de Honor. El 14 de julio de 1923, con motivo de la inauguración de un monumento a Pasteur en Bogotá, Lleras había afirmado: “Pasteur amó siempre la verdad, y por defender sus convicciones hubiera ido hasta el sacrificio”. Esto fue justamente lo que hizo Lleras. Prefirió morir antes que verse derrotado. (Obregón, 2005, p. 288)

El Parque de Vacunación, la preparación de la vacuna contra la viruela

Jorge Lleras Parra fue otro de los discípulos brillantes de Vericel, cuyos aportes al conocimiento y su papel en la prevención y el control de la viruela humana fueron excepcionales. A partir de 1897, sobre la base de su formación en la Escuela de Veterinaria y con el apoyo de su maestro, inició la producción de la vacuna antivariólica en un rudimentario laboratorio. Según señala Salamanca (2004):

Gracias a su calidad científica, a su tesón y a su entrega a la lucha contra la viruela, uno de los males más mortíferos en la historia de la humanidad, durante la primera mitad del siglo XX, Colombia se abasteció suficientemente de una vacuna de excelente calidad, con la que se inmunizó a poblaciones de distintas regiones del país. De esta manera, nuestro país se comprometió de manera temprana en la erradicación de la enfermedad, meta lograda a finales de la década de los años setenta. (p. 545)

De acuerdo con Silva (1992), la temible enfermedad existió en América desde la Conquista, traída por europeos y esclavos africanos, y afectó a la población nativa, desencadenando graves epidemias desde 1558. Baquero (1993) ubica la primera epidemia en 1561, presentándose luego numerosos brotes en 1568, 1587, 1600,1639; durante 1702 causó 7000 muertes entre los habitantes de Bogotá, y en 1782 se presentó una nueva epidemia. Lo anterior obligó a las autoridades a tomar medidas sanitarias para prevenir la propagación de la enfermedad y la alta mortalidad. Mutis publicó un método general para prevenir las viruelas, utilizando material de los enfermos (costras) introducidas en la nariz de los individuos sanos. El método tenía riesgos y podía generar nuevos casos.

A finales del siglo XVII, en Berkeley, una región ganadera de Inglaterra, las vacas padecían de una enfermedad que se caracterizaba por la aparición de pústulas irregulares de color azul pálido, enfermedad conocida como el cow pox o la viruela de las vacas. Los trabajadores rurales, en especial las mujeres encargadas de ordeño, adquirían la enfermedad de las vacas: presentaban un cuadro inflamatorio con la aparición de pústulas, acompañadas de dolores articulares y malestar general, pero adquirían resistencia contra la viruela de los humanos. Edward Jenner, el médico rural de dicha zona, observó el fenómeno; pensó en sustituir la variolización por la inoculación de la linfa de alguien que hubiese sufrido en forma espontánea la viruela vacuna.

El 14 de mayo de 1796 Jenner inoculó al niño James Phipps linfa tomada de una pústula de viruela vacuna de la mano de una mujer dedicada al ordeño. Al poco tiempo, inoculó de nuevo viruela vacuna al muchacho sin observar ninguna reacción, lo que le hizo plantear que la viruela vacuna se transmitía de humano a humano y que la vacuna producía inmunidad contra la viruela (Salamanca, 2004).

En los años siguientes Jenner experimentó su nuevo método, al que denominó vacunación por variolae vaccínae o viruela vacuna. El trabajo en que expuso sus experiencias fue rechazado por la Royal Society, pero Jenner las publicó por cuenta propia en el ensayo An Inquiry into the Causes and Effects of the variolae vaccínae, en 1798. Esta vacuna antivariólica fue acogida al principio de manera muy fría, de forma que su aplicación no comenzó en la propia Inglaterra sino hasta 1801 (Zúñiga, 2004, p. 316).

En 1802 se conocieron los resultados de los trabajos de Jenner, mediante la publicación del libro Origen y descubrimiento de la vacuna, traducido por Pedro Hernández. Esta obra se imprimió en Bogotá, y los dineros provenientes de la venta fueron destinados a los hospitales de virolentos (Baquero, 1993).

Francisco Javier de Balmis, médico de la corte de Carlos IV, ante las frecuentes epidemias de viruela en el Nuevo Mundo, propuso la llamada Expedición de la Vacuna. Estaba compuesta por una caravana de veintidós huérfanos que, por inoculaciones sucesivas brazo a brazo, conservara el fluido vacuno activo; salieron del puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803, en la corbeta María Pita. Diversos navíos se dirigieron a las posesiones del imperio: el 8 de mayo de 1804 zarpó de La Guaira, a bordo del bergantín San Luis, José Salvany rumbo a la Nueva Granada, y lo acompañaron el médico Manuel Julián Grajales, el practicante Rafael Lozano Pérez, el enfermero Basilio Bolaños y cuatro niños portadores de la vacuna. Naufragaron en las bocas del río Magdalena; se perdieron tres días, pero lograron llegar a Barranquilla, y arrivaron finalmente a Cartagena el 24 de mayo de 1804. El 17 de diciembre de 1804 diez niños portadores del virus llegaron a Bogotá, donde los recibió el virrey Antonio Amar y Borbón; en la ciudad se realizaron más de dos mil vacunaciones y se estableció la junta provisional para la conservación de la vacuna, por medio de niños a quienes se les inoculaba con el objeto de mantenerla activa (Acosta, 1998; Baquero, 1993).

Lleras Parra (1939) describe cómo, durante los primeros años de la República, la ciudad de Bogotá constituía un ambiente propicio para la enfermedad, debido a las deficientes condiciones de higiene. Desde 1843 fue preciso importar vacuna, con agravantes como demoras, sobrecostos y deficiente abastecimiento. No obstante, los científicos locales hacían esfuerzos para producir la vacuna en Colombia, pero la falta de laboratorios y de personal especializado lo habían impedido.

El 1º de diciembre de 1887 se creó la Junta Central de Higiene, una de cuyas dependencias sería el llamado Parque de Vacunación, institución que se encargaría de la producción de vacuna contra la viruela. El joven veterinario fue designado como su director en 1897. Su vocación por el estudio de las ciencias naturales, su gran amor por los animales, su compromiso por la lucha contra la enfermedad y por la defensa de la vida, y sus estudios en la Escuela de Veterinaria de la Universidad Nacional de Colombia, lo habían preparado excepcionalmente para asumir ese reto; de la mano de Vericel, el discípulo conoció a fondo el descubrimiento de Jenner, el médico rural inglés: la vacuna, denominada así por Pasteur como un homenaje a este, por tener su origen en la enfermedad de los vacunos (viruela de las vacas). En homenaje al médico inglés, legó a la humanidad un término con el que se conocen los biológicos preparados hasta nuestros días para la prevención de las enfermedades en humanos o en animales. Este hecho constituyó la inspiración y el impulso para Lleras Parra; su espíritu innovador y su convicción hicieron posible reproducir en terneras el virus vacuno que se emplearía en la lucha contra esa dolorosa enfermedad en nuestro país.

Al poco tiempo de asumir el cargo de director del Parque de Vacunación se inició una grave epidemia en los barrios pobres de Bogotá. Una bandera amarilla que anunciaba la presencia de la viruela ondeaba en las carretas de bueyes usadas para transportar, hacia la fosa común, los cuerpos sin vida (blanqueados con cal), de quienes sucumbían por la viruela (Salamanca, 2004).

Conmovido por los hechos, se propuso iniciar el proceso de producción del biológico; sabía que la idea era viable y, con una solicitud de la Junta Central de Higiene, decidió acudir al profesor Vericel, quien le facilitó una habitación de la Escuela de Veterinaria que serviría de laboratorio, y dos pesebreras para las terneras que se emplearían como biomodelos para la inoculación del virus. El objetivo era multiplicarlo para lograr obtener las cantidades necesarias para la producción de la vacuna (Acosta, 1998; Salamanca, 2004).

Al terminar de organizar el lugar, el viejo maestro tomó una tabla y con su propia letra escribió en letras rojas y sin mayores explicaciones: “Parque de vacunación” (Román, 1997).

Era un gran reto que requería dedicación, estudio, perseverancia y grandes dosis de innovación. El mismo Lleras relata sus inicios: allí, sin elementos de ninguna clase, inventando y construyendo instrumentos y aparatos, y utilizando herramientas viejas y cuantos objetos nos podían prestar algún servicio, principió el parque a funcionar y el día diez del mismo mes (diciembre de 1897), se remitió la primera remesa de vacuna al Ministerio de Gobierno. En diez días se logró lo que nunca había sido posible en Colombia: la producción de la vacuna contra la viruela”. (Salamanca, 2004, p. 548)

Tal como señala Salamanca (2004), durante la Guerra de los Mil Días, sin importar la ausencia de recursos, el hambre y las incomodidades, Lleras Parra permaneció en su cargo librando sus propias batallas: el trabajo tuvo que multiplicarse, pues las condiciones propias de la época de guerra generaron el ambiente propicio para la aparición de otra grave epidemia de viruela.

Si bien antes del conflicto el país se hallaba abastecido de vacuna, la situación se tornaba compleja. De acuerdo con Lleras Parra, “la vacuna se solicitaba en cantidades fantásticas”. Sin recibir sueldo ni dinero para gastos, trabajó a marchas forzadas: la producción no se suspendió, ni aun por el hecho de haber sido ocupada la casa por tropas llegadas del Norte. Describía con estilo claro y sencillo los métodos empleados:

En la primera época cuando trabajábamos en las pesebreras del Dr. Vericel, las terneras se tumbaban en el suelo, se subían a una mesa en donde se operaban, las siembras se hacían por picaduras que daban recolecciones escasas, la trituración de las costras se hacía en mortero, el envase de los tubos se hacía con pipetas y el cierre de los mismos por medio de soplete común de latonero… Después se hizo un pedido de instrumentos franceses especiales, refrigeradoras, escarificadores, molinos y aparato rellenador de tubos. La construcción de mesas especiales, establos protegidos, pisos de cemento, tubería de agua caliente y fría, mejoraron muchísimo las condiciones de trabajo. (Carta de Lleras Parra al Ministro de Gobierno 1897, citada en Acosta, 1998, p. 177)

Presentó una síntesis sobre los métodos empleados durante la XI Conferencia Sanitaria Panamericana, realizada en 1942 en Río de Janeiro:

El cultivo y preparación de la vacuna constituyen un trabajo que no tiene complicaciones de ninguna clase. No tengo la pretensión de creer que la técnica que empleo es mía: es un conjunto de procedimientos empleados en los diferentes centros de producción, de los cuales he escogido lo más práctico... Si acaso hay algo mío, son pequeñas modificaciones en los procedimientos, en los aparatos o en los instrumentos usados, que facilitan el trabajo y han dado por resultado un mejor producto. (Salamanca, 2004, p. 549)

Era un proceso de alta calidad, certificado tanto en el ámbito nacional como en el internacional:

A todos los que han tenido la curiosidad de visitar el parque y observar el proceso empleado para producir la vacuna, y sobre todo a los que han visto en el exterior cómo se hacen estos trabajos, les he pedido el favor de indicarme las modificaciones que crean convenientes para mejorar la técnica: pero ninguno, tal vez por delicadeza, me ha hecho observaciones en tal sentido. (Salamanca, 2004, p. 549)

Salamanca (2004) cita los siguientes apartados relacionados con el documento de Lleras Parra:

Expreso con sencillez mis ideas, sin sentar doctrinas y sin ánimo de criticar teorías ajenas; tales ideas serán seguramente erradas, pero los hechos tangibles, los resultados que están a la vista y que pueden comprobarse en cualquier momento, me alientan a creer que no esté del todo equivocado en mis experiencias y deducciones. (p. 550)

Dejó constancia de su calidad humana al revelar el secreto para el éxito de su procedimiento:

En realidad, la técnica consiste en ponerle cariño al trabajo y en no descuidar una serie de detalles que, a primera vista, parecen pueriles y tontos, pero cuyo conjunto es el que produce el resultado tan halagador a que he llegado de obtener costras frescas, sin gérmenes. (p. 549)

La viabilidad de la vacuna en climas cálidos y los largos viajes de las remesas en el sistema de ferrocarriles o en bodegas de barcos, donde las altas temperaturas vulneraban el virus, era un reto tecnológico; para ello, ideó unos termos que garantizaban temperaturas adecuadas por 36 horas, pero elevaban el costo del biológico. Luego empleó salmuera y amoníaco, procedimiento incómodo y con resultados deficientes. Sin embargo, encontró una solución: la preparación de una vacuna seca en polvo que superó con éxito lo alcanzado con la vacuna líquida. El proceso se inició en 1916 y, en junio del mismo año, se despachó la primera remesa (Lleras Parra, 1942).

Lleras Parra, mediante la innovación, generó un procedimiento que garantizaba la inocuidad y seguridad para las vacunas. Tan interesante y novedoso resultó el procedimiento, que él mismo lo reconoció: “este es el resultado que pienso que puede tener algún valor y algún interés para las personas que conocen de estos asuntos” (Salamanca, 2004, p. 550).

En su laboratorio se produjeron más de un millón de dosis de vacuna de viruela anualmente desde 1897 hasta 1945. Salamanca (2004), después de consultar documentos y autoridades de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) concluyó que, con excepción de México, que inició la producción de la vacuna en 1915 (con base en la semilla proporcionada por el Instituto Lister), ningún país de América Latina desarrolló un programa similar al adelantado en Colombia durante la primera mitad del siglo XX.

El 18 de julio de 1939, con ocasión de la inauguración de una nueva sede del parque, el presidente de la República Eduardo Santos impuso al científico la más alta condecoración que otorga el Gobierno de Colombia: la Orden de Boyacá, “por sus eficaces servicios como director del Parque de Vacunación durante 42 años de constante consagración, con resultados que honran y benefician grandemente al país”. El profesor Lleras Parra murió el 6 de agosto de 1945, en la misma habitación de la casa de San Victorino donde había nacido 71 años antes (Salamanca, 2004, p. 552).

Muchos de los instrumentos empleados en el laboratorio fueron ideados y construidos por el profesor Lleras Parra, quien era un “anfibio cultural”; además de científico, era un humanista y también un hábil mecánico y técnico carpintero.

El laboratorio funcionó activamente en las instalaciones del hoy Instituto Nacional de Salud hasta 1979, y fue considerado como uno de los mejores del mundo. Después de una ceremonia en la que se presentó la historia y la evolución detallada de las técnicas de producción de la vacuna antivariolosa, se cerró definitivamente (Acosta, 1998); ya no era necesario, pues la viruela se había controlado en el mundo gracias a la vacuna y a la aplicación sostenida y estratégica de esta.

Así nació y vivió sus inicios la ciencia veterinaria en Colombia. La pasión y mística de Vericel y de los primeros graduados fueron notables, ya que mantuvieron viva la llama de la joven escuela durante la guerra y los complejos tiempos de la posguerra; años después, veinte años después, una vez se recuperaró la economía, fue posible la refundación y consolidación de la nueva escuela; se contaba con la mística de los primeros egresados y el entusiasmo de jóvenes bachilleres, así como con la voluntad política del Gobierno, pues como señalan Reyes et al. (2004), desde 1911, con la creación del Ministerio de Agricultura y Comercio, la realización del Segundo Congreso Médico de Colombia en 1913 y la solicitud de la Dirección Nacional de Higiene y Salubridad del Ministerio de Agricultura y Comercio, se planteaba la inminente necesidad de restablecer la enseñanza veterinaria.

El hito del inicio formal de la veterinaria como escuela corresponde a la honda convicción y al compromiso de Claude Vericel, al conocimiento que generó y transfirió, así como a la vocación docente de los primeros graduados —el título conferido a la primera promoción, profesor en veterinaria, así lo señala—. La influencia pasteriana constituyó su impronta: Gómez Herrán, Lleras Parra y Lleras Acosta dejaron como legado para la historia sus logros, invenciones, ejemplo y también sus escritos. El mensaje del fundador estuvo presente como una impronta en el alma de los primeros: vamos a hacer historia amigos míos, poniéndonos al lado de la vida...

Muchos se preguntarán ¿por qué doce discípulos para el inicio de la escuela? Tal vez porque Vericel era un devoto pasteriano, y su paradigma era el gran maestro de la microbiología, no solo en sus métodos y técnicas para la investigación; también en sus creencias, ya que era un hombre de fe. Doce era un buen número, los doce, al igual que los apóstoles.

* Este capítulo se estructuró con base en Villamil (2008a).

Colombia y la Medicina Veterinaria contada por sus protagonistas

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